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“Ayer” (Dos) Hitler

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El angel que corona la Siegessäule, la columna de la Victoria, en Berlín

Había previsto terminar en una nueva entrega la serie de Ayer. Pero están resultando tan interesantes los temas, las reflexiones, las especulaciones y las revelaciones del Duque de la Torre, que he decidido ampliar la serie con un capítulo más, después del presente.

Resumen realizado por Fernando Bellón, editor de Agroicultura-Perinquiets

El inicio de este capítulo es novelesco. El autor se acerca en tren a Berlín. En la vieja Hauptbahnhof, supongo, le espera el almirante Canaris, Chef des Amtes Ausland Abwehr, jefe del servicio secreto del Ejército.

Me pareció más bajo y más canoso que otras veces. Su gorra de marino le iba grande y su abrigo estaba descuidado. Se acercó a la portezuela y me dio la bienvenida: un apretón de manos prolongado, que expresaba su alegría de verme.

Carlos Martínez del Campo encabezaba una delegación militar española que negociaba la compra de armamento moderno. Que le reciba un almirante es todo un rasgo. Y en especial si ese almirante es Canaris. Cuando el duque de la Torre escribe estas memorias sabe que Wilhem Canaris, jefe de inteligencia de la Werhmacht, el ejército nazi, fue ahorcado en abril de 1945 por conspirar contra el Führer. Canaris fue un oficial del segundo Imperio alemán, participó en la Primera Guerra, y se le atribuye nostálgico de la monarquía, y poco amigo del nazismo.

David Casado Rabanal, periodista especializado en temas bélicos, publicó en 2023 un libro de significativo título: Canaris: El espía y confidente de Franco. La legendaria historia del director de la Abwehr y su relación con España.

Al margen de lo que se afirma en el título, lo evidente es que se llevaba bien con la España de Franco, y podía hacer de interlocutor de este tipo de negociaciones porque entendía el español.

Al memorialista le alojan en el hotel Adlon, en la plaza de París, donde se encuentra la Puerta de Brandenburgo. Nada más llegar mantiene reuniones con las distintas comisiones españolas en Berlín.

El ambiente no era agradable. Tuve la impresión de que los nuestros no lograban entenderse con los jefes alemanes. Hablaban de manera diferente. No es fácil, en efecto, ponerse a tono con los de fuera. Tendemos a negociar con los demás como si fueran compatriotas… Nos olvidamos de que los ríos de las grandes capitales europeas son más caudalosos que nuestro Manzanares, y que los disgustos que sufrimos son debidos, casi siempre, a nuestra eterna precipitación o intransigencia, en asuntos bélicos y comerciales, en materia social y técnica, o en cuestiones de índole política, y aún diplomática.

Es curiosa esta visión. Parece tan estereotipada como la que se han construido los ingleses sobre su carácter flemático imperial, los franceses sobre su gradeur diplomática, o los rusos-soviéticos sobre sus intrigas crueles. Algo de verdad hay en todo esto.

Describe Martínez de Campos la vida cotidiana de aquel Berlín bombardeado y falto de suministros con precisión cinematográfica. Las cuitas alimentarias, las rutinas para prevenirse de las incursiones aéreas aliadas, perfectamente organizadas y señalizadas.

Cuando sonaban las sirenas, era obligatorio levantarse y seguir la ruta establecida por las flechas estampadas en los muros de los cuartos y de las escaleras; y la gente obedecía, sin que nadie comprendiera la razón de su obediencia. Muy pocos meditaban sobre el peligro. Casi todos preferían someterse. Cada cual trataba de escuchar la voz oculta del que sabe más que nadie, dispuesto siempre a acatar su buen consejo.

Se va a dormir el autor, y se despierta rememorando una voz aguda y ligeramente ceceante, que le había hablado en Madrid antes de partir para Alemania. El Caudillo, evidentemente.

Los españoles no quieren que haya guerra, y a Alemania –de otra parte–no le conviene que España participe en ella. Tiene ya bastante carga. Entraríamos en la guerra, si alguna otra nación nos invadiera; y en ese caso, nuestra sola dignidad sería la causa de que favoreciésemos a Hitler. España quiere paz. Le es indispensable para que su mar esté completamente libre; y le hace falta para su cabotaje, para proteger Canarias y abastecer su zona de Marruecos. Pero sin armamento, no puede hacerse respetar. Hay que adquirir lo necesario. Es preciso convencerles de que nos tienen que vender lo que deseamos.

Aunque haya mucha reticencia sobre este asunto entre los historiadores antifranquistas, el general lo tuvo bien difícil durante la Segunda Guerra Mundial, España rodeada de enemigos reales y posibles, desasistida, sin poder defender con eficacia las islas mediterráneas y atlánticas. Una ofensiva aliada difícilmente habría sido resistible. Quizá los británicos y los gringos pensaron en otra guerra de la Independencia en una España invadida, que desgastaría sus fuerzas. Suena poco verosímil. Pero también lo era que el ejército y la guerrilla española expulsaran a los franceses napoleónicos.

Martínez de Campo confiesa que después de preparar esta expedición a Alemania con el ministro de Asuntos Exteriores, con el ministro del Ejército, el de Marina y el del Aire me hallaba convencido de que siguiendo paso a paso lo dispuesto por cada uno, el resultado de mi gestión sería completamente nulo.

No hubo bombardeos aquella noche, cosa que el autor agradece a los ingleses, que perdían muchos hombres y aparatos en las incursiones, por las bajas en combate, los aterrizajes de aviones dañados, y porque al llegar a Berlín se echaban todos “en masa” sobre la ciudad, y sufrían el denso fuego de las baterías alemanas, y además colisionaban entre ellos.

Evoca al general Von Richthofen, encargado de la Legión Cóndor durante la Guerra Civil española. Dice que fue un excelente profesor para los oficiales españoles, estudiaba con detalle cada frente, se interesaba extraordinariamente en la labor de las fuerzas que le apoyaban, y cuando veía que sus hombres empezaban a perder la compostura germánica, les enviaba a casa y los sustituía por otros todavía mejor formados.

El duque de la Torre viajó con Richthofen, al acabar la guerra española, desde un puerto gallego a Hamburgo en un buque de la Kriegsmarine .  Con Hitler en Berlín, vieron desde la tribuna uno de esos desfiles militares tan conocidos en los documentales. Parecía que la guerra había empezado; y, sin embargo, no se hablaba de ella. Los oficiales no la querían. Sobre todo, creían imposible poderla comenzar sin disponer de mucho más de lo que había en Alemania.

La mañana de marzo de 1943 en Berlín todavía no ha amanecido. El autor describe con mano de narrador el paisaje que observa desde la ventana del hotel Adlon.

De la calle subía el reflejo de una luz amarillenta, con halo blanquecino. Pero, el silencio era absoluto: un silencia kilométrico y pesado, enervante y cargado como de fuego o de explosiones graves y profundas; algo así como el silencio de una radio que sólo aguarda un toquecillo para vibrar intensamente y ensordecer al que, impaciente, busca… lo que realmente salga.

Martínez de Campo hace algo de turismo en compañía de su anfitrión. Visita Potsdam, con los palacios, los parques y los monumentos construidos por Federico el Grande. Luego da un paseo por la ciudad que empieza a hundirse. Después visita a Canaris en su oficina. Dice, a veces tengo la impresión de que él desea contarme algo secreto. Le refresca el programa del militar español en Berlín, visitar al mariscal Keitel, y le advierte del tipo de preguntas que le hará, mas no consigo poner en claro si tanta meticulosidad es debida a un engranaje más de la formidable máquina alemana, o, si el carácter y el origen de Canaris [se dice que italiano] le inducen a ayudarme y a encauzarme hacia el efecto del desastre que –sin decirlo aún– él siente avecinarse aceleradamente.

Los militares alemanes encargados de la negociación insisten en conocer la organización en la que los españoles basan sus peticiones. Yo pretendía únicamente poner en claro si las Fuerzas Militares alemanas accederían a cedernos algunas máquinas y las armas necesarias para nuestros ejércitos, y estaba dispuesto a retirarme antes de empezar negociaciones de otro tipo.

Le desespera la intervención de intérpretes y taquígrafos. Los primeros habían de ser interpretados antes por los taquígrafos.

Advierte que en Madrid se vivía angustiado por la guerra, sobre todo por el frente ruso y el desembarco aliado. En el primero se había producido la rendición del general Paulus a los soviéticos en Stalingrado. Ysobre el segundo, conocía la interminable cadena de baterías costeras, sin la densidad suficiente para contener en todas partes al adversario. En Libia, por su parte, el Afrika Korps del general Erwin Rommel todavía no había sido derrotado por los británicos. Era un momento muy serio, porque hasta entonces la balanza había estado inclinada de la parte alemana, y ahora estaba equilibrada.

Las noches siguen tranquilas, escribe en sus apuntes. No obstante, llegó cierta mañana el rumor de una “pasada” violentísima sobre Essen. En pocos segundos habían quedado sin albergue 80.000 personas.

Las negociaciones se estancan. Y al militar español le da la impresión de que hay dificultades para satisfacer nuestras demandas. Sin duda, quieren y no pueden; mas no quieren que se crea que no pueden.

Especula sobre cómo sería negociar con británicos, con franceses o con italianos, sin duda peor. Los británicos necesitan ideas sencillas, claramente expuestas y servidas despacio. El francés, sin duda más inteligente, dice el autor, daría razones materiales y morales para inclinar hacia su parte la ventaja; razones densas y basadas en una lógica intrincada o sobre un derecho inaccesible a todos los demás. El italiano se lanzaría a una larga disertación en que los términos se alejarían no poco de la base, originando un laberinto filosófico en el cual sería imposible atar los cabos.

A mi entender acertados estereotipos.

De la visita al general Wilhem Keitel, jefe del Estado Mayor de los ejércitos, reproduce significativas notas. Llega a su casa a las once de la mañana y se va  a la una y cuarto. Es personaje afable y complicado. Sus preguntas son discursos, y cada discurso dura más de un cuarto de hora. Empieza hablándome de la posibilidad de que los ingleses y americanos desembarquen en España Me recuerda que estamos seriamente amenazados, porque los aliados quieren aprovecharse del Archipiélago Canario o de las Islas Baleares; y quiere saber si en caso de peligro nos defenderíamos fuertemente, o nos resignaríamos a la invasión… Al Mariscal no le interesa mi opinión sobre las cosas de que trata. Quiere tan solo que me aprenda la lección que él me está dando… No le importan mis respuestas.

En nota a pie de página sobre el tema de las islas españolas, Martínez de Campo cita un libro de Raimond Cartier sobre los secretos de la Guerra Mundial. Uno de los frentes en los que los ejércitos alemanes y aliados combatían era La “Batalla del Atlántico”. Según Cartier, se reveló en los juicios de Nuremberg el enfrentamiento interno entre armas alemanas, la de tierra y la naval, sobre la oportunidad y necesidad de invadir las Azores y las Canarias, cosa que nunca llegó a producirse.

Dice el memorialista que intentó explicar a Keitel que el momento de la amenaza aliada para España ha pasado a la historia… Le hablo de que a poco que Alemania pretenda lograr de nosotros una orientación determinada, habrá de comenzar a ayudarnos a estar en condiciones de intervenir en lo que ocurra. Esto parece una aclaración pertinente.

Por la noche de ese día suben al autor a un tren que le lleva al cuartel general de Hitler en la Prusia oriental. Es una descripción de gran valor periodístico. El centro de operaciones se encuentra establecido entre lagos, en un denso bosque de árboles gigantes, y no ha sido detectado por la aviación aliada. Está protegido por unidades antiaéreas potentes bien disimuladas y no han necesitado hacer ningún disparo en toda la guerra. ,

Reflexiona el autor sobre la eficacia de los servicios de información británicos. No soy el primero en acudir a este refugio. Antes que yo han venido generales y políticos de países diferentes; y, por discretos que hayan sido, no parece lógico que una noticia de importancia semejante no haya trascendido hasta Inglaterra. Más bien parece que Inglaterra prefiere no saber oficialmente dónde se halla instalada la jefatura de la Wehrmacht. ¡Quién sabe si ella basa sus proyectos en mantener a Hitler sano y salvo! La desaparición del Führer podría ser la causa de que la guerra acabara antes de tiempo. Él, en todo caso, quiere que la lucha se concluya. Lo demostró dando permiso a Hess para su atrevido vuelo y su propio lanzamiento sobre Escocia. Pero Inglaterra piensa de otro modo.

Son notas de Martínez de Campo tomadas in situ, sobre un asunto que ha derrochado tinta entre los militares y los historiadores. La frase Él, en todo caso, quiere que la guerra se concluya, y su relación con el vuelo de Hess a Inglaterra al inicio del conflicto, me resultan equívocas, no sé si por descuido del autor o porque no quería meterse en berenjenales político académicos

Describe el despacho de Hitler al que le conducen, un lugar no austero pero sin lujos. Todos toman café menos el Führer, que bebe una infusión. Todos están pendientes de su palabra. Da a la concurrencia una lección sobre armamento de precisión. A medida que entra en materia quita tiempo al que traduce: poco a poco, sus preguntas o explicaciones se van cosiendo unas a otras para acabarse transformando en un discurso, inacabable al parecer, mas que termina de repente, en lo más alto y sonoro, con un gesto interrogante y una sonrisa que no pasa de la frente y la que leo: “ahora escucho”.

Pero escucha poco, porque sigue interrumpiendo la intervención del español. Me sorprende incluso con la noticia –o el sondeo– de que no quiere más aliados. No le hacen falta; no puede armarlos, ni abastecerlos. Sólo quiere “comprensión”: que todo el mundo sepa que está empeñado en una lucha formidable contra el “bolchevismo”.

Merece la pena esta larga cita:

A cada rato, echo un vistazo alrededor. Invariablemente, Keitel asiente, el ministro Schmidt se enerva y los demás esperan con paciencia que el acto acabe. Entre tanto, el Führer continúa perorando. Trato de contestarle, de explicar, de concretar…; pero él aprovecha cada pausa para intervenir de nuevo y referirse al tiempo necesario para la formación de buenos especialistas sin los cuales la teoría del rendimiento de las armas exentas de trayectoria es inaplicable, o para insistir en la precisión de coordinar como es debido los diferentes medios si nentusiasmarse por el que más se emplea o se ambiciona. Por último, tornando al material que le obsesiona tanto, se olvida del intérprete y de mi incompleto conocimiento del solo idioma que él posee y se pierde en oraciones que no acaban y en que acentúa con fiereza y acompasadamente su eterno bolchevismo, como quien recurre a escoplo y martillo para embutir la idea en el cerebro del oyente.

Acabado su discurso, Hitler se levanta inesperadamente. El tiempo disponible ha transcurrido.

Al día siguiente al militar español le enseñan el cañón más grande y potente del mundo, instalado en Rügenwald, en la isla calcárea de Rügen en el Báltico. Su calibre es 800. Ignoro la unidad de medida, pero parece enorme, si bien hoy el cañón es una antigualla, en comparación con los misiles balísticos.

Puede perforar una masa de hormigón de siete metros, dispara una granada rompedora de cinco toneladas que puede alcanzar 25 kilómetros. Esta cifra me parece corta para tal cañón, quizá sea una errata. El Führer encabeza la delegación, y trepa por una torre de observación con agilidad de poseído. Se vuelve al militar español y le suelta: “Lo necesario para el Peñón”. No sé qué cara poner, ni qué cosa contestar… En estos meses ya no pensaba en Gibraltar. Yo lo sabía perfectamente; y eso dificultó mi respuesta o mi simple comentario.

De vuelta a Berlín encuentra en el hotel una invitación de Canaris a cenar. El almirante y jefe del Servicio Secreto del Ejército quiere saber qué impresión le ha causado Hitler. Al conocer el comentario del Führer sobre el gran cañón y Gibraltar, Canaris dice que no habría servido. El español dice que él se fue por las ramas, por su condición de jefe militar español obligado a mantener discreción. Confiesa que lo lamenta por Canaris, un corazón sencillo que parecía volcarse para hablar con un amigo. Esto es una debilidad literaria en un discurso memorialístico.

No criticaba, ni decía nada concreto. Pero sus palabras me indujeron a un concepto claro de los hechos. Me confirmaron cosas que sabía. Hitler no ha estado jamás compenetrado con los que le ayudaron a preparar la guerra y a conducirla… Desde un principio, el famoso Canciller se siente superior a todas las personas que tiene cerca de él. Desprecia al técnico y a táctico. Tiene a raya a sus colaboradores más inmediatos.

Mezcla el Duque de la Torre sus especulaciones con las insinuaciones de Canaris, y describe el escenario del alto mando militar antes del inicio de una guerra que Hitler apresuraba contra la opinión de sus soldados.

Habla de la destitución del general Fritsch y el ministro de la guerra Blomberg, cuando el Führer se convirtió a sí mismo en Jefe de la Wehrmacht. Luego depuró a los generales Brautchitch y Beck, cuando se opusieron a la invasión de Checoslovaquia en 1938. También intentan estos (u otros generales, quizá yo he entendido mal a Martínez Campos o éste se confunde, cosa difícil) retrasar la invasión de Polonia y desatar la guerra contra la URSS, para no crear un frente en el Este. Brautchicht y su ilustre Jefe del Estado Mayor fueron sustituidos antes de fin del año 1941. Hitler entonces se hizo cargo del Ejército Terrestre –a más del mando de la Wehrmacht– y Zeitler fue nombrado su Jefe del Estado Mayor.

Le pasma la afición de los ciudadanos de Berlín por la ópera a la que acuden. Luego se cita con el general Dönitz, jefe de la Flota y ministro de Marina. Después con el segundo de Göring, el mariscal del Aire Milsch, que le enreda con frases huecas y complicadas.

Describe otras visitas a instalaciones militares de defensa aérea y a un polígono de pruebas del Waffen Amt, la oficina de armamento.

En la escuela de tropas ligeras, die Schnellen Truppen observa la aplicación del carro y de los cañones contra carros, que las convierte en tropas acorazadas, y en ella se demuestra, alternativamente, que las unidades acorazadas son invulnerables, mas que unos equipos sencillos son a veces suficientes para destrozar los carros de combate”.

Presencia varias maniobras de combates entre carros, y dice que aprende alguna táctica, si bien insiste en que el terreno peninsular no favorece la eficacia de estas máquinas. Le sorprende el convencimiento de los militares alemanes de que con fuertes divisiones acorazadas, esto es, con carros bien armados, se puede ganar una guerra.

Rememora la llegada de tanques rusos a España durante la guerra civil, y cómo los soldados nacionales aprendieron a desarticularlos con métodos no siempre efectivos. Dice que los tanquistas rusos son de hierro; son gente que no falla, y está orgullosa de su oficio.

Se encuentra con Wolfram von Richthofen, que combatió en España con mucha presencia de ánimo, mientras que ahora es una ruina y un hombre que se acaba.

Termina sus conversaciones y vuelve un poco desalentado a Madrid. Al llegar se da cuenta de que en Madrid se sabe más de la contienda que en Berlín.

Vuelve a su trabajó burocrático y pedagógico en la Reserva General de Artillería, con conferencias de estrategia militar en la Escuela Superior del Ejército. Concluye que la estancia en Alemania ha sido estéril. Admite que las enseñanzas que ofrece pertenecen a otras guerras.

El hombre envejece con el arte o con la ciencia que predica. Mas cuando envejece, no siente a los demás envejecer. Sólo ve crecer las plantas, quien no se empeña en admirarlas día y noche. Nadie sabe cómo surgen las arrugas ni cómo pasa el tiempo; y es que las arrugas no aparecen, ni el tiempo se desliza.

Concluye el capítulo con amargas reflexiones que recoge de sus apuntes de la época.

Son muchos los que creen que la derrota de Alemania sería un desastre, para nosotros; que España quedaría en una situación insostenible, frente a Inglaterra victoriosa.

Pero las esperanzas de los militares españoles están con Alemania, porque Alemania está más lejos, y España está vinculada a ella a través de Carlos V, dice. No está muy seguro de que sea esto un argumento sólido.

Jamás perdonaremos a Inglaterra; no podemos tolerarle que el Peñón de Gibraltar esté en sus manos. Ella nos desafía cara a cara desde lo alto de la usurpada cumbre del Mortero. Pero Alemania es otra cosa. No fue nunca a América, y nosotros no estuvimos en el África Central. Es la única nación que se ha beneficiado de nuestro aislamiento, y de que hayamos estado bastantes lustros con la espalda vuelta a Europa. Intervino poco en la leyenda negra. Jamás ha odiado a España. No suele odiar. No odia siquiera a los ingleses.

Eso lo dice un monárquico anglófilo por naturaleza.

A mí me parece que Martínez de Campos fue un observador excelente, y capaz de descubrir los puntos flacos de las personas y las instituciones. Debió de hacer un buen informe de su experiencia en la Alemania Nazi. Llegó a teniente general y fue miembro de número de la Real Academia Española y de la Academia de la Historia.

En la próxima entrega resumiremos las impresiones y los hechos observados por el duque de la Torre en su segundo viaje a Alemania, que le llevó hasta Leningrado o San Petersburgo, donde había soldados españoles de la División Azul.

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