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El nacimiento de Alándalus (Cuatro. Argumentos arqueológicos)

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Una serie de Waltraud García

Alejandro García Sanjuán dedica el mayor esfuerzo a esgrimir pruebas arqueológicas en defensa del canon de la invasión o conquista, como veremos en seguida. Entiende que son testimonios contundentes de que Ferrín falsea la realidad o saca de ella conclusiones imposibles.

Pero antes sigue sacudiendo estopa a Olagüe “un vulgar aficionado, carente de la formación y los conocimientos suficientes para motivar a los especialistas a contrarrestarlo.” Aquí se observa, además de inquina, el desprecio de ciertos académicos por quienes no lo son o que, aún siéndolo, discrepan de sus tesis.

Recurre a historiadores franceses, ingleses y españoles que tuvieron la imprudencia de citar a Olagüe.

Sorprende la crítica de Sanjuán a quienes incluyen a Olagüe entre los que atribuyen el carácter e incluso “nacionalidad” andalusí a la actual Andalucía, y sientan las bases de su “hecho diferencial”. Y también expresa lo contrario, dando la palabra a García Cárcer, quien, “en un trabajo de revisión de la historiografía morisca publicado en 1977, aludía a Olagüe vinculándolo al «empeño en considerar el período islámico como un paréntesis en la historia nacional»”.

¿En qué quedamos? Da la impresión de que digan lo que digan los negacionistas e interpreten lo que interpreten los canónicos, nada de lo que sostengan los primeros es aceptable.

El trabajo de Sanjuán es una cruzada. “Como dije en el prólogo, soy consciente de que me enfrento a una tarea ímproba y, probablemente, vana. Los mitos son indestructibles, pues no se basan en la razón ni en el pensamiento científico, sino en la fe, aproximándose más a la religión que a cualquier otra forma de conocimiento.”

Por fin entra en materia historiográfica distinguiendo invasión de conquista. Para Sanjuán no hay invasión, no hay irrupción por la fuerza de un pueblo extraño, equivalente en biología a agente patógeno. El término invasión procede del catastrofismo de las fuentes cristianas medievales, señala, un término que no utilizan los historiadores en los fenómenos de la ocupación de Roma o en la entrada de los españoles en América. De ahí que considere más apropiado hablar de conquista. No obstante, lamenta que historiadores que combaten el negacionismo utilicen el término invasión.

Y ahí pasa al capítulo II y a la exhibición de testimonios proclives a la versión canónica de Alándalus.

Para él el registro material es decisivo. Son las monedas y los sellos de plomo, a su juicio irrecusables, mientras que las fuentes escritas siempre reflejan el interés de quien redacta, y su visión del hecho histórico.

“Mientras que, en efecto, las primeras descripciones literarias de la conquista fueron redactadas varios años más tarde, los objetos pertenecientes a los propios conquistadores están datados en las mismas fechas en que se produjo la llegada de los musulmanes a la Península.”

El primer testimonio son las monedas acuñadas por los conquistadores y datadas en el año 93 de la Hégira ó 712-713 según el calendario cristiano. En una serie de monedas, aparece la leyenda “nafaqa fi sabil Allah, que podría traducirse por «soldada por mor de dios», probablemente emitida en Tánger inmediatamente antes de la conquista de la Península. Son monedas de cobre sin datación ni indicación de ceca. Cosa que sí contienen las monedas de oro, en las que Sanjuán se centra.

Advierte el académico que las monedas musulmanas anteriores al año 77 de la Hégira se fabricaban según los modelos de los dos imperios rivales de los árabes mahometanos, el Persa y el Bizantino. Recordemos que este argumento de la continuidad imperial lo propone también Ferrín, que insiste en el hecho de que hasta el siglo IX, los califas no unen su realidad de poder civil (Islam) al religioso (islam) en las tierras que los árabes musulmanes han ido arrebatando a Bizancio y a Persia. Ferrín saca conclusiones opuestas a las de Sanjuán y los canónicos en general: el islamismo, antes del siglo IX, es una religión sin doctrina clara para la mayoría de los pueblos que viven en la actual Siria, el actual Irak y el actual Irán.

Sanjuán contrarresta: “Las primeras monedas emitidas por los califas musulmanes se remontan a la época de Uzman, el tercer califa ortodoxo (23-35 h/644-656) y consisten en imitaciones de las dracmas sasánidas de plata.”

“La innovación más importante que experimentaron las dracmas árabe-sasánidas se registra durante la tercera fase (50-85 h/671-704). A la generalización de la fechación mediante la hégira se añade una fórmula en árabe, Muhammad rasul Allah («Mahoma es el Enviado de Dios»), primera mención del nombre del Profeta en un escrito árabe datado.”

“La fase siguiente en las monedas árabe-bizantinas es la aparición de acuñaciones de oro, que se produce a partir del califa Muawiya (41-60 h/661-680), fundador de la dinastía omeya. Como en las dracmas árabe-sasánidas, se mantiene la presencia de las representaciones figuradas, si bien, al igual que en el caso anterior, también se aprecian cambios respecto al modelo imitado, aunque de una forma algo distinta. En efecto, mientras que en las dracmas se había introducido desde el principio la fórmula en árabe bismillah, en las monedas de oro no se añadieron leyendas, sino que se eliminaron los símbolos cristianos, tanto en el anverso como, sobre todo, en el reverso, suprimiendo el trazo horizontal de la cruz sobre gradas, que se transforma, así, en una T. Más tarde, la serie de sólidos atribuida al califa Abd al-Malik incluye inscripciones en árabe en el margen del reverso, consistentes en la doxología antes citada («en el nombre de Dios, no hay mas dios que Dios, el único, Mahoma es el Enviado de Dios»)”

Se apoya en estos datos para asentar el argumento opuesto al de Ferrín: “Poco más de seis décadas después de la muerte de Mahoma en el año 11 h/632, sus sucesores, los califas, habían logrado, no sólo extender territorialmente los dominios de la soberanía islámica, sino dotar al Estado fundado por el Profeta de unos instrumentos políticos y económicos que lo identificaban como tal entidad soberana, diferenciada de sus precedentes inmediatos, los Estados bizantino y sasánida.” Frente a esto, hemos visto que Ferrín, el cabecilla de los negacionistas actuales, sostiene que no hay un Estado Musulmán en Oriente Medio hasta mediados del siglo VIII, y todavía precario, como muestra la masacre contra los Omeyas, que provoca el exilio de Abderramán I y sus trabajos en Alándalus en construir otro. Mientras tanto, dice Ferrín, la doctrina, el islam, se está forjando.

Pasa ahora Sanjuán a tratar las acuñaciones en Alándalus.

Las hay en dos fases, una con inscripciones en latín (hasta el 714), y otras bilingües, latín y árabe (716-717). Tres años después se introduce, asegura Sanjuán, la serie monetaria de Abd al-Malik. Y se produce “la substitución absoluta del numerario visigodo por un nuevo sistema monetario”, según Alberto Canto, especialista en moneda andalusí. Para Sanjuán esto es una evidencia del predominio político de los conquistadores en Hispania.

Y añade, “para entender las primeras acuñaciones de los conquistadores en la Península debemos, por lo tanto, centrar nuestra atención en las norteafricanas. Las monedas de oro emitidas por los musulmanes tras la toma de Cartago imitaban las bizantinas. De hecho, es probable que fuesen fabricadas por los mismos monederos, como sugiere la técnica de elaboración”.

Esto parece una confirmación de la hipótesis de Ferrín, y para distinguirse de ella Sanjuán elabora un argumentario que no puedo reproducir aquí porque llena varias páginas. Destaco esta afirmación: “aparece una nueva variante en estos sólidos, caracterizada por la presencia en el reverso de una leyenda en latín de contenido religioso: non est deus nisi unus cui no socius alius similis. Se trata de un hecho muy relevante, ya que esta leyenda es la exacta traducción latina de la inscripción central de los dinares y dírhams de Abd al-Malik: bismillah la ilaha illa Allah wahda-hu la charik la-hu, es decir, «en el nombre de Dios, no hay mas dios que Dios único, no tiene asociado»” De nuevo, un dato que Ferrín también señala, pero deduciendo lo contrario, los musulmanes no se distinguen de otros unitaristas cristianos, los que negaban la Trinidad, como los arrianos, todavía carecen de doctrina propia.

Otra cita interesante: “La datación de esta primera emisión de moneda musulmana peninsular responde a dos sistemas. Las más antiguas están fechadas en exclusiva mediante la hégira islámica, correspondiendo al año 93 h/713-714. Así aparece en la orla del reverso, a través de la fórmula novus numus solidus feritus in Spania annus XCIII.” Para Sanjuán “la propia presencia de la expresión novus numus indica con claridad la conciencia de ruptura que poseían los conquistadores al realizar estas emisiones monetarias.” En otras palabras, hay presencia islámica en la península Ibérica.

Insiste, “todas las características formales de las acuñaciones de los conquistadores revelan la presencia de nuevas autoridades políticas en la Península. La misma idea de cambio, de novedad, asociada a estas monedas está expresada en los propios dinares latinos mediante la fórmula novus numus, como ya dije con anterioridad.”

Que había nuevas autoridades en la península no lo discuten los negacionistas. Lo que ponen en duda es que fueran musulmanas o islámicas, y que no dominaban grandes territorios, sino que se trataba de caudillos menores dispersos aquí y allá.

Pasa luego Sanjuán a otro testimonio arqueológico, los precintos de plomo, que han empezado a encontrarse hace pocas décadas: “se trata de la aportación empírica más importante al conocimiento de la conquista musulmana que se ha producido desde el siglo XIX.”

Distingue nuestro autor tres series, según el valor de uso de los sellos: de reparto, de pacto y referencia a una “comunidad”. Todas las inscripciones están en árabe. Luego se refiere a otro grupo de sellos encontrados en el sur de Francia, en la provincia narbonense de Roma, que formaba parte del territorio visigodo con capital en Toledo. Dice que los plomos debían ser los precintos de las bolsas donde se guardaba el botín capturado. Y concluye, “Como señala Sénac, estos sellos confirman que las incursiones musulmanas en la Galia no fueron obra de bandas aisladas, sino de un ejército de conquista perfectamente organizado, cuya actuación respondía a unas normas establecidas.”

A continuación se dedica a las fuentes escritas, las latinas o cristianas y las islámicas. No me detendré en ellas porque son casi las mismas que cita Ferrín y las que usan todos los estudiosos de Alándalus, todas bastante posteriores a la supuesta conquista.

Me ha llamado la atención una referencia a Beda el Venerable, autor de la Historia ecclesiastica gentes anglorum, muerto en 735. «En este tiempo, una multitud de sarracenos asolaron la Galia causando una mortandad horrible; pero tras una permanencia breve en este país, recibieron el castigo que merecía su maldad.»

La batalla de Poitiers (que Ferrín cree legendaria, como la de Guadalete) tuvo lugar en el 732, es decir, dos años antes de la muerte del Venerable. Como resulta poco verosímil que Beda se enterara de esta batalla, sus orígenes y sus consecuencias, antes de su muerte y tuviera tiempo de redactar su crónica, prácticamente periodística, Sanjuán recurre a un historiador inglés que fija el hecho bélico en Tolosa en el año 721.

“Aunque Beda menciona el avance de los musulmanes por las Galias, que se produjo obviamente desde sus bases en la Península y en Narbona, en cambio no alude a la llegada de los musulmanes a la Península», escribe Sanjuán, algo también inverosímil en una crónica hecha por un hombre de sereno juicio. En otras palabras, es lícito pensar que a lo mejor no eran musulmanes, islámicos, esos sarracenos. Europa de arriba a abajo sufría en esa época multitud de “invasiones”, bandas de saqueadoras como los vikingos, que a juicio de los eclesiásticos reflejaban los castigos de Dios a unas cortes dominadas por el escándalo y la corrupción. Es este el argumento de Ferrín.

Para los que confían ciegamente en los cronistas, valga esta cita de Historia langobardorum, de Pablo Diácono, tomada del texto de Sanjuán: «Por aquella época el pueblo de los sarracenos cruzó el mar desde África en el lugar llamado Ceuta e invadió toda Hispania. Luego, diez años después, vinieron con sus esposas e hijos y penetraron en la provincia gala de Aquitania con la idea de establecerse. Ciertamente Carlos mantenía por entonces una disputa con Eudón, príncipe de Aquitania; no obstante, se unieron entre sí y combatieron de común acuerdo contra aquellos sarracenos. En efecto, los francos se echaron sobre ellos y mataron a trescientos setenta y cinco mil sarracenos; en cambio, por parte de los francos cayeron allí tan sólo mil quinientos. Asimismo, Eudón se echó con los suyos sobre el campamento de aquéllos, mató de la misma manera a muchos y lo destruyó todo». 375.000 muertos sarracenos frente a 1.500 francos no otorga mucho crédito al recopilador.

Sobre las fuentes árabes, Sanjuán hace consideraciones en torno a su validez, dada la distancia cronológica de su redacción y la fuerte ideologización de los autores, como si los cristianos estuvieran libres de ese defecto.

En conclusión, el trabajo de citar fuentes historiográficas de Sanjuán es digno de reconocimiento, pero no supone un argumento de peso contra las tesis de los “negacionistas”.

Termina el capítulo Sanjuán dedicando su esfuerzo a contradecir a González Ferrín con su mejor artillería. Señala su debilidad argumental, su flojedaz académica, su desvergüenza en la interpretación de las fuentes, su manipulación grosera y cosas de este estilo. Lo cierto es que Sanjuán despliega argumentos y pruebas. Pero no son contundentes, es decir, que imita a Ferrín, cuando éste se burla del academicismo cientifista, que ignora el instinto y el sentido común, lo que llama la historiología.

El libro de Sanjuán tiene dos densos capítulos más y unas consideraciones finales. Recorre el autor una vez más los argumentos de los “negacionistas”, y los va desmontando con los suyos propios que, como hemos visto, no superan a los de Ferrín en contundencia. En el último capítulo describe la situación de la Península antes de la llegada de los invasores, la crisis del estado visigodo y “la acción de los conquistadores”. Como no puede inventarse nuevos testimonios a su favor, describe los que citan las crónicas posteriores, como Ferrín, pero los interpreta de modo opuesto. La ventaja del historiador “negacionista” es su uso de la historiología, algo que Sanjuán detesta. Al no tener que ceñirse a hechos (no probados ni por crónicas ni por sellos y monedas), se permite hacer deducciones que entran dentro del sentido común. Así que doy por terminada esta serie sobre “El Origen de Alándalus”.

Resulta fatigoso leer a Sanjuán, que no para de dar vueltas de Ferrín a Olagüe y de Olagüe a Ferrín, sacudiendo estopa. Digo yo que la labor de un académico es presentar nuevas y certificadas versiones de los hechos, no castigar a los que se le oponen.

En definitiva se trata de un juego de tenis: lo que uno acredita lo desacredita el otro, sin que ninguno de ellos llegue más que a romper el saque del contrario, sin ganarle el juego. Por mi parte, como soy aficionada a la heterodoxia, me quedo con Ferrín, aunque le agradecería menos facundia.

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