¿Cuándo se quedó Palermo así?
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El fuego ha llevado a la isla de Sicilia a un paroxismo muy griego. Después de las informaciones sobre los incendios forestales en toda la isla, ha dejado de hablarse de la catástrofe. No sabemos qué ha sucedido, qué daños ha causado, si se han extinguido los fuegos y cómo se las ha ingeniado la gente para superarlo. Esta crónica de viaje está escrita antes de los incendios. Muestra aspectos singulares y otros tópicos sobre la vida en un territorio que fue púnico, griego y romano antes de entrar en la órbita de las naciones europeas de la Edad Media en adelante.
Crónica de una visita a la Sicilia púnica
Fernando Bellón (texto y fotos)
Desembarcas en el aeropuerto de Palermo, después de volar sobre un paisaje conocido, familiar, mediterráneo.
Un tren puntual te recoge en una terminal próxima, te lleva en paralelo al mar por un recorrido también familiar y mediterráneo: feos edificios, algunos abandonados, solares ruinosos, barrios de escasa monta, algún hotelito, y playas de vías aparentemente momificadas
Te apeas en la estación de destino (puntualmente, te recuerda la estereofonía del convoy), emerges a la calle. Circulan automóviles y motos ruidosas, y motocarros de cuya existencia te habías olvidado. El medio ambiente aguanta con serenidad.
Recorres andando cosa de un kilómetro de urbanismo descompuesto, calles abandonadas, edificios que parecen al borde del desmoronamiento, pasas al lado de una antigua muralla desdentada y sucia, y desembocas en la vía donde se encuentra tu alojamiento.
Te metes por ella, estrecha, de casas muy antiguas con ropa tendida en los balcones, negocios de carpintería metálica y de cristalerías; los coches están aparcados sobre las aceras desolladas, y tienes que andar con las maletas por un pavimento remendado o en carne viva, achuchado cordialmente por vehículos. Se suceden contenedores de basura desbordados y rodeados de desperdicios de todo tipo, domésticos e industriales. Pasas por delante de una frutería cerrada hace tiempo, en una pequeña manzana donde conviven la antigüedad y los restos de un naufragio.
En la esquina, frente a las basuras, una panadería emite un aroma delicioso. Primera paradoja, Palermo es una ciudad que flota a la deriva sobre la paradoja: la basura no suele oler aquí o la recogen, de tarde en tarde, cuando va a empezar a apestar. El panadero te saluda al verte con la maleta rodante, y te ayuda a localizar el apartamento. Subes a él y, ¡oh sorpresa!, es un piso moderno, nuevecito, con aire acondicionado, que te enseñan sus propietarios, un joven y una joven cordiales.
Te asomas a la ventana del balcón, y ante ti se tienden varias cuerdas llenas de pinzas para sujetar la ropa lavada, si necesitamos hacerlo en una lavandería próxima, muy frecuentada por los estudiantes, porque estás en el barrio más próximo a la Università degli studi di Palermo.
Estás ubicado en un fragmento urbano de una variedad social polícroma: personajes laboriosos, simpáticos, familias, algún africano, algunos magrebíes, niños con motocicleta, mujeres de mediana edad de las que pueden verse en el barrio del Cabañal de Valencia y en un montón de películas. Muy pocos turistas, esos no suelen llegar hasta aquí.
Estás en el corazón de una urbe que primero fue africana con los cartagineses (hoy Túnez, a unos 250 kilómetros de agua donde bullen las pateras y sus infortunados pasajeros), luego griega, luego romana, luego de la corona de Aragón y de la corona española, luego reino propio, y al final, italiana. ¿Al final? Ahora es una región autónoma con autogobierno, parlamento legítimo, y otro oculto, el de la mafia invisible.
Un Rastro ubicuo
Somos cinco amigos los protagonistas del viaje. Todavía no han dado las ocho de la tarde y salimos a la calle en busca de alimento. Compramos en un supermercato local bastante bien provisto, inmenso y práctico. Resuelto el desayuno del día siguiente, nos vamos a cenar.
Entramos por un barrio que conduce al centro: el panorama es idéntico, calles estrechas, ropa tendida en los balcones, pequeños negocios, rincones llenos de desperdicios, gentes de variado origen sentados a la fresca, otros circulando en motos, un hombre toma la cena sentado en un banquito a la puerta de su negocio imposible de determinar, jóvenes de aspecto magrebí se mueven como felinos. En ciertas esquinas se acumulan muebles viejos, no está claro si están abandonados o forman parte de un Rastro que descubriremos la mañana siguiente: Palermo la paradójica es un rastro permanente y ubicuo.
Empieza a anochecer y nosotros empezamos a preocuparnos porque nos hemos metido en un laberinto. La aplicación GPS del móvil nos lo recuerda a cada mirada. En ningún momento nos hemos visto amenazados, tampoco nos observan como a los forasteros en las películas de lumpen y bandidos, deben estar acostumbrados a los turistas náufragos y no se meten con ellos. Por fin salimos a una plaza con dos iglesias, una con cúpulas encima de las naves encajonadas, otra barroca. Al fondo, las luces, las mesas y el murmullo de un restaurante. Aquí nos quedamos. Y cenamos como príncipes. A un precio razonable.
Hasta aquí he descrito observaciones, hechos. Ahora vendrán las impresiones y las conjeturas. Es preciso salir de una duda abrumadora.
¿Cuándo se quedó Palermo así?
Después de siete días en Sicilia, de intercambiar conjeturas, de sorprendernos cada día con una paradoja nueva, nos volvemos a casa sin respuesta.
¿Cuándo se quedó Palermo así? Ni siquiera hemos sido capaces de averiguar cómo se quedó Palermo así, y mucho menos por qué. Esta crónica es un ensayo sobre lo que el autor y sus cuatro acompañantes fueron almacenando en su memoria biológica. El padre Pío y la Virgen del Perpetuo Socorro (presentes en numerosas urnas callejeras) me asistan.
Stradi dissastrate
Ceñiré mis palabras a Palermo. Antes, un resumen rural.
Hemos visitado Cefalú, pueblo costero turístico, Erice, lo mismo, pero en lo alto de una montaña, y el Valle de los Templos, en la costa de Agrigento. No hemos tenido tiempo para mayor recorrido. De Cefalú diré que evoca las localidades costeras de Almería, Murcia, la Costa Blanca, la Costa Brava o las costas baleares. La diferencia es la acumulación de seres humanos, más baja en Sicilia, y menos atiborrada de negocios de chucherías e imanes para la nevera. De Erice, lo mismo, ambas son un resumen de la cantidad de pueblos pintorescos accesibles al visitante. Uno puede pasar un mes sin descansar un solo día recorriendo playas, montañas y ruinas históricas; o dos meses si incluye en la visita las ciudades, Mesina, Catania, Siracusa, Ragusa, Agrigento, Marsala, Trápani. Pero esto es desaconsejable, puedes acabar tarumba, y volverte platónico, sentirte heredero de Pirandello o amigo de la mafia.
Observación inmediata cuando te metes en un coche y te vas de excursión: las carreteras y autovías están plagadas de obras, de desvíos, de cortes imprevistos para el forastero. Un porcentaje considerable de estas vías (basado en nuestra experiencia de la Sicilia púnica, puede que en otros lugares no sea así) discurren elevadas sobre puentes, que salvan el relieve montuoso de la isla.
Rodeas una pequeña ciudad por una carretera con los arcenes llenos de basura (también en España se ve el fenómeno, aunque no tan denso) y ves barrios de edificios espaciados, feos, que traen a la memoria los arrabales de Roma, la del neorrealismo y la presente. El extrarradio urbano italiano es feo de narices; como el español, más o menos.
En los pueblos grandes se ven áreas de expansión con edificios “modernos” fotocopia unos de otros, una vez más, como en la España mesetaria. He tenido la impresión de que la demografía de Sicilia es invariable, porque deben ser bastantes los ciudadanos que saltan al continente, compensados con la inmigración ilegal.
El paisaje está lleno de colinas, de valles, de barrancas, es ameno y muy aprovechado por la agricultura. Los cultivos más comunes, desde hace millares de años, son el cereal, el olivo y la vid. También son visibles los almendros, los algarrobos y, donde llega el agua, los huertos de frutales y de hortalizas. Esta producción se manifiesta en los mercados, abastecidos muy bien y a unos precios comparables a los de Valencia. Nos resultó curiosa la venta de almendras con monda, un fruto que se usa con profusión en los dulces.
Un vistazo a Google Maps descubre que un buen trozo del litoral sureste de la isla está lleno de invernaderos. No hemos pasado por ahí, pero la imagen aérea es sugerente. Unas cuantas cooperativas agrícolas deben de suministrar a toda Sicilia y acaso exportar al continente. Hay curiosas excepciones. Un vendedor callejero de berenjenas que parecían meloncitos negros me dijo que procedían de Túnez.
También llama la atención el arbolado, denso en algunos sitios. La humedad debe favorecer el bosquecillo, y también es evidente que los agricultores protegen una tierra seca por la naturaleza. Las nubes bajas cubren cimas con pueblos como Erice, en cuyas laderas hay bosques de pinos y de otras especies.
En España las obras de carretera y la mano de obra agrícola suele ser extranjera, magrebí o centroafricana. En Sicilia se ven pocos forasteros de piel negra en estos oficios. Sin embargo, en Palermo son muchos y visibles por la calle.
Conjeturas
Los norteamericanos desembarcaron a cañonazos en Sicilia en la Guerra Mundial. En concreto bombardearon el puerto de Palermo y sus alrededores residenciales, donde vivía la clase media. La zona más antigua y popular no fue muy dañada. Hoy es el Palermo más transitado y llamativo.
Si uno se sale de un rectángulo de un par de kilómetros de largo, en paralelo al mar, de este a oeste, y kilómetro y medio de ancho, de norte a sur (todo aproximado), la ciudad exhibe las huellas de ese evento misterioso que la dejó en la semi ruina. También exhibe las huellas de la cultura italiana a la que pertenece. La ciudad se transforma en una sucesión de barriadas anodinas, como las de cualquier urbe mediterránea. La basura no se amontona fuera de los contenedores, las aceras están menos descuidadas, y se pasa por delante de villas y fincas de mejor aspecto. Más allá, en el extrarradio, surge de nuevo el dominio de la clase popular (sea esto lo que cada uno quiera entender), en barrios con rascacielos, centros comerciales, algunos hotelitos en las faldas de las colinas, y solares que antaño quizá fueran industrias, a juzgar por las vigas roñosas.
Esto de la industria es algo digno de un estudio que yo no he hecho, pero que confío a futuros viajeros. Palermo fue famosa por su cerámica. Hoy lo que uno encuentra son los sectores relacionados con la venta y la mecánica del automóvil. Imagino que los servicios alimentarios y los turísticos son los dominantes hoy en día en la ciudad. Sus setecientos mil habitantes viven de algo, es indiscutible.
Fuera de las administraciones central y autonómica, no hay ningún empleador masivo, si se excluye la mafia. Sobre la mafia no me atrevo a especular, porque es invisible. Se la supone intermediando entre la iniciativa privada y el mercado. Pero cuesta entender que tantísimos pequeños emprendedores tengan que pagar tasas al ayuntamiento y a la mafia, y sobrevivir. Sicilia ha sido una de las exportadoras de emigrantes a las Américas, y es natural pensar que la intervención extractiva de funcionarios civiles y mafiosos haya sido una de las razones. Mera conjetura. Así que dejo a la mafia en paz.
Hoy los emigrantes se han convertido en inmigrantes, centroafricanos y magrebíes. Calculo que la mayoría ilegales. ¿De qué viven estos infortunados e infortunadas? Misterio total para mí. En los recorridos por el barrio de Ballaró hemos visto callejas, esquinas, jardincitos, rincones atestados de muebles en aparente desuso. En torno a ellos navegan a la deriva personas de piel negra. Pero averiguar si viven de ese Rastro extravagante y ubicuo es algo que precisa una investigación seria, que yo no he hecho. Aunque algo tendrá que ver. Palermo es una ciudad antigua que da la impresión de deber su pervivencia al ingenio, fortaleza y constancia de sus habitantes, sean del origen que sea. Es una ciudad para espabilados en el mejor sentido del término. Espabilados por necesidad y por obligación, no por deporte. En ningún momento nos hemos sentido acollonados o estafados.
Se mete uno en los mercados callejeros, que los hay por doquier, y distingue unos pocos negocios atendidos por hombres y mujeres de color, bastante jóvenes, que venden ropa africana confeccionada por ellos, o comida del continente negro. También he encontrado algún negociante de baratijas turísticas de origen asiático, paquistaní acaso.
El resto de los vendedores son sicilianos puros, o al menos lo demuestran cantando a voz en grito el precio y las virtudes de sus pescados, su carne, sus comidas preparadas a la vista de todos, sus zapatos, su ropa. Las hortalizas, el pescado y la carne son productos frescos por necesidad, al menos en verano. No hay oportunidad mejor para conocer las delicias de Palermo que sentarse bajo una sombrilla y disfrutar de una mistura de productos sabrosos.
¿Cómo lo hacen? ¿Cómo se proveen de lo necesario para dar de comer a miles de personas al día, turistas y vecinos? Mi observación señala al transporte por motocarro. Sólo un motocarro puede culebrear con eficacia por el laberinto de barrios del centro, e ir sirviendo pedidos y necesidades. Este asunto de los motocarros da para un comentario aparte, que dejo para otro momento. Hablaré de motocarros y de motocicletas, instrumentos clave en la vida diaria de los palermitanos.
Como ayer
Los motocarros y las motocicletas son elementos característicos el tránsito en Palermo. Pero la mayoría son coches. Casi todos pasados de moda, con sonidos descacharrantes (que necesitan reparación), carrocerías oxidadas, y ocupados por más de una persona. Entrar en Palermo desde el aeropuerto en automóvil es una tortura semejante a la de cualquier ciudad europea. Pero en Sicilia el afecto al medio ambiente es, más que en ningún otro lugar, un buen propósito. La contaminación es perpetua, imbatible.
Lo mismo podría decirse del aspecto de los edificios. De calamitoso a tambaleante, a juzgar por los numerosos andamios que envuelven fachadas. Andamios antiquísimos, deshilachados, como si hubieran caído del cielo en una tormenta, y se quedaron para siempre donde tocaron tierra. Insisto que todo esto son impresiones de hechos, ausente la explicación misteriosa de cuándo, cómo y por qué se quedó Palermo así.
Y esta ciudad, degradada con una gracia que acaso sea sobrenatural, cobija a familias con tres o más hijos. Muchos hombres trabajan en lo que parecen ser pequeños negocios propios. Negocios de otra época, de cuando Palermo se quedó así. Es una pequeña industria que revela un estilo de vida que el turista no PIGS (el “europeo”, el nórdico) observa como si fuera una antigualla anterior a Goethe, a Voltaire o a Kant, anterior a Garibaldi. El turista PIGS, nosotros mismos, observamos Palermo, Nápoles y otras ciudades del Mezzogiorno, con la sorpresa de hallarnos en una reserva viva de la premodernidad. “¡Demonios, pero si esto es igual que mi barrio en mi niñez!”, es lo que le sale a uno.
Llaman la atención las chatarrerías, las chamarilerías, las cacharrerías, que vienen a ser variedades de un modelo abstracto de ferretería.
Los escaparates de algunas tiendas de ropa me recuerdan a los que he visto en barrios de Budapest y de otras ciudades ex soviéticas, donde el comercio de bienes apreciables es lo de menos. Lo importante era ofrecer muchas cosas, llenar las estanterías vacías durante décadas del Telón de Acero.
Una paradoja más, propia de la publicidad comercial italiana, capaz de exhibir un andrajo como si fuera un objeto de lujo.
Una muestra ejemplar de la pequeña industria palermitana son los Puppi, las marionetas. Al menos he contado tres teatros de marionetas dispersos por la ciudad. Se mantienen abiertos con descaro y con orgullo, y cada uno pertenecen a la misma familia desde hace generaciones.
Los ejes urbanos de Palermo están día y noche atestados de transeúntes y de personas echándose al coleto cosas estupendas en condiciones de zafarrancho militar, al sol, sudando como jabalíes, mientras otros turistas recorren la calzada como zombis o vampiros. Una escena de serie pasada de rosca.
Entonces se me ocurrió un sueño.
Imaginé un artilugio fabuloso que borrase de las calles de una ciudad, en un abrir y cerrar de ojos, a todos los forasteros; de modo que sólo quedaran a la vista los habitantes censados en ella.
La Gran Vía de Madrid quedaría desierta. Lo mismo que Oxford Street en Londres, o las inmediaciones de la isla de la Cité en París, o las Ramblas de Barcelona. Cuatro gatos perdidos, suprimida la ebriedad turística.
Sin embargo, en Nápoles, en Palermo las calles seguirían transitadas, casi llenas.
Monumentos
No he hecho referencia a los monumentos: iglesias, fuentes, fachadas barrocas, palacios, jardines, museos, la ópera de Palermo, inmortalizada en el último episodio de “El Padrino”.
Aconsejo al lector que los busque en la Red y los admire en visitas virtuales. Le será más práctico y no tendrá que pagar entrada. Hay tantas iglesias, la mayoría del periodo español y borbónico, barrocas, que resulta imposible visitarlas todas. Para animar a la feligresía turística se venden entradas en lotes: pague una iglesia y entre en tres, pague un museo y visite otras iglesias. Los monumentos se distinguen con claridad del resto de edificios, pero están tan degradados como la ciudad. Lo contrario, que estuvieran limpios y relucientes, sería un insulto a los palermitanos.
Por ejemplo, un insulto a Attilo Rubini, un señor que toma la fresca al lado de una de las urnas religiosas, quizá vigilándola, porque la ha hecho él con sus manos, lo mismo que otra urna a la vuelta de la esquina, y lo manifiesta sin orgullo, solo porque se lo preguntas. El concurso personal, la iniciativa privada es la llama que alimenta la vida en ciudades como Palermo o Nápoles. Iniciativa silenciosa, anónima, pero que calienta el horno donde se cuecen las cosas que importan, la misma existencia.
Después de un par de días, uno llega a pensar que el ejemplo de la mejor forma de vida a la que podemos aspirar no es la limpia e igualitaria Bruselas, sino Nápoles y Palermo. Miles de familias viviendo de su esfuerzo, de su iniciativa, de su negocio, a pesar del gobierno y de la mafia.
¿Serán felices los palermitanos?
Para empezar, soportan con paciencia y resignación el turismo avasallador. Somos así, venid a vernos. Y no queremos cambiar, la postmodernidad nos importa un pimiento.
No es una filosofía estimulante, sino ejemplar. La de los presocráticos, la de los estoicos, los epicúreos. La Magna Grecia se transformó en latina. Sicilia y Regio-Calabria olvidaron la lengua helénica, pero no su manera de ver la vida. El tópico nos muestra al siciliano como el italiano estereotipado. La realidad es otra, los italianos del Mezzogiorno son los menos italianos, son los más helénicos, los más cartagineses, los más moros. Para vivir ahí hay que aceptar que jamás llegarán a ser modernos, o que lo serán momentos antes del apocalipsis.
Cierro la crónica con una singular escena. Palazzo Reale, uno de los pocos monumentos restaurados, sede del Parlamento siciliano. Con la entrada te permiten visitar lo accesible, no lo reservado a los políticos, como si estos fueran una fauna en extinción a la que hay que proteger. Una manifa minúscula protesta en la entrada por razones imposibles de determinar para al forastero. Varios coches de policía y numerosos agentes, por si acaso. ¿Acaso, qué?
La democracia moderna consiste en dejar entrar a la ciudadanía en el Palazzo a cambio de un módico precio. Los políticos en ejercicio son los únicos beneficiarios gratuitos del Palazzo Reale y de sus jardines. El Palazzo o Paradiso Reale.
A la salida, en una escalinata, al sol inclemente de julio, un emigrante acaso rumano pide limosna, como tantos otros mendigos que circulan por la ciudad. En su regazo tiene un niño de unos cuatro o cinco años. Está dormido.
En el próximo capítulo nos referiremos a la infancia, a las motocicletas y al motocarro como negocio volante.
La primera impresión, después de ver tu reportaje en imágenes, es deprimente. Creo que no iré nunca a ese Palermo que tú has visto, el real y palpable; no me gusta el tercer mundo y eso que vemos en tu reportage es lo más parecido. Con esas fotografías has hecho una verdadera vivisección de una ciudad desurbanizada y parada en el tiempo, lo mismo que sus habitantes, más fenicios que latinos.
La gran paradoja de Italia es que se la considere la tercera economía de la eurozona. Nunca entenderé esa república que tumba un gobierno cada tres meses, con una corrupción política endémica a todos los niveles y la mafia, como gobierno paralelo (o no tan paralelo) puede llegar a ser una potencia económica tan alejada de la modernidad, como tú dices.
La ciudad de Palermo, supongo que lo mismo que el resto de Sicilia y yo diría toda la mitad sur de la Península, adolecen del mismo mal: la negligencia de sus gentes acostumbradas a la vida fácil, gracias a las subvenciones (sean del gobierno o de la mafia, no importa). El aspecto de la ciudad es el mismo que puede verse en ciudades de Marruecos. El sicilano es un pueblo escalvo de la tierra, del vasallaje del amo y de la emigración, lo que demuestraría muchas cosas. Un pueblo acostumbrado a vivir como parias: la calle, el engaño, la pillería, las basuras, una religiosidad exacerbada… Esa vida entre contemplativa y estoica dedicada a lo que salga es parecida a lo que vemos entre el pueblo gitano o los musulmanes del Norte de África.
Preguntas cuándo se quedó así Palermo y yo creo que Palermo siempre fue así porque no puede ser de otra manera.
Dios me libre de la ira de los palermitanos. Espero que no interpreten mi crónica como un menosprecio. He intentado todo lo contrario. Pero el respeto a la profesión de uno le obliga a representar en palabras las cosas que uno ve. Que Palermo sea una ciudad descuidada por su municipalidad y por sus habitantes no quiere decir que sean unos cochinos. Los raros somos los que tenemos como modelo a la inmaculada Dinamarca, donde los arcenes de las carreteras están llenos de flores naturales. Cada uno vive como le da la gana y le dejan. Lo llamativo de Palermo y de Nápoles es que la degradación urbana está presenta en el centro de la ciudad, y no en los suburbios. Imagino que si la odiosa Unión Europea ofreciera n plan de remodelación, su práctica sería muy complicada, y no porque la mafia o quien sea quiera quedarse con la parte del león. Hay mafias muy dignas y legales en la postmodernidad: los arquitectos, los urbanistas, todos aquellos que querrían meter mano en un programa faraónico del que querrían mantener alejados a los vecinos. En fin, que me encanta Palermo, aunque evitaría vivir mucho tiempo en esa ciudad, por mis burguesas costumbres aparentemente civilizadas. La civilización es de ellos, o sea de todos nosotros.
Como componente de este grupo que ha viajado a Palermo, discrepo de los comentario de Rafael Escrig y concuerdo con las apreciaciones que hace el redactor, Fernando Bellón.
Creo que Fernando ha escrito un magnífico reportaje que recoge todo ese mundo sensorial que conforma Palermo, una ciudad que se mete por los cinco sentidos. Palermo no es una ciudad «guarra», es una ciudad que se ve, se oye, se huele, se saborea y se deja tocar sin remilgos.
Los españoles nos hemos vuelto demasiado remilgosos intentando emular a nuestros congéneres nórdicos. Pero la vida es mezcla, contraste, vida y muerte, nacimiento y degradación, algo que aún no está muy lejano de estos tiempos que corren.
Palermo es mi infancia en el Madrid de los 50 y 60. No, por supuesto, en el barrio de Salamanca, sino en ese extrarradio donde convivíamos con la tierra, los tranvías, los árboles, las veladas de los vecinos tomando el fresco a la puerta…
¿Será por eso que me he sentido en Palermo como en casa?
Me gusta Palermo, como me gusta Oporto y otras ciudades portuguesas que permanecen al margen de la aséptica postmodernización.