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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. La ingenuidad auténtica de Peter Gültzow. Epílogo

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Peter Gultzow y Marta Hofmann, en 2016

En el verano de 1978 Peter Gültzow tenía 14 años, y vivía en el distrito boscoso de Mahlsdorf, de Berlín Oriental.

Un día, alguien hizo un regalo a Peter y a Uwe, su hermano mayor. Era una antigua pintura sobre tela pegada en una tabla, muy deteriorada, y se les ocurrió la idea de llevarla a restaurar.

En la puerta de una casa de Kastanienallee veían una placa grabada: Prof. José Renau, Maler und Grafiker, Außenwandmalerei. (Profesor José Renau, pintor, gráfico y muralista.) A José Renau no le habían visto nunca, pero sabían que era artista. Tampoco habían oído hablar de él nunca, ni habían leído su nombre en el periódico, ni su imagen en la televisión. Esto era extraño, porque Peter y Uwe eran jóvenes interesados en el arte. Los hermanos eran integrantes de una nueva clase media, resultado del milagro alemán en la zona de ocupación soviética. Su hogar, como unos cuantos en la DDR, era complicado, con un padre aficionado a beber más de la cuenta, que al embriagarse se volvía violento.

Animados por la expectativa de conocer personalmente a un artista, cogieron su tabla y se plantaron un sábado por la tarde ante el jardín de la casa de la placa. Llamaron a la puerta y les abrió una muchacha de poca estatura y pelo corto, liso y negro. Preguntaron si el Sr. Profesor podía atenderles. La chica les invitó a entrar sin hacer averiguaciones.

Se llevaron una desconcertante sorpresa, porque se encontraron con una escena que no cuadraba en absoluto con la idea de los hermanos sobre el interior de la vivienda de un Señor Profesor. Estaba llena de personas jóvenes y alborotadoras, con caballetes y tableros frente a ellos, y en el centro, un viejecito.

Un poco amilanados por la presencia de aquellos jóvenes mucho más desenvueltos que ellos, se atrevieron a mostrar su tabla, y preguntaron al anciano si él la podría reparar. Tenían la impresión de resultar algo extravagantes, puesto que no sabían a ciencia cierta si se dirigían al Señor Profesor.

El viejecito tomó la tabla y la examinó atentamente. Hizo un comentario en un alemán muy defectuoso y tartamudeante, algo así como que el pintor de ese cuadro debía ser muy pobre, porque la tela era muy barata. Les prometió darles una respuesta pronto. Luego, les preguntó si les apetecería alguna vez pintar y dibujar, y si querían volver el sábado siguiente.

Peter y Uwe, impresionados y nerviosos por lo que habían conseguido, se apresuraron a regresar a su casa.

Así fue como se inició una relación de afecto entre Peter y un artista extranjero que le trataba sin ninguna displicencia; al revés, con interés y cariño. Los hermanos frecuentaron durante años el hotelito de Kastanienallee. Uwe para hablar desahogadamente, y Peter para dibujar. Para ambos, aquella casa era un refugio de su desapacible entorno familiar.

La tabla con la tela al óleo nunca fue restaurada por Renau, ya que no encontró tiempo ni oportunidad para ello. Sin embargo, pronto dejó de ser importante para los Gültzow, muy satisfechos con el simple propósito de haber podido expresar su deseo, y por la relación que surgió de su atrevimiento.

Peter acudía a Kastanienallee todas las tardes que podía, al salir de la escuela, aplazando hasta bien entrada la noche el regreso a su hosco hogar. Sus visitas carecían de sentido práctico inmediato, al menos para Renau y la muchacha morena que vivía con él, Marta Hofmann. Por eso Peter se esforzaba en ser útil. Por ejemplo, aprendió a dibujar. Y también ayudaba a Marta en las tareas domésticas, echaba una mano en las rutinas laborales de Renau y su equipo, que en aquellos años preparaban un mural exterior para un centro cultural de un barrio nuevo de la ciudad de Erfurt, o hacía recados. En ocasiones, acompañaba a Marta al banco, para cobrar unos cheques que Renau había recibido por correo o que acababa de firmar.

Lo más importante para él era el calor humano, el afecto tranquilo que se disfrutaba en aquella casa, en oposición al miedo o a la frialdad que se respiraba en su propio hogar. Era obvio que en Kastanienallee había bastante caos. Pero no era como el de su casa; era enriquecedor, productivo, vitalista.

A veces, Peter presenciaba disputas subidas de tono entre la discípula y el maestro. Esto le dejaba atónito, porque no sabía de qué lado ponerse. Evocaba las peleas de su padre con su madre, la agresividad del progenitor, tan distinta a la del artista. Intentaba entender las causas de unos conflictos que a él le parecían absurdos, inexplicables, baldíos.

La mayor parte del tiempo, Peter se dedicó a observar lo que pasaba en aquella casa, las minuciosas actividades de Renau, las fascinantes visitas que recibía, españoles, alemanes, latinoamericanos, familiares que hablaban una lengua que, según Marta, no era español…

Poco a poco se fue dando cuenta de que José Renau era un artista de categoría internacional, que había trabajado con grandes pintores, y conocido y tratado personalmente a genios como Picasso o John Heartfield. El muchacho se zambullía en la biblioteca de Renau, y pasaba horas hojeando los volúmenes ilustrados, y a través de ellos intuía que más allá de Mahlsdorf, más allá de la ciudad partida por el muro, más allá de la barrera de alambre de espino, de las fronteras alemanas, del continente, del océano, había un mundo lleno de historias, de aventuras, de selvas, de indígenas…

Un día, Renau le contó que en Méjico, las indias le llamaban tonatiú, porque era rubio, y que una de ellas le comentó con admiración: “Señor Renau, qué frente tan alta tiene usted”, porque ellos la tenían muy estrecha; y Renau le contestó: “Sí. Desde la nariz, hasta aquí”, e hizo un arco con la mano sobre la cara hasta llegar el occipucio.

Otro día, el artista relató dónde obtuvo ciertos incunables de los que estaba muy orgulloso, unos libros primitivos, desgastados e impresos en unas letras que a Peter le recordaban el antiguo alemán en el que estaban escritos los carteles de algunas calles y de algunas estaciones de metro muy viejas de Berlín.

Decía Renau que los había comprado en rastros de Méjico y otras ciudades, a indios analfabetos que desconocían el extraordinario valor de lo que estaban vendiendo en sus jarapas extendidas sobre el polvo. Llegaron a sus manos a través de un itinerario tortuoso. Primero, arrebatados de sus estanterías, en los tiempos de la revolución, a principios del siglo, cuando los sublevados asaltaron sacristías de iglesias, casas de campo y palacios, saqueando lo que encontraban en su interior. Habían repartido el botín, y cada soldado sobreviviente se había llevado algo a su pueblo. Luego, a medida que iban necesitando dinero, lo llevaban al mercado y lo vendían a quien les diera unos pocos pesos.

Una mañana, ordenando trastos en el sótano, dio con un trozo de lienzo pintado al óleo, exactamente la mitad del cuadro original. Lo subió para enseñárselo a Renau y éste le dijo que lo había pintado en Méjico en 1946, y se lo regaló.

El artista tenía rasgos desconcertantes. Tiraba a la basura rollos enteros de película filmada, que Peter recogía y se los llevaba a su casa, sin decir nada a Renau. Otros días, el viejecito se afanaba en cortar a trocitos ciertos negativos, antes de echarlos en el cubo de los desperdicios. Al ver que Peter le miraba con asombro, le decía, “También hay espionaje en la basura”, y le dejaba todavía más pasmado.

Cierta aciaga ocasión, Peter abrió una cámara Hasselblat pensando que estaba vacía, con el propósito de ponerle una película y practicar con ella, pero se encontró con que estaba cargada, y veló el carrete. Durante unos días, permaneció mohíno y atento a la reacción de Renau, que al ir a revelar el contenido de la Hasselblat se sorprendió al verlo borrado. Avergonzado, Peter terminó por confesar a Renau el accidente. La reacción del artista le dejó estupefacto, porque dedujo que se había dado cuenta de todo. “Lo peor no es la pérdida de las fotos”, vino a decir, “sino que te hubieras callado. Hay que confesar los errores.” La lección moral quedó impresa en su corazón.

El muchacho fue cumpliendo años y transformándose en un joven. Una tarde de fin de semana, Renau le hizo un encargo especial, con el que demostraba su confianza absoluta en él. Le dio divisas y le pidió que fuera a un Intershop, una de esas tiendas en las que se encontraba todo lo que faltaba en la RDA, para que le comprara whisky norteamericano, porque se le había acabado la provisión, y el que destilaban en el Este era matarratas.

Peter realizaba todo esto sin rechistar, sin hacer preguntas, sólo almacenándolo en su interior. Con el paso del tiempo, muerto el artista, Peter lamentó no haber interrogado más al viejo creador. Habría podido escribir un buen relato con los pequeños secretos de Renau. Por ejemplo, le intrigaba una bala que el español tenía en la mesilla de noche. ¿De qué guerra o revolución la habría sacado Renau? ¿Cuál podía ser el sentido de aquel proyectil para el artista?

Peter llegó a dormir algunas noches en la casa de Kastanienallee. La primera vez fue en compañía de su madre y su hermano Uwe. El padre había vuelto al hogar en un estado de ánimo extremadamente violento, y los tres habían decidido huir, ponerse a salvo. Renau les acogió con cordialidad, y les preparó sitio en su caótica casa.

Con frecuencia permanecía en silencio al lado del artista, contemplando cómo con sus manos y algunos instrumentos formaba estupendos fotomontajes o dibujaba figuras maravillosas en grandes cartones.

A veces, la cólera dominaba al artista. Peter presenció la expulsión de Marta Hofmann del hotelito de Kastanienallee, tras una discusión que no pudo entender porque la hicieron en español, pero que, de haberla comprendido, le habría resultado igualmente misteriosa, como la de todos los adultos.

Peter iba entonces cada día al hotelito, para asistir al viejo artista. Le hacía la comida y le limpiaba la casa. Lo tomó como una obligación natural, para compensar a Renau de todo lo que había aprendido de él. Sabía que dejarle solo era una temeridad, porque el viejo no comería ni se asearía.

A la vuelta de uno de los viajes fabulosos a su patria, el maestro tuvo que ser operado del corazón. Pareció recuperarse, pero a las pocas semanas Marta, que había regresado a Kastanienallee, llamó muy temprano a Peter a su casa, porque Renau se había caído de la cama y no podía moverlo. Entre los dos decidieron llamar a una ambulancia, que se llevó al anciano, en medio de una lluvia de insultos y protestas, porque el hombre sabía que ya no volvería más a su hogar.

Peter le iba a visitar a diario. Se quedaba a su lado, observando con incredulidad su cuerpo acartonado, echado en la cama de aquel hospital de autoridades en el que sólo se podría entrar con permisos especiales. Renau dormitaba, mientras Peter echaba ojeadas indiferentes a unos edificios no muy lejanos, situados al otro lado del muro. Incluso llegó a dormir allí algunas noches, después que el anciano moribundo, perdidas sus facultades mentales, confundió a Marta Hofmann con su mujer, una española que Peter no había conocido, y la echó de la habitación.

La muerte del artista le dolió tanto como si se hubiera quedado huérfano. Pero lo que más le afectó fue la reacción de indiferencia en la RDA. La televisión emitió un reportaje biográfico, los diarios publicaron necrológicas y algunas revistas especializadas se hicieron eco del trabajo del artista internacional. Pero a Peter esto le supo a poco, pues al cabo de unos meses, la memoria de Renau fue sepultada por el olvido, una muestra de la superficialidad de aquella sociedad para la que el artista había trabajado con fe y ahínco, a pesar de pertenecer a otra.

Entonces pensó que la misión vindicatoria quizá estaba reservada para él, un tipo tímido y que no era especialista en historia del arte. Sin embargo, él había conocido bien a Renau y había aprendido muchas cosas en su casa.

Peter escribió a la dirección de la DFF, televisión oficial y única, el primer lugar de trabajo del artista en la RDA. Al poco tiempo recibió una carta protocolaria, explicando que la emisora audiovisual ya había cumplido con el documental biográfico.

El joven se quedó perplejo. Entonces sintió que la confianza en el estado socialista, el de la nueva sociedad, el hombre nuevo, que Renau había alimentado en él, empezaba a flaquear.

Años después, en 1988, envió la copia de un viejo fotomontaje del Herr Professor a la revista Eulenspiegel, donde el artista español había publicado decenas de fotomontajes, reclamando que se acordaran de Renau. Esta vez, en la contestación postal le invitaron a visitar la redacción. Peter acudió animado. Sin embargo, los periodistas se limitaron a escucharle, y no le prometieron nada.

Únicamente había logrado publicar un artículo reivindicando la memoria de Renau en la revista Neue Zeit, irónicamente el órgano del partido cristiano demócrata de la RDA, escrito en colaboración con una amiga que estudiaba historia del arte. La fe de Peter en la capacidad de supervivencia del sistema se desmoronó un año antes que el Muro.

Sin embargo, sintiéndose en deuda con aquel hombre que había sustituido a su padre en su formación personal y emocional, Peter compuso trabajosamente una conferencia sobre Renau, acompañada de una proyección de diapositivas. La idea de presentarse ante un público le horrorizaba, a causa de su timidez. Pero se sobrepuso a ella gracias a su sentido de la responsabilidad.

Peter resumió ante los asistentes la vida de Renau, desde su nacimiento en la remota ciudad de Valencia, hasta su muerte en Berlín, subrayando la dedicación y el compromiso del artista con el socialismo. La conferencia, pronunciada ante un público local en un centro cultural del barrio donde vivía, fue un éxito.

Peter Gültzow trabaja hoy en una biblioteca de Berlín, atendiendo el interés cultural de los vecinos, orientándolos, estimulándolos. Con la misma ingenuidad y el mismo empeño que Renau le transmitió a él cuando más lo necesitaba.

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