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Cultura y comunicación

Certezas de juventud, vejez aquilatada

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El menosprecio de la Constitución de 1978 es el mayor daño que están haciendo los dos grandes partidos políticos, y los partidos secesionistas de Cataluña y las Vascongadas. Se presentan argumentos y se concluye que una de las certezas más fuertes hoy es la de que no hay posibilidades de arreglo de la Constitución del 78 ni su sustitución por una nueva y mejor. Lo que significa que cada vez la inestabilidad política será mayor, y su remedio doloroso.

Fernando Bellón

Varias certezas han acompañado mis ideas políticas al cabo de los años. Son certezas variables.

Pasa a casi todos los que fueron o son jóvenes. Mi generación, españoles nacidos en los años 40-50 del siglo pasado, no se diferencia casi nada de las otras europeas. La mayor distinción es que nuestra sociedad no tuvo sacudidas políticas o coloniales como las de Francia, Italia, Reino Unido y algunas otras.

La dictadura franquista libró a España de la Segunda Guerra Mundial y de los reajustes políticos que la sucedieron. En nuestro país el reajuste se produjo décadas después y en un escenario de acuerdos y compromisos, que sólo pusieron en peligro las bandas terroristas de Eta, Grapo y Frap. Actividades subversivas también afectaron a países de nuestro entorno en alto grado: el Ulster en Gran Bretaña, el terrorismo rojo en Italia y Alemania, le descolonización de Argelia en Francia y sus consecuencias militares que podían haber acabado en la descomposición del país.

De todo esto nos damos cuenta cabal los que tenemos más de setenta años, porque lo hemos vivido. Las generaciones sucesivas se han enterado de modo indirecto, lastrada su información por ideologías diversas y noticias mendaces.

En términos generales puede decirse que la trayectoria política de España en el siglo XX es equiparable a la de nuestros vecinos próximos y lejanos, con la ventaja de que la dictadura franquista atenuó subversiones y rebeldías con la fuerza de un poder decidido a no dejarse debilitar, pero menos implacable que el utilizado, por ejemplo, en Irlanda del Norte por Inglaterra, país democrático constitucionalmente, o por la Francia gaullista, otra democracia parlamentaria, que se defendió sin reparar en violencia, o la Italia de la mafia y la corrupción, la turbulenta Alemania Federal, que perseguía a los comunistas o la prusiana Alemania Democrática, que vigilaba tras un muro a sus ciudadanos.

Todo esto son hechos incuestionables. Hemos tenido mucha suerte.

Y sin embargo, la deformación de la “memoria histórica” ha calado más aquí que en nuestros vecinos. Ni siquiera Portugal, que tuvo una dictadura y una penosa guerra colonial, se mira hoy a sí misma con la repugnancia que muchos españoles sienten hacia su pasado, el reciente, el menos reciente y el lejano. España es una porquería, y da asco vivir en ella, es el lema.

Yo también padecí esa sensación. Fui consecuente con ella, e hice dos intentos de escapar de la “miseria española”, uno en Alemania y otro en Australia. Fueron muy pedagógicos ambos, porque me condujeron a descubrir que mi país no era peor que los de su contorno, y en general, bastante mejor que aquellos otros que yo había conocido.

Una paradoja reciente es que en las “democracias parlamentarias presentes” que llegaron a serlo antes que España, el menosprecio de mucha población por su país va creciendo. Debe ser una prueba de que van por detrás de nosotros, al contrario de lo que creíamos. La estabilidad política de Francia, de Holanda, de Bélgica, de Alemania, de Suecia, del Reino Unido está cercana a un precipicio. Igual que España, pero por distintas razones.

Los ensayos y los libros sobre la historia moderna sirven de muestra de comparación. En las últimas décadas se han publicado multitud de ellos en Europa y en América (las dos Américas).

Cuando uno lee los menos recientes, los de la segunda mitad del siglo XX, encuentra las visiones estereotipadas de las dos guerras mundiales, sus causas y sus efectos. Hay un autor cuya lectura me complace, que se agarra al estereotipo como una sanguijuela. Me refiero al británico Paul Johnson, que desmenuza los errores de todos los países europeos, menos del suyo. Johnson escribe con tanta autoridad y con citas documentadas, que sus argumentos son certezas indiscutibles. En realidad la Historia está abierta a la controversia y a la ambigüedad.

Poco a poco empezaron a salir de este atolladero nuevos historiadores anglosajones. Por desgracia para mí, no leo alemán, de modo que desconozco mucho de lo muchísimo que se ha publicado en ese idioma sobre la historia de Europa. Apesadumbrados por el horror causado por el nazismo, creo que afrontan su historia con pinzas. Supongo que tendrán que pasar otros cincuenta años antes de que se empiece a juzgar el nazismo del mismo modo que se estudian las guerras napoleónicas.

En España deberemos dejar pasar también medio siglo, hasta que la figura de Franco y del complejo y delicado entramado de intereses e ideologías que fue el franquismo empiece a ser estudiado con el desapego que se estudia el reinado de Isabel II. Se encontrarán los que puedan leer entonces con unos hechos bastante mondos de ideología, en los que el franquismo se verá a la misma distancia que miramos hoy la Guerra de Cuba, que fue muchísimo menos dramática y melodramática de lo que lo vieron los novetaiochistas.

Uno de los textos que mejor pueden aclarar las dudas es la propia Constitución Española. Ha de ser una lectura lo más literal posible, porque sus interpretaciones nos han llevado al laberinto legislativo que domina en el Estado Español.

Recomiendo el libro La construcción del Estado Español, de Juan Pro, publicado en 2019 por Alianza Editorial, y con un magnífico prólogo de Ramón Parada Vázquez, catedrático de Derecho Administrativo, desgraciadamente fallecido.

Ramón Parada hace un repaso del libro de Pro, que se centra en lo que expresa su título, haciendo hincapié en las constituciones que han regido en España desde 1812. Todas fueron centralistas, salvo la de la Segunda República, que tuvo en el separatismo catalán, un clavo en la suela de su zapato. Son estas constituciones las que legislan el aparato del estado y la selección de quienes deben atenderlo.

La primera piedra en la construcción de un poder judicial asentado en una carrera funcionarial meritocrática es la Ley Orgánica Provisional del Poder Judicial de Montero Ríos de 1870, que iniciará la creación de la carrera judicial como un cuerpo de funcionarios con categorías diversas. Parada añade sin sarcasmo alguno, pero con perversa intención, “lo cual evitó la lamentable politización de la judicatura que, justamente, comienza de nuevo con la Ley Orgánica del Poder judicial de 1985”. En plena etapa democrática.

Luego dice “Es manifiesto, en todo caso, que la viga maestra en la construcción del Estado español fue un riguroso centralismo, importado enteramente de Francia e indiscutido ya desde la Restauración”.

“El centralismo es ciertamente una fuerza centrípeta, concentradora del poder, mientras la descentralización lo es centrífuga que, llegado un punto, deshace, desvertebra, descoyunta la organización misma a la que se aplica, sea pública o privada. Parece ya una evidencia que la Devolution Act de 1998, con la creación de parlamentos en Escocia, Gales e Irlanda del Norte, ha puesto a Escocia en riesgo de salida de Gran Bretaña. Asimismo resulta evidente que la pretenciosa descentralización de la Constitución de 1978 ha servido para que la Generalidad de Cataluña y el Gobierno Vasco sembraran las bases culturales, políticas e institucionales necesarias para desafiar abiertamente al Estado con sus actuales y belicosas pretensiones soberanistas”.

Recuerda después el intento fracasado del general de Gaulle por descentralizar el estado francés, que le costó la presidencia de la república. Fue Mitterrand quien llevó a cabo una “modesta descentralización”, con trece regiones sin poder legislativo, como simples colectividades territoriales. En Italia ya habían partido el territorio después de la Guerra. Y caso significativo es el de Portugal, que rechazó por referéndum, el 9 de mayo de 2007, una descentralización política a la española con comunidades autónomas. El no fue rotundo con un 63,51 por ciento. Estaban bien avisados.

Insiste Parada en la constitución de 1978.

Aprovechando la inexcusable implantación de la democracia, que era lo único realmente sustancial, los “voluntariosos constituyentes” impusieron “un modelo de Estado caóticamente descentralizado”. “Un modelo que se impuso sin contemplaciones a golpe de Reales Decretos-Ley que establecieron preautonomías solo amparadas en las Leyes Fundamentales franquistas. De esta manera, el modelo de Estado descentralizado estaba ya prejuzgado y sembradas las autonomías regionales antes de la redacción y aprobación de la Constitución de 1978 que, además, lo perfiló a lo grande y definitivamente”.

Y recuerda hechos constitucionales que suelen ignorarse. Por ejemplo, “lo ocurrido con la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia, en realidad, rechazado mayoritariamente por el pueblo gallego, según las más elementales normas que rigen en democracia para la aprobación por referéndum de este tipo de normas cuasi constitucionales. Dicho Estatuto se dio por aprobado no obstante el 72 por ciento de abstención, que en Lugo y en Orense pasó del 80 por ciento, y ello a pesar de una desvergonzada propaganda institucional en favor de la aprobación del Estatuto gallego. Para el Gobierno, la aprobación solo requería la simple mayoría, de forma que hubiera sido suficiente el voto afirmativo de un solo gallego, el uno a cero, como en los partidos de fútbol, para la aprobación del Estatuto”.

Y cita a Santiago Muñoz Machado, jurista y académico: “La Constitución de 1978 hizo lo nunca visto. […] lo que tiene de singular nuestra Constitución es que no define qué es una competencia exclusiva, ni excluye que en las materias-de competencia exclusiva del Estado también puedan tener atribuciones las Comunidades Autónomas si sus estatutos así lo deciden. Y así se puede concluir que no sólo no existe orden alguno en el sistema normativo, […] que por cada ley estatal hay otra autonómica con el mismo contenido […] que la existencia de una ley estatal no sólo no marca un territorio indisponible a las leyes autonómicas, sino que éstas parasitan y devoran los mandatos del texto estatal, camuflándolo y, en su caso, insertándolo y trufándolo, veteándolo con otros contenidos sin que tal manipulación produzca consecuencias, ni alarmas de ninguna clase sobre la corrupción en que está inmerso el reparto legislativo de competencias”.

Las comunidades (en realidad provincias) forales, las exageradas diferencias de sueldo entre los funcionarios estatales y los regionales, con funciones duplicadas, y las barreras idiomáticas que instituyen la desigualdad de acceso a la función pública. Todo esto está prefijado en la Constitución de 1978.

Y merece la pena una cita larga y anecdótica, que ilustra cómo se redactó y pactó la Constitución de 1978.

“La descentralización extrema fue una prioridad constitucional que, además, contó con la traicionera colaboración de uno de los «padres de la Constitución» más decisivos: Miguel Herrero de Miñón, que consiguió imponer un modelo de descentralización caro a los nacionalistas y contrario a la ideología y proyecto de su propio partido, la UCD, en cuyo nombre estaba obligado a actuar: «Voté —confiesa en sus Memorias de Estío— con nacionalistas y comunistas frente a Fraga y mis dos colegas Cisneros y Pérez-Llorca. Con ello se daba un empate de votos que impedía la adopción de la nueva propuesta centrista. Herrero se sintió —dice, pedante y cínicamente— «marginado pero triunfador», y nada mejor para festejar la felonía que cenar con Arzallus, el líder del separatismo vasco, en el Nuevo Club: «huevos escalfados con salmón, pularda a la pimienta verde y arroz pelaw, sorbete de fresas y café». Todo ello lo fraguó previamente ese padre constitucional en cenas con el propio Arzallus en la Taberna del Alabardero. ¡Así se inscribe la Historia!; así, entre hechos consumados, traiciones, improvisaciones y el telón de fondo del terrorismo vasco, se diseñó el Estado de las autonomías. Con esos condicionantes es lógico que los padres de la criatura alumbraran un modelo, incomprensible, irracional, caótico e ineficiente si se compara con los modelos de estados federales vigentes”.

A estos efectos conviene el título VIII. Fija que “todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del Estado”, algo que viene incumpliéndose desde hace décadas. Tampoco admite la federación de Comunidades autónomas, pero se autoriza a la Navarra a unirse al País Vasco, sujeta a referéndum popular. Esto forma parte de lo que Parada llama “modelo irracional, caótico e ineficiente.”

En resumen, nuestra Constitución, flamante y apreciada por columnistas y contertulios, es una verdadera pifia. Todas las tristes circunstancias que padece España desde hace décadas, son consecuencia de una mala redacción y una peor interpretación a beneficio de parte (comunidades, partidos, presos y fugados).

Y su deriva es hacia su autodestrución. Lo peor de todo es que renovarla o redactar otra es por completo imposible, por falta de acuerdo. España está tan ferozmente dividida en banderías ideológicas, que no hay cabida para ningún consenso fundamental. Esta es la certeza más dramática de todas.

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