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¿De dónde salieron los griegos? 4 – (Las colonias o Apoikiai)

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Un resumen combinado de tres libros sobre la Grecia Antigua

Capitulo IV. Las colonias en el Mediterráneo y en el Mar Negro

Por Waltraud García

Early Greece, de Oswyn Murray, Fontana History of the Ancient World. Londres 1993.

Introducción a la Grecia Antigua, de Francisco Javier Gómez Espelosín. Alianza Editorial. Madrid 1998.

A History of the Archaic Greek World, de Jonathan M. Hall. Blackwell History of the Ancient World. Oxford. 2007.

Si el origen y procedencia de los griegos en general (sin distinción étnica o tribal) constituye un enigma, la diáspora griega por las colonias mediterráneas y euxinas (mar Negro) es un berenjenal. Vamos a comenzar el repaso de los tres libros por el más académico de Jonathan M. Hall, porque es el que estudia con mayor detalle el tema, si bien a los no académicos nos vuelve un poco locos. Pero necesitamos una referencia. Precisamente para no convertir la exposición en un gallinero me limitaré a resumir propuestas sin entrar en ellas, porque acabaría copiando el libro, mi peor pesadilla.

Con gran sentido de la oportunidad, el profesor Hall empieza refiriéndose al término «nostalgia», compuesto por dos palabras griegas, pero inventado por un médico suizo, Johannes Hofer, al estudiar a finales del siglo XVII las depresiones que sufrían los mercenarios, muchos de ellos suizos, vale la pena recordar, tras años de combates en otras tierras. Este tema es interesantísimo por sus ingredientes, psicología, guerra, mercenarios, y porque es muy actual. Pero tenemos que dejarlo.

Hall propone que la distinción entre emigración y colonización no es tan clara, una idea muy acertada a mi entender. La migración suele asignarse a los movimientos demográficos que sucedieron al colapso micénico. La colonización se localiza después, y son los viajes organizados por vecinos de un montón de ciudades de la Grecia continental hacia las islas del Egeo, hacia la costa de Anatolia, hacia el sur del mar Negro y, sobre todo, hacia el Mediterráneo occidental, en especial Sicilia y el tacón y la suela de la bota italiana.

La emigración se entiende como un fenómeno originado por una catástrofe, y no es más que una suposición basada en mitos, en testimonios muy tardíos y en la necesidad de darse lustre de todos los pueblos y naciones, buscando orígenes nobles y heroicos. En definitiva, que inventaron la «nostalgia» más por razones sociales y políticas que psicológicas. Que la población se movió es indiscutible. Que lo hicieran del modo expuesto en sus leyendas locales es otra cosa.

Con la colonización, la cosa está más clara, porque se tienen testimonios fiables, arqueológicos y textuales. Pero el enjambre de colonias es inmenso, y las abejas arman tanto ruido que resulta complicado encontrar una línea melódica. La colonización, dice Hall, presupone expediciones preparadas por ciudades de las que se tiene constancia, desde el último tercio del siglo VIII antes de nuestra era en adelante.

Para empezar, Hall propone que no hay tanta distancia entre el primer fenómeno migratorio y el segundo, lo que da a entender que quizá fue uno solo, evolucionando con el tiempo.

Para justificar su tesis, Hall se introduce en un piélago de citas de historiadores y en un pantano de restos cerámicos. Para mí, algo así como la escombrera de una alfarería, donde se mezclan todo tipo de cascotes. Los arqueólogos hacen un trabajo meritorio, escarbando con mucha precaución para no confundir unos niveles con otros, clasificándolos y estudiando su procedencia. En realidad el trabajo lo hacen los estudiantes y otros becarios, pero dejémoslo ahí.

Se trata de restos de cerámica llamada protogeométrica y geométrica hallados en yacimientos diversos y dispersos en las costas egeas de la actual Turquía, en las islas de ese mar, en las costas del mar Negro y en las de Sicilia e Italia meridional. Me entran escalofríos al visualizar montones de cacharros acumulados en siglos de comercio. ¡Y los arqueólogos se las ingenian para distinguirlos y clasificarlos! Hay yacimientos incluso en la Fenicia bíblica con restos de vasijas griegas.

Y ahora viene lo inesperado. ¿Toda esa dispersión de cacharros fue obra de los mercaderes griegos de diversas ciudades estado? Pues no, también intervinieron los fenicios, pero hasta fecha reciente se les colocó en un segundo plano porque eran semitas, dice Hall, y los griegos eran arios. La historia está llena de prejuicios e ideología, no lo olvidemos, dispensados por un academicismo que entrega toga científica a quien no siempre la merece. En otras palabras, parece que los fenicios recorrieron el Mediterráneo antes y luego a la vez que los griegos, y no se les debe menospreciar. Pero, ¡ya está el pero!, los fenicios debieron ser navegantes y mercaderes selectivos, porque no llevaron sus productos a determinadas ciudades griegas hasta pasado un tiempo, según testimonian los clasificadores de cacharros antiguos. A no ser que el comercio más primitivo con estas ciudades donde no hay restos fenicios lo hicieran propiamente griegos. El razonamiento de Hall se basa en Al Mina. El yacimiento de Al Mina se encuentra a la orilla del río Orontes, en Turquía hoy frontera con la desventurada Siria, y próximo la la vieja ciudad de Antioquía, excavado por el arqueólogo británico Leonard Woolley en los años 30 del siglo pasado. La definió como colonia o emporión griego. Otro lío: las colonias griegas se denominaban apoikia, como ya hemos mencionado en al capítulo anterior; y los asentamientos puramente comerciales, emporión. ¿Es lo mismo un emporión que una apoikía? Dicho de otra manera, ¿eran lo mismo, porque de uno se pasaba a la otra de un modo natural?

Para sentar las bases de este asunto, Hall se dirige ahora a Pitecusa, un asentamiento griego en la isla de Isquia, en la bahía de Nápoles. En principio era un emporión, una base comercial con almacenes, un puerto y poco más. Pero resulta que Pitecusa tenía casi 10.000 habitantes, y los restos de tumbas muestran una sociedad organizada jerárquicamente con hombres y mujeres de diferentes edades y condiciones sociales, algo extraño para un emporión.

Repasa luego Hall las fundaciones de apokía en el sur de Italia, luego conocida como Magna Grecia. Y también las de colonias en la costa sur del mar Negro. Es un recorrido de cien años, desde finales del siglo VIII y todo el siglo VII, una diáspora de fundaciones organizada según reglas bien definidas, de las que más adelante daremos cuenta. A continuación hace un análisis crítico de las noticias que tenemos de estas fundaciones.

Cita dos hallazgos que documentan la colonización de Naupactus (desde Locris, en el extremo occidental del golfo de Corinto), y de Brea (iniciativa de Atenas, en Tracia, relativamente cerca de Estambul), ambas en el siglo V. Fue una colonización planificada y legislada.

«Si las provisiones que se hacen en estos decretos del siglo V perpetúan prácticas habituales que puedan aplicarse a la oleada de actividad colonial en el siglo VIII, tendríamos que concluir que la colonización fue algo significativamente distinto de los anteriores movimientos migratorios en el aspecto de su organización formal, estrictamente regulada y realizada tras una planificación más minuciosa». (Pág.100) Pero no está claro. Ya estamos con las precisiones. «En realidad las expediciones que llevaron las colonias de Acaea [norte del Peloponeso] al sur de Italia no pueden haber sido organizadas con la misma formalidad de la colonización ateniense de Brea, puesto que las estructuras políticas y administrativas normalmente asociadas con la polis apenas está verificado que existieran en la Acaea del Peloponeso antes del siglo V.» (Pág. 101)

Como buen académico retorna a las citas, y habla de un decreto de fundación de Cirene, hoy en Libia, del siglo IV, que se refiere a ciertos derechos consolidados por sus fundadores en el siglo VII, procedentes de la isla de Thera. ¿El juramento al que alude el decreto es real o inventado por los mismos que lo reclamaban? La siguiente duda concierne a Heródoto, reflexiona sobre otras fundaciones coloniales que se reclaman antiguas, pero cuyos decretos no pueden serlo porque no se daban las circunstancias para ello, especialmente en territorio siciliano. A veces aparecen fundaciones dobles, de la misma ciudad. En la historia conocida de las colonias interviene la propia Ilíada, porque a la vuelta de Troya, según Estrabón, ciertos «aqueos», es decir guerreros no precisamente de la Acaea geográfica, sino nombrados según Homero, anduvieron fundando colonias en Italia.

Nuevas complicaciones encontramos en Heródoto, por ejemplo, que menciona las listas de héroes fundadores que se inician en el siglo VIII, y que se han conservado en la memoria de las ciudades generación tras generación. Esto parece poco consistente, es decir las listas han debido ser inventadas luego, y las que tienen cierta base documental pueden referirse no a héroes sino a magistrados o funcionarios cuyos nombres se conservaron. Más dudas sobre la datación de las fundaciones se deriva de la diferencia entre contarlas en años o en generaciones. Concluye Hall con una consideración interesante, en referencia al despertar del interés de la historia de las colonias en el siglo V antes de nuestra era, y no antes. «No se trata de considerar tales relatos como enteramente ficticios, pero debemos ser conscientes de que lo que se ‘recuerda’ en periodos posteriores puede tener que ver con una justificación del orden presente más que con la conservación de una simple cuenta de hechos en sí misma.» (Pág. 106)

El profesor Hall entra ahora a más disquisiciones académicas relacionadas con la cerámica. «Lo que revela la evidencia arqueológica actual es un largo proceso en el establecimiento de bases marítimas que dura más que la propia fecha de fundación del asentamiento.» (Pág. 106)

Aporta datos profusos sobre diversas excavaciones en relación con las fechas de su supuesta fundación.

Pasa luego a algunas consideraciones sobre la fundación espartana en el sur de Italia de Taras (Tarento). Remite a la historia de Estrabón, que ofrece dos fuentes antiguas distintas, cuyos relatos sólo tienen en común la fecha y la identidad de los fundadores, los Parthenai de Lacedemonia, la tierra de los espartanos en el Peloponeso. Los argumentos de Hall, basados en varias referencias arqueológicas y literarias no pueden resumirse por su complejidad, tanta que necesitan de un cuadro que Hall dedica al estudioso para que no se pierda. Pero sí su conclusión: detrás del mito de los héroes, de los oligarcas y de los demócratas que les sucedieron en Taras, hay una probable realidad: los Parthenai fueron nombrados así mucho después de la fundación, para justificar su origen aristocrático y ocultar el real; es muy posible que se tratara de rebeldes de diversos lugares de Lacedemonia, que huían de la dictadura espartana, y fueron reuniéndose en lo que luego llegó a ser Tarento.

Y para acabar con Hall merece la pena dejar constancia de su reflexión sobre las causas de la diáspora colonial. Recuerda el profesor norteamericano que tradicionalmente se atribuye a la falta de tierra (hambre de tierra, hunger of land) esa oleada de migraciones en busca de una vida mejor. Puede ser una causa, pero no la única, objeta Hall. Ni siquiera hay evidencias, sostiene, de que el incremento demográfico en el siglo VIII en Grecia provocara un exceso de población. Aporta pruebas y razones historiográficas, como que el territorio de la ciudad de Corinto era mucho más fértil de lo que suponemos.

Y ofrece dos ejemplos de «colonización» para concluir que no sería improbable que lo que entendemos por tal fenómeno (y lo que entendieron los griegos de época clásica, con el objeto de disimular su dudosa estirpe heroica) fuera en realidad mera piratería: bandas de griegos de diversas procedencias se dedicaban a lo que también se llamó «comercio», recorrían las costas mediterráneas y del mar Negro saqueando e intercambiando, y gracias a todo eso llegaron a conocer lugares donde podrían instalarse, que es lo que hicieron luego. Hall atribuye la ingenuidad de los historiadores del siglo XIX e inicios del XX al hecho de sufrir la influencia del Imperio Británico, que se basaba en el mismo esquema. Y también a otro hecho confirmado por posteriores estudiosos: la economía de la antigua Grecia se basaba principalmente en la agricultura, y el comercio no era más que una parte menor de su renta.

«Cuando examinamos la evidencia sin dejarnos llevar por presuposiciones derivadas de una actividad colonial tardía, el retrato que emerge es menos oficial, menos formal, y observamos un movimiento azaroso de varios pueblos por varias razones a lo largo de varias generaciones; en otras palabras, un proceso que no fue tan cualitativamente distinto de aquellos primeros movimientos que sucedieron al colapso de los palacios micénicos.» (Pág 117)

 

La «Introducción a la Grecia Antigua» es un manual del profesor Gómez Espelosín escrito para un público general y medianamente instruido. La visión que da de las colonias griegas es equivalente a la del profesor Hall. Vamos a resumirla, porque las reiteraciones son positivas para la mejor comprensión de unos hechos ya de por sí difíciles de interpretar para los expertos.

Desmenuza el fenómeno de la colonización griega de las costas del Mediterráneo, dede Fenicia hasta Tartesos, y las del mar Negro. Señala que el término colonizar no es el más adecuado, porque para nosotros significa algo distinto que para los griegos. Para ellos se trataba de establecer una nueva casa lejos de casa, la apoikía. Sin embargo, esto no significa que dependieran de la ciudad de procedencia, los conflictos mayores en la historia de Grecia los tienen las ciudades «nuevas y lejanas» con las de origen, y muchos de los que emigran no proceden de la ciudad madre, sino que son una amalgama, como ya hemos visto más arriba.

Menciona Espelosín las investigaciones de John Graham sobre las causas de la expansión griega en el Mediterráneo principalmente: periodo de crecimiento demográfico con escasez de tierras cultivables; flujo de exiliados políticos que generaba la disputa por el poder en el seno de las aristocracias dominantes; añade un número no menospreciable de aventureros seducidos por los relatos de viajeros que contaban maravillas.

Estos hechos se basan en condicionantes como que los viajes no se hacían al albur, sino hacia lugares ya conocidos gracias a rutas comerciales inmemoriales. Otro condicionante es el avance en la técnica de construcción de barcos y de navegación.

Expone Espelosín que el método de colonización se iniciaba con la elección de un fundador (oikistés), que dirigía la expedición. Y dice que el número de expedicionarios no debió sobrepasar nunca el millar. «Se llevaban a cabo dos actos rituales obligados como eran el sacrificio para obtener buenos augurios y el tomar el fuego del hogar sagrado de la metrópolis para trasladarlo al nuevo establecimiento. El viaje se realizaba en naves de guerra de un tamaño relativamente reducido en el que se amontonaban las gentes y los utensilios correspondientes.» (Pág. 114) Los lugares elegidos eran islas situadas frente a la costa o promontorios de fácil defensa sobre la costa misma. Pasado un tiempo, los establecimientos se trasladaban a tierra firme. Espelosín dice que la tierra se distribuía equitativamente en lotes (kleros) entre los recién llegados, pero la aristocracia no tardaba en adquirir presencia y fuerza.

A continuación se detiene el profesor Espelosín en citar los asentamientos según origen y destino. En resumen vienen a ser estos

Los eubeos, procedentes de la larga isla de Eubea en el mar Egeo fueron los primeros colonizadores de la costa de Anatolia. Advierte salvedades o dudas que sería largo citar. Propone la hipótesis de que los nombres de isla acabados en «oussa» que jalonan la ruta hacia el Mediterráneo occidental, las Pitiusas o Balerares, por ejemplo. Fundaciones o viajes eubeos llegaron a Cádiz y Huelva, es decir a Tartesos. También hay testimonios eubeos en la península itálica, y menciona la isla de Isquia, de la que también dimos cuenta en la sección de Hall.

Corinto y Mégara, ciudades del istmo entre el Peloponeso y el continente, también fundaron colonias. Corinto fundó Siracusa en la costa oriental de Sicilia. Mégara, Mégara Hiblea, en la costa occidental de la misma isla. Espelosín cita otras fundaciones de ciudades del Peloponeso griego en la Sicilia pre romana y en la península Itálica. Después desgrana otras colonias griegas en el norte del Egeo, en la zona de los estrechos y también en las costas meridionales del Mar Negro, una región más favorable a la agricultura por sus veranos lluviosos, los grandes ríos con llanuras aluviales, montañas y pastos. Recuerda Espelosín que la lejanía de estas regiones las convirtieron en escenario de algunos ciclos míticos. Concluye el recorrido en las costas del mar Adriático, en las del norte de África y en la española y francesa actuales. Recomiendo este artículo en la Red, para aclarar de manera sintética este laberinto: «Las colonizaciones griegas, Magna Grecia y Sicilia», de Eladio Rubio Torres, cuya ilustración ofrecemos como imagen de portada del capítulo. La página Archivos de Historia es altamente recomendable.

 

Y terminamos el capítulo con el punto de vista de Oswyn Murray en torno a este tema de la colonización griega del Mediterráneo. Fiel a su curiosidad y a su poca transigencia con lo vulgar, Murray hace una inteligente exposición de este fenómeno de la Grecia Arcaica.

Empieza recordando que entre el 734 antes de nuestra era y el 580 el número de ciudades y asentamientos griegos en todo el Mediterráneo, excluido el mar Egeo equivalía al de los existentes en ese intrincado mar. Sostiene que es un movimiento no de colonización, sino de urbanización costera. Curioso fenómeno, señala, que precisamente en el momento en el que Grecia inicia su prosperidad y desarrollo urbano, los testimonios arqueológicos empiezan a escasear. Ya no aparecen más enterramientos aristocráticos de guerreros. Sin embargo, propone Murray, esto puede deberse a que los pequeños asentamientos urbanos se abandonan, bien para agruparse en torno al más importante de ellos en cada región y formar una polis, bien porque uno de ellos creció y acabó transformándose en una ciudad todavía hoy existente, bajo la cual se deben de encontrar todos esos restos imposibles de desenterrar sin destruir la ciudad nueva. «Siempre se ha tenido claro que la señal más temprana de la existencia de una polis como una entidad plenamente consciente de sí misma era su habilidad de crear una nueva polis mediante un proceso de colonización… Sin embargo es muy probable que la principal diferencia entre la polis emergente y las nuevas colonias sea simplemente la localización geográfica de cada una de ellas.» (Pág. 193) Defiende Murray que ambas ciudades empezaron a existir al mismo tiempo, y es difícil asegurar cual de ellas surgió primero.

La expansión empieza en Sicilia y el sur de Italia, siguiendo la ruta comercial que desde una generación anterior (más o menos 734) venía funcionando, y servía de referencia segura. Luego se alcanzan las costas de Macedonia y de Tracia, en la ruta hacia el Mar Caspio, cuya colonización empezó después, basándose en ciudades del Bósforo como Calcedonia y Bizancio, en el siglo VII. Es decir, los navegantes dedicados al comercio informan de localizaciones y sus características favorables y desfavorables. Como ya hemos visto en los dos autores antes resumidos, Murray tampoco ve gran diferencia entre un emporión y una apoikia, un puesto comercial y una colonia.

Fija Murray en el año 580 el final de la etapa colonizadora, debido a que los mejores puestos habían sido ocupados ya. Las últimas fundaciones se dan en la poco hospitalaria costa del Adriático, cuando la oposición de los etruscos forzó a los griegos que comerciaban con el norte europeo a internarse por esa zona llena de lagunas al estilo de Venecia. En Spina, al norte de Rávena, se han excavado tres mil tumbas con rica evidencia de ajuares.

En todo este desarrollo hubo una competición entre ciudades griegas que se tradujo en guerras de las que hay constancia. Los ingredientes de la colonización fueron la creación de una linea de defensa incluido puerto y fortaleza, comercio y tierra cultivable.

Otro argumento que propone Murray es el hecho de que la época más intensa de colonización griega coincide con la expansión fenicia, que siguió la línea costera de África hasta España. Esto contuvo a los griegos en su búsqueda de territorio colonizable en las islas Baleares, en la parte de Sicilia que da a Cartago y en Cerdeña.

Sobre las razones de colonizar aquí o allí, cada caso tiene una explicación. Pone como ejemplo Murray el de la ciudad e Calcedonia, en el Bósforo. Según testimonio del persa Megabazus debió ser fundada por hombres ciegos, porque al otro lado del estrecho se encuentra Bizancio en un lugar más favorable. Pero ignoraba el listo Megabazus que Bizancio estaba muy al alcance de los ataques de las tribus locales, mientras que Cacedonia está protegida. En otras palabras, la defensa es una razón primordial. Los griegos buscaban lugares sin poblar o donde las tribus locales fueran débiles y estuvieran mal organizadas. Los colonos eran hombres jóvenes, entrenados para combatir, y bien armados. Murray cita fragmentos de textos de Arquíloco, cuyo padre colonizó Tasos, en Tracia, con gran esfuerzo, y él mismo combatió como un guerrero duro al estilo de los estereotipos de los pistoleros del Wild West yanqui.

Es evidente que las colonias mantenían relaciones comerciales con sus ciudades madre, a juzgar por los restos de cerámica. A cambio ofrecían centeno y otros productos naturales, por ejemplo, madera, y esclavos, que capturaban en Tracia. Recuérdese que la palabra esclavo procede de eslavo, los pueblos del continente próximos al mar Caspio.

Hace Murray una cita de Heródoto en la que relata que los marinos de Focea, en la costa de Anatolia, se adentraron más allá del estrecho de Gibraltar y se pusieron en contacto con los tartesos, cuyo rey Argantonios les dio dinero para que construyeran en su ciudad madre una muralla para defenderse de los persas. La largueza gaditana. Lo cierto es que de Tartesos obtenían aluminio y plata.

Otro objetivo básico de los colonos es la tierra. Para Murray hay una relación de causa efecto entre el crecimiento demográfico y la colonización. Una forma de evitar conflictos internos era enviar a parte de la población a buscarse la vida en otro emplazamiento. No obstante el autor admite que es difícil localizar la motivación, si era la falta de recursos en la ciudad madre o la oportunidad de una vida mejor lejos de ella. Muchas de las guerras entre ciudades de las que hay constancia tienen como causa la necesidad de más tierra. Algo que Atenas no tuvo como problema hasta bien tarde, porque el Ática es amplia y de rica agricultura y minería.

Reitera el profesor inglés el fenómeno de los ritos fundacionales, que relata Tucídides en referencia a colonias sicilianas, y que sirve de base para la datación de estas fundaciones, debidas en gran parte a las sentencias favorables del oráculo de Delfos.

Hace un retrato del colono medio: varón, soltero, con experiencia militar, segundón en la familia. Primero fortificaban el lugar y dividían la tierra, según una planificación que distinguía la propiedad privada de la religiosa y de la pública. Dentro de las murallas, las parcelas contenían espacio suficiente para una casa y un jardín o huerto. Estas circunstancias dieron lugar a una aristocracia de colonos de unos cientos de familias que dominaron para siempre (hasta que Roma intervino) la vida de las ciudades y de la región en general. Una no puede dejar de pensar en la Mafia presente, heredera de una forma de entender y obrar en la vida social.

Destaca Murray que un hecho notable es la ausencia de mujeres en el establecimiento de la colonia. La lógica deducción es que los invasores «adquirieran» sus mujeres de tribus locales, algo que se refleja en diferentes testimonios antropológicos, como ciertas costumbres. La falta de mujeres entre los colonos se puede explicar por la costumbre griega de la «exposición» o abandono en la calle de los niños al nacer, en especial de las niñas, que «valían » menos que los nacidos varones y sanos.

En cuanto a la fuerza de trabajo, Murray se basa en diversos testimonios arqueológicos (la destrucción de aldeas de indígenas) e históricos para concluir que es muy probable que en ciertos asentamientos (no en todos, porque no hay, por ejemplo, cementerios de clases bajas) los locales se convirtieran en siervos de los ocupantes. El autor británico recuerda las condiciones de los indios durante la ocupación británica del sub continente. También cita el hecho de que los «segundos» y «terceros» colonos constituyeron una clase inferior a los «primeros», y la igualdad social del principio se diluyera con el tiempo.

Dedica el autor un espacio al caso de la fundación de Cirene (hoy en Libia, alrededor de 630 a.d.n.e.), obra de griegos de la isla de Tera, al norte de Creta. Es un caso en el que coexisten documentación y noticias basadas en la tradición, ambas recogidas por Heródoto. Gracias a ello tenemos noticia de cómo se realizó la fundación de la ciudad. El relato está lleno de estereotipos, y resulta tan entretenido como una novela bizantina, con aventuras, desgracias y fortunas, ingredientes de toda buena historia. Se conserva una inscripción en piedra que la cuenta, además del relato de Heródoto. Resulta curioso el motivo que impulsó la colonización, una sequía prolongada que estaba arruinando Tera, y que obligó a un grupo de labradores, por tanto poco duchos en la navegación y a la aventura, a buscar nuevas tierras en África. Volvieron fracasados, pero les impidieron desembarcar a pedradas. Después de una serie de incidencias acabaron fundando Cirene, según les había indicado repetidas veces el oráculo de Delfos, al que hicieron al principio poco caso. El ejemplo de Tera es valioso entre otras razones porque no existe ninguna otra colonización documentada previa a ese tiempo, mediados del siglo VII.

Acabamos con una cita de Murray que vale la pena conocer. «Igual que la Guerra de la Independencia Americana [el autor no dice ‘norteamericana’, grave error en un historiador con plaza universitaria] demostró a los viejos regímenes de Europa la viabilidad política del republicanismo, y demostró el éxito de aquellos que navegaron en busca de la igualdad y la equidad, y distribuyeron la tierra al margen de la aristocracia, el colapso de la aristocracia griega en el siglo VII sirve de paralelismo. El choque cultural de los valores del Nuevo Mundo se observa en la insistencia de los poetas aristocráticos sobre el espantoso hecho de que la riqueza cuenta más que el nacimiento en el mundo moderno.» (Pág. 123)

El próximo capítulo de esta serie lo dedicaremos a la influencia de las culturas de Oriente Medio en la Grecia Antigua, y en su religión.

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