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Cultura y comunicación

«Baron Noir». Panfleto sentimental contra la Democracia Parlamentaria

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Un artículo de Segismundo Bombardier

Acabo de ver las tres temporadas de Baron Noir, estupenda serie, que sigue la inercia decadente de casi todas las series. La primera temporada es accesible a casi todas las gentes, la segunda se enreda en un laberinto galo que a mí mismo, que soy medio galo, me ha costado seguir. La tercera, igual de entretenida que las anteriores, se precipita en una ficción delirante, algo común en las terceras temporadas. Los productores decidieron no hacer la cuarta, porque veían que se despeñaban en todos los sentidos.

El periodismo especializado ha comparado Baron Noir con House of Cards. En lo único que se parecen es en el tratamiento psicologista de la vida política, algo inevitable y obligatorio en la narrativa. Pero la psicología de los políticos gringos está moldeada por el sexo retorcido, la ambición de cuatrero y la brutalidad física, mientras que la francesa está refinada por el academicismo. Hasta el protagonista, un audaz y maniobrero socialista de origen proletario, conoce al dedillo la historia de Francia y lee Los hermanos Karamazov.

Los actores y actrices de Baron Noir encarnan personajes con alma, que pertenecen a un verosímil escenario político, al margen de las semejanzas buscadas o casuales. Kad Merad, el protagonista, Anna Mouglalis, Astrid Whettnall, Hugo Becker, Niels Arestrup y todos los demás forjan personajes con temple y envergadura. No hay ficción sin estereotipos, pero hay ficciones estereotipadas, y otras que saben distanciarse de los tópicos.

En Baron Noir no se mata a ningún miembro del reparto, a excepción del suicidio del primer capítulo, que será la sombra en la conciencia de moral elástica de Rickwaert, el Barón Negro. Los únicos crímenes los comete el Estado Profundo, y son una subtrama oportuna y sin disparates hollywoodienses.

La serie es francesa desde la médula al color de los ojos de los protagonistas, y eso que los nombres de los actores, como puede verse en párrafo anterior, son mayoritariamente ajenos a la Francia mítica, pero reflejos de una nación que se enorgullece de su identidad, de su complejidad y de sus defectos.

Un apunte final sobre la calidad del guión. ¿Cómo se las compondrían los cineastas si no se hubiera inventado el teléfono móvil? Da un dinamismo trepidante a la acción, similar a los mensajeros de las tragedias de Shakespeare, pero llegando en tropel. Las sorpresas, elemento fundamental en los guiones, no hace falta dosificarlas, una llamada al móvil constituye una inflexión narrativa. Creo que se abusa de este recurso.

La corrupción política en la pantalla

El cine desde su comienzo y la televisión desde no hace demasiado, han representado en sus ficciones la corrupción política, judicial y policial, las falsedades, retorcimientos y triquiñuelas de los profesionales del parlamentarismo y del sindicalismo, la ambición y la astucia política y sus consecuencias. Me estoy refiriendo a los sistemas democráticos homologados. Se han desnudado tantas veces en novelas, películas y documentales, que resulta admirable su supervivencia; en otras palabras, causa perplejidad que todavía haya ciudadanos que acudan a las urnas.

Sólo puede deberse a una razón: el mito. La democracia es un mito, sentenció el profesor y filósofo Gustavo Bueno, y lo argumentó en un libro de momento no superado: Panfleto contra la democracia realmente existente, La Esfera de los Libros, Madrid. 2004. Hablar de la idea de «Democracia» es como hablar de la idea de «Humanidad»; son fenómenos metafísicos, distantes de la realidad. No hay Humanidad, hay una diversidad de seres humanos, y hay diversas democracias realmente existentes, orgánicas, inorgánicas, colectivistas, presidencialistas, monárquicas, populistas, todas ellas dentro de un marco político, el estado.

Un mito se construye sobre personajes y narraciones repetidas con machaconería. Una vez perfilados, no hace falta más que crear ritos en torno a los mitos. En la sociedad de los mass media y la publicidad, la propaganda instrumentalizada desde los medios y las instituciones académicas y docentes crea la atmósfera en la que ese mito se convierte en verdad inapelable.

El profesor Bueno desmenuzó en su estudio los ingredientes de la democracia.

La primera enfermedad política que torpedea Gustavo Bueno es el «fundamentalismo democrático»: considerar que el sistema político con el que nos gobernamos (o nos gobiernan) mejora con el paso del tiempo y tiene como objetivo final un jardín del Edén al que se encamina.

No es preciso recurrir a ningún razonamiento filosófico, para confirmar que la realidad es exactamente la inversa, la práctica política parlamentaria es un juego de manos, una manipulación de la ciudadanía, una fábrica de mentiras, un campo de batalla para guerreros sin escrúpulos que utilizan sus mesnadas parlamentarias o partidistas. Podemos decir que la democracia es el sistema menos malo de gobierno, pero eso no arregla nada.

La descripción del escenario que se hace en Baron Noir es no sólo verosímil sino muy próximo a la verdad. Cuando yo llegué a Francia, mi tío Felipe me advirtió que no diera crédito a los políticos franceses (no excluyó a los comunistas, siéndolo él), porque en este país había una aristocracia gobernante: los cargos políticos electivos pasaban de generación en generación. Era una aristocracia basada en el territorio, venían a ser una especie de señores feudales con traje y corbata. Felipe no me engañaba, estaba describiendo una realidad que para un español que anhelaba la desaparición de la dictadura era inconcebible.

El profesor Bueno nos recuerda que hay muchos sistemas políticos existentes dispersos en la historia y en el presente en marcha, y que la inmensa mayoría de ellos no son «democráticos» en el sentido de la «democracia homologada» en la que gustamos reconocernos.

El naufragio de la izquierda

La clave de la estabilidad de una sociedad es el buen gobierno, la eutaxia, que la democracia produce gracias a un aparato del estado más completo, pero que se ha dado en la historia de los pueblos, en naciones y en imperios nada democráticos.

La democracia es una forma que adquiere la sociedad política. Nuestra sociedad moderna de masas necesita un sistema que facilite la intervención de la población ciudadana en la política dentro del marco de un Estado. En torno a este problema sin acabar de resolver se desarrolla la trama ideológica de Baron Noir. Antiguos comunistas, socialistas, trostkistas, ecologistas, y otras franjas de ese amplio espectro se pelean y se reparten el arco parlamentario, las regiones y los ayuntamientos. Ciertamente aparecen formaciones de derecha, pero Baron Noir es una serie sobre la izquierda francesa y para la izquierda francesa.

Baron Noir pinta un mural contrastado de la política gala. Decía antes que era psicologista, y no es un reproche al guión; el desarrollo psicológico de los personajes es una necesidad narrativa que no vale para el análisis político. Vemos a militantes de base, a alcaldes, a diputados de la Asamblea Nacional, a ministros y a presidentes de la república que representan sus afanes, sus trampas, sus conflictos, sus peleas de un modo asequible al espectador (no siempre, en ocasiones hay que ser un egresado de Nanterre para seguir los líos argumentales). Pero lo que deducimos de los relatos expuestos es que la democracia parlamentaria es un escenario de tragedias, dramas y comedias, pero no un instrumento infalible de gobierno.

La sociedad funciona, nos dice el contexto de Baron Noir, a pesar de la política. La sociedad observable en la que vivimos tiene poco que ver con la política; el mundo real vive aparte de los gobiernos locales, regionales y nacionales, que son sólo espacios simbólicos donde jugadores seleccionados por su capacidad o su astucia se entretienen y se afanan en convencer a los ciudadanos de que los representan, y diseñan un andamiaje legal que facilita la convivencia. Este hecho es el que utiliza uno de los personajes de la temporada final, un populista antisistema para ganarse en favor del votante, prometiendo que él dará paso a la «verdadera democracia», el fundamentalismo democrático del que hablábamos antes.

Sin embargo, no puede haber una separación o un abismo entre el ejercicio político, el ejercicio del poder, y la sociedad representada, por la razón que hemos expuesto antes, la eutaxia. Sin un orden estable el aparato social y el político, que están entreverados, se hunden. Sea cual sea el sistema de gobierno, democrático o no, la relación dialéctica entre poder y ciudadanos ha de ser fluida. En otras palabras, el gobierno, el estado, la administración, es algo más que un ejército de altos funcionarios y políticos con mando en plaza al servicio de los poderosos, que es lo que propone el demagogo que protagoniza el conflicto en la tercera temporada de Baron Noir.

En definitiva, la psicología sirve para manifestar el conflicto narrativo. El núcleo, el cuerpo en el que se desarrollan estos conflictos queda para la filosofía política. Como ésta no puede desarrollarse en un relato, la representación de la realidad depende de la habilidad de los guionistas. En Baron Noir son profesionales estupendos, pero escriben discursos para sus personajes dignos de un máster, no de un episodio de telecomedia. Por ejemplo, el discurso del yutúber antisistema mencionado antes, que interviene (a mi parecer de un modo exageradamente artificial) en el juego político sosteniendo argumentos incoherentes si se escuchan con tranquilidad.

Baron Noir ofrece al espectador francés medio, que tiene formación y es de izquierdas, el escenario en el que se debate hoy esa ideología dominante. El protagonista, el hijo de proletario comunista hecho barón gracias a sus méritos, sobresale al lado de sus doctorados compañeros como un empecinado y leal fruto de una izquierda «auténtica», mucho más astuto que ellos, aunque con una ingenuidad moral que le lleva a la cárcel. Durante la primera y la segunda temporada, los socialistas se proclaman los auténticos representantes de la izquierda; y el Frente Nacional, con otro nombre, claro, se nos introduce en el menú encarnado en señoritos repelentes que viven en cortijos afrancesados.

Es en esta dicotomía gauche versus droite donde la serie patina y está a punto de romperse la crisma, algo que los guionistas evitan mediante estereotipos. Estereotipos también estudiados y clasificados por el filósofo Gustavo Bueno en El mito de la izquierda, que deja en cueros merced a nítidos razonamientos. Quedar en cueros significa que las izquierdas actualmente en ejercicio en Europa y las Américas tienen de izquierda lo que Largo Caballero tenía de Lenin, son una sombra, una degradación, un falseamiento. Confusión que la derecha española ignorante aprovecha para liarse más todavía, tildando de comunista a Podemos, una banda de oportunistas que dejará huella en la historia política por su orfandad moral, falsedad ideológica y antiespañolismo.

Esto último viene muy a cuento. En ningún momento en toda la serie aparece el más mínimo sentimiento antigalo. Baron Noir es una exaltación del patriotismo representado por eso tan difuso como el «pueblo francés». La bandera, la República, el ejército obediente al poder civil, todos (menos el Frente Nacional, una banda de hipócritas) son ejemplo de patriotismo.

Hasta el yutúber antisistema, que se proclama por encima de las clases y de las ideologías (creo que eso se llama «planteamiento transversal»), canta la Marsellesa, impasible el ademán.

Véase el efecto del patriotismo como aglutinante de una sociedad escéptica y conmocionada por un futuro muy incierto. La potencia étnica, religiosa y política del islam instalado en ella de forma masiva, en ciudades y barrios enormes, es formidable. ¿Podrá el patriotismo galo asimilar al sectarismo musulmán? Esta es una de las preguntas que plantea Baron Noir con notable oportunidad.

Concluyo desde la perspectiva de un español que observa pasmado su solar patrio desde el extranjero.

Me permito imaginar la trayectoria de un guión de serie televisiva sobre la política española de este año 2021. El primer capítulo se atendría a la pura verdad, el gallinero gubernamental y el silencio parlamentario de los corderos. Pero los guionistas tendrían un problema de credibilidad a partir de la segunda entrega, porque para hacerla interesante deberían sacar a extraterrestres, a figuras andrajosas del Olimpo, a animales humanizados o a la inversa, a santos e inquisidores de identidad sexual indefinida.

Lo que está pasando en la política española va más allá de la ciencia ficción, está situado en una Dimensión Desconocida, en la Twilight Zone.

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