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Cultura y comunicación

Divagación sobre el orden

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Texto de Fernando Bellón. Fotografía de Prince Albert, tomada de la página South Africa Motorcycle Tour.

A principio de los años 90 estaba yo de viaje profesional en Suráfrica, acogiéndome a la amistad de un antiguo compañero de colegio residente en El Cabo. Uno de los recorridos que hicimos fue de Mossel Bay, al este de El Cabo, hacia el norte, hasta Prince Albert, a las puertas del desierto del Little Karoo. Nelson Mandela ya estaba en libertad, y negociaba con de Klerk, entonces primer ministro, la transición hacia la democracia para  los africanos de color, un itinerario en el que la experiencia española de quince años antes era un borrador ejemplar.
Prince Albert era un pueblo con los aromas mezclados del Far West y de una estereotipada Holanda seca. Dominaban los blancos, casi todos Boere, de origen holandés, y había suburbios andrajosos habitados por negros, muchos emigrados de Natal, Zululandia, o Xosas de otras partes del país. El desierto fue territorio de los que nosotros conocíamos como hotentotes y bosquimanos, ahora bautizados con sus nombres originales, Koi y San.
Pues bien, una tarde nos dábamos una vuelta por las afueras de la «ciudad», una zona de bosque bajo. Entre un laberinto de matorrales topamos con un negro alto, fuerte y entrado en años, cuya fisonomía no se parecía a la de los que vivían en esa zona.
Como nos dirigimos a él sin la displicencia o el menosprecio de los blancos del lugar, y enseguida se dio cuenta de que no éramos ni británicos ni Boere, el hombre empezó a contarnos su vida.

El tipo vivía en una choza, y se dedicaba a instruir, nos dijo, a los jóvenes africanos del lugar en la fabricación de juguetes con latas de conservas, y de jarapas y manteles de retales y telas recicladas que los ingleses llaman patchwork. Al parecer había creado algo parecido a una ONG en el pueblo para entretener y orientar a los chavales y desviarlos del camino inexorable de la miseria o la delincuencia o de ambas a la vez. Era un benefactor y un hombre de recursos. Nos contó una historia con ecos fantásticos sobre su origen. Dijo que era nigeriano, y que en su juventud, un buen día se echó a andar hacia el sur del continente. Al cabo de los meses llegó a Suráfrica, y allí se quedó.  A continuación hizo un esbozo sobre sus convicciones, políticas del que tengo un recuerdo vago. Creía en la igualdad de todos los seres humanos, tal y como expone la Biblia, su libro de cabecera. Pero advertía que la conducción de los pueblos era algo muy serio y había que llevarla con mano de hierro. Nos puso como ejemplo a Hitler y a Stalin. Mi amigo y yo nos quedamos perplejos, pero preferimos no iniciar una controversia con aquel hombre amable y generoso.

El bello pueblo de Prince Albert. Fotografía tomada de la página The Traversing Twosome

Esta teoría de la mano de hierro en política se la he oído yo a algún  taxista y a algún peón albañil, equiparando a Franco con Fidel Castro. Debe de tener cierto arraigo entre asalariados de orden, de buen carácter y supuestamente poco avisadas. Me figuro que alguien habrá escrito un tratado socio-político sobre el tema, con descacharrantes conclusiones. La instrucción popular tiene fama de visceral, sin matices y sin bibliografía académica. En mi juventud, los rojeras, hijos de recién llegados a la clase media mediante dolorosos sacrificios, nos instruíamos por nuestra cuenta leyendo a Marx, a Engels, a Lenin y a Mao, en seminarios improvisados en un bar de barrio o al abrigo de un cerro en un erial suburbano. Nos creíamos insuperablemente listos. Algunos intentábamos ilustrar con nuestra ciencia a los curritos que teníamos a mano, obteniendo casi siempre menosprecio y reticencias.

El advenimiento de la Democracia nos hizo por fin iguales a todos ante las urnas. Décadas de transición y evolución iluminan la conciencia política del pueblo o los pueblos con una luz refulgente. Por fin nos damos cuenta de que los poco avisados no lo estaban tanto.

La especulación ideológica siempre ha oscilado entre la religión y el delirio, con su punto medio inestable en el sentido común. Así hemos llegado al océano de las catástrofes y maremotos que bañan pantallas grandes y chicas para asueto de empleados y desempleados. Los populismos vociferantes europeos son un elemento más en el escenario de tragedias que desbordan los mass media. Solo cabe pensar en la cantidad de novelas escritas, películas y series que se han producido desde el inicio del siglo XXI con el terrorismo islámico como protagonista informe e inhumano. Comparando los muertos por terrorismo en el mundo con los que han perdido la vida en accidentes de tráfico, laborales, domésticos, y con los fallecidos por deshidratación o por desnutrición en el Tercer Mundo, el terrorismo es una ridiculez, fomentada y esgrimida por los publicistas a sueldo de los poderes reales. Una manera de poner orden en las conciencias atribuladas de los pequeños burgueses, todos nosotros.

«El orden es la mitad de la vida», reaccionó Johan Wolfgang Goethe a las calamidades políticas de la Revolución Francesa. Goethe era un buen burgués, un modelo histórico de esa clase a la que ahora pertenecemos tantos. Cuando las olas revolucionarias empezaron a desbordar Europa y entraron en lo que ahora se conoce como Alemania, se puso al lado de los suyos, que eran los nobles ilustrados, la autoridad reconocida en los innumerables condados y principados del viejo Imperio Romano Germánico. Y cuando Napoleón se coronó emperador, y asoló Centro Europa camino de Rusia, Goethe, que seguía siendo un buen burgués alemán, y el nuevo césar, entonces ya la cabeza visible del orden, se entrevistaron en Jena.

La democracia es un tesoro útil a la mayor parte de la población, pero cuando el desorden, la vieja «hubris» griega, se traga al gobierno establecido, los discursos se sintetizan, y se vuelve a reclamar mano dura. Ordnung ist halbes Leben. El orden es la mitad de la vida.

 

 

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