El gran Camilo Castelo Branco
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La novela Amor de perdición, del portugués Castelo Branco, es un trabajo extraordinario. Su lectura entretiene, divierte y conmueve. Tiene un valor contemporáneo, a pesar de que fue publicada en 1862, y está clasificada dentro del romanticismo luso tardío.
Fernando Bellón
(Imagen tomada de la página comumonline)
Camilo Ferreira Botelho Castelo Branco vivió 65 agitados años (1825-1890). Hijo natural de una familia de la aristocracia menor portuguesa, fue autor popular, prominente y prolífico, en 40 años escribió 260 obras, entre novelas, ensayos e historia, más innumerables artículos periodísticos. Se le tiene por uno de los primeros autores portugueses que vivió de la pluma. Todo esto y mucho más se encuentra en la página de Wikipedia portuguesa dedicada a él, muy recomendable para el lector curioso.
He tenido la fortuna de leer Amor de perdición en una traducción al español de autor anónimo y contemporáneo a la publicación de la novela. Es una traducción encomiable, y con notas reveladoras de cómo un traductor español veía Portugal hace siglo y medio.
Digo que la novela es contemporánea por su melodramatismo de película de serie. Se atribuye a Castelo Branco una debilidad de novela folletinesca francesa, en concreto de Eugenio Sué, a quien parece que admiraba. Pero esto no es un menoscabo, porque los estilos de cada época traspasan las fronteras, y con frecuencia se mejoran. Galdós debe mucho a Zola y a Balzac, y Pío Baroja admite que en su adolescencia leyó mucho a Sué, sin que esto le causara daño en su profesión.
Las distribuidoras de contenidos televisivos y los pocos cines que quedan en uso rebosan de series y películas melodramáticas, ingrediente eficaz para cautivar la audiencia. El volumen de ficción televisiva es monstruoso, en todos los países, todas las culturas y todas las lenguas. Este fenómeno es paralelo a la publicación de folletines en periódicos del siglo XIX y primera mitad del XX.
El objetivo de ambas épocas es proporcionar pasto cultural a las masas ociosas, propósito político obligado para entretenerlas y que piensen poco en su condición, sus circunstancias y las estafas políticas y económicas que sufrimos la población. En 1850 no había futbol espectáculo, quizá porque todavía no era necesario. Ahora el deporte es un aliviadero de pasiones.
Un hito sociológico del siglo XIX fue la literatura. No hay nación europea ni americana, incluidas las iberoamericanas, que no acumule buenos novelistas. Potentes creadores de ficción tuvieron Rusia, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia, y espléndidos novelistas aparecieron en España y Portugal. En nuestra memoria educativa los portugueses ocupan poco espacio, y no porque sus logros fueran menores. Las economías ibéricas eran inferiores a las de la Europa industrial, pero nuestra producción cultural era equiparable.
En la Historia literaria de Portugal, de Fidelino de Figueiredo, publicada por Espasa Calpe Argentina en 1949, el año de mi nacimiento, aparecen decenas de autores. Algunos de mérito, como los románticos Alejandro Herculano, un hombre hecho a sí mismo, y Almeida Garret, personaje de familia ilustrada. Ambos tuvieron cuentas con la justicia por razones políticas y literarias; eran románticos en ejercicio. Distingue el estudioso un estilo de novela histórica, uno pasional (en el que encaja Castelo Branco), uno de novela marítima, otro campesina, hay teatro y lírica. Y a partir de 1870 emerge una nueva estética literaria, con Juan de Deus, poeta y pedagogo de origen humilde y Antero de Quental, también poeta y crítico y movilizador literario.
Dice Fidelino de Figueiredo que los poetas portugueses de ese tiempo seducidos por Víctor Hugo, Leconte de Lisle y por el satanismo de Baudelaire, se imponen a la decadencia del romanticismo, tornado en trivial confesión de vulgares sentimientos y vulgares ideas, sin emoción poética. “Abandonan el amor y la naturaleza pintoresca, para ir a buscar sus temas al complejo conjunto de la vida, a los problemas sociales y a la historia y la naturaleza filosóficamente interpretadas”. Atribuye a Guilhermo de Azevedo (1839-1882) una “poesía política, satánica, materialista sin excluir la grosería”. Pero entre todos destaca a Guerra Junqueiro, poeta, político republicano, el más alto representante de la poesía revolucionaria de su tiempo.
Y sobre los literatos se levanta Eça de Queirós, un novelista equiparable en todos los sentidos a Clarín y a Galdós en España, y a Balzac o Zola en Francia. Diplomático, liberal, se dedicó a ofrecer a la burguesía portuguesa retratos realistas cargados de humor. Describían a su propia clase, no muy amplia pero sólida e ilustrada en los movimientos políticos transpirenaicos precedentes.
La Ilustración y la Revolución Francesa calaron hondo en toda Europa. La segunda llenó el continente de sangre, sobre todo en su patria, y abrió las puertas a una burguesía encantada de verse en papel.
Portugal en el siglo XIX recorre unos caminos históricos similares a los de otros países europeos, colonialistas expansivos, y nuestros vecinos, como España, en su justa medida de imperio decadente. La economía del reino se asienta en las exportaciones de las colonias, Brasil, Angola, Mozambique, Cabo Verde, etc, y la costa del Índico en el subcontinente indio, sembrada de ciudades comerciales de norte a sur. El vino portugués es la mayor exportación, y su mayor importador es Inglaterra, de quien la economía lusa se hace dependiente. La poca industria del país, textil y metal, se duele de las importaciones de productos ingleses, mejores y más baratos, a pesar de los esfuerzos del gobierno por impedirlo con impuestos. Situación paralela al otro lado del Duero.
Sin embargo, la burguesía lusa va emergiendo. Es un país volcado en tres continentes, y esto se advierte en su literatura, de glorioso pasado, aunque a partir de mediados del siglo XIX, Brasil adquiere identidad cultural propia. Resulta chocante que mientras Portugal es expulsada de la India, Inglaterra se aposenta en ella, aprovechando las instalaciones centenarias de un imperio debilitado.
Eça de Queirós da cuenta de estas transformaciones en varias de sus novelas. Los Maias y La ilustre casa de Ramires son un retrato de Portugal, sus gentes, sus frustraciones y sus ilusiones perdidas. Un retrato realizado con un sentido del humor nacional e inteligente.
Puede pensarse que Portugal, igual que España, es en aquel momento un país en descomposición, lastrado por la incuria, la desigualdad social, con políticos barrigudos y clero incompetente y viceversa. Pero esto es un insultante estereotipo. Un país miserable produce un arte miserable. Y las literaturas decimonónicas de ambos países son vitales, de una riqueza comparable a las de más allá de los Pirineos.
La diferencia histórica con el nuestro es que la república que se estableció allí todavía perdura. Fue en 1910, después de medio siglo de líos políticos, como en el resto de Europa. La monarquía quedó desacreditada por aceptar un ultimátum de Inglaterra para que le entregaran sus colonias indias en 1890. Dos asesinatos reales a principios de siglo (considérense que vienen casi a coincidir con el atentado anarquista contra Alfonso XIII) dan al traste con el régimen. En España la Primera República se descompone en cantones insostenibles. En Portugal, las tensiones centrífugas son inexistentes, y su república anduvo dando tumbos hasta los años treinta, cuando Oliveira Salazar, profesor de economía en Coímbra, establece el Estado Novo tras un golpe militar.
Volvamos a Camilo Castelo Branco. Es un tipo involucrado en las conspiraciones, los conflictos y las guerras civiles decimonónicas en aquel país. Hombre rebelde, acaso por su condición de ilegítimo, se casa a los 16 años, se separa, empieza a estudiar, practica el periodismo, es amanuense de cargos públicos, es decir, se gana la vida por su cuenta; renueva sus amores efímeros, empieza a estudiar medicina, tiene una crisis de misticismo y está a punto de entrar en un seminario, rapta a una mujer casada, y terminan ella y él en la cárcel acusados de adulterio. Son absueltos. En prisión conoce a bandoleros y delincuentes que luego usará en sus novelas. Y también en prisión escribe el primer boceto de Amor de perdición, con rasgos autobiográficos.
Se relaciona con los autores señeros portugueses. Mantiene la relación con la adúltera, con quien terminará casándose al enviudar, y teniendo prole. En 1885 se le concede el título de vizconde de Correia Botelho, que correspondía a su familia paterna.
¿Qué tipo de novelas pueden esperarse de una persona así? Siendo un trabajador infatigable, mucho. No resulta raro que Castelo Branco se quitara la vida al saberse irremediablemente ciego. Actuó con frialdad escandinava.
Amor de perdición viene a ser un compendio de su propia vida, con final infeliz.
El estilo de la novela es fluido, rico, y contiene elementos que podrían considerarse novedosos para su época. El autor se dice descendiente indirecto del protagonista, y de vez en cuando intercala comentarios dirigidos al lector.
“Teresa [coprotagonista femenina de la novela] adivina que la lealtad tropieza a cada paso en el camino real de la vida, y que los mejores fines se alcanzan por atajos en que no cabe la franqueza y la sinceridad. Estos ardides son raros en la edad inexperta de Teresa; pero la heroína de una novela casi nunca es vulgar, y ésta de que hablan mis apuntes no lo era”.
El protagonista masculino, Simón Antonio Botelho, hijo de un magistrado local de Viseu, es un joven perdulario que súbitamente se enamora de Teresa, hija de un rico hacendado enemigo del padre de Simón. Hétenos aquí con Romeo y Julieta. Castelo Branco se atreve a desafiar a Shakespeare, y sale ileso y reforzado del intento.
La coprotagonista femenina es Mariana, la hija de un herrador, en cuya casa se refugia Simón después de un incidente con dos criados, muertos al emboscar sin éxito al joven y al herrador. Mariana, claro está, es una muchacha pura, cristalina e ingenua, y se enamora perdidamente del fugitivo herido. Simón se pone a meditar sobre su falta de fondos, aborrecido por el orgulloso padre.
“Ocurríanle ideas de una clase que los novelistas raras veces atribuyen a sus héroes. En la novela todas las crisis se explican, menos la crisis innoble de la falta de dinero. Creen los novelistas que es materia baja y plebeya. El estilo se adapta de mala manera a las cosas rastreras. Balzac habla mucho de dinero, pero de dinero por millones. No conozco, en los cincuenta libros que de él tengo, uno sólo de sus galanes que en el entreacto de su tragedia se ponga a cavilar sobre el modo de arreglar la cantidad necesaria para pagar a su sastre y para verse libre de las redes que el usurero le tiende… desde donde le asaltan el capital y el interés de ochenta por ciento”.
Esto no es romanticismo, ni de entonces ni del siglo XVII. Esto es realismo, folklórico, melodramático, y un anticipo del estilo que llegaría a las imprentas casi cincuenta años después.
La ironía soberbia de Castelo Branco se manifiesta en otro momento de la historia, una subtrama de la que es protagonista el hermano de Simón, Manuel, que se ha escapado a España con una mujer casada y, completada la aventura sentimental vuelve a casa. Manuel también es estudiante, y encima desertor del ejército. El padre de los bribones hermanos, el magistrado, consigue arreglar el entuerto, eso sí, enviando a su hijo al cuartel para que pague su desvergüenza. Un hidalgo portugués es un hidalgo portugués. A la chica (la señora, esposa de un estudiante de medicina) la devuelve a su tierra, en las Azores. Y dice la mujer al magistrado “Y le quedo muy agradecida… Una desgraciada como yo no podía esperar tanta caridad”. A lo que responde el autor en un divertido y largo paréntesis:
“Pocas horas después, la esposa del médico…
«–¡El cual había muerto tal vez de dolor y vergüenza!, exclama una lectora sensible»
«–No, señora; el estudiante continuaba aquel año frecuentando las aulas de la Universidad; y como ya había adquirido vasta instrucción en la patología se había ahorrado la muerte de la vergüenza, que es un género de muerte inventado por el vizconde de Almeida Garret [colega y escritor romántico de Castelo Branco] en Fray Luis de Sousa, y la muerte del dolor, que es otra muerte inventada por los enamorados en las cartas de despecho, y que no sienta bien a los maridos a quienes el siglo ha dotado de ciertos instintos filosóficos, pero de la filosofía griega y romana; porque es sabido que los filósofos de la antigüedad ofrecían a sus mujeres a los amigos como un obsequio, cuando ellos, por favor, no se las quitaban».
A continuación, en una nota a pie de página, el autor cuenta una anécdota que, dice, él acaba de presenciar en el despacho de un abogado amigo. Se presenta en el bufete un señor que denuncia el abandono de su mujer con un amante y ochocientos mil reis. El abogado le informa de que puede hacer la denuncia en el juzgado. El tipo pregunta si de esa forma recuperará el dinero. El abogado le replica que no lo sabe, pero que acusarlos de adulterio les fastidiará bien. «Lo que yo quiero es mi dinero», insiste el rústico, y le informa que la mujer le importa un pimiento porque tiene cincuenta años. El letrado le contesta: «Vuélvase usted a su casa y déjese de pleitos, que el más desgraciado es él».
Este chiste es hoy woke. ¡Lo que cambian los tiempos! Pero el portugués no está jugando con fuego, sólo destruye el melodrama de un puñetazo.
La suerte de Simón cae en barrena cuando mata de un tiro al primo de su novia y se deja detener. Teresa es recluida por su padre en un convento. Simón es condenado a muerte y trasladado a prisión en espera de la horca. El padre magistrado no mueve un dedo, pero al final es convencido de que intervenga para que el chico pida perdón, y solicite el indulto. Simón se niega. Y finalmente es enviado forzado a la India.
La última escena es propia de película muda. Mariana acompaña a Simón como un perrillo a su amo. Previamente, el herrero ha sido muerto de un trabucazo en venganza. El herrero es un «hombre que se afeita», un bravo, y no le arredra la muerte, y se sabe maldito por la «pena negra».
Teresa agoniza en el convento de Miragaya, en una de las orillas del Duero en Oporto, exactamente al mismo tiempo que la nave en la que viaja el condenado camino de Goa pasa por delante, y Simón ve desfallecer a su amada (primer plano) tras la reja de una ventaja del convento. No tarda en morir él también por consunción, y su cadáver es arrojado al mar con una piedra de lastre. En ese momento, Mariana se tira al agua y se agarra al cuerpo de su amado y, claro está, se ahoga.
No hay género literario puro. Pero el melodrama deja de serlo en cuanto se mezcla con la ironía. Hay que ser valiente, haber vivido los envites de la vida, crueles y grotescos, para atreverse a hacer lo que Camilo Castelo Branco escribió en Amor de perdición.