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Agricultura y naturaleza Historia General de la Agricultura de J.I. Cubero Series

Historia General de la Agricultura de J.I. Cubero – 10 (Roma y su imperio)

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Parte Tercera. Consolidación y transmisión

Capítulo X

Del libro Historia General de la Agricultura. De los pueblos nómadas a la biotecnología, del profesor Jose Ignacio Cubero

Roma

Corresponde al capítulo 13 del libro original. Resumen realizado por Gaspar Oliver

Destaca el profesor Cubero en el inicio de este capítulo las virtudes de la civilización romana, que hemos heredado todos los pueblos de Occidente: planificación, fortaleza y previsión. Y asegura que la Agricultura fue la causa de la expansión de Roma y también de su decadencia, por razones opuestas, claro.

«Los romanos la llevaron desde la especulación griega a la realización, y la difundieron por el Imperio. Pasa a la Edad Media europea, integra las aportaciones árabes, que también tenían en buena parte sello griego, luego las americanas, y es la que se sigue practicando en gran parte del mundo y cuya modificación, tras haberla sometido a concienzudo análisis, motivó la aparición de la ‘Nueva Agricultura’, nacida en Inglaterra en el siglo XVIII.» (Pág. 361)

Dedica un comentario a la especulación histórica sobre la caída del Imperio Romano. Se atribuye a la decadencia de la agricultura, y se queja Cubero del nulo interés de los historiadores en este fenómeno vital. Se propone remediarlo. «Lo que se trata de mostrar en estas páginas es justamente que la caída fue conjunta; la resolución de un problema agrario traía uno nuevo político y viceversa: la guerra eliminaba hombres y recursos, la tierra quedaba sin cultivar, con lo que aún había menos hombres para combatir… La pobreza del campo implicaba menos alimentos, la economía ciudadana caía y con ella más aún el mundo rural, que no tenía dónde vender ni cambiar, y su población menguaba… La recaudación de impuestos disminuía, había que aumentarlos con todas sus consecuencias. De una agricultura floreciente se derivó en otra de subsistencia. El ejemplo de Roma muestra que la producción de alimentos y la población que los necesita no evolucionan aisladamente una de otra.» (Pág. 362)

Para Cubero, el gran cambio en la agricultura europea ocurre a mediados del siglo VII, cuando los nuevos estados de Occidente acaban con la ficción del Impero Romano ya fragmentado, y los musulmanes empiezan su expansión. Dice el autor que este capítulo abarca prácticamente catorce siglos.

Ofrece un cuadro cronológico de la historia de Roma desde su fundación en el año 753 antes de nuestra era, hasta algo después de la compilación del código de Justiniano en el siglo VI.

La península Itálica, igual que el territorio helénico, no ofrece ninguna ventaja para la expansión agrícola. Reciben los romanos las técnicas de los griegos, el «paquete del Próximo oriente», del que ha hablado con profusión el profesor Cubero. La colonización griega en el sur de Italia, la Magna Grecia, sería un foco de entrada de cultura y tecnología agraria. La primitiva práctica agrícola entre los etruscos y otros pueblos anteriores a la fundación de Roma se conoce poco y mal. Pero muy bien cómo se trabajaba en la República y luego en el Imperio.

La potencia romana procede de sus agricultores, que conformaban al principio la base de su ejército. Esto fue así hasta la reforma de Mario a finales del siglo II antes de nuestra era. Hasta ese momento la legión estaba formada por propietarios que servían entre 18 y 20 años. Como luchaban por sus posesiones, eran fuerza temible. La pregunta inevitable es, si los labradores estaban en la guerra, ¿quién cultivaba sus tierras? La evidente respuesta es los esclavos. Esto, y la sustitución de las levas militares por mercenarios, distancian al ejército de la identidad con su patria. Estos dos factores son el mal que desató la caída del imperio con las invasiones bárbaras.

Dedica varios párrafos Cubero a mencionar la larga lista de escritores romanos sobre agricultura, la mayoría de ellos en términos prácticos. Se ha supuesto que se dirigían a la clase alta, a los ricos propietarios. Cubero no lo niega, pero propone que también se dirigían a los propietarios medianos con esclavos. El primero de los importantes es Catón el Censor, seguido de Varrón, Columela el gaditano, Plinio y Paladio.

Roma pasó de ser una población eminentemente rural con economía de subsistencia a explotaciones de carácter «capitalista, esclavista y al cabo feudal». La agricultura era extensiva, y en las cercanías de las ciudades con numerosas huertas. Las producciones originales son las del Mediterráneo: trigo duro, cebada, mijo, acompañados de leguminosas. La dehesa daba para cabras y ovejas, y el cerdo y las aves completaban la economía doméstica. Se trataba de explotaciones autárquicas. Las tierras públicas fueron desde el principio un problema. Ya al inicio de la República, hacia el 486 antes de nuestra era, se asignó por ley las tierras públicas a los plebeyos, y se limitó la propiedad de los nobles a 500 yugadas, unas 250 hectáreas. Los esclavos empezaron a afluir como consecuencia de las guerras, con frecuencia asimilados al núcleo familiar, según se muestra en las comedias. Se ha de considerar que la «productividad» de los esclavos sería muy baja.

Al primer apéndice del estudio sobre la agricultura en Roma lo llama Cubero «La conquista del Mediterráneo. (Aprox. 200-100 A.C.)» Y en él expone las fórmulas agropecuarias de Catón el Censor.

La agricultura italiana estaba muy deteriorada después de la segunda Guerra Púnica, la de Aníbal. Se necesita una política de recuperación agrícola para alimentar a la población y para nutrir de propietarios las legiones. Hay un sinfín de tierras abandonadas. Muchas de ellas están ocupadas por los patricios, los latifundistas que emplean esclavos y peones libres en las mismas condiciones que los esclavos. Las técnicas de cultivo se están perdiendo, porque los labradores han muerto en combate y su descendencia no sabe cultivar. Catón escribe su tratado agrícola. «Parece un manual práctico, con descripciones minuciosas más propias para un mecánico o un carpintero que para un labrador.» (Pág. 370) Esto es lo que según algunos muestra que la obra está enfocada a la gran explotación, y fue escrita para los latifundistas que necesitaban peones o esclavos instruidos, especializados, un bien escaso. Catón habla con frecuencia de lo que hoy llamaríamos «rentabilidad» de una explotación.

«Catón tiene en mente que al agricultor romano, sea capitalista o no, hay que enseñarle cómo hacer las cosas. Da la impresión de que intentó componer un manual para que el propietario supiera fabricar incluso las prensas para vino o aceite… construcciones variadas… o los utensilios y equipos, o indicando qué ropa, comida, vino ha de darse a los esclavos, los deberes del dueño, de los encargados, todo lo cual describe cono un detalle inaudito que le ocupa gran parte de la obra… Parece, pues, que Catón también pensaba en todo tipo de propietarios y no precisamente en empresarios capitalistas. Catón piensa en una agricultura autárquica.»(Pág. 371)Ppero lo que propone son medidas para salir de ella. El esclavismo acabará imponiéndose como el sistema de explotación agrícola en grandes superficies, en latifundios.

Un siglo después, dice Cubero, Varrón criticaría el trabajo de Catón, pero desde una perspectiva histórica y económica diferentes, es decir, lo que Catón dijo ya no valía para la Roma del siglo I antes de nuestra era. La finalidad comercial de Catón es evidente y no está nada oculta, pero sus presupuestos no valían un siglo más tarde, cuando la vid y el olivo seguían siendo con el cereal la base de la agricultura mediterránea, pero se habían iniciado técnicas de aprovechamiento de los recursos, que fueron evolucionando. Por ejemplo, la rotación de cultivos la menciona Catón de pasada.

La siguiente fase, intentando recuperar al agricultor originario frente al latifundio trabajado por esclavos, es la de la propiedad de patricios absentistas que hacían suyas las tierras públicas desocupadas. En el último tercio del siglo II a.d.n.e. los hermanos Graco se proponen equilibrar la balanza en favor de los labradores pobres, los desposeídos y los que han perdido hasta la libertad por las deudas. Establecen nuevas leyes que irritan a los poderosos, y sucumben (uno asesinado, otro, supuestamente suicidado), pero las leyes se mantienen y causan un efecto relativo, si bien los latifundios siguen medrando.

En este punto inicia Cubero el segundo apéndice del capítulo. «De la República al Principado (Aprox. 100 A.C. – 0)».

Varias fuentes cita el autor de agrónomos latinos, los Saserna, todavía algo catonianos, y Tremelio Scrofa, prestigioso recopilador. Pero el más reconocido es Marco Terencio Varrón, escritor prolífico y sabio, autor de De rerum rusticarum. Su sabiduría agronómica le venía de la experiencia, porque era hijo de terrateniente criado en una hacienda, y fue uno de los veinte comisionados de la República, junto a Scrofa, para el reparto de tierras en la Campania.

Su tratado es un ensayo sobre Agricultura que establece coordenadas siguiendo los conocimientos recogidos por los griegos, en especial Teofrasto, de quien hablamos en el capítulo anterior. Esta vez sí está dirigido su trabajo a una clase intelectual erudita y económicamente poderosa. Varrón escribe sobre el estudio y la enseñanza de la agricultura, y cómo se ha de progresar en ella. Está escrita en forma de diálogo platónico en el que intervienen diversos personajes experimentados. Se estructura en tres partes, una dedicada a los cultivos, otra a la ganadería clásica y la última a la explotación de lujo y de puro placer. Para Varrón la agricultura es una ciencia y un arte.

En la primera se constatan cultivos conocidos y se habla de la alfalfa y de algunos frutales, todo desde un punto de vista de aprovechamiento, por ejemplo descalifica a la viña por su escaso beneficio, debido a los costes de producción y mantenimiento, que se diría hoy. Introduce de lleno el tema de la rotación, y recomienda la plantación de leguminosas, sobre todo en tierras pobres.

En la parte dedicada a la agricultura «de lujo», a las variedades clásicas del manzano, peral, higuera, membrillo, añade nuevas procedentes del Próximo Oriente: guindo, cerezo, ciruelo, melocotonero y cidro. El negocio más suculento, recoge Cubero, estaba en los corrales de aviario, las lebreras y los viveros de peces, bienes apreciados por los nuevos ricos ilustrados de la República. Era una moda construir pajareras y huertos de frutas exóticas en las villas romanas, lujosas instalaciones en las que se reunían los hacendados a pasar el rato, como si fueran sociedades ornitológicas o gastronómicas.

El latifundio esclavista es centro de atención del profesor Cubero, que traza un camino historiográfico hacia el feudalismo.

«Los campos se cultivaron por esclavos, cuyo número aumentó prodigiosamente en ese periodo, por hombres libres, o por unos y otros; ya se percibía que el trabajo de los esclavos no era nada eficaz, sobre todo en el caso de dueños absentistas, y para los trabajos de campo importantes como la vendimia o la henificación [conservación del forraje] se preferían asalariados libres. Esta tendencia no hará más que aumentar, junto a otra que tendrá largo recorrido, el arrendamiento a hombres libres.» (Pág. 379)

A los esclavos se les trataba mejor que en el siglo anterior, se les permitía tener compañeras con las que unirse y procrear nuevos esclavos, y hasta se les permitía tener su punta de ganado propio, lo que hoy se entiende por peculio, dinero y bienes propios de una persona; con ellos el esclavo ahorraba para comprar su libertad.

El siguiente apéndice nos lleva al Esplendor del Imperio (Aprox. 0 – 200 D.C.)

La figura relevante es el gaditano Lucio Junio Loderato Columela, autor de De Re Rustica, y De Arboribus. En ese momento al arrendamiento se ha establecido en todo el Imperio.»El eterno problema era, y sigue siendo hasta hoy, que el arrendador no tenía el menor interés en mejorar ni las instalaciones ni los equipos, ni intentar restaurar la fertilidad de la tierra por medio de un buen cultivo. Columela, que describe esta transición de la explotación esclavista a la de varios arrendatarios (en realidad, a un sistema mixto), recomienda que si la tierra era buena, lo mejor era que el dueño la cultivara por sí mismo con esclavos y un buen capataz, figura la de éste, que junto a la de la casera, mereció una buena dosis de atención en los tratadistas desde Catón». (Págs. 382-383)

Después de Columela, el interés de los romanos por la agricultura decae. El último autor es Paladio, entre los siglos IV y V. Dice Cubero que es un buen manual para un monasterio, y que fue el libro del que se conservan más manuscritos medievales.

El Imperio se disgrega, el campo se estructura en mansiones con grandes explotaciones autárquicas que enlazan sin ruptura con las medievales, el saber es escaso, y la mayoría de lo que se escribe sobre agricultura son recetas mágicas como la Geoponica de Casiano Baso citada en otros capítulos de este manual.

«El campo, despoblado por guerras internas y externas; el ejército costosísimo, enorme y lleno de extranjeros, que había que ubicar en colonias tras su periodo de servicio; un cuerpo de funcionarios estatales y provinciales tan grande y caro como el militar… Hubo que cargar de impuestos a los productores, esto es, a los agricultores.» (Pág. 385)

El emperador Diocleciano, preocupado por la hacienda, crea dos figuras, el siervo de la gleba y el contrato de protección. Estamos a las puertas del feudalismo. Para evitar las fugas del campo que huyen de los impuestos, se fija a los labradores en el territorio, si este se vende, se incluyen los campesinos. «Finca y arrendatarios irán a partir de ahora indisolublemente unidos: los los siervos de la gleba, figura que pasará tal cual a la Edad Media europea.» (Pág. 385) La búsqueda de la seguridad en un campo lleno de bandoleros e invasiones: los campesinos buscan el amparo de un gran señor, a cambio de un pago en servicios, fidelidad y bienes. Dice Cubero que lo hicieron no sólo particulares, sino poblaciones enteras. Es un contrato de protección, habitual ya en la Edad Media, y adelanto del Feudalismo. «El sistema rural se mantuvo, multitud de pueblos de España y Francia derivan no de antiguas poblaciones romanas, sino de fincas señoriales del Bajo Imperio». (Pág. 386).

El último epígrafe, antes de entrar en los detalles de la producción y explotación agrícola del Occidente Latino lo centra Cubero en «El Imperio Romano de Oriente y los ‘Siglos Oscuros’ en Occidente (Aprox. 500 – 750)

Doscientos años después del texto de Paladio, dice Cubero, la situación de la agricultura es de total estancamiento. Como ejemplo cita las menciones al tema de San Isidoro de Sevilla, obispo de la ciudad desde 599. En su obra Etimologías, una gigantesca compilación del saber de su tiempo, San Isidoro resume términos referentes a la disciplina tomados de autores clásicos con localismos hispánicos. «Isidoro sólo hace breves comentarios y apuntes de operaciones, instrumentos y plantas en su mayoría cultivadas.» (Pág. 387)

Otro ejemplo es el de las Geopónticas de Casio Baso que, junto con otros textos griegos de la Antigüedad Clásica fueron traducidos al árabe en el siglo VII, cuando los Omeyas dominaban el mundo musulmán desde Damasco.

Em Occidente, «los monasterios resultaron, pues, elementos esenciales en el mantenimiento de la agricultura romana, no sólo por su actividad agrícola que debían realizar, sino por la conservación y difusión de textos clásicos escritos muchos años atrás.» (Pá. 388)

En lo que toca a las estructuras agrarias, están vinculadas a las políticas. En Occidente, los invasores respetaron los métodos agrícolas romanos, pero introduciendo la adhesión incondicional al jefe, lo que da lugar al feudalismo, basado en la servidumbre de la gleba. En Oriente, la aparición del poder musulmán dio lugar a una fórmula en la que las guarniciones militares apostadas en sitios fijos incluían la labor de la tierra de los soldados en periodos de tranquilidad.

El resto del capítulo lo dedica Cubero a describir cultivos, ganados, técnicas y herramientas. Vamos a resumirlo en breve.

En primer lugar la finca, la casa de campo. «Una o varias estancias rectangulares con un corral adosado, tinajas para el vino y el aceite en tierras de vid y olivos, un silo semienterrado como granero, algunas ovejas y cabras, alguna ayunta de bueyes, un asno y quizá, en el colmo de la opulencia, uno o dos esclavos. Cohabitaban animales y hombres, Originalmente de adobe y techos de paja, se construyeron después con piedra, pero aún con una habitación abierta a un patio de tierra apisonada, cerrado todo por cerca de obra, piedra o ramas» (Pág. 389) Esto es lo que describe Catón el Censor. En Varrón se nota el progreso porque el latifundio esclavista ofrece amplias ganancias y sus dueños quieren recreo.

En los últimos años del Imperio hubo casas rurales fortificadas, y en torno a ellas se acumulaban viviendas y corrales de trabajadores y propietarios libres. El embrión de un futuro pueblo europeo, dice Cubero.

Los suelos estuvieron clasificados por los romanos según sus posibilidades de uso, porque desconocían la textura y estructura físico química del suelo.

A veces se podían contratar operarios para operaciones como la cosecha de aceitunas, la vendimia o el manejo del ganado.

«Siempre coexistieron fincas grandes y pequeñas, esclavos y arrendatarios, rentas en metálico o en especie. Lo que cambió según épocas y regiones fue la proporción relativa entre unos sistemas y otros y el poder detentado por unos pocos grandes propietarios sobre los que no lo eran.» (Pág. 392)

Sobre los instrumentos y técnicas insiste Cubero en que los romanos trabajaron mucho las técnicas, algo que los griegos parecieron menospreciar en favor de la teoría. «Inventaron el cemento y el hormigón, utilizaron, perfeccionaron y extendieron ls tuberías de cemento y de plomo, los sistemas de calefacción, acueductos y puentes, arcos y bóvedas.» (Pág. 392)

Un agricultor de principios del siglo XX habría reconocido y usado todos los implementos romanos. Pone énfasis el autor en el arado, la grada, el trillo y la cosechadora. Del primero ya ha hablado en anteriores capítulos. La grada es una plancha con púas por debajo para desterronar y alisar el campo. El trillo es la plancha combada en un lado que hemos visto en casas de campo y en viviendas transformado en mesa, con un cristal encima de la superficie con piedras incrustadas. La cosechadora es la innovación más curiosa. «Se conservan altorrelieves galos [como el que se muestra en la imagen adjunta] que muestran la máquina con su frontal dentado y la ejecución de la operación.» Como no consiguieron «el movimiento de cizalla para cortar la paja se necesitaba un operario que fuera ayudando en el proceso de corte.» (Pág. 394)

Advierte Cubero que la agricultura romana reposó en la azada y en la pala mucho más de lo que se lee y se cree, porque arar con bueyes era casi un lujo. Se cultivaba una vez al año, sembrando en otoño, cosechando antes del verano y dejando la tierra en barbecho el año siguiente, cuando no dos o tres años; el cultivo continuo era muy raro. Columela daba instrucciones precisas, como que si se araba en pendiente se hiciera de forma trasversal. El cultivo se escardaba, pero esto era costoso, y se suplía con aradas. Ls leguminosas de grano se arrancaban a mano y el cereal segando con hoz por bajo. La trilla se hacía con una recua de jumentos o, los ricos, como muestra la ilustración de presentación de este capítulo, con yeguas.

El único abonado que se conocía era el estiércol, y los tratadistas aconsejaban acumular este material o proveerse de él. El orden de preferencia erra «en cabeza el de tordos y mirlos, la palomina, la gallinaza, el humano; siguen los de cabra oveja y asno; los peores los de caballo y cerdo.» Pág. 396).

«La arqueología demuestra que los romanos proyectaron obras de regadío en el Imperio; por ejemplo, en el Levante español, los regadíos normalmente atribuidos a los árabes tienen una doble estructura en cuanto a los topónimos de las localidades situadas en ellos: las cercanas al punto de toma son de origen latino, las alejadas, del árabe.» Anota Cubero algo curioso relacionado con los altercados que debió producir la toma de agua. La palabra castellana «rival», competidor, procede del latín «rivalis», que significa el que comparte con otro el uso de una corriente de agua.

La selección de plantas y animales estaba bien pensada y planificada.

En cuanto a los cultivos, explica el profesor Cubero que hasta las invasiones musulmanas los cultivos eran los tradicionales del Mediterráneo, los mercantiles vid olivo y frutales, y menos, los cereales. Estos se almacenaban en alto (los hórreos) o semienterrados en condiciones de sequedad. Para combatir las plagas se utilizaba el alpechín, procedente del prensado de aceitunas.

La vid fue el cultivo leñoso preferido de los romanos, y al que mayor partido se sacaba, porque su cultivo era caro. Se utilizaban enramados entre árboles para el emparrado, también con pértigas. Las técnicas para el cuidado de la viña abundan en los tratados agrícolas romanos. Por último el olivar era el cultivo que ocasionaba menos gasto. No se desperdiciaba nada de la producción de aceitunas y del proceso de obtención de aceite. Los tratamientos para aprovechar la producción también constan en libros como los de Columela.

La ganadería no tuvo en la tradición romana la misma importancia que la agricultura, que consideraban tarea más digna, pero nunca dejaron de asociar ganados y cultivos, dice Cubero. Los animales eran los propios de toda la zona mediterránea, incluidas especies introducidas desde la India. Se preocupaban de la salud de las bestias y procuraban buscar remedios que no fueran mágicos. Practicaban la trashumancia. El animal más celebrado era el buey, la fuerza motriz por excelencia hasta el siglo XIX, producían estiércol, eran fáciles de estabular y se aprovechaba su carne. Había en Roma más boyeros que porqueros y pastores. En tierras ligeras se utilizaba el mulo para la labranza, porque era más rápido, aunque menos fuerte. Los caballos eran para la guerra y las carreras.

Las ovejas eran tratadas con atención y limpieza porque eran claves para el vestido. Con las cabras se tenía cuidado de no introducirlas donde hubiera cultivos, y estaba contratado así. No existían tabúes con los cerdos, que producían carne fresca y salada y jamones. Las gallinas estaban en todas las fincas, y se aprovechaban bien sus huevos. La liebre y el conejo (traído de Hispania) también eran fuente de alimento. Por último, las abejas eran otra fuente de productos y de riqueza; su tratamiento no varió hasta el siglo XIX.

El pienso fue un problema difícil de resolver, sobre todo en invierno, cuando el ganado tenía que estabularse. «Se utilizaba grano de cereal o leguminosa, pero era demasiado valioso para servir exclusivamente de pienso, y nabo, asimismo un alimento importante en el campo.Piensos usuales eran el orujo de uva y aceituna, la bellota de encinas y robles y la granza [cáscara] de cereales y leguminosas. El forraje se cortaba y henificaba pero, salvo en el caso de grandes fincas, apenas llegaría al otoño. Se utilizaban como pienso incluso ramas y hojas de álamos, encinas, higueras, y de cuanto elemento podía ser susceptible de ser comido en verde o conservado en seco.» (Pág 405)

Aparte de los productos primarios como la carne y la leche, el estiércol era un producto importante en el ganado. La leche no se solía consumir fresca, se utilizaba para los quesos. La lana era el componente básico de los vestidos, porque el lino era poco frecuente y caro. Con el pelo de las cabras, hoy desechable, se hacían maromas y redes para la pesca, y sacos y bolsas para el transporte.

Los romanos empleaban las ruedas de molinos y de prensa, movidas «a sangre», con mulos o esclavos, o por corrientes de agua debidamente encauzadas. Estas últimas producían cuarenta veces más que el molino de sangre.

Otra industria agrícola fue la relacionada con el vino, no sólo como alimento sino como componente de dietas y medicinas. Tras la primera obtención en el lagar, prensadas a pie, se hacía una segunda prensa, y el hollejo se echaba en una tinaja con agua para bebida de los esclavos (aguapié). Había variedades, y también se hacían vinos de frutas, mirto, pasas, especias, rosas, etc. También había diversos tipos de vinagre.

La producción de aceite estaba bien estudiada en los tratados romanos. Se recomendaba que se recogiera en determinadas condiciones y no del suelo, sino vareando de dentro afuera, y que no se almacenara para que se ablandaran las aceitunas, sino que se molturaran lo antes posible. El orujo servía como combustible y pienso de animales. El alpechín se le daban diversos usos, por ejemplo el regar la era para matar parásitos.

La fruta se conservaba según la especie, colgada, arracimada o en tinajas. Por último menciona Cubero las carnes, que se secaban en lugares propicios, si bien en general se salaban. Con los jamones se seguía un procedimiento parecido al actual.

Termina el capítulo con un resumen. Pero sobre todo insiste en que agricultura e Imperio fueron de la mano, de modo que el deterioro de un factor repercutía en el otro. No obstante, y a pesar del estancamiento agrícola a lo largo de la Edad Media, la romana sigue siendo la base de las operaciones básicas en el cultivo y recolección.

Una larga cita final.

«¿Por qué no hubo innovación? La parálisis técnica parece ya palpable a partir del siglo II d.C. Si los tiempos modernos pueden dar una pauta para los antiguos, cabe pensar que los grandes propietarios, cada vez más grandes y poderosos a medida que el estado se descomponía, tenían sus producciones aseguradas en fincas inmensas con mano de obra esclava, sujeta a la gleba o protegida. Como en toda época tenían recursos para haber innovado, pero no lo hicieron, no sintieron la necesidad que nace cuando falta mano de obra, y cuando hay que producir más en el mismo tiempo y en la misma superficie. Se dice que la parálisis ocurrió sobre todo en el laboreo, pero sucedió en todos los aspectos; hacia el 400, un autor da un número de frutales igual al de Plinio, que escribió 300 años antes… La ausencia de autores con ideas críticas sobre la práctica agrícola es todo un síntoma.»

El próximo capítulo está dedicado a «Otras regiones del Viejo Mundo» y a «Las Américas», correspondientes a los 14 y 15 de la obra. Con ellos se termina la tercera parte de la «Historia General de la Agricultura» de José Ignacio Cubero, «Consolidación y Transmisión».

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