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Agricultura y naturaleza Historia General de la Agricultura de J.I. Cubero Series

Historia General de la Agricultura, de J.I. Cubero – 21 (El caucho, las conservas, las orquídeas)

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Parte Sexta

La agricultura Moderna

Capítulo 21

El caucho, las conservas, las orquídeas

Resumen elaborado por Gaspar Oliver. Corresponde al capítulo 22 del libro original.

Flor de la vainilla.

Habíamos dejado para un nuevo capítulo de esta serie tres apartados que el profesor Cubero dedica a lo enunciado en el titular. Es un corto análisis de los efectos de la «revolución agrícola» entendida como aplicación de la ciencia en tres productos, dos de los cuales han llegado a ser esenciales en la vida cotidiana de los seres humanos, y el tercero un ejemplo de cómo el conocimiento de la biología puede afectar al comercio de lujo de las flores.

El viaje pirata del caucho de Brasil a Indochina

«Las propiedades elásticas del látex de algunas plantas no habían pasado desapercibidas por los habitantes de Mesoamérica; es conocido el juego de pelota azteca, con bolas que se formaban con el látex de Castilla elastica (la base del hule). En las selvas amazónicas, los habitantes usaban en su lugar el látex de otro árbol, el caucho (Hevea brasiliensis), con el que podían obtener telas impermeabilizadas.» (Pág. 721)

En Europa el uso que se dio al caucho fue el de goma de borrar, y a mediados del XIX se utilizó para impermeabilizar telas y cueros, pero el efecto duraba poco, porque el caucho se descomponía.

Hasta que el bostoniano Charles Goodyear tuvo un accidente en su taller: derramó sin querer una mezcla de azufre y caucho sobre una estufa caliente. La masa que resultó resultaba inalterable a todo tipo de condiciones ambientales. Se llamó a este proceso vulcanización, por el dios griego de la fragua, Vulcano. En plena revolución industrial, el descubrimiento tuvo fuerte repercusión.

El primer problema que tenían los que podían y querían industrializar el caucho era conseguir las semillas, algo que Brasil obstaculizaba. Además, cuando las conseguían de contrabando, el viaje en barcos de vela a través del Atlántico las echaba a perder. Tuvo que llegar la navegación a vapor para salvar el obstáculo. Recuerda con humor el profesor Cubero que según los brasileños los ingleses robaron las semillas; de acuerdo con una consolidada tradición al pirateo de los comerciantes británicos (eso lo digo yo, el recopilador). El caso es que cuando llegaron a Liverpool, un tren preparado al efecto las transportó al jardín botánico de Kew, donde algunas lograron germinar, y las plantitas se aclimataron. Desde allí las enviaron a Singapur, donde se completó su domesticación extendiéndose el cultivo por Malasia y las colonias inglesas de África.

Las Conservas

Nuestras despensas y nuestros frigoríficos suelen estar bien abastecidos, entre otras cosas debido a los alimentos en conserva. «La conservación de alimentos para no tener que vivir al día fue una constante en todos los tiempos, pero los métodos para hacerlo eran pocos: secar al sol o al fuego, embutir en tripa o mezclar la carne con grasa abundante, adobos, salazones y salmueras cuando se disponía de sal, almacenar en grano en vasijas o silos excavados en roca o en la tierra; los productos fermentados fueron realmente conservas: quesos, cervezas, vinos…» (Pág. 723)

Recuerda Cubero que la sal fue un artículo demandado y sometidos a impuestos como la gabela francesa, motivo de revueltas, porque era necesaria para la conserva de alimentos.

Hasta el siglo XVIII no aparecen las conservas como las conocemos hoy. Las razones, y no es la primera vez que la guerra se convierte en un estimulante de la invención humana, fueron militares. Napoleón premió a Nicolás Appert por su invento de una botella de cristal de cuello ancho que esterilizaba con agua hirviendo, rellenaba con alimentos calientes, y tapaba con corcho y cera. Era la «appertización», aunque no se sabía entonces el por qué del éxito, más bien relativo, porque el cristal es frágil y el cierre no era hermético. Fue Pasteur quien demostró que el calor fuerte esteriliza, al eliminar los microorganismos, décadas después.

Los avances los dieron los británicos, de nuevo merced a la piratería. El inventor francés Philippe Girard no fue escuchado por sus compatriotas de la Restauración borbónica, y comunicó sus inventos, que innovaban la industria textil, a amigos ingleses. Les envió el libro que Appert publicó en 1810 sobre las conservas en cristal. Un tal Peter Durant aprovechó la idea, y empezó a envasar en hojalata. Había «inventado» la lata de conserva. Después de varias innovaciones para reforzar el cierre y eliminar el sellado con plomo, en los años veinte del siglo XIX la lata estaba aceptada en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, gracias a las contratas de los ejércitos correspondientes. Los abrelatas eficaces se inventaron en 1855, de modo que hasta ese momento había que abrir las latas hasta con bayoneta.

Pasa el profesor Cubero a la conservación en frío. Señala que los primeros homínidos que llegaron a las montañas más altas descubrieron los «neveros», hoyos naturales o artificiales donde se apisonaba la nieve durante el invierno, para utilizar los alimentos allí conservados en verano.

En 1553, el médico español Blas de Villafranca propuso refrigerar el agua y el vino mediante la mezcla de sal y hielo, fue el primero en usar la palabra refrigerar.

La fabricación del hielo artificial tardó algunos siglos en aparecer. En 1874 se botó el primer barco frigorífico, que transportó carne argentina de Buenos Aires a El Havre. La evolución de la refrigeración fue lenta pero eficaz. Las neveras domésticas aparecieron en 1930, y se popularizaron después de la II guerra mundial.

La última forma de conserva que destaca Cubero son los «cubitos de sopa».

Los atribuye al conde Rumford, inglés nacido en Norteamérica, pero fiel a la corona, que se marchó a Baviera después de la guerra de la independencia norteamericana, y en 1795, establecido en Baviera, tuvo una ocurrencia beneficente, fabricó comidas a base de trozos prensados de carne de vaca y cerdo, que se rehidrataban en agua hirviendo, todo ello para los pobres. Otros asignan la invención a Nicolas Appert, y en su forma final a Justus von Liebig. La marca Liebig, universalmente aceptada, usó el nombre del químico alemán para la venta.

Orquídeas, orquidomanía y ciencia

La familia de las orquídeas cuenta con casi treinta mil especies. Sin embargo, sólo una tuvo un valor agrícola. Hasta mediados del siglo XVIII, nos dice el profesor Cubero, la única orquídea cultivada era la vainilla, sólo en zonas tropicales de Nueva España, en concreto en la región de Veracruz, que mantuvo el monopolio del comercio hasta mediados del siglo XIX. Los propios aztecas importaban vainilla desde Veracruz para aromatizar el chocolate. Pero era casi imposible cultivarla en otra parte.

Hasta que se descubrió un procedimiento práctico de polinización artificial. La polinización se basaba en un equilibrio muy frágil de coevolución de insectos y de pájaros, los colibríes, que sólo existía en Veracruz. No se desconocían otras especies de orquídeas, pero en comparación con sus congéneres tropicales, eran insignificantes. Por cierto, el nombre orquis significa testículo en latín, se lo puso Teofrasto en su Historia Plantarum, de donde se creó la leyenda de sus propiedades afrodisíacas.

El interés por la planta se inicia en Inglaterra, cuando florece la primera orquídea americana, Bletia purpurea (en homenaje al botánico y farmacéutico español Luis Blet). Empieza el coleccionismo, muy restringido a personas adineradas, debido a las condiciones especiales de los invernaderos en los que podía cultivarse. Cubero compara la orquidomanía con la tulipomanía de Holanda, con la diferencia de que la primera fue mucho más exclusiva.

Los coleccionistas poderosos y superricos enviaban a sus jardineros a «capturar», robar, bulbos de orquídeas. «Los colectores realizaban un auténtico expolio por donde pasaban; sólo en la caldera del volcán Colima, en Méjico, hubo quien colectó cien mil tubérculos, y los había que no vacilaban en derribar árboles centenarios si en sus ramas o en su tronco observaban algún ejemplar curioso» (pág. 731), porque muchas orquídeas son epifitas no parásitas.

El coste de mantener los invernaderos y las dificultades de germinación y crecimiento de la planta terminaron dando fin a la orquidomanía, después de la Gran Guerra y la Gran Depresión.

La pequeñísima semilla de la orquídea, y la necesidad de asociar las primeras raicillas con hongos conocidos como micorrizas, básicas según se ha ido conociendo, en la extensión de la flora, hacían difícil su explotación. Al carecer de reservas las semillas, solo se obtenía la germinación mediante los cultivos artificiales especialmente diseñados, procedimiento que hoy son esenciales en los laboratorios de biología vegetal.

«Si se añade el profundo estudio que necesitaron las orquídeas para conocer su complicada estructura sexual, sus no menos complejos mecanismos de polinización y dispersión, su coevolución con insectos y aves, el inicio de las colecciones de germoplasma con todos sus aspectos positivos y negativos… se comprenderá que las orquídeas no sólo nos trajeron belleza sino ciencia de la buena.» (Pág. 733)

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