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Bitácora y apuntes

La nueva raza

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Una fantasía filosófica de Segismundo Bombardier

Un longevo sabio que aspiraba a retratar el alma de los seres humanos dijo un día: “Nunca podrás entender las acciones de los hombres si no conoces sus creencias o sus principios.”
El sabio estaba seguro de que su proposición era verdadera.
Decidido a encontrar un sentido a la confusión en la que vivía su pueblo y su gobierno, empeñó sus fuerzas en descubrir las creencias o los principios de las personas más acaudaladas y de los políticos más poderosos. Descubierto el secreto, no costaría nada anticipar sus decisiones, que ordenaban la vida del pueblo, y rectificar las equivocadas o sustituir a los malos gobernantes y egoístas acaudalados por otros más virtuosos. Empleó tanto tiempo en sus averiguaciones, que los ricos y los poderosos se fueron sucediendo, sin que el pueblo saliera de su confusión y dependencia.


Pasaron siglos.
El sabio desesperaba de llegar a ninguna evidencia reveladora, porque, siendo un investigador concienzudo y empírico, necesitaba atenerse a hechos, y lo que los hechos le decían era algo inaceptable, que los ricos y los gobernantes no obedecían a ningún principio o creencia; peor todavía, cuando proclamaban tenerlos, los traicionaban sin excepción en sus obras.
Esto no le hizo perder confianza en la validez de su proposición: “Nunca podrás entender las acciones de los hombres si no conoces sus creencias o sus principios”.
¿Qué es lo que estaba fallando? Que los ricos y los poderosos se engañaran entre ellos y al pueblo que gobernaban, podía explicarse por la codicia y la soberbia. Pero esto no excluía que debieran atenerse a una norma en sus actuaciones. ¿Se derivaba esta norma de la codicia y la soberbia?
El filósofo, que también era etólogo y botánico, observó la conducta de ciertas especies animales, y concluyó que la norma moral estaba ausente en ellos, aunque no los sentimientos. Las plantas, por su parte, desconocían la virtud y el vicio. ¿Podía la razón derivarse de las emociones ? ¿También la razón que sostiene a la codicia y a la soberbia? Es decir, ¿eran la codicia y la soberbia la raíz del caos y el desgobierno? ¿Era necesario que estos llegaran a extremos inaceptables para que estallara una revuelta popular que volviera a poner las cosas en un punto de equilibrio? ¿Era necesario que el mal, en forma de egoísmo desbordante o de soberbia insoportable se acumulara entre los hombres para que estallara el bien? Los acontecimientos registrados en los siglos empleados por el longevo sabio en su investigación parecían confirmar esta sospecha.
El sabio no se conformaba con esta solución. Volvió a la observación de los animales, porque sabía que los seres humanos también son animales, y en algún momento de su evolución hacia el raciocinio debía haberse introducido el estigma de la norma moral, aquello que producía una cosecha inacabable de principios y creencias. Quizá si lograba descubrir el origen y mecanismo de la conciencia moral, podría aclarar por qué los ricos y los poderosos la traicionaban sin el menor efecto en la suya propia, mientras que la mayoría de las personas sufrían graves quebrantos llamados psicológicos al encontrarse en dificultades, falsedades, y contradicciones. ¿O acaso existía una elite social, una clase de hombres y mujeres inmunes a la razón moral? Tampoco era esto nada verosímil. Hay animales fuertes y animales débiles, machos alfa y machos sin etiquetar, pero esto no daba pie científico a una teoría del dominio de la amoralidad.
Seguían pasando los siglos y el sabio longevo pudo aprovechar el pensamiento de otros sabios menos longevos que él, que proponían sucesivamente todo tipo de teorías sobre el dominio, el poder, el egoísmo, las contradicciones sociales y cosas por el estilo.
Un día empezó a pensar que su propósito de entender las acciones de los hombres por sus creencias era imposible, que su proposición era errónea.
Se deprimió mucho, cada día más.
Y entonces comprendió que ahí podía estar la clave: para no deprimirse necesitaba tener una ilusión, y esa ilusión podía vestirse de fe, de creencia, de fantasía, de pura mentira.
Los animales no se engañan, se dijo. Así que es la posibilidad de hacerlo, el uso de la imaginación, la capacidad de prever las consecuencias de los actos, lo que hizo a los homínidos hombres. Algunos seres humanos sueñan con cosas hermosas y beneficiosas, la mayoría, y una minoría sueña con enriquecerse, en realidad no duerme imaginando lo poderosos e impunes que serán sus actos cuando adquieran determinado grado de fuerza por medio de las armas, el dinero, el crimen, lo que sea.
El sabio se dio cuenta de que no era en la ciencia política, en la filosofía, en la antropología, en la sociología, en la psicología, donde se encontraba la explicación de la conducta del hombre.
La conducta del hombre no podía explicarse, porque cada hombre actuaba de manera diferente, los hombres no son mecanismos producidos en serie.
¿Y cómo es posible el borreguismo que muestran las colectividades, el pueblo? Porque no son hombres, son animalitos asustados, acomplejados, rehenes de lo que ellos consideran sus necesidades, sus derechos, sus obligaciones, sus rutinas.
El sabio comprendió que siempre había sido así en el transcurso de los siglos. Pero había algo diferente, nuevo, en esa sociedad avanzada en la que había empezado a vivir el vetusto sabio. ¿Qué era?
La razón moral se basaba en la imaginación, en la capacidad de representar un futuro, espléndido o catastrófico. Los poderosos de la Tierra habían instrumentalizado instrumentos utilísimos para controlar la imaginación del pueblo: primero las religiones, luego las ideologías políticas. Pero llegado el momento presente, unas y otras habían perdido fuerza. ¿Cual era el signo moral de los nuevos tiempos? ¿Qué apetito determinaba la imaginación de los modernos, qué concupiscencia? El apetito de bienes efímeros, el consumismo.
Esto determinaba la acción de los ricos y poderosos de nuevo cuño. Su codicia y su soberbia se habían desmenuzado, se habían vulgarizado, se habían cosificado. Se habían convertido en estúpidas máquinas que funcionaban por estímulos intrascendentes, ni siquiera por el fuerte, violento y corruptible estímulo de conservación. Los mandamases del planeta eran básicamente idiotas, mucho más idiotas de lo que podían haberlo sido jamás, tremendamente más idiotas que el idiotizado pueblo con el que jugaban. Ni siquiera eran falsarios, manipuladores, mentirosos. Eran los canallas más decepcionantes de la historia de la humanidad.
Eran autómatas, y los autómatas carecen de creencias. Eran monstruos. Eran mecanismos sin conciencia. Eran una nueva raza.

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