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Cultura y comunicación

Covid-19, Normalidad y Razón Crítica

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Un artículo de Fernando Bellón, editor de Agroicultura-Perinquiets

A día de hoy (15 de mayo) leo en la web de RTVE que hay en el mundo cuatro millones y pico de infectados y trescientos mil muertos.

¿Serán más o serán menos? La duda está justificada. Una duda que en lugar de ofender levanta sospechas sobre el fundamento de los datos. Es uno de los efectos colaterales de la pandemia. Hacemos bien en dudar de las cifras y de las explicaciones contradictorias que se abalanzan unas encima de las otras cada día.

Los datos numéricos que se ofrecen son una catástrofe matemática y administrativa. ¿Cómo es posible que en la India haya ochenta mil casos diagnosticados y en España doscientos treinta mil? Y en esos estados africanos sin sanidad ni estadísticas ni madre que los parió a los pobres, ¿cómo y quién elabora los cálculos? Apenas hay enfermos. ¿Hay allí más muertos de sida, de cólera, de otras epidemias que de Covid 19?

Es natural, los medios tienen necesidad de renovar el menú diario, pero una explicación razonada y documentada no se forma en veinticuatro horas, porque de momento no existe, se halla fragmentada, hay que reunir, clasificar, separar lo inconsistente. En otras palabra emplear el instrumento de la razón crítica con una perspectiva temporal.

¿Qué sabemos de las epidemias sucedidas en el mundo a lo largo de la historia? Que fueron devastadoras, diezmaron o aligeraron la población, y a la vez tuvieron consecuencias provechosas. Es decir, el mundo no se acabó ni se acercó a ningún precipicio. Se estableció otra vez la normalidad. Casi siempre una normalidad que mejoraba la anterior normalidad.

Todo esto lo conocemos porque la razón crítica es un instrumento quirúrgico (manual, de mano, de sentidos corpóreos, cosas nada metafísicas) que sirve para ordenar el caos aparente de la vida y la naturaleza que nos envuelve. Resulta curioso que en el siglo XXI la razón crítica sera tan escasa como en plena Edad Media.

Lo escaso en realidad es la formación de los seres humanos, que con carrera y sin carrera nos aferramos a un clavo ardiendo para hallar consuelo y certidumbre donde no lo puede haber. El consuelo es un sentimiento efímero (y casi siempre falaz), y la certidumbre es un fenómeno que se sustenta en el conocimiento, algo costoso. Igual que en la Edad Media. Lo increíble y lo falaz tienen más valor entre las personas habituadas a pensar poco que la certificación científica. Y más cuando la falacia se sostiene por unos medios que desarrollan una encarnizada guerra de guerrillas con toda la mala fe que hay a su alcance.

¿Sobrevendrá una normalidad milagrosa, justa, sostenible, medioambiental, de género, un paraíso en el que los tigres se tomen un vermut con los corderos al aire libre o en el interior de los bares?

¿Será esa normalidad la mitad, la tercera parte, la quinta parte de lo que aspiran algunos soñadores astutos?

Yo no lo sé. Mi inclinación es pesimista, y no porque dude del ser humano, todo lo contrario, si no es el ser humano el que da con el remedio, no se salvará ni dios.

Hay muchos seres humanos y resulta imposible tenerlos en cuenta a todos y a la vez. Que el Covid 19 haya provocado menos daño en un sitio que en otro o viceversa resulta inexplicado todavía, porque las causas para señalar los errores aparecen como causas de aciertos en otros sitios. Hay que esperar a reunir, clasificar, descartar y afinar los hechos para entenderlos y explicarlos.

Mi inclinación es pesimista a una normalidad aliviadora porque el comportamiento de los responsables de los gobiernos está siendo en casi todos los estados una calamidad tan grave como el bicho. No obstante, hay que analizar en detalle este fracaso porque tiene muchas caras. Por ejemplo, enfrentarse a una pandemia súbita no es lo mismo que a una guerra anunciada. Los Estados, mal que bien, han funcionado y los ciudadanos han respondido con responsabilidad. Pero el problema de una desgracia inesperada es que los gobernantes de nuestro estado español se vienen comportando de un modo incompetente desde hace varias legislaturas. Así que confiar en que den con una solución luminosa y eficaz es una esperanza vana. Tampoco nos sirve de mucho la ilusión de que los responsables de otros estados se pongan de acuerdo en remedios sanitarios y económicos internacionales, ahora no ya por incompetencia sino por interés nacional. Cada uno irá a lo suyo, como es natural. No hay posibilidad de acuerdos internacionales con efectos de bálsamo, como mucho de árnica baratita. Recomiendo la lectura de La quimera del rescate de la Unión Europea.

También temo yo que los españoles estemos en la cola de la normalidad, lo que no quiere decir que seamos más incompetentes o duros de mollera. En nuestro Estado hay considerable número de profesionales, hombres y mujeres probos, patriotas comprometidos con el bien de sus conciudadanos. Pero o están lejos del poder, o no les dejan acercarse a él, o no les interesa por los trastornos que ocasiona en los ciudadanos honrados la irresponsabilidad pública.

Además, el deterioro del amor propio por España entre la población en general, el triunfo aplastante del pensamiento Alicia, de la vida regalada, del menosprecio por el esfuerzo y el mérito, y sobre todo una clase política e ilustrada cobarde y mediocre, nos hace población de riesgo. No es que en el resto de Europa estén mucho mejor, pero algo mejor están, y eso que nos llevan de ventaja.

Cada día que pasa se enturbia más el horizonte de las expectativas, al contrario de lo que cabía esperar. Esto ocurre en todo el mundo. El caudal de informaciones vacías y contradictorias, el aluvión de tonterías “científicas”, los anuncios desconcertantes de los políticos, sus decisiones tácticas, que se vuelven inservibles en cosa de horas… Nada alienta el optimismo y la confianza. Un Estado o un conjunto de Estados sumido en una sensación de caos es el escenario perfecto para el desorden social o la aparición de uno o varios salvadores que desmonten de un manotazo el ajedrez político actualmente existente.

Prueba de ello es el cachondeo de la población en los paseos de alivio al confinamiento y deportivos. Aglomeraciones, olvido de las medidas de seguridad, botellones y fiestas particulares. Esto no ocurre solo en España, sino en toda la seria y obediente Europa. No se trata de descerebrados, sino de personas que están hasta las narices de que les tengan encerrados. Los díscolos organizan follones, o siguen ensuciando la calle como siempre, qué vamos a esperar de ellos, pero son muy pocos.

Unos y otros intentan comportarse como si ya hubiera pasado todo o como si no hubiera pasado nada. Es una tendencia natural cuando las instrucciones y ejemplos de los gobiernos son un escándalo de contradicciones y de incompetencia.

A la vez, cuando salimos a la calle no observamos nada parecido a la anarquía, al menos yo. Los ciudadanos, más próximos o mas alejados unos a otros, con guantes y mascarilla o sin ello, en bicicleta o corriendo por las aceras, no cometen tropelías. Pero la mala uva se acumula, la desconfianza carcome la disciplina.

Este peligroso depósito de mal humor puede estallar cuando llegue el zarpazo económico, cuando muchas familias se queden sin recursos. Para que esto no suceda se requieren unos dirigentes que pongan por encima de sus intereses personales, de partido o nacionales los de las poblaciones que componen sus Estados. Ojalá ocurra un milagro (qué lástima tener que recurrir a la magia) y encontremos una salida. Lo digo sobre todo por el bien de los nietos de la generación a la que pertenezco.

Como conclusión me permito proponer aquí unos sencillos remedios a nuestro alcance como ciudadanos españoles.

El esfuerzo más eficaz y mayor consiste en apretarnos los machos, estar dispuestos a pasarlo mal, auxiliarnos como la razón y el interés común nos den a entender, y poner por delante lo que nos une: que la mayoría somos ciudadanos españoles, que los que no lo son pero viajan en el mismo barco que nosotros han de ser acogidos y tratados como españoles, y que hemos de encararnos con firmeza con los que abjuran del país en el que viven y prosperan.

Sé que suena raro (facha, dicen los memos), pero es así de simple.

Dice don Lorenzo de Miranda, el hijo poeta de don Diego, el Caballero del Verde Galán, que Cervantes pinta como la quintaesencia del hombre cristiano en su época, en la Segunda Parte del Quijote:

Cosas imposibles pido,

pues volver el tiempo a ser,

después que una vez ha sido,

no hay en la tierra poder

que a tanto se haya extendido.

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