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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Mefistofélico Renau

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Edición de su biografía en e-pub gratis en Perinquiets-Libros

Renau en el laboratorio. Dibujo de Marta Hofmann

Fernando Bellón, autor de Renau. La abrumadora responsabilidad del arte

El libro está incluido en su totalidad, por capítulos ilustrados, en esta revista. Ha sido revisado y refinado por el autor, y se presenta de un modo uniforme donde antes había un batiburrillo de diseños. Las ilustraciones son fotografías tomadas por el autor en Alemania, cesiones del álbum familiar de Renau hechas por su hija Teresa, fotografías tomadas de diferentes catálogos, todas pertenecientes a la Fundación Josep Renau, y que este autor ha usado con un permiso implícito, puesto que no media en su publicación ningún resorte o interés venal.

Se añade a todo esto la presentación del libro en edición E-Pub, gracias a la habilidad y paciencia de Antonio Anguís. Se puede descargar gratis desde Perinquiets-Libros.

Hay personajes célebres que parecen gafados, tanto que siquiera han conseguido una celebridad débil, como un fotón perdido en el Universo.

José Renau Berenguer es uno de ellos. Cartelista, pintor, fotomontador, muralista y comunista (para él en orden inverso), dejó un legado artístico formidable, y fue responsable político de reconocidos (y también discutidos) logros: traslado del museo del Prado fuera de Madrid, encargo del Guernica a Picasso y gestor del Pabellón de la República Española en la exposición de París de 1937, organización de las Juntas de Defensa del Patrimonio que evitaron asaltos y desmanes, creador de la Orquesta Nacional de España, todavía existente, etcétera.

Nada de esto ha valido para que su figura y su obra sean conocidos por el Gran Público. Que el Gran Público te desconozca no tiene ningún significado, siendo el Gran Público una masa amorfa. Pero el Pequeño Gran Público, el que importa, tampoco tiene idea de quién fue Renau, lo que creó, lo que promovió y lo que hay que agradecerle.

La única explicación posible, después de descartar las lógicas (prejuicios políticos, dispersión de sus obras mayores, hechas en su mayoría en el exilio, negativa que él se impuso de entrar en el mercado del arte), es la magia. Renau está hechizado, es víctima de una maldición, fue poseído por el Diablo.

De estas tres, la última es la más plausible.

Hablé personalmente con Renau en julio de 1976 en su casa de Kastanienallee, en Berlín Oriental. Me cité con él gracias a un familiar suyo que conocí por casualidad en Madrid. Me dijo que era un personaje digno de entrevistar.

Yo no sabía quién era Renau ni las maravillas que había hecho. Lo que me contó me pareció apasionante. Publiqué el reportaje en una revista efímera en aquel Madrid que iniciaba la Transición. Me llevé la impresión de un viejecito simpático, animoso y libertino, que había tenido una vida azarosa.

Treinta años después me di cuenta de que había estado entrevistando al mismísimo Mefistófeles.

Mefistófeles es el demonio tentador, Luzbel, Satán, que se aproxima a los ambiciosos y a los sabios, y les promete el poder, la fama, la inmortalidad a cambio de su alma.

Al principio, yo vi en Renau al anciano sabio seducido por la belleza y el erotismo de la juventud femenina, como se desprende de sus últimos fotomontajes sobre la Madre Naturaleza, una suerte de Fausto español. Renau había conocido a Lucifer, que le prometió fama y honores en España, a su regreso a la Matria. Pero casi nadie sabía quién era y lo que había hecho. Para la mayoría era un viejo exiliado, gran artista, pero ajeno a nosotros por haber vivido y creado lejos.

Así que tuvieron que pasar treinta años y yo escribir su biografía para darme cuenta de que Renau era el propio Mefistófeles, una versión valenciana de él. Un pintor comunista puede ser un Fausto. Un comunista pintor es un Demonio. ¿No es el comunismo un Infierno? Pero Renau vivió en un perpetuo infierno desde antes de hacerse comunista: creaba, trabajaba, polemizaba, organizaba, filosofaba… Trabajaba como un esclavo y vivía como un dandi. Mefistófeles.

Pepito Renau creció en el radicalismo. Tuvo que ser así para resistirse a todo cuanto se interponía entre él y el fuego demoniaco con el que le había dotado la Naturaleza. Primero con el padre, que se llamaba como él, don José Renau, pintor, restaurador y profesor en la Escuela de Bellas Artes de San Carlos. Luego con la tradición pictórica, y también con la vanguardia.

¿Cómo puede ser esto?

Muy sencillo. Pepito creció en un taller de pintura, su casa, observando el trabajo de su padre, conociendo de primera mano los lienzos del clasicismo pictórico español, y no siempre en reproducciones. Aquella maestría le impresionó, le parecía insuperable. La vanguardia expresionista, cubista, dadaísta, futurista, surrealista no le decía mucho, todo lo más reconocía el ingenio de algunos y el atrevimiento de otros, o las dos cosas combinadas.

“¿Qué voy a hacer yo ahora? ¿Qué voy a pintar?”, se dijo.

Montó lo que se dice “un pollo” en la Escuela, coloreando de verde un ejercicio anatómico basado en un viejo modelo decrépito. Lo hizo para dejar claro ante sus compañeros que él también sentía hartazgo por el sorollismo dominante, pero que tenía arrestos para oponerse a él, mientras que los estudiantes se acomodaban a la disciplina de la escuela a pesar de menospreciarla.

Su padre le impuso un castigo que determinó su formación profesional. Le colocó en un taller litográfico, donde su tarea consistía en reproducir a mano sobre las planchas los dibujos de cartelistas famosos a base de puntitos; cada color, una plancha, y había entre 12 y 16 colores.

Ruano Llopis era uno de los cartelistas, y Renau aprendió de él con habilidad demoníaca. Tenía menos de 16 años, y en unos cuantos más se forjó como un dibujante soberbio. Lo que hizo Renau fue aprender a pintar, a dibujar, a grabar en la práctica, nada de teorías. Horas y horas de taller. Al final su capacidad técnica le facilitó premios y el reconocimiento de quienes le necesitaban. Su trabajo carecía de secretos. Era insuperable, y completaba sus encargos con precisión y puntualidad.

¿No hace eso Mefistófeles, el demonio que llega siempre a tiempo?

Renau no sólo pinta: estudia, lee, se forma, frecuenta todo tipo de escenarios, convive con la variedad social de una Valencia bulliciosa e inquieta. Compra libros que a su padre le ponen los pelos de punta, y se los quema. Pero como gana su dinerito, los vuelve a comprar, desafiando la autoridad familiar.

Satán desafió a Dios, y salió perdiendo. Renau le ganó la mano a su padre y a todos los que querían encarrilarle por el camino de la virtud, del bien y de la riqueza decentemente ganada.

A la vez que Bellas Artes, estudia algo así como peritaje mercantil (impulsado por un don José realista y pragmático), y lo aprovecha para adquirir nociones de francés y de inglés. Profundizará en estas lenguas, y se servirá de ellas para tomar contacto con publicaciones extranjeras, en las que se pone al día de lo que se hace en los talleres plásticos europeos.

Mientras tanto le designan para dirigir el primer taller de fotolitos de Valencia, y acaso de España, donde se hacen carteles, ya sin copiar a mano las formas y los colores, sino mediante fotografías que se amplían sobre las planchas con filtros.

Los encargos le llueven, casi todos de publicidad: empresas, instituciones. Participa en concursos y los gana. También atiende solicitudes privadas de carácter doméstico, diríamos, la decoración  de un cuarto de baño en la calle Caballeros para un rico hombre valenciano.

Pero el colmo demoníaco son sus colaboraciones para las revistas libertarias Orto y Estudios. Dibujos ácidos, satíricos, políticamente incorrectos. Pero esto será ya en la República.

Renau se acostumbra al trabajo intenso y riguroso, a la calidad profesional, a la crítica sociopolítica. Se relaciona con anarquistas furibundos y con senyorets de casino.

¿Quién sino Mefistófeles puede hacer esto?

Otra paradoja: descubre que un cartel es un grito en la pared, y que puede servir para publicitarlo todo, un producto y una idea. Y al mismo tiempo dedica sus horas de ocio a realizar pinturas al temple estilo art decó.

Son las que se lleva a Madrid para buscarse la vida. Tiene gracia esta expresión, porque la vida ya la ha encontrado Renau en Valencia. Pero algo le impulsa lejos, cada vez más lejos, hasta acabar en México y en Berlín Este.

Renau es el líder de un grupo de jóvenes artistas que se reúnen con frecuencia para departir y plantearse cómo buscarse la vida. Su novia Manolita Ballester, el hermano de esta, Tonico, Francisco Carreño, Paco Badía, Pérez Contel. Serán la vanguardia artística valenciana de los años 30, hasta el estallido de la Guerra Civil.

Poco a poco va calando en este grupo un vago revolucionarismo, un desasosiego vital. Llegan a la conclusión de que en Valencia no tienen futuro, que hay que buscarlo en otro lado. Se produce una diáspora. El padre de Renau le sugiere que lleve sus témperas a un reconocido crítico de arte madrileño.

Si Renau hubiera sido sólo Fausto, el éxito fulgurante de la exposición que le organizan en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, le habría convertido en un nuevo Picasso, otro artista que pactaba con el diablo. Los jerarcas madrileños habían preparado un lanzamiento, se proponían aprovechar el talento de Renau en su beneficio, como todo marchante que se precie. Encontraron en él un mirlo blanco. Le organizan saraos, citas con la aristocracia de sangre y de dinero, le exhiben, le traen y le llevan.

En una de las excursiones que realiza Renau por su cuenta se acerca a la tertulia del café Pombo, famosa porque los intelectuales del momento se reúnen allí. Quiere ver qué tipo de fauna le espera con los brazos entreabiertos. En un momento determinado, un poeta recita sus versos y los contertulios le aplauden. Luego el vate se va al baño a aliviarse, y nada más desaparecer, los contertulios se desternillan de risa, y le ponen a caldo.

¿Para quién voy a pintar yo?, se dice Renau. ¿Para esta banda de sinvergüenzas inmorales?

Magnífica declaración de un demonio. Mefistófeles está por encima de bromas idiotas y de chascarrillos.

Renau vuelve a casa, y durante un año medita, se debate y enfrenta consigo mismo y con los demás, sin dejar de realizar encargos, de trabajar como un burro. Uno de sus trabajos culminantes de esa etapa es el “Hombre Ártico”, un circo sobre  un iceberg.

Entonces todo se precipita. La República triunfa inesperadamente. Hay que actuar. Hay que cambiar España.

¿Qué hacer? ¿Cómo hacerlo?

Son preguntas leninistas, es decir mefistofélicas.

Ha llegado la hora del salto al abismo. Renau se hace comunista una noche de invierno en un callejón de Guillén de Castro, a media luz, sin ver la cara de quien le introduce en el Partido.

A partir de ese momento, Renau es ya Mefistófeles.

No hay más explicación que esta, Mefistófeles se ha encarnado en Renau, para aceptar el trabajo titánico que desarrolla a partir de ese momento en el que ve la Luz del Comunismo y esa Luz se vierte en él. Hay una generación de españoles a quienes la Guerra Civil transforma en titanes y en héroes. Esto ocurre en la izquierda y en la derecha. La mayoría han pasado inadvertidos, pero la huella de aquellos que tuvieron responsabilidad militar o política ha perdurado.

Lo mismo ocurrió en los países de Europa que sufrieron y combatieron la Guerra Mundial. Es una generación de personas templadas por el acero de la violencia.

A estas alturas de la Historia, así con mayúsculas, aquellas guerras se han convertido en polvo disuelto en el pasado. (Ya veremos si esta guerra de Ucrania con Rusia cuaja en el Olimpo de los héroes.) Las nuevas generaciones se han olvidado de sus bisabuelos heroicos. Así que la memoria de José Renau Berenguer se dispersó con la de todos sus contemporáneos.

Cuando empecé a trabajar sobre él, no comprendí el alcance de la maldición que pesaba sobre lo que estaba emprendiendo. Poco a poco fui descubriendo la parte sumergida del iceberg, y me pasmé de lo que encontraba oculto tras la tormentosa vida doméstica de un hombre a quien la creación artística había descargado en él una responsabilidad abrumadora.

Entonces pensé que mi trabajo tendría una recompensa, que se me agradecería el tiempo y el esfuerzo dedicados a Renau.

Se publicó el libro, lo promoví por mi cuenta cuanto pude, se reseñó en los medios, y eso fue todo. No dejó apenas huella. Era la primera biografía completa sobre el artista, una fuente de información para lectores interesados y para investigadores futuros. El libro se distribuyó mal, yo diría que no se distribuyó, costumbre, según es fama, de las publicaciones de la Diputación de Valencia, que se almacenan en un depósito brumoso con un teléfono que nadie coge. La explicación implícita de esta conducta viene a ser: “Te hemos publicado un libro, borinot, no te hemos cobrado nada, y encima te hemos pagado. No te quejes.” Cierto, seis mil euros, de los que Hacienda se llevó un bocado. Así es la psicología administrativa que domina en ciertas zahurdas del Estado, “¡Será quejica el tío! No querrá que encima distribuyamos el libro. Faltaría más.”

Es preciso señalar que el libro no se habría publicado sin el concurso de Ricardo Bellveser, un caballero de la cultura española recientemente fallecido. Cuando Renau. La abrumadora responsabilidad del arte salió de la imprenta, Ricardo me advirtió: “Haz todo lo posible por promoverlo, tú mismo. No cuentes con nada ni con nadie para este trabajo.” Sabía lo que decía.

Si fuera sólo la desidia de la Diputación de Valencia (da igual quién la gobierne), que lastraba el trabajo de Ricardo y de todos los que teníamos textos publicados…. Pero era algo más, era la maldición de Renau.

Cuando su patrimonio llegó a España se almacenó en una nave propiedad del ayuntamiento de la capital, gracias a que un día Renau y un viejo republicano como él se tropezaron con el último acalde franquista, también viejo amigo de ambos, en la plaza del Generalísimo (todavía no había cambiado de nombre, y el Caudillo saludaba a los transeúntes desde su caballo), y éste le dijo, “¡Che, Renau, per tu lo que facha falta!

Encargaron a un probo funcionario su custodia y, de paso, que ordenara aquel revoltijo de cajones con papeles, grabados, originales de fotomontaje, bocetos de murales…. Una mañana encontraron el cuerpo del funcionario colgado de una cuerda sujeta a una viga. O se había suicidado o le había asesinado un agente del KGB o de la CIA o de ambas instituciones a  la vez.

Los viajes de Renau a España antes de morir en 1982 no fueron como los de Alberti y otros artistas republicanos. A Renau se le ignoró deliberadamente. Quiero decir que las instancias movilizadoras del arte y la cultura española se apartaron de él como si fuera un mal bicho. Quizá tuvo que ver que volvía con frecuencia a la RDA a trabajar en el último mural contratado, y entonces la RDA era un país apestado por el Muro y la Stasi. Pero es que los propios comunistas españoles se apartaron de Renau, a quien tenían por estalinista, algo que él no consideraba un demérito, porque todos lo habían sido y porque Stalin podía ser un canalla, pero no un loco o un imbécil, y la URSS llegó a ser lo que fue gracias a él, entre otras cosas. Pero los eurocomunistas querían olvidar lo que no les interesaba. Y por último Renau tuvo una debilidad de anciano rechazado por los suyos, política y estéticamente: se hizo catalanista.

Algunos intelectuales activos en aquella época se interesaron por Renau, pero no pudieron hacer mucho por él, porque en la Transición, la historiografía del arte moderno español sufrió las mismas convulsiones que otros terrenos de la cultura. Renau pilló a sus amigos a contrapelo.

Albert Forment, licenciado en Bellas Artes, realizó una tesis doctoral sólida y documentada sobre los fotomontajes de Renau. A mí me sirvió de mucho. Pasó absolutamente desapercibida por el Gran Público Amorfo, porque era una tesis doctoral y porque estaba en valenciano. Un día Forment me confesó que el trabajo sobre Renau le había dejado exhausto. Y que no quería saber nada de aquello.

Esta maldición de Renau cayó sobre mí como un rayo de Júpiter. Me costó la salud mental. Pasé un tiempo perdido en la estratosfera de la depresión. La mención a Renau me producía ansiedad, huía de él como de un apestado del Covid. Tardé años en recuperarme.

Cuando lo hice me fui dando cuenta que mi biografía había removido mucho odio o mucha mierda, no sé. Yo no era comunista, ni siquiera era de izquierdas, y me había atrevido a hablar de un mito que ellos consideraban de su propiedad. Yo, un periodista sin pedigrí. Lo cierto es que este prejuicio persiste, y cada vez que se hace una exposición de Renau en Valencia o en otras partes, se requiere la colaboración de todo tipo de especialistas académicos. Yo sólo aparezco en las citas bibliográficas, uno más.

Me he acostumbrado a que mi biografía falte de las estanterías en las que se exhiben libros sobre Renau. He aceptado la maldición de Renau. La sobrellevo como una cruz. Mefistófeles me tiene en su punto de mira. Será porque no el vendo mi alma.

 

Post Scriptum.- Releo mi lamento y me siento obligado a introducir en él el sentido común. ¿Qué joven bachiller de hoy conoce a Sorolla? Supondrán que fue un pintor porque lo dice en la placa donde se inscribe el nombre de la calle. ¿Cuántos han leído a Blasco Ibáñez? Y no digamos a Baroja, a Azorín, a Torrente Ballester, a Andrés Trapiello, a Rosa Montero. Hace cien años, la alfabetización y la lectura eran una excepción, un privilegio. Hoy, la cultura se ha popularizado, pero es dudoso que haya contribuido a enriquecer el espíritu de la juventud. La de antaño leía poco o no sabía leer. A la de hoy leer le importa un comino. Y de la creación plástica solo le interesan los tebeos y las novelas ilustradas.

Hogaño, como antaño, la cultura y la educación son algo minoritario. Pero antes la mayoría estaba apartada de la cultura por causas sociales y económicas, mientras que hoy, la cultura es dominio de la manipulación y el adocenamiento. Es cultura, pero menuda cultura.

Así que, de qué me quejaré yo, si tengo la suerte de haber conocido y estudiado a uno de los artistas españoles punteros del siglo XX.

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