Mil palabras de Azorín (B y C)
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Rafael Escrig
BULERO.
Del latín, bulla, bola. Sello de plomo que va pendiente de ciertos documentos pontificios. Distribuidor de bulas. Funcionario comisionado para distribuir las bulas de la Santa Cruzada y recaudar el producto de la limosna que daban los fieles.
Las bulas eran unos documentos que desde la Edad Media y durante varios siglos, se vendían para redimir a los pecadores. En efecto, una persona que no tuviera la conciencia limpia, podía comprar a un bulero unos documentos por los cuales se limpiaba su alma y así podía ir al cielo. Esta fue una de las razones que impulsaron la reforma protestante. Lutero y el resto de reformadores se oponían frontalmente a las bulas y negaban su validez como garantes de la salvación del alma.
Lo cierto es con el tiempo y con el avance de la razón, las gentes empezaron a dudar de su efectividad y se empezó a considerar a las personas que las vendían (los buleros) como mentirosos y farsantes. Así, hoy en día, retomamos la idea de asimilar un bulero a un mentiroso, por las malas artes para engañar a los más simples, si no con bulas, con patrañas, con los más conocidos timos o con promesas de grandes ganancias. La expresión bulero todavía se usa como adjetivo para designar a las personas que cuentan cosas inverosímiles o increíbles, en definitiva: mentiras.
“El Lazarillo de Tormes se publica precisamente en este tiempo. Los personajes que juegan en la novela son: un ciego, ciego rezador; un clérigo, un hidalgo, un pintor decorador, un arcipreste de capital. Todos estos personajes, a excepción del bulero, no nombrado, se han perpetuado en la historia; no son de un tiempo o de otro; no pueden adscribirse a una época o a otra. Son personajes fundamentales en nuestra historia; son todos también pueblo: el pueblo de España.
Con permiso de los Cervantistas, Madrid, Visor Libros, 2005, pag. 18.
Letra C
CAJERÍA.
Derivado de caja, del latín capsus. Tienda de cajas.
Cajería, durante el siglo XIX y principios del XX, se llamaba a las fábricas de ataúdes, que hacían cajas de madera de todos los tamaños y calidades para usarlas en los enterramientos.
He querido recoger, como muestra de su vigencia entonces, unos párrafos de un sketch cómico, extraído de la revista “Madrid cómico” publicado en Madrid el 17 de octubre de 1880. Se titula “Desventuras de un pretendiente” y está firmado por el escritor gallego Antonio San Martín (1841-1887):
“Una mañana el cartero de interior llevó a Juan un gran pliego, que contenía dos diplomas “obra maestra de Roque”, en uno de los cuales era agraciado con el aldabón de la Puerta Otomana, y en el otro con el cordón de la Campanilla de los Apuros. Por consejo de Roque encargó un pequeño aldabón de hierro, y un cordoncito de seda verde, y adornó con ambos objetos el ojal de su levita.
Transcurridos algunos días más, y también por el cartero consabido, recibió otro pliego. El contenido de este era un nombramiento de inspector general de pompas fúnebres, con el sueldo anual de sesenta mil “perros chicos”. Alborozado Juan Lanas, enseñó el nombramiento a los estudiantes.
-¡Es necesario mojar la credencial! Grito Roque. -¡Se mojará!, afirmó solemnemente el buen Lanas. Pero ¡estoy confuso! Añadió. ¿Qué empleo será el mío?…
Contestóle Roque diciéndole que en primer lugar debía ir al gobierno civil, y después de la toma de posesión, era necesario que se presentase en la Funeraria, cajería de San José, y otros industriales por el estilo.
Mojóse la credencial en toda regla, mojadura que le costó a Lanas un puñado de duros, y después, el confiado pretendiente fue al gobierno civil. Allí un escribiente chusco estampó el cúmplase en la credencial, y en seguida Juan pasó a visitar a todos los industriales que se dedican a enterrar muertos con más o menos pompa. Lo que con ellos le sucedió, lo ignoramos, no pudiendo decir más, sino que el burlado provinciano desistió de sus pretensiones.”
Veamos ahora unas líneas de “Las intermitencias de la muerte” de José Saramago. Aquí el vocablo cajería, va acompañado de un calificativo (cajería fúnebre), de forma que, el significado queda mucho más claro para el lector actual, no habituado al término:
“No se llegó a saber a qué extremos podrían llegar los alardes de almanaque de las funerarias allí reunidas porque uno de sus representantes, preocupado con el tiempo, veintidós horas y cuarenta y cinco minutos en su reloj, levantó el brazo para proponer que se telefonease a la asociación de carpinteros para preguntarles cómo estaban de ataúdes, Necesitamos saber con qué podremos contar a partir de mañana, concluyó. Como era de esperar, la propuesta fue calurosamente acogida, pero el presidente, disimulando mal el despecho porque la idea no fue suya, observó, Lo más seguro es que no haya nadie en los carpinteros a estas horas, Permítame que lo dude, señor presidente, las mismas razones que nos han reunido aquí habrán hecho que ellos se reúnan. Acertaba de lleno el proponente. De la corporación de los carpinteros respondieron que habían alertado a los respectivos asociados nada más oír la lectura de la carta de la muerte, llamando la atención para la conveniencia de restablecer en el plazo más corto posible la fabricación de cajería fúnebre, y que, de acuerdo con las informaciones que estaban recibiendo continuamente, no sólo muchas empresas habían convocado a sus trabajadores, sino que también se encontraban ya en plena elaboración la mayor parte de ellas. Va contra el horario de trabajo, dijo el portavoz de la corporación, pero, considerando que se trata de una situación de emergencia nacional, nuestros abogados tienen la seguridad de que el gobierno no tendrá otro remedio que cerrar los ojos y que además nos lo agradecerá, lo que no podremos garantizar, en esta primera fase, es que los ataúdes que ofrezcamos tengan la misma calidad de acabado a que teníamos acostumbrados a nuestros clientes, los pulimentos, los barnices y los crucifijos exteriores tendrán que quedarse para la fase siguiente, cuando la presión de los entierros comience a disminuir, de todos modos somos conscientes de la responsabilidad de ser una pieza fundamental en este proceso. Se oyeron nuevos y todavía más calurosos aplausos en la reunión de los representantes de las funerarias, ahora sí, ahora había un motivo para felicitarse mutuamente, ningún cuerpo quedaría sin entierro, ninguna factura sin cobrar. Y los sepultureros, preguntó el de la propuesta, Los sepultureros harán lo que se les mande, respondió irritado el presidente. No era así exactamente. Por otra llamada telefónica se supo que los sepultureros exigían un aumento sustancial del salario y el pago por triplicado de las horas extraordinarias. Eso es cosa de los ayuntamientos, que se las arreglen como puedan, dijo el presidente. Y si llegamos al cementerio y no hay nadie para abrir sepulturas, preguntó el secretario. La discusión prosiguió encendida. A las veintitrés horas y cincuenta minutos el presidente tuvo un infarto de miocardio. Murió con la última campanada de la medianoche.”
“La calle es angosta, está en cuesta, debe ir a parar al río. Don Jenaro avanza un poco, lentamente; de pronto se detiene. Cosa rara. ¿Qué es aquello que pende de una varilla de hierro en la puerta de una casa? Avanza otro poco el caballero. Y se detiene. Lo que pende de la varilla de hierro es un pequeño ataúd. Sí, un ataúd. Don Jenaro se queda un instante atento. Encima de la puerta de la casa –un taller de carpintería- pone, en letras grandes: “Cajería”. Sí, sí, cajería; es decir, “Funeraria”, taller donde se hacen cajas para los muertos.
El día en que don Jenaro descubrió la cajería en la calle de Pellejeros no se atrevió a seguir avanzando. Ya no ha vuelto a pasar más por esta calle. La calle va a desembocar en el río; es el camino más corto para llegar a la Alameda vieja; don Jenaro evita siempre el pasar por ella.”
Blanco en Azul, Madrid, Espasa Calpe, 1968, pag. 112.
“Fabia Linde estaba tan débil, tan maltrecha –parecía una piltrafa amarillenta-, que nadie creyó que viviera. Mandaron ya a una cajería próxima a ver un ataudito para la criatura. Las asistencias de la madre lloraban, y se enjuagaban de cuando en cuando -¡ay, Señor!- los ojos con la punta de los pañuelos. La madre, silenciosa, desvanecida, allá en el fondo de la alcoba, pajiza la cara, entre lo blanco de las almohadas y de las sábanas, dejaba escapar, de tarde en tarde, un hondo gemido.”
Blanco en Azul, Madrid, Espasa Calpe, 1968, pag. 13.
CATADUPAS.
Del latín catadupa –orum, catadupa (Catarata del Nilo), y éste del griego kataratés, cuya raíz es katarrh. Kataratés, se forma de kata, que significa hacia abajo (como en catarro, catálogo, catacumba y catapulta, también heredadas del griego), y arassein, que significa golpear. O sea, golpear hacia abajo, catarata. Caída estruendosa de agua corriente.
Volviendo a los griegos, diremos que la imagen que ellos tenían de la palabra catarata, era la de alguna cosa que fluía y que escurría libremente hacia abajo. Los griegos sólo conocían las cataratas de África, concretamente las del río Nilo, éstas eran llamadas “catadupas”, que es otra forma del mismo nombre, y a los habitantes de los alrededores, llamaban “catadupos” a los que consideraban totalmente sordos, por el medio estruendoso en que vivían.
La palabra catadupa, tiene el interés añadido de que proviene de una expresión onomatopéyica, pues quiere indicar la caída de un cuerpo que se desploma desde un alto peñasco, produciendo ese sonido estrepitoso: ¡catadúp! durante su trayecto y desplome.
Se llama cascada, caída, catarata o salto de agua al tramo de un curso fluvial donde, por causa de un fuerte desnivel del lecho o cauce, el agua cae verticalmente por efecto de la gravedad.
Se emplea el término cascada para designar la caída desde cierta altura de un río u otra corriente por un brusco desnivel del cauce y se habla de catarata cuando se trata de una cascada muy grande o caudalosa.
Las caídas de agua son sistemas dinámicos que varían con las estaciones y con los años, aunque esto último sólo se hace perceptible a escala geológica. Presentan distintas formas (por ejemplo, si su caída es vertical o si sigue una pronunciada pendiente, etc.), determinadas por el volumen de agua, la altura de la caída, la anchura del lecho y la conformación de las paredes entre las cuales corre el líquido, dependiendo del tipo de roca y de las distintas capas en las que se disponen.
Se han elaborado algunos sistemas científicos para la clasificación de caídas de agua, siendo uno de los más recientes el del International Waterfall Classification System, desarrollado por Richard H. Beisel Jr. Este sistema clasifica las caídas de agua en diez grandes categorías, según el volumen de agua medio y la altura. No obstante, dependiendo sobre todo de su forma, se pueden clasificar muchos otros tipos de cascadas. Veamos algunos tipos de cascadas más comunes, según la clasificación de IWCS:
Bloque: El agua desciende de un arroyo o río relativamente amplio.
Cascada: El agua desciende una serie de pasos de rock.
Catarata: Una gran cascada de gran alcance.
Salto o tobogán: Una gran cantidad de agua forzado a través de un estrecho, paso vertical.
Abanico: El agua se extiende horizontalmente al descender mientras permanece en contacto con la roca madre.
Congelada: Cualquier cascada que tiene algún elemento de hielo.
Cola de caballo: el agua descendente mantiene algún tipo de contacto con la roca madre.
Zambullida en picado: El agua desciende verticalmente, perdiendo contacto con la superficie de la roca madre.
Cuenco: El agua desciende en forma restringida y luego se extiende hacia fuera en un grupo más amplio.
Segmentada: Claramente flujos separados de agua forman a medida que desciende.
Escalonada: El agua cae en una serie de pasos o caídas distintas.
Multi-paso: Una serie de cascadas, una tras otra del mismo tamaño cada una con su propia piscina hundida.
Catadupa: Cuando la caída del agua es muy grande y ensordecedora. Inicialmente las del Nilo Occidental.
Tide Otoño: Una cascada que desemboca directamente en el mar o el océano.
Repisa: el agua cae en vertical desde un acantilado casi plano, siendo relativamente ancha en la parte superior.
Cortina: similar al bloque y la clásica, cayendo el agua desde una repisa, pero siendo más alta que ancha.
Talud o pedregosa: El agua fluye en una mezcla caótica entre restos de rocas por una pendiente que generalmente se encuentra en la base de un acantilado. No se suelen considerar si la pendiente es por lo menos de 30 grados.
Cinta: el agua desciende por una estrecha franja significativamente más alto que ancho.
Velo: el agua cae sobre las rocas (por lo general grandes rocas) creando una fina capa de agua que apenas cubre su superficie, casi como una veladura.
“Nuestro amigo Bejarano es un erudito; ha leído mucho y de muy distintas materias. En su descripción de Riofrío se complace Bejarano Galavis en hacernos ver que es un hombre de lecturas. Pero también pone un poquito de ironía en estas citas de erudición. ¿Se nos antojará a nosotros que son irónicas? Seguramente que lo son. Ejemplos: hablando de los dos arroyuelos que corren por el término del pueblecillo, dice que se despeña uno de ellos por unas elevadas quiebras. Su caída produce un sordo estruendo. “Sin querer –añade- se acuerda uno de las cataratas o catadupas del Nilo. Parece la caída del Marañón o río de las Amazonas cuando se precipita por aquella peña tajada que se llama el Pongo.” Este buen clérigo ¿es que ha estado en América? ¿Cómo se acuerda de las cataratas o catadupas del Nilo?
Un pueblecito: Riofrio de Ávila, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1946, pag. 91.
CHAPINES.
La voz es una onomatopeya de CHAP-, imitativa del ruido que se hace al andar con ellos.
Chanclo de corcho, forrado de cordobán, muy usado antiguamente por las mujeres.
El vocablo pasó del castellano al italiano con los nombres de chiapino y chapinello.
También pasó al vasco zapino, al portugués chapim y al mozárabe chipín.
En valenciano se llamaba tapí, siendo precisamente Valencia un lugar donde tomó especial auge este tipo de calzado durante el siglo XV.
El chapín es un tipo de calzado con una suela de corcho de unos cuatro dedos de altura que era utilizado por las mujeres en el siglo XVI.
Los chapines eran llevados por las mujeres cuando iban a salir a la calle. Respondían a un doble propósito. Por un lado, resguardaban sus ropas del barro y la suciedad del camino. Por el otro, incrementaba su estatura realzando estéticamente su figura.
En algunas zonas, no ponían chapines a las doncellas hasta el día que se casaban por lo que también era indicativo de su estado civil. En cualquier caso, el chapín era un calzado de mujeres adultas.
El chapín valenciano, fue el de más prestigio durante todo el tiempo en que estuvo en uso, incluso más que el veneciano, al que algunos autores quieren atribuirle la supremacía. Juan de la Cerda (1327-1357) decía que: “En una mujer ataviada se vé un mundo: mirando los chapines se verá Valencia; en el oro de la faldilla y basquiñas, a Milán; en el Agnus y las demás reliquias, a Roma; en las buxerías y brinquiñas de vidrio, se verá a Venecia; en las perlas y corales, a las Indias occidentales; en los suaves olores a las orientales; en los lienzos a Flandes e Inglaterra.”
El historiador José Ferrándis Torres, escribe en su obra “Datos documentales para la historia del arte español”: En los inventarios reales, se cita que doña Juana la Loca, poseía 37 pares de chapines valencianos y que la emperatriz Isabel tenía 25, de los que muchos eran plateados.
El uso de este tipo de calzado fue mencionado y, a menudo, satirizado por algunos escritores del Siglo de Oro. Así lo hace Cervantes en su novela Rinconete y Cortadillo:
“Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló a caso, y rascándola, hizo un son que aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato, e hizo dos tejoletas que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la escoba. Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba, porque hasta entonces nunca la habían visto.”
En el Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo XII, página 340, se encuentra un capítulo dedicado al chapín valenciano, escrito por el profesor Francisco Danvila y Collado (1829-1898). Dice así:
“Si mi estudio no se concreta al chapín español, y especialmente al famoso valenciano, iría a buscar su origen en los primeros pueblos de Asia; pero es suficiente encontrarlo en Roma, donde hubo de importarse en España. Y en efecto, el kassyma griego, bajo el nombre de fulmenta, calzado con alta suela de corcho, era de uso general entre las romanas.
El P. Lacerda, en su obra sobre Virgilio, apellida Vincula á la fulmentae; Rodrigo Méndez Silva, en su Catálogo de los Reyes, supone que los romanos, para tener a sus mujeres en clausura, les pusieron chapines, costumbre que observaron las españolas, sirviéndoles en su tiempo (1637) de gala para el paseo; y Navarrete en sus Discursos Políticos, siguiendo á Mendez Silva, asegura que en latín se titularon manicae (grillos). Pero, digan estos señores lo que quieran, los chapines se llamaron fulmentae por los romanos, que se servían de ellos, tanto para defenderse de la humedad del suelo durante el invierno en las fangosas calles de la ciudad eterna, como por vanidad, para ostentar más altura que la suya propia y verdadera. Al menos así nos lo dicen Plinio, Plauto y otros escritores latinos.
Corriendo la historia, el maestro Pere Antón Beuter dice en la Historia de Valencia, hablando de su conquista en 1238: “corrieron todos (los moros), con gran priesa quien primer pudiera besar las manos al rey ó a la reyna y sino el estribo ó el chapín” y, aunque el maestro escribía en el primer tercio del siglo XVI, no parece extraño su aserto al hallar que en 1268 Alonso X, en el Ordenamiento de posturas dado en Jerez, prohibe á los judíos, quizás como objetos dignos de ser usados únicamente por personas de condición, “los çapatos escotados, los çuecos y los çapatos dorados.”
Tenemos, pues, que en la segunda mitad del siglo XIII los chapines, no solo se usan en Castilla y Valencia, sino que son considerados como una prenda de distinción que no más calzan las clases privilegiadas.
Pronto debió generalizarse su uso en la ciudad del Turia, pues ya en 1300 se había formado un gremio de chapineros (tapiners), que debía ser numeroso y contar con abundantes fondos cuando por mano de Jaime Mateu, platero, contribuía con 100 libras valencianas á la obra de Santa Catalina mártir. El hecho lo testifica una lápida encontrada en una excavación hecha frente á la puerta de dicha iglesia, que abre á la calle actual de la Tapinería (chapinería), según testimonio del Dr. D. Agustín Sales. Siguiendo y aumentando la boga de aquel atavío, se le adornó con tal riqueza, que vinieron a constituir verdaderas joyas.
Ya en este punto me contentaré, con citar la donosa sátira que Mossén Jaume Roig, escritor valenciano, hace del sexo débil burgués en el Llibre de les dones, y en el cual, al enumerar las pretensiones de la mujer, dice del combatido calzado:
“60. Espill, orelleres,
Crespina, trena,
Collar, cadena,
Coral e lambre,
Aloes e ambre,
65. prou advezada,
Claver, correja,
Bossa, aguller,
Pinta, crencher,
Stoig, gavinets,
Guants, ventallets,
70. Calçes tapins,
Ab escarpins
De vellut blau,
Mig cofre y clau,
Quant trobar puch;
He tot lo hi duch.
Res no.m valgue,
Ni.m respongue,
Tostemps callant”
En 1709 moría el último maestro chapinero de Valencia, y en el mismo año se vendía la casa gremial situada en la calle de la Tapinería, para pago de deudas.”
“Alisa se halla en el jardín, sentada con un libro en las manos. Sus menudos pies asoman por debajo de la falda de fino contray; están calzados con chapines de terciopelo negro, adornados con rapacejos y clavetes de bruñida plata. Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre; el rostro más bien alargado que redondo. ¿Quién podría contar la nitidez y sedosidad de sus manos? Pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?”
Castilla, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 534.
CHUPITOS.
De chupar. Sorbito de vino u otro licor. Voz onomatopéyica.
CHUCH-, forma la raíz de significados varios, de creación expresiva y onomatopéyica que, en este caso, nos da el vocablo chuchar, en gallego y en portugués, y chupar en castellano.
En chupar, se agrega la consonante p para expresar el contacto de los labios con la teta u otro objeto chupado, creando un vacío. Es el ruido que puede acompañar a la succión.
El chupito se ha ganado una gran popularidad en nuestros días. En Wikipedia, se encuentra la siguiente definición: “Un chupito es una pequeña consumición (no siempre de contenido alcohólico) que se sirve en vasos pequeños de cristal (de no más de 5 ó 6 cm de alto) y que se suele servir en grupos de personas. En muchos casos, aunque no siempre, se ingiere de un solo trago. Es habitual, en las costumbres españolas, ser servidos en los postres (tras el almuerzo), tras la comida y en algunos casos son cortesía de los hosteleros.”
“Como la cortesía rumbosa es cualidad innata del andaluz, unos caballeros de la ciudad me llevaron a sus bodegas y me hicieron catar largamente sus vinos. Deliciosos vinos de fuerte aroma, claros, dorados, y que se beben sin sentir. Se comienza con pudorosos chupitos y se acaba en la tragantada.”
Madrid, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 983.
CONSUNO.
De con– so, del latín sub, bajo, debajo de y uno.
DE CONSUNO.
Se emplea la expresión culta “de consuno” cuando queremos indicar que una acción se realiza de común acuerdo entre varias personas.
Juntamente, en unión, de común acuerdo.
Veamos un ejemplo de la expresión entresacado del periódico «El Entreacto», de Madrid, dedicado a noticias de teatro, literatura y arte. Esta es la edición del domingo 5 de mayo de 1839. El artículo lo firma el dramaturgo, poeta y escritor romántico Antonio García Gutiérrez:
“De esta manera hubiéramos sin duda llegado felizmente al término que nos proponíamos, caminando de consuno en concesión y contemporizando con la intolerancia clásica hasta amalgamar si es necesario las dos opuestas escuelas, único medio que puede darse en el día, á nuestro entender, para que vuelva el teatro á recobrar su esplendor, y acaso también para dar una expresión marcada á esa fisonomía indecisa y hacerla más que ahora nacional.”
Ahora un ejemplo más actual entresacado de una conversación entre un periodista y el político Joaquín Leguina a propósito del Caso Faisán*:
“Hemos llegado a este punto por la falta de coordinación en el aparato del estado. Y por aparato del estado no entiendo sólo a la policía; entiendo también a los jueces. No ha habido coordinación ahí. Porque si lo que se quería era retrasar a ver cuáles eran los resultados de la negociación que se estaba llevando, tenían que haber actuado de consuno las policías y los jueces. Y no actuaron de consuno. Es un fallo. Pero yo no le daría más importancia.”
*El Caso Faisán es el nombre atribuido a una investigación judicial en España, dirigida por el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón—y, más tarde, por su sustituto, el juez Pablo Ruz tras años de inactividad hacia el caso por el anterior juez, ahora exjuez en condena por prevaricación—, sobre una red de extorsión de ETA con base en el bar Faisán de Irún (Guipúzcoa). La investigación concluyó con el procesamiento de 24 personas, implicadas en el envío de cartas de extorsión de ETA (reclamando el «impuesto revolucionario») a empresarios vascos y la gestión del cobro en diversos periodos entre marzo de 2005 y febrero de 2006.
El caso adquirió relevancia pública, sin embargo, debido a un chivatazo que recibió el 4 de mayo de 2006 Joseba Elosua, propietario del bar Faisán y presunto miembro de la red de extorsión de ETA, que le alertaba de una redada. La investigación de la presunta filtración fue desgajada de la causa principal e instruida en un sumario aparte, también por el juez Baltasar Garzón. La investigación fue asignada al juez Fernando Grande-Marlaska tras tomarse Garzón un periodo sabático y retomada por éste a su retorno a la Audiencia Nacional.
La sentencia del caso se dictó en Madrid el 16 de octubre de 2013.
“Los labios hablan de consuno con los ojos y con la frente. No hay en la obra más que mujeres secundarias; no figura ninguna que tenga el condominio de la acción con el personaje. Nos faltaría la nota tierna, delicada, si no tuviéramos, constantemente, con el personaje, un niño, su hijo.”
Para el diario “ABC”, Madrid, 22/6/1950.
El Cinematógrafo, Valencia, Pre-Textos. Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1995, pag. 47.
CUCLILLAS.
De clueco, y éste de clocar. Se dice de la gallina y de otras aves, cuando se echan sobre los huevos para empollarlos.
EN CUCLILLAS.
Del antiguo en cuclillas, y éste de coclillas, de clueca, procedente de la onomatopeya cloc.
Adverbio con el que se explica la postura de doblar el cuerpo de suerte que las asentaderas se acerquen al suelo o descansen en los calcañares.
Hacia la mitad del siglo XVI, se decía en cluquillas, y antes aun, en coclillas, siempre derivado de clueca, por ser ésta la posición que adopta la gallina para empollar sus huevos.
Si observamos a las poblaciones en que el progreso ha penetrado de forma más lenta o, mejor aun, en las poblaciones más alejadas de dicho progreso, observaremos que la posición en cuclillas es en ellos lo más corriente y natural, tanto para descansar como para hacer sus necesidades orgánicas. En nuestro caso, desde el advenimiento de la era industrial, las costumbres y comportamientos han sido regidos por la tiranía de la modernidad, y nos han obligado a convivir con un mobiliario y unos sanitarios, en muchos casos, perjudiciales para nuestro organismo.
La postura en cuclillas es una de las más naturales y sanas que puede adoptar el cuerpo humano; la del hombre moderno, la más antinatural en muchos casos, y esto por varios motivos entre los que se encuentran la relajación de los músculos y nervios que regulan los intestinos, el refuerzo de la musculatura de las piernas, en las mujeres embarazadas, la mejor predisposición al parto natural, también nos protege los nervios que regulan la próstata, la vejiga y el útero, rebaja y previene la inflamación intestinal, previene igualmente contra las hemorroides, hernias y diverticulitis.
¡Que lástima que después de saber todo esto, tengamos que acudir cada día al sanitario o a sentarnos en un sofá que nos está martirizando la espalda!
Un ejemplo en la literatura clásica lo tenemos en Vida del escudero Marcos Obregón (1587), de Vicente Espinel:
“Hízome desatar, y habló conmigo preguntándome todo lo que deseaba saber del renegado: yo le dije la astucia con que se había escapado, con que satisfice algo de mi persona, y puso mucha culpa a los que no siguieron la empresa. Tornéme a mi rinconcillo –aunque no maniatado- y púseme en cluquillas las dos manos en el rostro y los codos en las rodillas, porque no me conociese el músico, pensando en mil cosas. Yendo navegando hacia Génova, viendo que ya se habría dado noticia en Argel que las galeras de Génova corrían la costa, pasamos al golfo de León con un poco borrasca, y habiéndolo atravesado de punta a punta, mandó el general a los músicos que cantasen, y tomando sus guitarras, lo primero que cantaron fue unas octavas mías.”
“A lo lejos, en el fondo, sobre un suave altozano, la diminuta iglesia de Santa Bárbara se yergue en el azul intenso. La calle es ancha, las casas son bajas. Al pasar, tras las vidrieras diminutas, manchas rosadas, pálidas, cárdenas de caras femeninas, miran con ojos ávidos o se inclinan atentas sobre el trabajo. A lo largo de la acera un hombre en cuclillas arregla las jaulas de las perdices, puestas junto a la pared en ordenada hilera. Más lejos, resaltan en un portal los anchos trazos de maderos labrados; dentro, en el zaguán, entre oleadas de virutas amarillentas, un carpintero garlopa una tabla rítmicamente.”
La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 24.