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Pío Baroja, la novela y yo Cultura y comunicación Series

Pío Baroja, la novela y yo (1)

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Una serie de Fernando Bellón

Introducción de Waltraud García

El editor de Agroicultura-Perinquiets se está quedando sin temas. En realidad se está quedando sin colaboradores, fatigados de no cobrar por su trabajo. Es la eterna historia del publicista, el periodista y el literato modernos, que apenas viven del cuento, y para comer deben de colocarse a sueldo como maestros ciruelos, funcionarios de covachuela o matones retóricos que escriben discursos a los poderosos del momento.

Me ha pedido que prologue esta nueva serie dedicada a don Pío Baroja y Nessi, novelista, hombre humilde y errante, a quien leyó de adolescente, sin dejarlo jamás.

—¿De qué va esta serie, don Fernando?

—Pues iba a tratar en un principio de las novelas sobre Aviraneta, un hombre de acción, lejano pariente de don Pío. Pero hace tiempo encontré una tesis doctoral bastante buena sobre el asunto en una caseta de libros viejos, y comprendí que no podría superarla. (Pío Baroja y la historia, de Francisco J. Flores Arroyuelo) Luego me dije que sería interesante tratar de compilar lo que don Pío escribió sobre su forma de novelar, montones de cuartillas a lo largo de su carrera. También encontré otras publicaciones, tesis doctorales y elaboraciones académicas que despejaban el camino de la novedad. ¿Qué podía añadir yo, doña Waltraud, a tan autorizadas voces?

—¿Y luego? —me salió, expresión gallega que debe venir de la familia de mi padre, el emigrante en Alemania

—Luego de descartar esos caminos ya recorridos, pensé que la única novedad que yo podía aportar sería mi propia experiencia con Baroja. Mis lecturas tempranas, mi fidelidad a él, su magisterio en el oficio, su armadura de viejo achacoso, malhumorado y escéptico. Uno se va pareciendo con la edad a quienes le han configurado, y don Pío Baroja ha sido un segundo padre para mí.

—Entonces va a hablar de usted mismo, una especie de autobiografía literaria.

—No es ese el propósito, aunque la serie transcurrirá por ahí. Yo me tengo por escritor, novelista y ensayista básicamente, y luego periodista. Con este último oficio me he ganado la vida. Y he empleado los ratos libres para practicar la literatura.

—¿Sólo practicar? Quiero decir, que habrá publicado algo.

—Una biografía de un pintor comunista (Renau, la abrumadora responsabilidad de arte, y un libro práctico sobre técnicas de periodismo (Los informativos electrónicos). Por eso digo practicar. Soy un autor con dos libros publicados (reproducidos en Agroicultura Perinquiets). Esto me tuvo amargado algún tiempo, y llegué a sospechar que mi trabajo carecía de mérito. Asomarme a ese abismo me separó de él. Comprendí que el mérito no está en la obra publicada, sino en la obra escrita. A lo largo de los tiempos, los escritores ignorados han sido multitud. En unos pocos casos alguien les ha sacado del anonimato. Pero queda la multitud que sigue fuera del juego editorial. Me refiero a personas con oficio, con obra apreciable y sólida. Fue entonces cuando empecé a conocer el mundo digital. Encontré en él la oportunidad que no había tenido en el papel. Que tuviera escasa o nula penetración en el público no era un problema. La clave era poner a disposición de los lectores mis trabajos. Que los lean o no depende de la buena publicidad y de lo aleatorio. Muchas personas se editan a su costa un libro, y luego de imprimirlo no pueden venderlo y lo acaban regalando. Así que es mero pragmatismo nada vergonzoso regalarlo directamente, infiltrarlo en la Red a disposición de cualquier lector de los más alejados rincones del planeta.

—Pero no formar parte de la nómina de autores publicados, le condena a ser un escritor inexistente.

—¡Qué le voy a hacer yo! La mayoría de los escritores más publicados dejarán de existir en cuanto mueran o incluso antes.

—¿Nunca se ha presentado a concursos?

—Claro que sí. Me dieron un primer premio ex aequo en Móstoles. Nada más. Mi estilo, que debe mucho a la sencillez barojiana, era disuasivo para los jurados. Para aspirar a un premio tienes que ser un personaje conocido, al menos para alguien del jurado. Y otro requisito es tener una escritura retórica que parezca novedosa. Los dos juntos garantizan el éxito. Cuando era joven y frecuentaba círculos literarios, una chica francesa me dijo que mis cuentos eran romos y vulgares. Lo que quería decir es que mi estilo no era retórico, no que la narración fuera mala o la trama aburrida, porque los otros autores del grupo escribían cosas a veces incomprensibles, a veces inanes, pero con un estilo pomposo. ¿Quiere que le ponga un ejemplo?

—Sí, por favor.

—Pues esto es un párrafo que he leído no hace mucho en una revista digital, Campo de Relámpagos, firmado por Mario Bellatín, a quien no conozco ni sé quién es, titulado “Las nuevas escrituras”. En este momento deseo referirme a la necesidad de la aparición de una Nueva Escritura. De una manera de narrar propia que, de alguna forma, señale, refleje, el genocidio anónimo, de una intensidad apenas conocida en su verdadera dimensión, que atraviesa nuestro territorio, desde las nevadas zonas donde habitan los inuits en Canadá, pasando por la eugenesia sistemática que se lleva a cabo en los alrededores o centros de las principales ciudades de los Estados Unidos, y que sigue su avance asesino hacia el sur, tomando la totalidad de México, de Centro América, las costas negras del Pacífico, los distintos países de Sudamérica, los Andes, que, a partir de diferentes posturas políticas, son campos propicios para la aparición constante de la muerte. ¿Entiende lo que quiero decir?

—¿Se refiere a lo que quiere decir el autor citado? Pues la verdad es que no.

—Yo tampoco. Lo pongo como ejemplo de retórica vacía.

—En el periodismo ha conseguido usted algún scoop, ¿verdad?

—Creo que fui el primer periodista español que entrevistó a Nelson Mandela. Y no he sido un mal reportero, aunque también he hecho un poco el ganso. Trabajar en la televisión me ha permitido ir a lugares del mundo a los que uno no va con su sueldo. Pero habría preferido trabajar en un medio escrito. Empecé así. En 1967 estudiaba Filosofía y Letras. En vieja facultad conocí a un estudiante con quien desde entonces he mantenido relación, Andrés Arenas, profesor de instituto de Inglés luego, y autor de varios libros, entre ellos una estupenda biografía de Hemingway. Publicamos una revista que llamamos “NO SI”, por llevar la contraria. Fueron dos o tres números, y nos dejó satisfacciones, sobre todo la de hacerla juntos. La escribíamos a máquina con un par de papeles de calco, esa fue toda nuestra circulación. Al año siguiente me matriculé en la Escuela de Periodismo de Madrid.

—Gracias, don Fernando, y que tenga suerte con su trabajo.

—Ya le digo, doña Waltraud, lo mejor es la satisfacción de hacerlo.

Uno

Admiro y envidio a quienes conocen bien la Teoría de la Literatura. A quienes escribimos novelas este conocimiento nos resulta muy útil. El problema es que la Teoría de la Literatura, para quienes la urden y argumentan, es un secreto intrasmisible. Lo he intentado con algunos académicos, y no entendía casi nada. Hay excepciones.

Me consta que en las universidades anglosajonas existe una materia llamada Professional Writting bastante útil en todas las ramas de la creación literaria, incluido el ensayo. También es usual en los países de ese área lingüística que los escritores reconocidos y los no tan populares dicten lecciones en los Colleges basadas en su práctica y en su conocimiento. Esto interesa más que las construcciones teóricas.

Me he formado como periodista y como escritor por mi cuenta. Las clases de la Escuela Oficial de Periodismo me fueron útiles muy en general, incluidos los profesores, que parecían algunos sacados de los recuerdos del Pío Baroja estudiante; pero es la experiencia la que construye el conocimiento. Como los autores profesionales (¿soy un periodista profesional a mis 72 años, ahora que trabajo sin cobrar? esto no es del todo verdad, cobro mi pensión), echo en falta una base técnica aprendida en las aulas. Casi todos los que se dedican a la música han pasado por un conservatorio. Hoy son raros los artistas plásticos que no se han licenciado en Bellas Artes. Pero entre los escritores y los periodistas predominan los que “se han hecho a sí mismos”. Para ser un buen profesional hay que dominar las técnicas de tu oficio, y cuando no has asistido a una buena escuela, ese dominio cuesta años.

Se puede objetar que el artista es una persona dotada por la naturaleza o el destino, que, o lleva dentro la inspiración o no puede pasar de artesano. Pues es posible, pero para llegar a profesional se ha de atravesar el artesanado. Hasta bien entrada la Edad Moderna, las enseñanzas artísticas (la techné griega) seguían un curso indeclinable: se aprendía con el maestro y en casa del maestro. Luego vino la educación reglada, y se perdieron las ventajas de la práctica diaria del oficio.

Dos de los pocos casos que conozco de buena enseñanza de la Teoría de la Literatura son el de Jesús Maestro, profesor en la universidad de Vigo y que se atiene al Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno, y el de Alfonso Martín Jiménez, profesor en la universidad de Valladolid. Pongo los enlaces a disposición del lector curioso. También encuentro destacable la serie de Youtube del malagueño Adelardo Méndez Moya, Retrologando, que resume con precisión e ingenio en veinte o treinta minutos la trayectoria de un escritor, de un director de cine y hasta de los autores de lo que en mi juventud llamábamos tebeos o historietas.

Advierto de todo esto para que se me disculpe el atrevimiento de tener mi propia teoría de la literatura, así en minúscula.  A falta de lecciones que nunca recibí, he tenido que ir construyéndome un análisis propio, para entenderme a mí mismo y para entender a los demás en el campo de la creación literaria. Admito que he tomado lecciones en YouTube, pero hay que hacerlo con método y constancia, no valen los cursillos o seminarios de creación literaria o, por ser justos, valen poco.

Lo primero que me fastidió fue reconocer que escribir una novela requiere un orden. Me fastidió porque, no sabiendo yo cómo hacerlo, la improvisación era mi único útil, y me costaba un gran trabajo. Así que empecé a leer con el lápiz en la mano, subrayando y apuntando notas. Me sirvió de mucho. Lo hice más o menos desde los 16 años, sin auxilio de nada ni de nadie, porque cuando buscaba consejo en los libros no me enteraba de nada, y en las personas, daba casi siempre con un pedante acomplejado.

Ese trabajo de juventud se convirtió en un sólido cimiento sobre el que no construí edificios (novelas) hasta pasados los treinta años y, sobre todo, a partir de los cincuenta. Mejores o peores, mis novelas están colgadas en la página Perinquiets-Libros. El hecho de que no haya publicado en papel ninguna se debe a razones prácticas: no encontré editor que hiciera su trabajo, publicar, distribuir y vender el libro y me ha parecido que ponerlos al alcance de cualquiera en lugares remotos del planeta, y gratis, es una buena idea. Los hay que se pagan la impresión, algo que se ha convertido en un negocio de pícaros y farsantes en ese mundo basado en la ilusión y en el ego del escritor no reconocido en los media.

Pío Baroja, a quien va dedicada esa serie, decía en sus memorias que nunca leería las de un gran escritor, porque le desilusionaría; “pero de un escritor oscuro, puede que sí”. Me siento aludido, y lo tengo en cuenta en la redacción de estas páginas.

Mi primer novelista de fuste fue Pío Baroja. Y sigue siendo mi favorito, cosa que no debe interpretarse como que me parece el mejor. Me debe de pasar lo que Andrés Trapiello definió como el lector barojiano: “Los lectores de Baroja parecerían siempre salidos de sus novelas, como una formación cordial de su literatura, quizá por que en el fondo terminan pensando lo mismo que él”. Y también, “Cuando a uno le gusta Baroja no hay libros mejores o peores entre los suyos.” Me pasa a mí, que no he leído todo Baroja, como a Trapiello, que debe tener hábitos de lectura insoportables para mortales normalitos.

Así pues, se me ha ocurrido preparar una serie para Agroicultura-Perinquiets dedicada al gran autor vasco. Para hacerla bien, me veré obligado a argumentar y sintetizar mi teoría de la novela, basada en la experiencia de mi oficio.

Hela en un par de párrafos.

La novela moderna, la que tiene una estructura literaria que supera a las narraciones épicas antiguas y medievales, se plasma por primera vez en el Quijote, así que nuestra lengua, el español, tiene la suerte de ser la iniciadora de un género; algo que no es casual, sino la manifestación de un hecho histórico. Cervantes vive en la gran potencia imperial de la época. Lo que resulta chocante es que no fue consciente de su innovación, y hasta el último instante de su vida, creyó que la novela bizantina, el Persiles y Sigismunda, era la buena y verdadera. Quizá el Quijote fuera para él un experimento o una broma.

La literatura, como cualquier disciplina artística, se dirige a las emociones del ser humano. Otros aspectos de la inventiva de los hombres y mujeres se dirigen a la razón, al aprovechamiento científico y técnico, a responder a las necesidades físicas y morales. El novelista y el poeta necesitan una formación y una experiencia estética y psicológica que le permita objetivar escenarios, tramas y personajes. Salvo en tipos excepcionales como Jorge Manrique o Garcilaso, ambos muertos jóvenes y en asedios, al escritor le cuesta décadas llegar a serlo.

La virtud no es dominar la técnica. La virtud literaria, el valor estético lo pone el creador. Hay creador sin técnica o con una técnica basta y elemental. Pero el dominio de la técnica no garantiza una creación valiosa, como mucho un folletín mediocre.

¡Qué se va a hacer! A mí el libro que me gusta es el que no tiene ni principio ni fin. Ni alfa ni omega. Me agrada la novela permeable y porosa, como la llama un amigo nuestro; melodía larga que sigue y no concluye, escribió Baroja en el prólogo de Los amores tardíos.

Sondeando en libros de académicos sobre Baroja he encontrado testimonios de los que se deduce que los novelistas españoles que empiezan a publicar a inicios del siglo XX, Baroja entre ellos, utilizan estilos, registros se diría ahora, de pura vanguardia. Rompen la estructura de la novela, como hicieron sus contemporáneos franceses, ingleses o alemanes. Son novedosos y atrevidos, pero al escribir en español y desde España han sido ninguneados en beneficio de foráneos. Sólo los investigadores expertos europeos o norteamericanos conocen esta impostura, que ha desbordado, como suele suceder en casos semejantes, las fronteras y ha quedado como verdad inapelable: los novelistas españoles son mediocres, al lado de sus colegas transpirenáicos. Eso dejando de lado la novelística hispanoamericana, la portuguesa y la brasileña, plagada de autores extraordinarios.

Esta ruptura de la novela convencional tiene un valor especial, que también ha pasado inadvertido. En el declive del siglo XX se han publicado en España novelitas y novelones que pasan por novedades literarias. La ignorancia y la cara dura siguen siendo moneda corriente en la literatura.

Dos

Mi padre, una persona con elevado amor propio, fue empleado de banca. La guerra civil le empitonó en su adolescencia, en medio de sus estudios elementales, que nunca completó. Pero el ansia de saber le condujo a crear en el cuarto de estar una librería de ficción y de ensayo. La mayoría de los volúmenes era de la Colección Austral.

Yo crecí en un comedor-sala de estar una de cuyas paredes estaba cubierta de libros. Para mí aquella visión fue natural, pero era una anomalía en el hogar de un empleado de banca. Entre otras cosas porque mi padre fue pluriempleado, y no sé de dónde sacaba el tiempo para leer. Muchos de aquellos libros los he heredado, y contienen marcas, subrayados y breves anotaciones. Los leyó. Leyó a Hegel, a Kant, a Dickens, a Dostoievski, a Ortega y Gasset, a Unamuno, a Valle Inclán, a Ramiro de Maeztu, a Azorín, a Baroja y a muchos más, españoles y extranjeros.

Antonio Bellón no habría sido un buen profesor o maestro, porque las intentonas que realizó conmigo y con mis hermanos le sacaban de quicio, y a nosotros todavía más. Pero sí habría sido un excelente académico, un estudioso. La formación de mi padre se la procuró él mismo, a base de la experiencia, la dedicación y el esfuerzo. Era defectuosa, pero sólida. De familia religiosa, lo más curioso de él es que su actitud moral no era la del católico, laxa y optimista, sino la del protestante, más luterano que calvinista. Se aferraba al principio de que el trabajo es la garantía de la salvación. Debe estar en el más alto de los cielos luteranos.

Alguna vez que me pilló trasteando en la biblioteca, me advirtió que algunos de aquellos libros no eran para mí, que no iba a entenderlos, pero jamás me prohibió leer nada. Se refería a las novelas, que contienen más veneno que las teoría filosóficas.

Tendría yo doce o catorce años cuando me regaló por Reyes Los pilotos de Altura, de Pío Baroja. Fue el primer libro suyo que leí. Luego vinieron Las inquietudes de Shanti Andía, Aventuras, Inventos y Mixtificaciones de Silvestre Paradox, La leyenda de Jaún de Alzate, hasta leerme más o menos la mitad de su producción, en ocasiones dos y hasta tres veces una novela, además de sus memorias y ensayitos.

Sin embargo, el autor que más me influyó hasta los dieciocho años fue Azorín, de quien mi padre tenía casi todos los libros publicados en Austral, más que las novelas de Baroja. Quizá eso, tener a mano tanta obra, me mantuvo en ella. Me pregunto qué encontraría mi padre en Azorín, algo que no pudo ser lo mismo que vi yo.

Azorín era un escritor sumergido en una melancolía que hoy me recuerda al budismo. Y yo en mi juventud universitaria era un tipo melancólico, la afectación que tuvo en mí el tránsito a la madurez, por razones que me voy a saltar, porque este texto se está convirtiendo en un psicoanálisis. Llegué a escribir a Azorín una carta doliente que jamás tuvo respuesta, aunque yo la envié a la dirección correcta.

Azorín fue siempre amigo de Pío Baroja, cuya melancolía fue más iracunda que pasiva. El caso es que, después de pasar años leyendo a Azorín, enriqueciendo mi vocabulario y doliéndome por los estragos del mundo moderno y adoptando la nostalgia azoriniana por el antiguo, me pasé a Baroja, que era dinámico, divertido, y seguí leyéndolo con fruición y aprovechamiento.

Ahora que voy enterándome de las vidas y milagros de aquellos escritores, y veo que fueron tan feroces como animales domésticos, me sorprendo con algo obvio, natural, que padecieron las mismas dolencias literarias, los afectos y las fobias de los autores de todos los tiempos y naciones. Y es que yo los he conservado en hornacinas juveniles, protegidas por el cristal de la ingenuidad durante todo este tiempo, que es mucho y dice poco bueno de mi ingenio.

Un hecho anecdótico y representativo: cuando me embarqué, ya crecidito, por mi cuenta en la lectura literaria, dediqué horas a los escritores españoles, clásicos, antiguos y contemporáneos. Uno de estos últimos fue Alfonso Grosso. En algún rincón de mi biblioteca conservo su Gambito de Dama, que leí con tozudez varias veces, haciendo análisis de texto, subrayando el sujeto, el verbo y el predicado de la oración principal, casi siempre llena de excursos de varias páginas. Hice otro intento con Juan Benet, pero no podía pasar de la página diez de Volverás a Región, no entendía nada, igual que con Grosso, pero ya estaba vacunado contra el virus de la tozudez. Aprendí a descifrar los misterios de la creación no popular, basados en la oscuridad del lenguaje. Y volví a Baroja. Luego he sabido, buceando en los ensayos modernos sobre el vasco, que Benet admiró a Baroja. Me parece cosa chocante.

Tres

Baroja se esforzó por quitar de su literatura lo retórico, que dominaba en su época igual que ahora, si bien hace un siglo los retóricos eran más pedantes que hoy. En el prólogo a Las figuras de cera, de la serie “Las memorias de un hombre de acción” (Eugenio de Aviraneta), dice que a la novela se le debe quitar lo romántico y dejar la realidad, la verdad escueta. Añade que la novela tiene más verdad que la historia. El Quijote da más impresión de la España de su tiempo que ninguna obra de los historiadores nuestros. Y lo mismo pasa con La Celestina y con El gran Tacaño”.

Al prólogo de La nave de los locos, también de la serie Aviraneta, lo califica Baroja de “casi doctrinal sobre la novela”. Lo tengo bien leído y subrayado, cosa que recomiendo a los jóvenes decididos a hacerse escritores. Es una respuesta al ensayo de Ortega y Gasset Ideas sobre la novela.

Decía Ortega: Baroja es un caso lamentable de una inspiración novecentista que ha naufragado dentro de un hombre del siglo XIX. Una clara impetuosidad de arte palpita en el subsuelo de todos sus libros; cada volumen es una mazmorra de tópicos ideológicos y estéticos dentro de la cual viene el poeta prisionero […]. El arte —e igualmente la verdad y la virtud— tienen que ser sinceros, no hay duda. Pero en modo alguno se hallan constituidos por la sinceridad. Es esta ley de la acción —estética o moral— en el mismo sentido en que es el principio de contradicción ley del pensamiento. Y, sin embargo, a despecho de este «sincerismo» agobiante, yo no creo que exista en España una intención estética superior a la de Baroja. De cada página suya parece levantarse un arte novísimo que al volver la hoja vemos caer en tierra como un gran pajarraco de alas muy cortas. De ningún libro de Baroja puede decirse que esté bien. Atráenos a la lectura la sugestión de cierta cosa vaga, donde columbramos los atributos de fuerza, originalidad, ardor, luz áspera —todo eso que indecisamente creemos significado en la palabra «Baroja»—, y salimos de la lectura insatisfechos: las vagas formas de la promesa no han llegado a hacerse tangibles.

La cita está tomada de José-Carlos Mainer. Pío Baroja (Colección Españoles Eminentes)

Si mis interlocutores y yo hubiéramos sido bastante psicólogos para comprendernos unos a otros con exactitud, quizá en vez de defender una tesis, nos hubiéramos definido cada uno a nosotros mismos con absoluta exactitud y, después de definirnos, no hubiéramos tenido necesidad de discutir, afirma Baroja en el citado prólogo. Es evidente que no coincidían Ortega y él en la visión de la novela y de la filosofía, aunque fueron amigos e hicieron viajes juntos. Esto hoy sería rarísimo. No imagino a Rosa Montero y a Pérez Reverte navegando por el Mediterráneo en el velero del académico.

La novela, hoy por hoy [1925], es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente, dice repasando los géneros que se iban imponiendo en su siglo, incluida la ciencia ficción.

Lo complicado para Baroja era inventar personajes que tuvieran vida y que no fueran necesarios sentimentalmente. Esto es algo difícil de entender. Después de esto, dice que Cervantes, Shakespeare, Defoe y otros novelistas y dramaturgos han creado personajes inmortales. Mientras que Balzac, Dickens, Tolstoi y Dostoievski han dado personajes subalternos. Estos últimos son los maestros de Baroja. No le duelen prendas en considerarse un creador de personajes subalternos, psicológicamente innecesarios. Admite que a su Aviraneta le falta el sentido de lo patético.

Es curiosa esta sinceridad, que fue virtud elemental del escritor vasco.

Comenta en ese prólogo el trabajo de algunos novelistas. De Stendhal dice que su Julián Sorel de Le Rouge et le Noir, basado en hechos reales, algo de moda siempre, no se parece al original, un seminarista llamado Berthet, un fracasado de pies a cabeza, mientras que Sorel es un héroe romántico. De Dostoievski dice que domina en sus novelas el inconsciente, el instinto. Y deduce con clarividencia una cosa que los teóricos de la literatura tardaron en ver: “Toda la gran literatura moderna está hecha a base de perturbaciones mentales.”

Algo también lúcido sobre la técnica: “si se pudiera separar del autor y ser empleada por otro no valdría gran cosa”. El valor lo aporta el creador dotado, la técnica literaria es pura osamenta, algo que se ve en la riada de novelas policíacas, de intriga y catastrofistas del presente, casi todas iguales. Ya dentro de la vulgaridad cotidiana, casi prefiere uno el novelista de mala técnica, ingenuo, un poco bárbaro, que no el fabricante de libros hábiles, que da la impresión de que los va elaborando con precisión en su despacho, como una máquina hace tarjetas o chocolate.

Esto me recuerda la noticia que me dio una persona vinculada al mundo editorial sobre determinados superventas de autores prestigiosos. Las novelas, afirmaba, las componían equipos de negros a quienes el autor famoso trasladaba un órgano de ideas, que ellos interpretaban según el estilo del figura. En el prólogo a una edición conmemorativa de Catch 22, su autor Josep Heller da pelos y señales de cómo se escribió el libro, a base de rectificaciones, arreglos, supresiones y añadidos, todo sugerido por sus editores, el más exigente de ellos Robert Gottlieb. Al menos Heller, que era un pretencioso según su hija, no escondía la verdad.

Baroja se divertía siendo contradictorio. Era una forma de mostrar que la academia le traía al fresco. Sobre la “verdad del detalle” necesaria para los novelistas, decía que se oponía a la técnica. De ahí que para muchos, entre los cuales yo me cuento, sea más divertido, sea más ameno leer las anécdotas de Chamfort que a Chateaubriand o a Flaubert. Algo así como decir ahora que uno prefiere una película de Santiago Segura a una de Amenábar.

El oficio de novelista “no tiene metro”, según expresión de un carpintero que juzgaba otros oficios. Baroja se compara con un salchichero, y se distancia de un relojero, donde el milímetro es imprescindible. A continuación, defiende que el novelista haga lo que le dé la gana con su creación: ¿no hablaron con su propia voz, interrumpiendo sus textos, Cervantes y Fielding, Dickens y Dostoiewski? ¿No interrumpía Carlyle la historia con sus magníficos sermones?

Esto, a los Mario Bellatín de turno, que buscan una Nueva Escritura que refleje el genocidio anónimo, les desmonta su torpe argumento: la vanguardia es tan vieja como el hombre.

Mainer, citado antes como magnífico estudioso de la literatura, dice en un momento, que la novela procede de un descendimiento de la rotundidad de la épica al azar entreverado de certezas que es propio del nuevo género. Pero Baroja se supo testigo de otra nueva degradación que llevaba la novela a las cercanías del «reportaje» y que trocaba la rotundidad caracterológica de los antiguos héroes en el merodeo indeciso de «lo psicológico».

A Baroja esta apreciación le habría hecho soltar un bufido anti retórico. Para él “una novela es posible sin arquitectura y sin composición”. Toma ya. Mejor que un dadaísta de café.

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