Alcarràs, evocación de una Arcadia imposible
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Un artículo de Fernando Bellón
(La ilustración de portada es un huerto de frutales de la Ribera Alta, en Valencia)
Alcarràs es una estupenda película, aunque yo la sitúo en el límite entre la realidad documental y la ficción. No narra de modo convencional un conflicto con subtramas adecuadas. La directora, Carla Simón, coloca la cámara en mitad de los actores aficionados que interpretan un guion sin texto, según me parece. Esto se consigue acostumbrando a niños y adultos a la presencia de un equipo de rodaje, y pidiéndoles que se olviden de la tramoya técnica. El resultado es admirable. Vemos cómo la familia, con sus méritos y sus deméritos, es la base fundamental de la relación social, en el Plà de Lleida o en Jerez de la Frontera.
Leo en una página dedicada al cine esto: Como cada caluroso verano en Alcarrás, el pueblo destaca por la gran cosecha de melocotones que consiguen sus habitantes. Para la familia Solé, sin embargo, las cosas han cambiado este año. Un día, los integrantes de esta familia se despiertan para descubrir que algunos tractores están arrancando sus árboles.
No es verdad. El conflicto, sí. Pero, insisto, la película no gira en torno a un conflicto. Solo se muestra de pasada. Y eso de que “un día se despiertan para descubrir que unos tractores están arrancando los árboles” es la conclusión de la historia, no el principio; esa escena cierra la película, que se abre con una tremenda excavadora quitando de en medio un viejo Dos Caballos en mitad de un campo que sirve a los niños para jugar. Este círculo es la única evidencia de una tensión narrativa de “baja intensidad”.
Se mantiene en otras dos escenas, en las que sabemos (pero hay que estar muy atentos, porque la información es indirecta y en una conversación doméstica) que un terrateniente leridano, al que la familia protagonista de Alcarràs salvó la vida escondiéndolo de “los rojos” durante la Guerra Civil española, prevé arrancar los frutales de la familia para instalar un campo solar. Frutales que la familia ha cultivado desde siempre en usufructo mediante un pacto verbal. Esto era algo común en las tierras españolas, y producto de conflictos que, a veces, son significativos.
Sospecho que Carla Simón ha aprovechado una circunstancia que empieza a darse en muchas regiones rurales españolas, para presentar la contradicción entre la agricultura como bien primario y una nueva tecnología de las que llaman “sostenibles”.
El conflicto entre la pequeña industria y las instalaciones mecánicas fabriles de los siglos XVIII y XIX. O el conflicto entre pastores y labradores, que a nosotros nos suenan de películas del Oeste, aunque es mucho más antiguo: en la España de los Austrias era un problema frecuente, entre al Mesta y los agricultores, hasta que se fueron resolviendo gracias a los acuerdos, y a la ruina de la industria textil española.
Los conflictos narrativos no son tales si no intervienen personas, seres humanos. No hay conflictos entre la agricultura orgánica y la convencional, entre la pequeña industria y las grandes fábricas de antaño y de hogaño. Esa es la versión sociológica, económica o política. La versión humana es la que nos llega.
Por eso digo que Alcarràs es una buena película. Carla Simón ha elegido una narración etnográfica sobre una narración convencional. Es el espectador el que saca la conclusión de que los terratenientes son unos chulos abusones. No hay ninguna muestra de eso, sino más bien de lo contrario, el terrateniente ofrece a los payeses la posibilidad de dedicarse al cuidado de las placas solares, menos trabajo y mejor pagado. Y todo esto se cuenta de una forma efímera, adjetiva, que puede pasar desapercibida.
A mí me ha conmovido especialmente Alcarràs por razones de “memoria personal”, de nostalgia.
En el verano de 1971 realicé prácticas (pagadas) de periodismo en el diario del Movimiento “La Mañana de Lérida”. Y las dos terceras partes del año 1973 las pasé como redactor.
Esas primeras impresiones profesionales dejan huellas imborrables. Yo había elegido una ciudad de provincias porque no quería ganarme la vida en Madrid, donde había vivido y penado desde la niñez. Soy nacido en Alcoy, pero mi familia procede de Murcia, de Almería y de Jaén. En mi juventud busqué raíces en mi accidental origen valenciano, y me hice “protocatalanista”. Leía a Joan Fuster. Me suscribí a una revista juvenil de los frailes de Montserrat, Oriflama, y cosas así. No hablaba catalán, pero tenía una base infantil de valenciano que me facilitaba las cosas.
En Lérida descubrí que mi oxidado valenciano era semejante al catalán del Segrià. (Según los lingüistas, el valenciano procede del catalán del interior, pero todo es discutible en estos ámbitos de la lengua, porque en el recién constituido Reino de Valencia se hablaba, además del árabe, que probablemente no sería mayoritario, alguna variedad evolucionada del latín.)
Alcarràs está en “leridano”, aunque la dicción de los payeses, supongo que incitada por la directora, es difícil de seguir. El problema es que recurrir a los subtítulos es trabajo perdido, porque la mayoría de las conversaciones son medio improvisadas, y el lenguaje coloquial tiene un contexto que hace el entendimiento muy difícil si no se está al tanto de él. Serían unos subtítulos llenos de notas al pie de página.
Yo conocía esos contextos. Llegué a conocer bien la agricultura leridana del Plà de Lleida o el Segrià, la Terra Ferma. Una de mis primeras salidas nocturnas tras cerrar la edición del diario a medianoche fue a una gasolinera de Alcarrás, donde me llevaron compañeros del periódico. Nos metimos en una huerta y cogimos algunas peras y melocotones. También fui ese verano y el del 73 a algunas fiestas municipales que se realizaban en los almacenes de fruta, donde se reunían los miembros de los casales a cenar y a bailar. En la película aparecen penyas, que no sé si son una sustitución de los casales o algo aparte.
Me ha sorprendido en Alcarràs el testimonio de las fiestas de la juventud rural. En la mía, era rarísimo que la gente se congregara para embrutecerse con ruido, alcohol y drogas. En cincuenta años, la diversión juvenil ha evolucionado hacia la autodestrucción. No creo que sepan lo que hacen.
También participé en alguna cargolada aliñada con tomate o con all-i-oli. Ahí sí se bebía porque los caracoles dan sed, pero no era frecuente que las personas salieran borrachas.
La vida en los pueblos era y sigue siendo como se muestra en Alcarràs, con muchas más comodidades hoy y una mecanización absoluta del campo (hace medio siglo Lérida era la provincia española con mayor mecanización agrícola). Las protestas agrarias entonces eran algo impensable. En Alcarràs se muestra una que no tiene nada que ver con el “conflicto” de la película. Los precios de los productos del campo son motivo de disgusto y de protestas en toda España, en Francia, en Italia y en todos los estados de a U.E., con frecuencia con intereses cruzados entre agricultores de aquí y de allí. Si se muestra en la película el asunto es para hacerla más etnográfica y quizá para abultar el metraje.
Me cuentan que alguien del mundo del cine ha dicho algo así como que “Alcarràs es la mejor y más extraordinaria versión de El Jardín de los Cerezos, de Chéjov”. O ha visto otra película o es un supino pedante.
Alcarràs sí es la evocación de una Arcadia imposible, algo muy de intelectuales náufragos en la tempestad del arte.