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"El Criticón" de Baltasar Gracian Cultura y comunicación Series

Baltasar Gracián, un surrealista temprano («El Criticón», 2ª parte)

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Llama la atención a primera vista o lectura que esta segunda parte de El Critcón es más ágil que la primera. Se advierte que Gracián había acumulado experiencia. Las caminatas de Critilo y Andrenio por desconcertantes paisajes, proto surrealistas, son más pintorescas, graciosas, coloristas.

(La primera parte de esta serie se ,encuentra aquí: Baltasar Gracián y «El Criticón», cenizos clarividentes) El mapa muestra Europa tras la paz de Westaflia. 1648)

Fernando Bellón

El estilo conceptual del autor es más ligero, aunque también puede ser que el lector se haya acostumbrado a él y le parezca más accesible. Uno llega a pensar que Gracián es un infatigable creador de jeroglíficos y acertijos, que el lector moderno ha de descifrar para salir contento en su culto empeño.

Es un estilo cortado a cincel sobre piedra berroqueña. Y en esto me hace evocar a Benito Espinosa, barroco coetáneo del aragonés, y su Ética demostrada según el orden geométrico, escrita en latín, la lengua culta por antonomasia con permiso del griego. El Barroco, que supone una segunda ruptura con la Edad Media, no se separa de la filosofía escolástica, y construye la retórica de un modo geométrico. Después del Barroco, el Clasicismo y la Ilustración harán derivar el pensamiento por los meandros de la res cogitans o íntima de los filósofos y por el noumenos o espíritu kantiano, para entendernos, cuyo descifrado es casi aleatorio, una vez impuesta la libre interpretación en la filosofía protestante.

La segunda parte de El Criticón lleva como subtítulo «Juiziosa cortesana filosofía en el otoño de la varonil edad». Gracián se lleva a sus protagonistas de viaje por la edad madura, para que maduren observando vicios, incongruencias y vanidades en las que ellos mismos caen y viven en sus carnes. Pero siempre cuentan con algún sabio benevolente que les aparta de la ciénaga.

Nos ofrece Gracián un circo o un zoo de las debilidades humanas, una descripción minuciosa, colorida, sagaz, de la que podrían sacar chistes y argumentos sarcásticos y divertidos los comediantes de moda o momos. Algunos es posible que hayan leído El Criticón.

En la Crisi Undézima, dedicada a la vanidad y a la fama, aparece un personaje rastrero y repugnante, inferior, bichejo canalla llamado Momo. Se dedica a romper cristales a discreción, es decir a arrojar piedras y a esconder la mano. De esta guisa confunde a los desgraciados que reciben el cantazo, y lo devuelven a sus vecinos.

En oportuna nota, el editor Santos Alonso recuerda al poco iniciado lector (yo, en este caso) que Momo «era dios de la locura y de la burla, y a causa de sus sarcasmos fue arrojado del Olimpo por los otros dioses». Los momos actuales han ocupado el olimpo de los teatros y de las televisiones, y no los echan de allí sino que les pagan estupendos aguinaldos. Por eso digo que alguno de los más avisados se habrá apropiado de los sarcasmos de Gracián, y ha hecho bien.

Copio el índice de esta segunda parte, por ser necesario para entender lo que luego se comenta.

Crisi primera: Reforma Universal.

Crisi segunda: Los prodigios de Salastano.

Crisi tercera: La cárcel de oro y calaboços de plata.

Crisi cuarta: El museo del Discreto.

Crisi quinta: Plaça del populacho y corral del vulgo.

Crisi sexta: Cargos y descargos de la Fortuna.

Crisi séptima: El hierro de Hipocrinda.

Crisi octava: Armería del Valor.

Crisi nona: Anfiteatro de monstruosidades.

Crisi dézima: Virtelia encantada.

Crisi undézima: El texado de vidrio y Momo tirando piedras.

Crisi duodécima: El trono del Mando.

Crisi dezimatercera: La jaula de todos.

Es simpática la costumbre de Gracián de introducir cada capítulo o crisi con una reflexión filosófica. Unidas todas, que harían treinta y ocho, compondríamos un tratado de cerca de cincuenta páginas, posible resumen de la filosofía del jesuita rebelde.

En «Reforma universal» nos presenta a los protagonistas así: «Hallábanse ya nuestros dos peregrinos del vivir, Critilo y Andrenio, en Aragón, que los estrangeros llaman la buena España, empeñados en el mayor reventón de la vida». Por reventón ha de entenderse «la trabajosa cuesta de la edad varonil». Lo primero que se encuentran es a un tipo con el cuerpo cubierto de ojos. Se trata de Argos apodado Panoptes, que todo lo ve, nos recuerda Santos Alonso.

Tener muchos ojos previene de errores de comportamiento y de juicio. Argos les advierte, «¿No sabes tú que casi todos los arrimos del mundo son falsos, chimeneas tras tapiz que hasta los parientes falsean y se halla peligro en los mismos hermanos? Maldito el hombre que confía en otro y sea quien fuere.» Como lo dice un pagano, Gracián se permite enmendar algo el catecismo cristiano.

Pesimismo absoluto, pero útil. No debe nadie fiarse ni de padres, hermanos o hijos. Se debe vivir sin arrimo a nada, «estarse solo, vivir a lo filósofo y a lo feliz».

Preguntan a Argos milojos dónde les lleva. Y contesta que él es un simple guarda, un aduanero, que revisa lo que cada viandante lleva para requisar el contrabando. El contrabando son las niñerías, las mocedades, toda la carena que se va acumulando en la juventud, y que en la edad adulta son defectos vergonzosos y punibles.

Les conduce por una empinada cuesta, aunque dotada de bancos bajo frondosas moreras. Alcanzan una meseta con una gran casa labrada, pero nada suntuosa, «más de provecho que de artificio», con dos portalones siempre abiertos. Por uno se entra, por otro se sale de muy diferente semblante y carácter. Comenta el milojos que entre una puerta y otra hay treinta años de diferencia, lo que se tarde en madurar. La trasformación que sufren es evidente. Uno de los chistes poco piadosos del maño Gracián es el siguiente: «¿No veis cuántos valencianos entran y qué de aragoneses salen?»

Dentro del caserón se halla la Audiencia de la Edad, presidida por el Juicio. El Consejo lo constituyen grandes personajes: el Modo, el Tiempo, el Concierto, el Valor, y otros. Todos los viajeros saben de dónde vienen, pero pocos a dónde van, y no saben dar razón de sí mismos. Dos de los aduaneros son la Atención y el Recato, que escudriñan a los transeúntes y les sacan libros de entre las ropas, novelas y comedias, poco recomendables para una edad superior a la treintena. Hoy ese riguroso tribunal prohibiría las telecomedias, las series de intriga y las fotonovelas turcas.

En uno de los registros hallan un libro de caballerías. Y en este punto se revela el poco respeto (lo dicen los estudiosos) que Gracián le tenía a Cervantes. Alguien comenta que al menos se podrán leer las novelas que se han escrito contra los libros de caballerías. «Respondióles la Cordura que de ningún modo, porque era dar del lodo en el cieno, y había sido querer sacar del mundo con una necedad mayor». También persiguen los jueces el canto vulgar y la música de guitarra a los que salen de la juventud, aunque sí se les autoriza a escuchar conciertos. A otro le pillan un relicario con el retrato de una dama. Y se dan cuenta de que es el mismo retrato, la misma dama, que han sonsacado a otros contrabandistas. Les intiman «o menos barbas o menos figurerías; y que eso de trillar la calle, de dar vueltas, comer hierro, apuntalar esquinas, deshollinar balcones, lo dexasen para los Adonis boquirrubios». Los boquirrubios son los simples que «comen hierros» pegados a la ventana enrejada de una dama. La gracia de Gracián llega a ser hilarante, al menos a mi juicio.

Llega el capítulo a su final con algunas recomendaciones. «Tenga ya gusto y voto, no siempre viva del ageno; que los más en el mundo gustan de lo que ven gustar a otros, alaban lo que oyeron alabar; y si les preguntáis en qué está lo bueno de lo que celebran, no saben dezirlo; de modo que viven por otros y se guían por entendimientos agenos.»

Finalmente les dan licencia para pasar adelante, y les conduce Argos a un alto puerto, ya de otro mundo, el de la crisi segunda o «Los prodigios de Salasno».

Museos y cárceles

El apólogo de esta crisi concierne a tres hermosas damas, la Aurora, a la Verdad y a la Amistad. Intentan entrar en un palacio, y desde dentro las rechazan por ser lo que son, enemigas de la vida cortesana. La pareja de viajeros, acompañada todavía por Argos, ha llegado a una de las cumbres de la edad madura. Desde allí divisan grandes ciudades, Roma, Toledo, París en la que destaca el Louvre o Lobero en español, porque fue uno de los lugares en los que se encerraron a los hugonotes, lobos, el día de San Bartolomé de 1572.

Un criado les dirige al palacio de Salastano, metátesis de Lastanosa. Vincencio Juan de Lastanosa fue un militar, coleccionista y erudito oscense amigo y protector de Gracián. En su casa tenía museos de medallas, de retratos y de maravillas sin cuento, y el autor las lista de este modo: «un hombre de bien en estos tiempos , un oidor sin manos, pero con palmas [sin manos para llevarse sobornos, pero con palmas símbolo de la justicia, nos apunta Santos Alonso]… un grande de España desempeñado, un príncipe en esta era dichoso, una reina fea, un príncipe oyendo verdades, un letrado pobre, un poeta rico…» Lo que debería ser, pero casi nunca es.

Y paso a paso se acercan a la tercera crisi, «La cárcel de oro y calaboços de plata». Abre su meditación filosófica Gracián con la queja de Francia ante la Fortuna, por favorecer a España, entonces, recuérdese, en lo más alto de su esplendor, aunque ya de cara a la cuesta abajo. La Fortuna les dice que los españoles son los indios de los franceses, porque éstos les chupan lo que aquellos obtienen de los indios, testimonio temprano de la leyenda negra en boca de un jesuita que no ha pisado tierra americana, pero basado en hechos evidentes como los preciados y preciosos galeones.

Asegura Fortuna que «cuando se repartieron los bienes, a los españoles les cupo la honra, a los franceses el provecho, a los ingleses el gusto y a los italianos el mando», cumplido resumen de un estereotipo extendido en aquella época.

El asunto del capítulo es otro del presentado. Empieza por la tortuosa búsqueda del «amigo verdadero». Un criado la ha buscado por el orbe imperial hispánico, donde ha visto de todo, y a la postre le han dicho que a ese amigo lo ha de encontrar en España. Recorre la geografía peninsular sin encontrar a nadie, y Gracián aprovecha para definir a su modo los caracteres regionales con bastante ironía.

Los dos viajeros acaban yéndose a Francia en busca de la madurez virtuosa. Empiezan Critilo y Andrenio a murmurar de España, en diálogo que podrían mantener hoy dos avisados con gracia. Este es el retrato urgente que hacen de los españoles: «Son muy juiciosos, no tan ingeniosos; son valientes, pero tardos; son leones, pero con cuartana [con frecuentes fiebres]; muy generosos, y aún perdidos; parcos en el comer y sobrios en el beber, pero superfluos en el vestir; abraçan todos los extranjeros, pero no estiman los propios; no son muy crecidos de cuerpo, pero de grande ánimo; son poco apassionados por su patria, y trasplantados son mejores; son muy allegados a la razón, pero arrimados a su dictamen; no son muy devotos, pero tenazes de su religión. Y absolutamente es la primera nación de Europa: odiada porque envidiada.»

Ahí queda eso, diría un contertulio del presente audiovisual. Bulos, diría un ministro del gobierno.

Les recibe en Francia con zalemas un francés, porque supone que, viniendo de España vendrán cargados de oro. Les pide que le acompañen, porque observa que no saben en qué siglo viven. Gracián sí lo sabe, porque ha participado en la guerra de Cataluña, invadida por los franceses con harto gusto de ciertos catalanes. Critilo habla por el autor y describe el siglo XVII como lo que fue, un siglo de hierro, «con tanto cañón y bombarda, todo ardiendo en guerras.»

Pero el gabacho insiste en que es el siglo de oro. Y les conduce a un palacio todo de oro. Le piden explicaciones de dónde ha salido esa riqueza, y dice, «¿cómo de dónde? Pues si España no hubiera tenido los desaguaderos de Flandes, las sangrías de Italia, los sumideros de Francia, las sanguisuelas de Génova, ¿no estuvieran todas sus ciudades enladrilladas de oro y muradas de plata?» La abundancia de oro hispanoamericano en Europa es tal, que «ya se ha hallado traça de hazer el oro potable y comestible».

Pero el uso más rentable del oro es el que permite combatir guerras. El monsiur explica: ¿Qué pensáis vosotros, que los reyes hacen la guerra con el bronce de las bombardas, con el hierro de los mosquetes y con el pomo de las balas? Que no, por cierto, sino con dinari, y dinari e piu dinari.

Por fin entran en tan lustroso castillo, y descubren que es una cárcel, donde al que one el pie le aherrojan, «y es lo bueno, que a título de hazerles muchos favores.» Es decir, les engañan, capturándolos. Colocan a una mujer una argolla y la convencen de que es un colar valiosísimo; a un cortesano le cargan de grillos y le persuaden que puede moverse sin problemas. Todos son cautivos voluntarios, y tan contentos como engañados.» Engañados están los avaros. Uno se ellos es un gran noble, que adora un arca de hierro como haría un gentil y no un cristiano, y tampoco es judío, porque entre los nobles españoles no hay sangre hebrea, se supone; dentro del arca tiene su testamento, sin que sepa a quién va. Aprovecha Gracián para anticiparnos un guion de telenovela melodramática: «vieron que la mujer, por quedar rica y desahogada, ahoga al marido; luego, el heredero, pareciéndole vive sobrado la madre y él no vive sobrado, la mata a pesares; a él, por heredarle, su otro hermano segundo le despacha; de suerte que unos a otros como víboras crueles se emponzoñan y se matan.»

También da muestras Gracián de humorismo sarcástico. Un ladrón persuade a otro ladrón de que se robe a sí mismo, robador y robado. Y por fin, el señor del castillo con paredes de oro: «Coronado necio», no vestido de ropajes exóticos y caros, sino «metido en el más estrecho calaboço, que aun luz no gastaba por no gastarla ni aun de día, por no ser visto para dar ni prestar.»

Aterrados Critilo y Andrenio echan a correr buscando la salida del palacio, y caen en una trampa.

Trocóse la riqueza en polvo

«El museo del discreto» es el título de la cuarta crisi. Encarcelados los dos peregrinos ven a un hombre con alas, que no puede volar, encadenado de un pie. Este tipo les desengaña una vez más. No hay allí oro ni plata ni nada precioso, todo es falso, todo es fingido, todo es sueño. Y es que al morir uno de los presos y acogerse a Dios, las riquezas que le rodean se convierten en carbón. Trocóse la riqueza en polvo. «Toda aquella máquina de viento, en un cerrar y abrir de ojos se resolvió en nada.» La composición de esta sentencia es una prueba del valor del lenguaje, en este caso del español, que seiscientos millones de seres humanos tienen la dicha de hablar, incluidos el que escribe y el que lee.

El hombre alado les propone encaminarse al palacio de la discreta Sofisbella. Muchos la buscan y pocos la hallan. En las universidades muchos saben latín pero suelen ser grandes necios en romance, dice Gracián de los togados, desvelando la alegoría.

Se acercan a un palacio de cristal, donde puede que viva la sabia Sofisbella. De súbito oyen una confusa vozería.»Pararon al punto y repararon en un chabacano monstruo que venía atrancando sendas, seguido de innumerable turba: estraña catadura, la primera metad de hombre y la otra de serpiente; de modo que de medio arriba miraba al cielo y de medio abaxo iba rastrando por tierra.»

El hombre alado les advierte de que se trata del sabio de todos, el milagro y el oráculo del vulgo, que sabe más que las culebras. Un sabio de ventura, «uno que sin haber estudiado es tenido por docto, sin cansarse es sabio, sin haberse quemado las cejas trae barba autorizada, sin haber sacudido el polvo de los libros, levanta polvaredas.» Atraído por la oportunidad, el no tan inocente Andrenio se lanza tras él y se separa de Critilo.

Pero Critilo y el hombre alado se dirigen al palacio brillante. A su alrededor hay multitud de personas que parecen adorarle, cuando en realidad están lamiendo las paredes, que son de sabrosa sal. Entran y se encaminan a un salón precioso, en cuyo centro hay «un sol humano que parecía mujer divina» haciendo música con un plectro o púa en una cítara con cuerdas de oro. Describe Gracián una orquesta de instrumentos armónicos colgados de la nada. Y aprovecha para hacer una serie de juicios sobre la música de su tiempo, que a quienes no somos eruditos se nos escapan.

Llama el Tiempo a Critilo y al hombre volador a una enorme estancia donde se encuentran la Memoria y la Historia, «maestra de la vida, la vida de la fama, la fama de la verdad y la verdad de los hechos.» La Historia reparte plumas a varones y mujeres diversos. Es un símbolo de los historiadores, de toda laya y catadura. «No se vuela a la eternidad en plumas alquiladas», dice la Historia recelosa.

Hace repaso Gracián de los eruditos antiguos y modernos, y a todos saca los colores, y acusa de cacareos sus trabajos. Dice que los españoles se atienen más a manejar la espada que la pluma, a obrar hazañas antes que a placearlas. Otros son los que las cacarean, en especial los franceses y los italianos. En ello está marcando el inicio de la Leyenda Negra.

Llama la atención el vuelco naturalista, una especie de literatura comparada, que hace Gracián en este asunto. Cita a historiadores, señala los usos y técnicas de la composición de este género, con pocas metáforas o alegorías. Y se pasean por los ámbitos de la Filosofía Natural, que describe los cuatro elementos o continentes. Véase que desconoce el quinto, Australia, descubierto un siglo después, aunque el marino español Luis Vélez de Torres costeó en 1606 el norte viendo algunas islas, sin caer en la cuenta de que pocas millas más al sur estaba el continente.

La Filosofía Moral es la siguiente parada. Nombra varias escuelas literarias de antaño y de su hogaño. Menciona al Infante don Juan Manuel, la Celestina o Quevedo. Luego hace una excursión a la Política, donde se habla de Platón, de Maquiavelo y de Juan Bodino, que describen «la ruindad destos tiempos, la malignidad destos siglos y cuán acabado está el mundo.» Poco ha mejorado el planeta, uede afirmarse desde nuestro presente. Después se cita Gracián a sí mismo sin nombrarse, por su El Político, tratado impreso en Zaragoza en 1640.

Este resumen crítico lo es del libro también de Gracián Agudeza y arte de ingenio, en donde reseña escritores, poetas, músicos, una suerte de vademécum de las artes.

Se despide Critilo con pesar del tan aprovechado palacio de Sofisbella, exclamando que «para mí no hay gusto como el de leer, ni centro como una selecta librería», que es lo que parecía el lugar, una biblioteca universal y pública.

En este capítulo se observa el valor de aquel siglo XVII, repleto de grandes hombres (y de grandes mujeres, que poco a poco se van descubriendo), del que los españoles debemos sentirnos orgullosos. Para no ser como Andrenio, a quien vamos a encontrar en la crisi quinta en la «Plaça del populacho y corral del Vulgo.»

El reino de los hombres a remiendos

La moraleja de este capítulo es la decisión de Fortuna de conceder a dos peticionarios lo que le piden. Uno le pide la dicha de rodearse de varones sabios y prudentes. El otro que le hiciese venturoso con todos ignorantes y necios.

Le pregunta a un cortesano quién salió con ventaja. Le responde que el primero. Pero no es así, sino el segundo en significativa paradoja: «Mirá, los sabios son muy pocos, no hay cuatro en una ciudad; ¡qué digo cuatro!, ni dos en todo un reino. Los ignorantes son los muchos, los necios lo son infinitos; y así, el que los tuviere a ellos de su parte, ésse será señor de un mundo entero».

¿No vale esta sentencia para todos los tiempos conocidos, pasados, presentes y los futuros desconocidos?

Andrenio, que todavía no ha encontrado a Critilo, entra en la Plaza del populacho y corral del vulgo acompañado del serpihombre, a quien llama Cécrope, que según la mitología lo fue. Esta plaza mayor del universo está llena de «hombres a remiendos», medio humanos y medio animales.

Imagine el lector una cantina o mesón de hoy en día con una tropa de amiguetes hablando todos a la vez y resolviendo los graves problemas de su tiempo: la guerra de Ucrania, el conflicto israelo palestino, las opas hostiles, las leyes de la memoria y de la amnistía, etc. Hablan por boca de ganso, murmuran con hocico de puerto.

Su conversación es sobre la guerra de Cataluña y con Francia, la separación de Portugal, la crítica situación de Flandes, y esos temas candentes en la España patria de Gracián. Gobiernan el mundo, dan arbitrios, predican premáticas (leyes) y soluciones de semejante guisa. Son destripaterrones, denuncia Andrenio, que se va despabilando, y después utiliza otra metáfora, «son sastres en descoser vidas agenas y dar cuchilladas en la más rica tela de la fama».

Gracián repasa, sin otorgar piedad a nadie, la nómina de sabihondos y papanatas de su tiempo, soldados hablando de leyes, letrados hablando de batallas, viejos quejicas y mozos insolentes, sastres, médicos, todos necios.

Algunos hacen pronósticos del fin de los días, y hay quien muere de pavor dos días antes de un terremoto que no llega a producirse. Disparates que se traga y bebe la gente como si fueran chatos de vinazo con entrañas fritas.

«En buen romance –dixo el Sabio– son gente que después de haber perdido la hazienda están perdiendo el tiempo.» «Vulgo», sentencia Gracián, «no es otra cosa que una sinagoga de ignorantes presumidos, y que hablan más de las cosas cuento menos las entienden.» Supongo que los mantenedores de lo políticamente correcto verán en esta frase el antisemitismo del aragonés. En realidad demuestra un conocimiento del judaísmo rabínico, porque en las escuelas o yesivas de las sinagogas se entrena a los alumnos a mantener polémicas desde todos los puntos de vista. No dice que la sinagoga está llena de idiotas, sino que los idiotas se pavonean como sofistas en una sinagoga.

Aparece en escena una gorda mugrienta rodeada de un séquito de adoradores. Resulta ser la ignorante Satisfacción, que a tanto necio engorda.

Preludia Gracián a los periodistas: los que andan en la corte haciendo chistes, publicando sátiras, vomitando pasquines, «saca gacetas y se escribe con todo el mundo, y no cabiendo en todo él, se entremete en cualquier parte.» Andrenio les califica los «zánganos del mundo».

En la plaza del vulgo se pasean bachilleres, que hoy podríamos llamar catedráticos, duendes, y tesoros encantados, «minas de oro y de plata riquísimas, pero tapiadas hasta que se acaben las Indias, las cuevas de Salamanca y de Toledo, ¡mal año para quien se atreviera a dudarlas!» Se trata de los disparates que hoy se podrían llamar «leyendas urbanas».

Y acaba la crisi con la aparición de un monstruo sin cabeza pero con lengua, hombros y pechos para la carga, padre de la mentira y hermano de la necedad, que resulta ser el Vulgacho, algo peor que el vulgo y que el populacho, porque une los dos fenómenos. Va tropezando porque no tiene ojos, y al escapar la turbamulta se pisotean y se chafan. Andrenio echa de menos a Critilo, pero el Sabio le saca oportunamente de la avalancha.

Al inicio de la Crisi sexta recuperamos a Critilo, a quien un enano da una versión del Génesis rectificada, y sin embargo la Inquisición no la consideró digna de persecución. Dios concede a Adán la sabiduría que él le pide, y a Eva la belleza que le demanda. Pero la Fortuna se enfada por no haber sido advertida, y «desde ese día aseguran que los sabios y entendidos quedaron desgraciados, todo les sale mal, todo se les despinta; los necios son los venturosos, los ignorantes favorecidos y premiados. Con las guapas ocurre lo mismo. Hasta hace poco se oía decir «la suerte de la fea la guapa la desea».

Advierte el enano a Critilo que la Sabiruía huyó al cielo muchos años atrás con las demás virtudes. Solo hay huella de Sabiduría y Virtudes en los libros. Así que marchan en busca de Artemio y de la Ventura o Fortuna, que se ha quedado, ella sí, entre los hombres. Un soldado les pregunta el camino de la Fortuna, y el enano le dice de cual, la verdadera o la falsa.

Gracián desencadena una ristra de paradojas y ejemplos cargados de simbolismos. De nuevo vemos que el trabajo del jesuita aragonés fuera reconocido y apreciado por los intelectuales de su época y las siguientes, porque El Criticón es un verdadero diccionario de ideas morales, de dichos, de fantasías, de críticas a todo bicho viviente, de ironías y de sarcasmos.

Pero un diccionario o prontuario en forma de trama novelística en la que nos paseamos por escenarios simbólicos pero reales. Si Gracián fuera inglés o norteamericano, en Hollywood habrían hecho media docena de películas con esta obra suya.

La variedad de escenografía es portentosa, calderoniana, de Cecil B. de Mille. Critilo y el enano llegan «a un extravagante palacio que por un lado parecía edificio y por otro ruina, torres de viento sobre arena, soberbia máquina sin fundamentos.» Está lleno de escaleras escurridizas y sin barandillas, desde las que caen de continuo los ansiosos por ascender hacia la Fortuna. En el primer escalón se encuentra el Favor, que ayuda caprichosamente a los pretendientes, y siempre acierta en los peores.

La descripción de esta escena me recuerda a un cuadro de El Bosco o de Brueghel, una pintura que precede al surrealismo y lo supera. En lo más alto descubren a Andrenio, que «por lo vulgar había subido tan arriba y estaba muy adelantado en el valer. Ayuda el huérfano a su valedor, y ascienden a la cumbre donde se halla una Fortuna muy distinta al estereotipo: ve perfectamente, y no se está quieta porque calzaba ruedecillas por chapines.

Explica Fortuna que ni es ciega ni fea ni perversa, por ser hija de Dios, y que los que reparten favores son los malos, que ayudan a los de su condición. Los poderosos dan los cargos a los que menos los merecen, el padre se apasiona por el peor hijo, la madre por la hija más loca, y así una porción de casos. Llama a su presencia al Dinero, a la Honra, a los Cargos, Premios y Felicidades. El Dinero se explica. Es amigo de los ruines, farsantes, rufianes espadachines y rameras porque le buscan y le desean, mientras que los honrados no son ambiciosos, no pretenden, no se alaban, no se entremeten. A la Hermosura le pasa igual, siempre está rodeada de locas y necias. En cuanto a la Ventura, siempre acompaña a los temerarios, porque los prudentes se buscan la vida solos.

El soldado y también un estudiante que aparece por allí reprochan a la Fortuna ser mudable e inconstante. Responde muy filosóficamente que ha de ser así para que a todos aproveche la fortuna, y que la intervención del Tiempo lo mueve todo. Acaba el capítulo con una prueba a la que Fortuna somete a los seres humanos. Dispone un buen recaudo de bienes sobre una mesa redonda, convoca a los deseosos en su torno, y le dice que tomen lo que quieran. Pero ninguno alcanza su botín, aunque llegan a rozarlo. Así que Fortuna pregunta si hay por allí algún sabio, y aparece otro enano, coge el borde del mantel y tira a hacia él llevándose los regalos. Pero rechaza los más valiosos y se queda con una medianía.

El fin del juego, pues Gracián lo presenta así, es un estropicio. «Tocaron a despejar: el Tiempo con su muleta, la Muerte con su guadaña, el Olvido con su pala, la Mudanza dando temerarios empellones, el Disfavor puntapiés, la Vengança mojicones. Comenzaron a rodar unos y otros por una y otra parte que para el caer no había sino una grada, y ésta deslizadero; todo lo demás era un despeño.»

Los bienes de quitar

La virtud fingida es la protagonista de la Crisi séptima, titulada El hiermo de Hipocrinda. Cuenta Gracián que al hombre le tributaron Dios y otras criaturas un conjunto de perfecciones, del alma y el cuerpo, el tiempo, la fortuna y los honores. Pero el sujeto se quejó: «¿Qué será mío? Si todo es de prestado. ¿Qué me quedará?» Quería el ambicioso intuitivo bienes raíces, no bienes «de quitar». Le responden que tiene como propia e intransferible la virtud. Y el novelista ordenado dedica este capítulo a la hipocresía.

La Virtud es algo que todos quieren parecer tenerla, pero pocos a procuran.

Cuanto más me adentro en El Criticón más me convenzo de que está lejos de ser un tratado de moral. Como el Quijote o la Celestina es una novela satírica, más bien sarcástica, que el autor presenta como una colección de advertencias y desengaños con argumentos que resumen una filosofía. Es decir, que hay una filosofía en Gracián, como la hay en Cervantes o en Fernando de Rojas, igual que en todo literato de fuste.

Sobre la virtud asegura Gracián que normalmente topamos con su sombra, que es la hipocresía. Pone estas palabras y la salvación de Critilo y Andrenio, a punto de despeñarse ambos, en manos de una agradable ministra, que les tiende un puente entre la Fortuna y la Virtud.

Aparece un viejo famélico, carcomido, como ermitaño de siglos, y les pregunta a dónde se dirigen. Le responden que buscan el castillo de Virtelia, señalando a la Virtud. Pero el viejo consumido les advierte que Virtelia es una mujer encantada, dueña de un monte de dificultades, poblado de fieras, serpientes que emponzoñan, dragones que tragan y un león despiadado. Además, el acceso al castillo es una cuesta llena de malezas y deslizaderos, donde los atrevidos caen «haziéndose pedaços».

Les recomienda otro camino hacia la morada de otra reina muy parecida a Virtelia, que obra prodigios con quienes la visitan, pero que exige que se la mantenga en secreto. Escuchando esto, Andrenio se pone a seguir al viejo. Critilo intenta detenerle en vano, pero termina siguiéndole por un laberinto de revueltas, arboledas y ensenadas. Dan en un gran edificio oculto del sol por altísimos árboles.

Gracián describe con sus metáforas las paradojas de aquella casa del engaño, un portero llamado el Sosiego, que Critilo toma por la Pereza, sucio y desaliñado, sobre el cual hay un letrero reclamando Silencio, porque allí todos se entienden por señas.

Encuentran en la mansión a la Simonía, a la Usura «paliada», porque «con capa de servir a la república y al bien público se encubre la ambición». La avaricia y la grosería también van cubiertas. Gracián encadena soberbias metáforas: un grupo de tipos ceñidos para hacer las cosas bajo cuerda. Hay otro que parece un humilde profeso (fraile), pero es un «arrapa-altares», un vulgar ladrón.

Lo singular del caso es que todos los mentirosos de Hipocrinda dan muestras de caridad, de fe cristiana. No es difícil descubrir en estos episodios por qué Gracián tuvo problemas con su orden. No se le podía acusar de hereje, pero no se guardaba en mostrar, mediante metáforas, la realidad de las cosas, desde la Corte al clero, ni necesidad de citar a nadie. Y cuando lo hacía con nombres y apellidos, se cuidaba bien de que fuera por las virtudes que les atribuía su fama.

En el reino de Hipocrinda disponen «de variedad de formas para amoldar cualquier sugeto por incapaz que sea, y ajustarle de pies a cabeça. Si pretende alguna dignidad le hacemos luego cargado de espaldas»…Y así seguido.

También en la estirpe de engañosos hay mujeres, usuarias de un convento, con aspecto de monjas devotas, aunque muchas son casadas. Critilo pregunta al Ermitaño si encontrarán a virtuosas acomodadas y de práctica bondad. Señala a una gorda sentada y de mal color, «equivocando regüeldos con suspiros, muy rodeada de novicios del mundo, dándoles liciones de saber vivir». Les recomienda el Ermitaño que se atengan al truco de parecer lo que no se es, y que tomen ejemplo en la gente de autoridad y de experiencia, que han aprovechado al máximo las reglas del fingimiento.

Andrenio decide profesar esta virtud tan de balde, sin escalar montañas de dificultades, sin pelear con fieras, Pero el avezado Critilo pregunta al Ermitaño si comportándose de ese modo se obtiene la felicidad. Y esta es la respuesta: «¡Oh, pobre de mí! En esso hay mucho que decir: quédese para otra sitiada», que aclara el comentarista Santos Alonso es cuando esté acorralado y no tenga más remedio que ser sincero.

El valor desperdiciado en guerras

Las seis crisis o capítulos que quedan de la segunda parte son más breves, y en ellas emplea Gracián su genio literario y filosófico más intenso. El recurso a las figuras del lenguaje, tropos, alegorías y metáforas es de extremos refinados. Uno podría pensar que se le han acabado, pero encuentra nuevos y reitera los más eficaces. Estamos tratando con un humor cada vez más «boscoso», por el Bosco, alquitarado al máximo. Un joyero calificaría a El Criticón de oro puro, nada de chatarra y bisutería.

La crisi octava la dedica al valor, en especial el valor militar. Repasa el reparto de valor que hizo el Valor entre las naciones. Una novedad curiosa es la mención a los japoneses, que «son los españoles del Asia». A los españoles atiende el Valor los últimos porque «habían estado ocupados en sacar huéspedes de su casa que vinieron de allende a echarlos de ella», en referencia a la ocupación musulmana y a la Reconquista. Los españoles se encuentran con que todo lo que tenía valor del Valor está repartido. Y el Valor les incita a revolverse contra todos los que inquietan a España, «repelad cuanto quisiéredes, en fe de mi permisión». Repelar es una expresión valenciana que acaso también sea aragonesa, y viene a querer decir no dejar nada en el plato, y también quitar.

Un picardiano de cien corazones (buena persona, se puede entender) les atiende, y proclama que Francia tiene grandes virtudes, y Critilo las va desmontando. «Acuden con sus armas a amparar cuantos se socorren de ellas», dice el picardiano; y el español le responde: «Es que son los rufianes de las provincias adúlteras». Se refiere a Portugal, que acababa de asegurar su separación, y a Cataluña, enredada en una guerra que le costó (por voluntad propia) la invasión de tropas francesas. Francia abandonará el Principado, pero se llevará gran botín: la corona española le cedía el Rosellón. Cataluña se encogía, y Felipe IV juraba las leyes catalanas.

Véase la atención de Gracián a la hirviente actualidad. Los intelectuales españoles de todos los reinos y regiones estaban en ascuas, y Gracián vuelca su inquietud y su ira en esta novela transparente si se está al tanto de la historia de España y de Europa. Y si no, se puede aprovechar la oportunidad para ilustrarse.

Uno de los aspectos decisivos para el aragonés es el Valor, que se está degradando y cubriéndose de sangre en Europa. Responsable es la malicia humana que ha sido la ruina y la peste de los grandes hombres. No quedan héroes, dice Gracián, una queja intemporal o atemporal, que se registra en todas las épocas.

Una de las causas de esta desgracia es la pólvora. Hoy serían las ojivas nucleares. «Un niño derriba un gigante, un gallina haze tiro a un león, y al más valiente el cobarde, ya que ninguno puede lucir ni campear».

Llegan los viajeros a una enorme casa museo de armas y atavíos bélicos de todos los tiempos. Y se lamenta Critilo, «¿Oh infelicidad humana, que hazes trofeo de tu misma miseria!»

Y al final del capítulo llega la sentencia «pacifista»: dos grandes príncipes combaten, y «después de muchos años de guerra y haberse quebrado las cabezas con harta pérdida de dinero y gente, se quedan como antes, sin haberse ganado el uno al otro un palmo de tierra.»

Aunque lo verdaderamente válido es el valor, y valga la redundancia: «poco importa que el consejo dicte, la providencia prevenga, si el valor no executa». Debe entenderse el juicio, además de la valentía.

La crisi séptima, titulada «Anfiteatro de monstruosidades» empieza con un chiste con moraleja. Un hombre se encuentra en un hermoso jardín a la orilla de un río recogiendo flores, e ignorando que el suelo está lleno de serpientes y bichos venenosos. Desde la otra orilla alguien le apremia a ponerse a salvo, pero él dice que no tiene prisa, que esperará a que deje de correr el agua para no mojarse.

La moraleja es que la necedad del florista es universal, porque todo el mundo hace ascos a la renuncia dolorosa que le señala la virtud, y hasta muchos regresan de ella a la incertidumbre del jardín lleno de alacranes. «Todos aguardan a que amaine el ímpetu de los vicios para passarse a la banda de la virtud.»

Nuestros viajeros son virtuosos inteligentes, pelean con trescientos monstruos, y llegan a las puertas de un hermosísimo palacio. ¿Será el alcázar de Virtelia?

Se asoma por la puerta un Sátiro de nariz de muchas varas. Pero Critilo no se fía, porque «toda gran trompa siempre fue señal de grande trampa».

En efecto, entran y se encuentran en un establo maloliente. Hay monstruos corteses que auxilian a los que buscan la salida a llegar a ella a cambio de su renuncia a la virtud. Es un capítulo humorístico, en contraste con la tragedia del anterior.

Uno de los monstruos encaja los golpes por duros que sean sin alterarse. Pero si le rozan sin malicia, se subleva y ataca. Es el Duelo, tan presente en las comedias del siglo de Oro, género que Gracián abominaba. Hay monstruos desternillantes como la Mala Intención, que tiene más ojos que un bizco y que mira «de mal ojo»

Otro monstruo, «por lo viejo decano», sin un pelo de sustancia, legañoso, boca desierta, sordo y de manos retorcidas, va en cabeza de otros tres, descritos por el autor con gracia quevedesca. Resultan ser el Mundo, el Demonio y la Carne.

Deja el comentario de esta trinidad maléfica para la siguiente crisi, la dézima.

La atracción de lo prohibido

«Virtelia Encantada», se titula, y esto anuncia que no debe ser la verdadera.

Pare empezar, la Sabiduría se felicita de que el Mundo haya decretado la prohibición de toda virtud, porque de esta manera la Virtud se abrirá paso. Pues «son de tal condición los mortales, tienen tan estraña inclinación a lo vedado, que en prohibiéndoles alguna cosa, por el mismo caso la apetecen y mueren por conseguirla.»

El Mundo compite con el Demonio y la Carne, y Critilo y Andrenio aprovechan para escalar la montaña coronada por el palacio de Virtelia. La pendiente está llena de personas de toda laya y condición, hasta ricos y magnates van trepando. Guía a la pareja un luciente varón, Lucindo, y estimula al débil Andrenio a seguir subiendo. No es el único que decae y se queja, son muchos otros los que flaquean, echando la carga de virtud a otros.

Surgen las fieras en la arriscada cuesta por todas partes. Pero con sólo amenazarlas, huyen, pues son cobardes. A un tigre le hacen huir con un escudo espejo, los lobos se espantan con «cotidiana disciplina», y los tiros no pueden nada contra el escudo invulnerable de la paciencia.

Pero al llegar al palacio de Virtelia en la cima ven que se compone de piedras pardas y cenicientas. Y es que allí ocurre lo contrario que en el mundo, la casa de Virtela por fuera es fea y por dentro hermosa. La entrada está protegida por dos jayanes con inmensas clavas, representantes de la soberbia. El truco, explica Lucindo, es humillarse como gusanos y colarse entre los pies de los gigantes.

En el interior les sorprende una dulce fragancia y unos cantos y gorjeos armónicos, sin que se perciba de dónde vienen. Llaman los recién llegados a cada una de las virtudes y excelencias, la justicia, la verdad, la caridad, la providencia, y un eco les da razones contundentes. Es un diálogo de pocas palabras, conceptual.

Por fin, «ocupando augusto trono, descubrieron por gran dicha única divina reina». La describe con precisión y detalle Gracián, un retrato entre católico y pagano. Está rodeada de peticionarios quejicas, a quienes Virtelia quita la máscara: «pidió un eclesiástico la virtud de rezar, y a la par un virrey la devoción con muchas ganas de rezar.» Responde Virtelia que no basta con tener una virtud, sino practicar todas. «poco importa que el otro sea limosnero, si no es casto; que este sea sabio, si a todos desprecia; que aquel sea gran letrado, si da lugar a los cohechos; que el otro sea gran soldado, si es un impío: son muy hermanas las virtudes y es menester que vayan encadenadas.»

Otra vez el escenario de la realidad, incluidos príncipes y eclesiásticos, frente a la virtud ideal. Hay damas y nobles ricos que exigen un camino especial para aristócratas, algo que en la vida corriente es un hecho cierto. Y Virtelia les responde que sólo hay una escalera, la misma para ricos y pobres, que se basa en los diez mandamientos. Hay quienes incluso solicitan el alquiler de las virtudes, y provocan el escándalo de la reina.

Ingenio y prudencia muestra Gracián al evocar al Papa de Roma, Santísimo Padre de todos, que en aquellos tiempo era Inocencio X.

Acaba el capítulo con una benéfica tormenta que eleva a Critilo y Andrenio por los aires en medio de céfiros suaves y armonías. Y anuncia el autor que en la siguiente crisi se sabrá dónde acaban.

La crisi undézima, «El texado de vidrio y Momo tirando piedras» es una de las más divertidas. Gracián pasa de ser un cenizo a un irónico surrealista de primera fila, culto, ilustrado.

El escenario es la corte de la heroica Honoria. Previamente el autor nos hacer un retrato de la Vanidad. Se defiende ésta diciendo que «no hay aura más fragante ni que más vivifique que la fama. A todas las pasiones se les ha concedido algún ensanche, un desahogo en favor de la violentada naturaleza.» Ejemplos, a la Envidia la emulación, a la Gula el sustento, a la Pereza la recreación. Porque más precioso es el buen nombre que todas las riquezas.

En un país como la España del siglo XVII, donde la buena fama valía más que el oro de las Indias, Gracián tiene campo abonado para la burla y el cachondeo.

Es el caso que para entrar en la corte de Honoria, Critilo y Andrenio han de pasar por dificultades, como todo el mundo. Deben atravesar un paso sembrado de perinquinosos (lo podríamos traducir por espinas y cepos) peros. Toda honra tiene un pero. Los que intentan llegar a Honoria van tropezando en sus propios peros: valiente soldado, pero ladrón; docto perito, pero soberbio; hermosa dama, pero necia. Tropiezan y caen en un río enlodado, causando la risa de los presentes, que no tardan en seguirlos. Muchas mujeres tropezaban en piedras preciosas. Personas de casa noble tropezaban en una aguja de coser o en una lezna, prueba de que sus antepasados no fueron nobles sino sastres o zapateros.

Entonces aparece un ciego, y los testigos empiezan a dar alaridos para que no cruce. Pero el hombre lo consigue, porque además de ciego es sordo. Critilo y Andrenio son animados a aprender esta lección: «seamos ciegos para los desdoros agenos, mudos para no zaherirlos ni jactarnos, conciliando odio con la murmuración en recíproca venganza; seamos sordos para no hacer caso de lo que dirán.» Es precisa la explicación del editor del libro: conciliar significa atraer, atraer el odio como venganza recíproca de aquellos de quienes se murmura. Un tanto retorcido, pero buen aforismo.

Así que nuestros viajeros pasan a la corte de Honoria con los ojos cerrados y las manos en los oídos. Es un emporio con magníficos palacios y soberbias torres. Pero las edificaciones son de cristal, y estaban casi todos quebrados. Descubren un hombrecillo famélico, nariz de sátiro, espalda doble y aliento insufrible. El retrato de este pájaro es más largo y detallado, una verdadera pintura superrealista. Se dedicaba a tirar piedras y esconder la mano. Los perjudicados, creyendo que el vecino era el autor del estropicio se vengaban en popular pedrisco. Así que no quedaba «texado sano ni honra segura ni vida inculpable; todo era malas vozes, famas echadizas, y los duendes de los chismes no paraban.»

Campea la costumbre de hurgar en el pasado de las personas para deshonrarlas. Es muestra de la histeria de algunos y el daño de todos, en un país donde quien más quien menos tenía sangre musulmana o judía.

Los peregrinos reconocen en el narigudo tompetechos a Momo. El editor nos explica que Momo es divinidad griega, hijo de la Noche, dios de la locura y de la burla, y que por sus sarcasmos fue arrojado del Olimpo.

Hay quien saca honra de su presente merced a un ancestro glorioso, y Momo dice que esa honra no huele bien, está rancia. Otro va cargado de un peso invisible, uno más va arrastrando su honra, y allá van algunos echando el bofe porque revientan de honrados.

Critilo observa con escepticismo que ya es raro una ciudad así tenga tan poca honra y no se encuentre por ningún sitio a Honoria, la reina. Momo contesta «Honra y en ciudad grande muy mal se encuadernan.» Y explica que la ciudad era esplendorosa mientras la gobernaba un hombre prudente, atento y temido, el «¿Qué dirán?» Mientras mandó, todos se contenían y recataban. Pero la población no paró hasta expulsarle. «No dezían ya ¿qué dirán?, sino ¿qué diré yo dél que no diga él de mí y mucho más?» Acabando el capítulo aparece un bobo al que todo le parece bien, y es el Eco de necedad, porque dice a cada uno lo que gusta de oír, y pensando que les engaña, porque son bobos y malos, no se lo agradecen.

Enfrentado y afrentado Momo con Bobo, se lían a garrotazos, y en la pelea intervienen partidarios de cada uno. «Los sátrapas, entendidos, bachilleres podridos, caprichosos, satíricos y maldicientes se empeñaron por Momo; al contrario, los panarras, buenos hombres, amenistas, lisonjeros, sencillos y buenas pastas se hicieron a la banda de bobo.»

No se libra nadie de esta guerra perdurable, y quizá en esto se halle la moraleja de Gracián, que tiene al género humano por frágil ante el vicio.

Para sacar de tal marasmo a Andrenio y a Critilo, Gracián hace surgir de la nada a un prodigioso sujeto que pretende guiarles a donde está la honra del mundo entero.

Trono del mundo y jaula de todos

Este lugar no es otro que «El trono del Mundo» o crisi duodézima.

Continúa el jesuita rebelde con su despiadado retrato de la sociedad occidental. Y digo bien, porque los detalles morales y críticos que hace son aplicables a todas las cortes europeas, que Gracián debía conocer, aunque fuera de referencias. El modelo es siempre el mismo, el uso de artimañas, vicios y trampas para medrar, y el apartamiento de quienes aspiran a lo mejor gracias a sus méritos. Algo que traspasa las lindes de la civilización occidental. En época de Gracián, la contraparte era el imperio turco, al que menciona el argones con respeto.

En la moraleja inicial describe el autor, por boca de una sombra, una clasificación de artes y conocimientos. Artes y Ciencias compiten entre ellas, pero dejan aparte a la Teología, sabiduría suprema de infinitos atributos. Siendo Gracián clérigo y doctor en esa materia parece lógica la excepción.

Artes y Ciencias son Filosofías, nos dice, y mantienen guerra constante de supremacía con las Humanidades o saberes prácticos. Enseguida reclaman su preeminencia la Jurisprudencia, la Medicina, la Historia, la Astrología, nombre de la Astronomía entonces, y la Política. Así que debe intervenir el gran canceller de Letras, digno presidente de la docta Academia. Extrae un libro diminuto de su pecho y dice que en él está la quintaesencia del saber. Es De Conscribendis Epilstolis, el arte de escribir cartas. Según él no hay mejor forma de iniciarse en el conocimiento, y saca a relucir una cita Qui vult regnare, scribat. El resto de los competidores se echa a reír, y no le hacen ni caso.

Todo esto lo refiere el Hombre Sombra que «no tiene mano en cosa, ni voz, ni espaldas, ni piernas que hazer, ni podía hombrear, ni en toda su vida se vio hecha la barba.»

Dice el tipo que la mayoría de la población son sombras: el que nació para servir, el que imita, el que se deja llevar, el que no tiene voto propio y cualquiera que depende. La ventura, afirma, consiste en arrimarse a un buen árbol, no a un espino, un alcornoque o un quejigo o roble pequeño.

Siguiendo a esta sombra parlante llegan a una nueva ciudad situada en un alto. Se ve que a Gracián le gustó la metáfora y la gasta en muchas de sus alegorías.

Esta nueva ciudad en la cumbre está asediada por una muchedumbre de impertinentes, que revientan por subir a la corte de todas las cortes, y llegan reventados. Los hay que toman el sinuoso camino del mérito, que es el de nunca acabar. Aunque a alguno se le favorece con una escala que le echan de lo alto, y en llegando arriba, el favorecido la recoge para que nadie vuelva a usarla. Otro echa hacia arriba un gancho de oro, que aprovechan los del castillo para quedárselo. El recurso más curioso es el de quien unta el resbaladizo camino con algo que parece grasa, aunque su color es de plata, y consigue subir sin deslizarse. «¡Oh gran secreto –exclamó Critilo– untar las manos a otros para que no se le deslizen a él los pies!»

Otro hecho asombroso (Gracián llama a la sombra el Assombro, que se espanta) es el de un tonto del bote al que ayudan a trepar un grupo de entendidos, es decir, más listos que él. Explica el Assombro que se trata de testa de ferro, testaferro, que una vez al mando será gobernado por los sabios interesados en ayudarle a subir.

Aprovecha aquí el autor para filosofar sobre el poder. Un hombre ha de nacer o rey o loco; no hay medio, o César o nada. No sé si Baroja aprovecharía el título de su novela de este episodio.

A continuación se les vienen desde arriba unas anchas espaldas, y sucesivamente los miembros que constituyen el cuerpo de un gigante. El Hombre Sombra le recompone, y el tipo se pone a subir y a ayudar a quienes también lo intentan. Acceden a una grada con una fuente, para satisfacer la sed de ambición. La cualidad de esa agua es que provoca el olvido, todo el mundo se olvida de sus amigos, de sus parientes y hasta de su propia familia, incluso, se burla el autor, de sí mismos.

Al llegar a lo alto se encuentran con la corte alborotada, porque había desaparecido uno de los mayores monarcas de Europa. Se lanzan en su busca, llega la noche y luego el día, y el monarca no aparece. Al final le encuentran en un mercado popular, entre ganapanes y esportilleros vestido como uno de ellos y transportando cargas en sus reales espaldas.

Él mismo explica el cambio: «es menos pesada la mayor carga déstas, aunque sea de muchas arrobas de plomo, que la que he dexado; el tercio más cuantioso me parece una paja respecto de un mundo a cuestas.» El tercio es la carga que se repartía entre los esportilleros. El buen hombre se resiste a volver a su trono, y los súbditos se ven obligados a buscar un repuesto.

Ponen la vista en un hombre recio, maduro y prudente. Le ofrecen la pesadísima corona, le visten con galas llenas de pinchos, le dan un cetro insoportable. Pero el sabio varón lo rechaza todo, y se acoge al sagrado de la libertad, no quiere «una púrpura felpada de cambrones [matorral espinoso], un cetro remo [de remero de galeote] y un trono potro de dar tormento.»

Entonces se acerca a su oído un monstruo o ministro (juego de palabras de Gracián) y le aconseja que tome los cargos y no las cargas; y su madre dice «reine aunque me cueste la vida.»

Tal es la condición de los reyes. El Hombre Sombra o el Asombro explica a Andrenio dónde está el truco y le muestra «un esclavo con su argolla al cuello; cadena al pie, y arrastrando un grande globo».

No se trata de un chiste, como teme Andrenio. Y Asombro da detalles metafóricos de las trabas que atenazan al esclavo, las dependencias que tiene con todos, incluida su familia. «De eslabón en eslabón viene el mundo a andar rodando entre los pies de un esclavo errado de sus pasiones.»

Resuelto el dilema, entran a una gran plaza donde hay media docena de personajes muy principales que juegan a la pelota, arrojándosela unos a otros, «pasando círculo político, que es el más vicioso, rodando siempre entre unos mismos, sin salir jamás de sus manos.» El que habla es un Extremado, y sigue: «Y este es el juego del mando, este es el gobierno de todas las comunidades y repúblicas. Los mismos son los que mandan siempre, sin dexar tocar pelota a los demás, que no hay política que no tenga sus faltas y sus azares.»

Un hombre del siglo XVII no tiene la misma noción de la democracia que nosotros. Lo que está denunciando Gracián es el abuso del poder, las tretas, los tejemanejes. El valido de Felipe IV, el conde duque de Olivares había muerto en 1645 alejado de la corte. pero le sucedió Luís Méndez de Haro, su sobrino. A mí me parece que no puede ignorarse que entre los vicios que menciona Gracián está el de este tipo de gobierno, siempre en las mismas manos. Y sin embargo, nadie le encarceló ni su Criticón fue prohibido. Esto prueba que aquella España era mucho más tolerante de lo que se la tiene, o sea nada fanatizada.

Y desde ahí los peregrinos saltan al capítulo siguiente, en busca de un ínclito marqués embajador de España. Santos Alonso nos informa que se trata del marqués de Castel-Rodrigo, embajador en Alemania.

La última crisi de esta segunda parte, la décimo tercera, se titula «La jaula de todos».

Se introducen Andrenio y Critilo en ella en compañía de un «hombre de estremos», que tan pronto se hace gigante como pigmeo. Anticipa Gracián que se aproximan a la tercera de las edades, la vejez, a la que dedicará la tercera parte de El Criticón.

El nuevo compañero de los peregrinos es un tipo que crece y mengua a voluntad, que tiene por blasón perdonar a los humildes y contrastar a los soberbios. Les avisa que el embajador español que buscan no está en Alemania, sino en Roma, y les ofrece la posibilidad de pasar a Italia atravesando los Alpes. Les dirige a Vexecia, es decir a la vejez, jugando con Venecia.

El mayor señorío, dice el enano-gigante, no consiste a gobernar a los demás, sino a uno mismo, porque el que más manda tiende a desmandarse. Cuanto más leo, más me pasmo del depósito de paradojas y tropos que tenía Gracián en su cabeza.

En ese momento les sorprende un grupo de personas huyendo y tratando de ponerse en cobro, a salvo, gritando «¿Guarda, la fiera! ¡Guarda, la mala bestia» Andrenio resopla y dice que está harto de fieras, porque toda la vida se pasa en armas, vigilante.

Los peregrinos se vuelvan al Gigante, y le ven metido en un zapato. Se refugian también en él, y el ahora enano les asegura que están a salvo, y sigue adelante. Preguntan a uno de los que huyen de qué fiera se trata, y contesta que es «un monstruo tan ruin como despiadado, que sólo se sustenta de hombres muy personas», es decir se come a los mejores hombres, a los más famosos, a los más valientes, a las más bellas mujeres. El enano lo describe como un tipo de aliento pestilente y peores entrañas; y advierte que sólo se alimenta de los grandes, que a los pequeños les desdeña. Esto recuerda los jayanes con clavase que vigilaban la entrada de Virtelia encantada en la crisi décima, a quienes burlaron convirtiéndose en gusanos. El truco es no lucir ni campear, no ostentar prenda alguna. Porque, «en oliendo un docto, le haze proceso de excelente hombre y le condena a no ser oído; al esclarecido, a deslucido; al valiente le haze cargos, transformándole las proezas en deméritos…»

Se burla con ingenio Gracián, citando el destino de los grandes hombres víctimas de la Envidia, que es el monstruo de mal aliento. «Los valientes a Estremadura y la Mancha, los buenos ingenios a Portugal, los cuerdos a Aragón, los hombres de bien a Castilla, las discretas a Toledo, las hermosas a Granada, los bellos dezidores a Sevilla, los varones eminentes a Córdoba, los generosos a Castilla la Nueva, las mugeres honestas y recatadas a Cataluña, y todo lo lucido para en la corte.»

El párrafo merece un análisis que podría derivar en psicoanálisis del jesuita. Pero Lo dejo para otro momento.

Librados de la acometida de la bestia, entran en un estrecho paso guardado por un varón que tiene en su mano la justa medida de los entendimientos. No sé si Gracián juega con los términos varón y vara de medir. En su trabajo, unos se quedan muy cortos, a tres o cuatro dedos de necios, al contrario otros que son bachilleres, resabidos y sabihondos, se pasan de listos. Uno entre mil venía a ser de la medida de los que se libraban. Al resto los mete en una jaula, la de los locos. Una semilla que cunde mucho, pues un loco hace ciento, y estos siguen reproduciéndose. Mientras que cien cuerdos no bastan para sanar a un loco. Los locos estaban todos fuera de sí y metidos en otro, muchos lo contrario, el ignorante se hace sabio y el vil gran caballero.

El divertida escena, uno de los enjaulados pregunta a otro si está loco, otros dicen disparates que personifican las antípodas, porque todos van a su revés. En cierta jaula divertida están los ingleses, encerrados por vanos; y así otras tribus pre-nacionales.

Un francés trata a un alemán de borracho y éste le llama loco. El francés se da por agraviado y le ataca (pone Gracián entre paréntesis «que siempre procuran ser los agresores, y con esso ganan», y sabe lo que dice) con vehemencia.

Hay uno empeñado en no hacer bien a nadie, y le recriminan por tonto, pues si hace bien a todos, todos se lo agradecerán. Responde, «Engañáisos, que ya el hazer bien sale mal. Y si no, prestá vuestro dinero y veréis lo que pasa; los más ingratos son los más beneficiados.»

Estaba una mujer loca rematada de su hermosura, y Critilo advierte que volverá locos a cientos. «Y fue assí, que ella estaba loca, y loca su madre con ella, y loco el marido de zelos y locos cuantos la miraban.» Puede que sea misoginia, pero tiene gracia; la mayoría de los chistes se basan en estereotipos y prejuicios.

Entre los locos también hay clasismo, nos recuerda el autor, uno suplica una jaula de loco especial, y le envían a la de los simples, porque quiere mandar. También hay locos de la memoria, porque hartos de comer se olvidan de los que pasan hambre.

Cuentan la anécdota de un loco a quien sanó un gran médico, y a la hora de pagarle se negó en redondo. El juez le preguntó si seguía loco, y el hombre afirmó que el médico le había hecho un gran mal con la cordura, «pues no había tenido mejor vida que cuando estaba loco, pues no sentía los agravios ni advertía los desprecios.»

Otro de los enjaulados les llama desde su encierro y les empieza a hablar con gran cordura. Dice que es imposible vivir cuerdo si se es un tonto, porque «si es pobre padece mil miserias; si rico, cuidados; si casado, enfados; si soltero, soledad; si sabio; impaciencias; si ignorante, engaños; si vil, injurias… ¿No os parece que tengo razón? Assí tuviese yo ventura, que entendimiento no me falta.» Los viajeros se dan cuenta de que muchos viven satisfechos de su entendimiento y descontentos de su poca dicha, razón eminente de locura.

Continúa con el detallado retrato de la locura de los seres enjaulados, y Critilo exclama: «¡Oh casa de Dios, poblada de orates!»

En oyéndolo los aludidos, se echan sobre ellos de todas partes y naciones. Tiene que intervenir el Gigante, toma de su cinturón una bocina de marfil y la hace sonar con ruido tan desapacible que hace huir a los atacantes. Y explica que es la bocina de la verdad, que en oyéndola, cada uno vuelve las espaldas; todos enmudecen en oyendo que les dicen las verdades.

Y finaliza el capítulo y la segunda parte de este modo:

«Dejándose el paso de la vida, fuéronse encaminando a los canos Alpes, distrito de la temida Vejecia. Lo que por allí les sucedió. Ofrece referir la tercera parte, en el erizado Invierno de la Vejez.» (El lector se sorprenderá de la grafía Vejecia, cuando al inicio del capítulo la escribía Vexecia; ignoro si será errata.)

Lo trataremos en el siguiente capítulo, de aquí en varias semanas, que es lo que me cuesta componer el resumen analítico de El Criticón.

 

1 Comentario

  1. rafael escrig fayos 23 mayo, 2024

    Para intentar aclarar la cuestión entre las grafías Vejecia y Vexecia, sepamos que en el siglo XVI (anterior a nuestro Baltasar Gracián), la pronunciación del sonido medieval que se representaba con la X se pronunciaba como la actual sh del inglés o ch del francés, lo que derivó posteriormente en la grafía J que se ajustaba mejor a ese sonido.
    Así pues la X vino escribiéndose así y pronunciándose sh (xabón – shabón – jabón) hasta el siglo XIX, pero conviviendo con la confusión del sonido J. Para enmendar la posible confusión, la RAE, en 1815 decidió sustituir la grafía X cuando sonara J, pero el hecho de coincidir este debate con la Guerra de la Independencia, hizo que no se implantara el cambio.
    Posteriormente, ya en el siglo XX, las academias de la lengua española acordaron que la grafía X primitiva debería continuar (México, Texas) pero debería pronunciarse con sonido J, lo que no hacen muchos locutores de televisión que con su ignorancia continúan creando una confusión innecesaria.

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