Las virtudes menoscabadas de la vida rural
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Maria Josepa Payà, ingeniera agrónoma, fue Premio de ensayo de la Mancomunidad de la Ribera Alta en 2023. La editorial Bromera acaba de publicar el texto de ese ensayo: Terra endins. Pensar el futur des del poble (Tierra adentro. Pensar el futuro desde el pueblo).
Fernando Bellón
(La fotografía de presentación muestra a dos agricultoras ecológicas en Granada)
El currículo profesional de María Josepa avala este trabajo. Lo ha escrito basándose en su experiencia en diversos pueblos y comarcas de la Comunidad Valenciana, como profesora de labores y técnicas agrícolas y otras tareas. Ha sido miembro directivo de la Sociedad Española de Agricultura Ecológica (SEAE), y ha participado en numerosos comités técnicos, en seminarios y congresos sobre este asunto. Además, junto con su marido, Paco Bellod, posee y cultiva olivos en su pueblo de Beneixama (Alicante). Y por último es autora de estupendas narraciones para jóvenes centradas en la vida rural.
María Josepa Payà sabe de lo que habla. Y lo hace muy bien. Este ensayo, como sus narraciones, se lee con fluidez y gusto, y cualquier persona que entienda el valenciano medianamente disfrutará de su contenido. Esté de acuerdo o no con lo que plantea.
En verdad es difícil estar en desacuerdo con lo que María Josepa desarrolla en el libro, que son las virtudes milenarias de la vida rural. Más allá de la nostalgia por lo que se ha perdido está el sentido común que, ese sí, se ha disuelto en la urbanización, la industrialización del trabajo agrícola y el consumismo prácticamente globalizado.
La autora hace inventario de esas características y de cómo se fueron transformando. Dice por ejemplo que al inicio del siglo XX un labrador de tierra fértil y más o menos regada podía vivir de sus cosechas, por lo cual la industrialización en ciertas comarcas tardó en establecerse. Ochenta años después, la prosperidad de los agricultores ya había cambiado. También explica que la simbiosis ser humano/naturaleza se está degradando con el abandono de tierras hasta ahora cultivables y con la agricultura agroquímica. De lo primero todos conocemos historias. En esta revista hemos hablado del triste panorama de la ribera del río Piedra y el Jalón, antaño paraíso de cerezas, melocotones, peras y manzanas, hoy abandonadas casi por completo. De lo segundo, también hemos dado voz a una autoridad en la material el profesor José Ignacio Cubero en su Historia General de la Agricultura, resumida aquí.
Detalla Cubero el uso inmoderado de materiales químicos en la producción, y la práctica abusiva del monocultivo, que rompe el equilibrio químico, físico y biológico del suelo, hasta el extremo de convertir la tierra en polvo, como fue el caso del Dust Bowl en los Estados Unidos en 1924, por el monocultivo cerealístico en Oklahoma. La agricultura industrial es planificada y científica, dice, pero la ciencia y la planificación no garantizan una buena agricultura.
Los desatinos que se derivan de la ganadería también son objeto del análisis de Cubero.
«Para producir un kg. de carne se necesitan unos 8 kg. de grano para el vacuno, 3 para el cerdo, 1,5 para la gallina y para la carpa o el salmón en criadero… La huella del agua, esto es, la cantidad de agua que se necesita para producir un kilo de algún alimento, ofrece datos impresionantes: en cada kilo de carne de oveja se han invertido 6.000 litros, el kilo de gallina exige entre 3.500 (para huevos) y 5.500 (para carne), unos 5.000 para el cerdo, el triple para la carne de vacuno… Un kg. de hamburguesa comercial ha necesitado 16.000 litros de agua para llegar a la boca del consumidor.»
Menciono estos datos de un profesor académico (pero también investigador de campo) para contrastarlos con los argumentos estimables de una agroecologista como Maria Josepa Payà. Les diferencia la confianza de uno en la capacidad humana para superar las dificultades, incluidas las que él mismo crea, y la visión crítica y pesimista de otra. Ambas son válidas.
Maria Josepa realiza en su ensayo un resumen de las visiones oscuras sobre el futuro del campo. Está preocupada por él. Vive de él. Y se resiste a la desaparición de la vida rural, absorbida por el desarrollo urbanístico. Y hace bien.
En los primeros capítulos argumenta sobre las falacias del desarrollo y el crecimiento, que parece una obsesión en nuestros gobernantes y en los de los países del entorno. Y aporta las soluciones de la agroecología, basadas en cultivos racionales y respetuosos con el medio ambiente (no me gusta la palabra sostenible), la agricultura familiar, los círculos de consumo local, la alimentación y la cocina sana, el respeto de los recursos naturales, y otros asuntos poco cuestionables.
En numerosos reportajes y entrevistas en Agroicultura-Perinquiets me he hecho eco de estos mismos argumentos. Mas, la observación de las prácticas ecológicas me ha llevado a concluir que son un remedio particular, de pequeña escala, pero no sirven como remedio general, que es dificilísimo que arraiguen y se extiendan en un mundo donde la producción y su distribución y venta para el consumo exige estrategias regionales, nacionales e incluso continentales. Véase si no la tragedia de Ucrania. Ucrania como país independiente ha dejado de existir. La han comprado, literalmente, las grandes compañías cerealistas, carece de red eléctrica propia, nacional, la industria está en manos extranjeras, y encima tiene que soportar una invasión y una guerra.
Denuncia Maria Josepa, como otros agroecologistas valientes, la compra de tierras en todos los continentes por compañías con estrategias agrarias interesadas, algo que, por otro lado, es inevitable, todo el mundo tiene intereses, y los intereses más fuertes son los de los más poderosos y ricos.
Las protestas de los agricultores europeos de los últimos meses se oponen a la regulación burocrática de todas las tareas agrícolas, la siembra, el cultivo y la cosecha. La PAC de la Unión Europea dice que es necesaria una legislación que garantice el cultivo «verde», es decir, el menos contaminante. Y los labradores aseguran que ellos lo pueden hacer sin las obligaciones minuciosas y enfadosas. Su temor, además, es que si en Europa se cumple a rajatabla con una agricultura «verde», las importaciones de productos agrícolas «no verdes» que proceden de países no comunitarios les arruinarán.
Maria Josepa cita a Yuval Noah Harari, ensayista israelí, que sostiene que el paso de la sociedad de cazadores y recolectores a otra de agricultores no supuso una mejora de la alimentación. El profesor Cubero dedica detalladas y claras explicaciones a la aparición de la agricultura, con documentos, y no sólo con especulaciones en los dos primeros capítulos de su monumental Historia: «El largo camino hacia la agricultura«, y «La transición a la agricultura«.
El profesor Cubero no niega los defectos y los obstáculos, muchos creados por los mismos seres humanos, que tenemos que superar. Pero deja claro que la nostalgia de las costumbres y técnicas de antaño no nos va a sacar del atolladero.
Insisto en que los remedios que la agroecología mantiene son en su mayoría encomiables. Pero sólo sirven a pequeña escala. Los agricultores ecológicos que conozco son personas admirables y ponen empeño en ganarse la vida, pero su ejemplo no cunde. Un pequeño pueblo, incluso uno medio pueden mantener unos mecanismos agrarios y de conservación de la naturaleza próxima. Pero no pasa de ahí.
El abandono de la vida y el trabajo rural es un hecho. Y es una excelente idea buscar y proponer soluciones. Las virtudes de la vida agraria las señalaban ya Horacio y Cicerón. Y también Columela, el romano de Cádiz que escribió uno de los primeros tratados sobre la agricultura, la nuestra, la mediterránea.
Conozco a Maria Josepa Payà , y encomio su trabajo como profesional, como literata y como ensayista. Los interesados en esta literatura encontrarán en la lectura de Terra endins. Pensar el futur des del poble un texto claro, agradable e instructivo.