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Cultura y comunicación

Crónicas desde Túnez (y II)

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1. EL WAKT (El Tiempo)

wakt

Reloj de la mezquita de Testour

Segunda parte de la Crónica de Túnez redactada por Joan Durà, experto viajero y conocedor de la sociedad tunecina, porque duerme con ella, es decir, con una emprendedora tunecina, que es su mujer. Las fotografías son del autor. Una primera versión de estas crónicas la fue publicando Joan en su página de Facebook el primer trimestre de este año.

Estoy a punto de irme de Túnez y lo hago con un poco de regusto amargo. Llevo 8 años viniendo por aquí y lo que en un principio parecía un país en standby, a la espera de esas cosas buenas que iban a pasar, ahora es un país en coma, que a duras penas consigue mantener un rayo de esperanza.

Parece ser que el reloj de la mezquita de Testour, ese que marca el tiempo al revés, no ha tenido el efecto deseado para los que lo construyeron -ya que no han vuelto a su Al Ándalus del alma- pero sí ha detenido el tiempo de todo un país, justo cuando creía empezar a levantar la cabeza.

Tras obtener la independencia de Francia, Bourghiba hizo de Túnez uno de los países más progresistas del norte de África. Su sucesor, Ben Ali -quien llegó al poder después de un golpe de estado de despachos- instauró una dictadura, y el nepotismo y el estancamiento se adueñaron del país. En Túnez tuvo origen la Primavera Árabe que derribó a Ben Ali, y que luego corrió como la pólvora por el norte de África y se hizo famosa en Egipto.

Los tunecinos pensaron que por fin volverían a ser dueños de su destino, y que la democracia impulsaría el progreso que tanto necesitan. Nada más lejos de la realidad. Ahora mismo se sienten decepcionados y asqueados porque aquellos en quienes depositaron su confianza después de la revolución no han cumplido sus promesas. ¿Os suena? Incluso hay cosas que con el dictador funcionaban mejor o, como mínimo, funcionaban.

La capital tiene ahora mismo un aire a preguerra que atrae tanto como asusta: las calles bulliciosas, el tráfico caótico, mucha policía, la embajada de Francia, rodeada de trincheras, sacos terreros y barricadas de espino frente a la catedral cerrada, la parada de taxis que te llevan directo a Argelia, hiyabs y minifaldas…

El otro día nos salimos de las rutas típicamente turísticas en busca de una relojería y la sensación de viaje al pasado todavía es más intensa allí. Negocios que mantienen sus carteles de los años 30, edificios de principios del siglo pasado, calles de tierra, turbantes…

Casco antiguo

Túnez, casco antiguo

Como la misma relojería a la que vamos, un local repleto de relojes de todas las épocas, y cuyo propietario es capaz de atender a tres clientes a la vez y cambiarme la pila de dos relojes en cinco minutos. ¿Precio? 2,5€. No está mal si tenemos en cuenta que por el mismo trabajo me pedían en Valencia 50€ y les iba a costar 1h30′ tenerlo hecho. Está claro que el tiempo no vale lo mismo en todos los sitios.

Por la noche salimos a cenar con unos primos a un barrio de moda. No hay mucho tráfico para ser viernes. A la puerta del local, tres armarios roperos armados nos preguntan si tenemos reserva hecha; cuando la confirmación les llega por el walky, nos dejan pasar, como en las pelis de gángsters. El local, como es típico aquí, tiene más pinta de pub que de restaurante. Y eso es normal porque los tunecinos cuando salen a cenar no le dan importancia a la parte gastronómica. Eso es accesorio. Ellos lo que quieren es charlar, beber, bailar y olvidar las penas un rato. Me pido una pizza de prosciutto y el camarero me advierte de que lleva cerdo.

-Eso espero…-le contesto en castellano.
Pardon…?
Rien, rien, choses miennes. Otre Celtia, silvuplé.

Nos informan también de que para amenizar la velada hoy tenemos música española en directo. Manda œufs. Interpretación a la guitarra de distintos temas españoles, cubanos, brasileños y tunecinos, para acabar con un popurrí que lo mezclaba todo a la vez, con gran aceptación del público allí presente. Lo más parecido a la carpa fallera de debajo de mi casa que os podéis imaginar. ¡Me persiguen!

Mientras tanto, en la pantalla gigante del local se proyectan imágenes del programa especial que una cadena deportiva árabe le dedica a El Clásico. Una vez más se demuestra que el reloj nunca corre a la velocidad que uno quiere.

2. EPÍLOGO

En el viaje de vuelta fue todo como la seda y ya estoy tranquilito en casa. Creo que es momento de contar cómo fue la última vez que me fui de Túnez.

A modo de introducción, os diré que las conexiones aéreas entre España y Túnez sólo las realiza Tunisair, y lo hace con vuelos regulares desde Barcelona y Madrid. Por diferentes razones la opción de Barajas es nuestra preferida. Entre estas razones está la de que dejamos el coche aparcado en una calle cercana al aeropuerto, enfrente de un edificio oficial que tiene vigilantes las 24 horas del día. Así nos ahorramos lo del parking de larga estancia y además está más cerca.

Como mi mujer decidió quedarse unos días más, el viaje de vuelta que nos ocupa lo hacía solo. Después de la consabida despedida a la tunecina, de “colar” más que facturar las maletas y de pasar todos los controles, llegué a la sala de espera de la puerta de embarque que me correspondía. Estábamos en pleno ramadán y como el aeropuerto de Túnez es escala obligada para muchos de los peregrinos africanos que van o vuelven de La Meca, pues os podéis imaginar la pinta que tenía aquella sala. Infinidad de razas y etnias, con sus respectivos atuendos más o menos estrambóticos, que hacían que aquella estancia pareciera la cantina de la Guerra de las Galaxias.

Y allí estoy yo entretenido tratando de adivinar de qué país es cada uno de mis compañeros de sala. Ese debe ser de Etiopía, se le ve muy delgado; ese otro, el del gorrito, debe ser de Senegal. Me suena haberlo visto por el WhatsApp. Bueno, un ratito más de este jueguecito, el vuelo, cojo el coche y a dormir a casita. Eso, el coche y a dormir a casita… cojo el coche… el coche… ¡Mierda, las llaves! ¡Las putas llaves del coche!

Sudor frío y confirmación de que me he dejado las llaves en casa de mis suegros. Llamo a mi mujer pero por mucho que corran es imposible que me las hagan llegar antes de que salga el vuelo. Mientras llaman a embarcar, barajamos diferentes posibilidades y acordamos que intentará encontrar una solución coordinándose con nuestros amigos en Valencia. Creo que nunca he subido a un avión con tantas ganas de saber qué me voy a encontrar cuando llegue.

Y llego. Rápidamente llamo a casa y me entero del plan: van a enviarme las llaves por mensajero al hotel Ibis Aeropuerto que está a escasos 500 metros de donde tengo aparcado el coche. Yo paso la noche en el hotel y mañana cuando lleguen las llaves cojo el coche y para casa. Suena bien. Perfecto.

El por qué en ese momento no se me ocurrió coger un taxi para llegar al hotel seguirá siendo un misterio como el de por qué hay hombres que no tenemos pelo en la cabeza y sí en la espalda. Yo creo que fue la euforia de pensar que todo estaba encauzado la que me hizo tomar la decisión de ir andando, a pesar de que eso suponía llevar a rastras una maleta grande, otra mediana y una mochila, todas ellas con un evidente sobrepeso que mis contactos en el aeropuerto de Túnez habían conseguido que no fuera tenido en cuenta. De hecho, el piloto se pasó todo el viaje comentando que el avión lo notaba un poco ahogao, que no tiraba, como si llevara un camello enganchado la cola…

Pasarela sobre la M14

Pasarela sobre la M14, Madrid-Barajas

Y allá que me lanzo en plan ironman, a darme el paseíto. La primera mitad del camino que tenía por delante consiste en cruzar de extremo a extremo la T1 y la T2 de Barajas. A partir de ahí, la segunda mitad –toda de subida- es un compendio de rampas, pasarelas, cruce de rotondas, caminos vecinales, un parking descubierto, la calle donde está el coche y esos escasos 500 metros que me separan de la puerta del hotel. Cuando pasé la primera terminal pensé que igual debería haber cogido un taxi. Cuando pasé la segunda, me pregunté por qué narices no había cogido un taxi. Al acabar la primera rampa, me pregunté por qué cojones había sido tan gilipollas de no coger un taxi. A partir de aquí dejé de preguntarme cosas. Sólo maldecía entre jadeos. Cada vez más jadeos y menos maldiciones. Pasé cerca del coche sin mirarlo, como si fuera suya la culpa. Sólo me faltaban esos putos escasos 500 metros de mierda para llegar al hotel. Giré la última esquina, ya sólo quedaban 100 metros. Hice una pausa para tomar fuerzas. Se veía la luz del cartel rojo. Una gota de sudor se me coló por la rabadilla y me espoleó para cubrir el último tramo.

La recepción, por fin. Estaba llena de tipos enchaquetados y tipas maqueadas. Parecían pasárselo bien. Me la suda, nunca mejor dicho. Me abro paso hasta el mostrador y saludo a la recepcionista:

-Hola, buenas noches. Una habitación por favor.
-Sí, claro. Dígame su nombre y busco su reserva.
-…
-¿Su nombre? –insiste.
-Eeeh, no tengo reserva…
-Ah, pues lo siento. Está completo.

Me informa de que hoy el R. Madrid juega Champions y además hay dos ferias en IFEMA y que están todos los hoteles llenos. La madre que parió a Ronaldo y a los feriantes. Insisto desesperado, le explico mi situación y le digo que mañana van a entregar en recepción un paquete para mí y me dice que no hay problema, que ellos me lo guardan aunque no esté hospedado allí.

-¿Te importa si me siento un momento?
-No, no, claro. Como guste.
-Es que quiero cortarme las venas cómodamente.
-¿Cómo dice…?
-Nada, nada, cosas mías.

Recupero un poco las fuerzas y salgo a la calle a buscarme la vida. Pongo al corriente a mi mujer y le digo que voy a dar una vuelta a ver si entre los hostales y hoteles de la zona queda algo libre. Mientras, ella buscará algo también en internet. Después de cuatro intentos infructuosos en hoteles con recepciones llenas de tipos enchaquetados y tipas maqueadas, y harto de tirar de las maletas, me siento derrotado en un banco al lado de un parque. Llego a pensar en meterme a dormir en una sucursal bancaria, siempre que no sea de Bankia.

Suena el teléfono. Es mi mujer que dice que ha encontrado algo:

-Te he reservado habitación -dice-. Es un hostal, pero tiene buena pinta y está relativamente cerca del Ibis.
-¡Por fin!
-Se llama “Los Cinco Pinos”.
-…
-…¿hola…?
-Cariño, hace 3 hoteles que se me han ido las ganas de vivir y 2 que perdí el sentido del humor. No me vengas ahora…
-¿Qué dices…?

Aunque mi mujer habla perfectamente castellano, evidentemente no conoce todas las frases hechas o chascarrillos que puede dominar un castizo. No sé si es que está de broma o que le han tomado el pelo gentes de mala fe.

-Los Cinco Pinos, ¿eh? ¿No querrás decir El Quinto Pino, verdad? –insisto.
-¿Qué tonterías dices? – sin entender nada -. Mira, te envío el enlace por WhatsApp. La habitación está reservada. Está bien de precio, aunque me han advertido de que está en entreplanta. ¿Eso qué quiere decir…?

Sin hacer mucho caso a su pregunta, me despido rápidamente y paro un taxi –esta vez sí- que pasa en ese momento. El taxista sabe perfectamente de qué hostal se trata. El hostal Los Cinco Pinos existe.

Hotel Los Cinco Pinos, Madrid

Hotel Los Cinco Pinos, Madrid

El taxi me deja a la puerta, en los límites de un polígono industrial, al lado de la M14 que rodea el aeropuerto. El hostal Los Cinco Pinos por fuera puede parecer un picadero de lujo, pero por dentro lo confirma. Se ve que estamos fuera de hora y sólo me encuentro grupitos de transportistas fumando en el patio. Los tipos enchaquetados y las tipas maqueadas no han venido por aquí. Todavía.

Me registro y la recepcionista me indica que mi habitación está por el pasillo de la izquierda, bajando las escaleras y otra vez a la izquierda. Mientras me dirijo a esas escaleras me pregunto cómo puede estar bajando si estamos en una planta baja. Cuando bajo, llego a un pasillo digno de ser una localización de ‘Terciopelo Azul’, o incluso de ‘El Resplandor’, pero sin sitio para que el niño diera vueltas con el triciclo. Al fondo, mi habitación. Cuando entro, compruebo que no haya una anciana decrépita en la bañera ni unas gemelas en un mar de sangre y comprendo que “entreplanta” es el eufemismo que utilizan en Madrid cuando no quieren decir sótano. A pesar de todo, la habitación está limpia y bien equipada. Eso sí, en lugar de ventana está el tragaluz que inspiró a Buero Vallejo. Si no estuviera tan cansado me entretendría en imaginar a quién corresponden los tobillos que se ven pasar de vez en cuando. Me quito los zapatos y devoro un bocadillo que me sobró del almuerzo y media bolsa de bombones que traía para regalar.

Decido reposar un poco la cena antes de ducharme y me tumbo un momento sobre la cama. Son las 11 de la noche.

3. EPÍLOGO DEL EPÍLOGO

Me despierto sobresaltado por el sonido del despertador. Tardo unos segundos en reconocer dónde estoy y en darme cuenta de que anoche cuando decidí reposar un poco lo que pasó es que me quedé dormido sin desvestirme ni nada. Por el tragaluz, pues eso, entra luz. Cojo el móvil para apagar el despertador y compruebo que en realidad se trata de una llamada de un número que no tengo registrado. Contesto y resulta ser el mensajero que me comunica que ya ha entregado las llaves en la recepción del Hotel Ibis. Bueno, parece que las cosas empiezan bien hoy. Decido tomármelo con calma, pegarme una buena ducha, ponerme ropa limpia y empezar el día con energías renovadas.

Pago en recepción y pido que me llamen un taxi. Ya de camino, el taxista debió de flipar con el volumen de mi equipaje y que la carrera era de un hotel a otro y se montó su propia película.

-Cómo les envidio. Yo aquí todos los días pringado en el taxi y ustedes siempre de aeropuerto en aeropuerto y de hotel en hotel…
-Sí, es apasionante. Aunque a veces cansa un poco, ¿sabe? –si yo te contara…

Llegamos al hotel. En la recepción está la misma chica de ayer. Olé los turnos de trabajo de la cadena Ibis. Creo que como voy limpio y fresco no me reconoce.

-¿En qué puedo atenderle?
-He venido a recoger un paquete a nombre del señor Durá.
-Sí, llegó hace un rato -. Llámame friki pero ese momento me parece que es un poco rollo James Bond.

-Mezclado, no agitado, por favor…
-¿Cómo dice…?
-Nada, nada, cosas mías.

Con las benditas llaves ya en mi poder, desando esos escasos 500 metros que me separan del coche sin quitarme de encima ni las maletas ni una sensación de no tenerlas todas conmigo. No sé por qué pero no me lo acabo de creer. Llego al coche, lo abro y, justo cuando estoy preparando las maletas para cargarlas, empieza a sonar la alarma. Desconcertado, miro a mi alrededor por si es la de otro coche, pero no. Es el mío. Cierro la puerta y para. Abro y a los 20 segundos vuelve a sonar. Por lo visto, la llave de reserva que hace años que no utilizo ha perdido la configuración y no desactiva la alarma. Sé que hay una manera de desactivarla, pero no me acuerdo del código. Empiezo a pensar que va a ser mejor que nadie pronuncie la palabra ’viaje’ delante de mí durante un tiempo.

Como no me parece muy conveniente hacer la ruta hasta Valencia con la alarma sonando, dejo lo imprescindible en la mochila, meto rápidamente el equipaje en el maletero en los 20 segundos previos a que suene, y decido llamar al concesionario donde compré el coche a ver si me pueden echar una mano. Me dicen que me van a poner en contacto con el que me instaló la alarma. 20 minutos después me vuelven a llamar y me piden una dirección de email para poder enviarme un correo con las instrucciones. Me avisarán cuando lo envíen.

Mientras tanto, aprovecho para hablar con mi mujer y ponerla al corriente de la situación. Después de insistir varias veces en que no estoy bromeando me dice que va a llamar a un amigo tunecino que vive en Madrid y con el que no pudimos contar ayer porque tenía turno de noche. Le dirá que venga a echarme una mano.

Como sólo me queda esperar, se me ocurre ir a buscar una tienda de chinos y comprar una pila nueva para el mando del coche. La cambio, pruebo y nada. La alarma vuelve a sonar. Un rato después me avisan de que ya me ha llegado el email con las instrucciones. ¡Por fin! Se trata de una complicada secuencia de apretar botones del mando y del coche en un determinado orden. Si te equivocas, vuelta a empezar. Cuando ya sólo me falta probar haciendo la pata coja, decido parar. Si sigo así me voy a quedar sin batería, y ya me he convertido en centro de atención de las miradas de todas las marujas del barrio.

En éstas llega el amigo de mi mujer. Le explico cómo está el tema y decidimos trazar un plan de ataque conjunto. Este plan está compuesto por dos fases principales. La primera, ir a tomarnos una cerveza. La segunda, con su coche, ir a buscar un taller y ver si nos pueden echar una mano.

Después de completar la primera fase en el barecito con la barra en forma de U más pequeña que he visto en mi vida (más que una barra parece un púlpito), acometemos la segunda fase y localizamos no muy lejos un taller en el que me dicen que me pueden ayudar, pero que les he de llevar el coche. Como es poca distancia y no hemos visto nada de policía, confiamos en que no pasará nada por ir circulando con la alarma puesta.

La Motillana

Blanco y negro a la brasa de La Motillana, Motilla del Palancar

Cojo mi coche, y nada más girar la primera esquina empiezan a aparecer policías municipales como champiñones. Andando, en moto, en coche, con las sirenas sonando… Por lo visto ese día allí había una maratón popular y estábamos a punto de cruzarnos con ella. Y yo con la alarma sonando y haciendo luces. Cuando ya estaba pensando en cómo contar la historia de la manera más clara y convincente posible –“Señor agente, no es lo que parece”-, el urbano empezó a pitarme y darme órdenes: “¡Circule, circule!”. Se ve que el sonido de sus sirenas les impedía oír mi alarma, y mi presencia allí les molestaba. Yo, obediente, circulé, circulé.

El mecánico que nos atendió era negro como el tizón y cubano para más señas. Me pidió las llaves, se subió al coche y cerró la puerta para evitar que viéramos los trucos de mecánico para desactivar alarmas. Cuando un rato después le vi ponerse a la pata coja empecé a sospechar que la cosa no iba demasiado bien. “Esto es una graaan mielda” dijo al salir del coche sin resultados positivos. “Abra el capó, pol favol”. Se zambulló en el motor, empezó a trastear y esta vez su magia si funcionó. Y esta vez sí pude ver lo que hizo, porsiaca. La alarma dejó de sonar. Bendito silencio. Encima no me quiso cobrar. Me despedí del mecánico y del amigo, cogí el coche y para casa, sin olvidar la inevitable parada en La Motillana.

Ya os dije que en Túnez sabes cuándo dices adiós, pero no cuándo te marcharás, y mucho menos cuándo llegarás a casa. Por eso, cuando ahora oigo hablar de deportes extremos, de maratones en el desierto, de cruzar mares a nado, yo pienso: «Aficionados…»

Por cierto, si alguna vez se os ocurre ir a Túnez, decídmelo a mí. Yo os lo organizo.

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