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Cultura y comunicación

«Cuatro perros verdes», novela de Pío Moa

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Una novela de Pío Moa

Una reseña del editor de Agroicultura-Periquiets, Fernando Bellón

Voy a glosar en este artículo la novela “Cuatro perros verdes”, de Pío Moa Rodríguez, editada (muy bien, por cierto) y distribuida en mitad de la pandemia de coronavirus por Editorial Actas de Madrid.

¿Pío Moa, dice usted? ¿Ese facha peligroso que glorifica a Franco?

No hay más remedio que pasar por ese pantano de insultos y prejuicios que acompañan a Pío Moa. Desde luego, él se los ha buscado, llevando la contraria desde hace más de treinta años a la frágil memoria histórica urdida por la izquierda fundamentalista y la izquierda extravagante.

Pero ahora vamos a glosar una novela, un libro de ficción en el que el autor ha querido retratar un día de la historia de España, en el otoño caliente de 1967, mediante las conversaciones de cuatro jóvenes sin formación sólida y con un compromiso político difuso, pero devoradores de filosofía libresca, y cada uno con una idea particular de los problemas de la España en la que viven.

La editorial hace una presentación ajustada:

«Cuatro estudiantes desayunan en una tabernilla discutiendo, bromeando y disparatando sobre Sartre y el sentido de la vida. El tabernero, burlón, los define: ‘más raros que cuatro perros verdes’. En medio del caos vital de la ciudad, aquella discusión va señalar para los cuatro una jornada singular, marcada por el trauma de un viejo amor, un nunca aclarado crimen brutal en el ambiente gay, una ambición política irrealizable, una primera experiencia amorosa y un atentado…”

El propósito confesado de Pío Moa es exponer al lector joven de hoy cómo era el lector joven de hace más de cincuenta años. Y hacerlo sin manipulaciones que no sean literarias, con un discurso interior y unos diálogos pletóricos de ideas morales tomadas de acá y de allá, como suele hacerse cuando se es joven. Lo consigue, hilvanando las conversaciones y los monólogos interiores con la trama de una jornada rutinaria, pero cosida con un hilo rojo de sangre.

La novela se atiene al clasicismo narrativo. A mí me ha recordado a las memorias, a los libros de diálogos, al género epistolar, modelos que hasta el siglo XIX se emplearon en la ficción culta y moral. El uso de la primera persona con un propósito introspectivo empezó a imponerse con el romanticismo, y la evolución literaria condujo a las novelas de flujo interior del tipo Ulises (de su impenetrable estilo dijo Virignia Wolf, «viola la gramática y desintegra la sintaxis»), La montaña Mágica (alta y solemne como la aristocrática burguesía en decadencia que refleja), Berlin Alexanderplatz (visión clínica de un psiquiatra que conocía por su oficio a la clase baja y se identificaba con ella). Método refractario a la literatura española hasta que lo recogen algunos autores como Alfonso Grosso y Juan Benet, venerados por algunos y creadores de ladrillos para otros, entre los que me cuento. Pío Moa huye de estos berenjenales.

«Cuatro perros verdes» tiene rasgos de novela filosófica. No diré que se pone a la altura de las citadas y de otras que están en la mente de muchos, entre otras cosas porque estoy seguro que Pío Moa no se ha propuesto emular nada, sino trabajar a fondo un retrato generacional en el que hay mucho de él mismo en cada personaje.

La vida no tiene sentido y hay que apechugar con ello. Dios es en el mejor de los casos un mito y en el peor un canalla. Dios nos ha dado el libre albedrío, y nos obliga a comprometernos en un mundo lleno de paradojas morales. En España vivimos en una dictadura, aunque no vivimos mal. Franco es un criminal perturbado, pero a la mayoría de la gente le da igual. El comunismo es la solución a todos los problemas sociales y personales (pagando un precio, eso sí). Los de Eta son unos asesinos, pero forman parte del derecho de los pueblos de España a la autoliberación (sic) y autodeterminación. La democracia europea está muy bien, pero la gente vive mejor en España que en Francia. El sexo es esto y lo otro. La homosexualidad es un trastorno con el que hay que vivir, y que puede conducir al vicio. Las chavalas tienen cabeza además de culos y tetas, y hay que elegir entre casarse y arriesgarse al aburrimiento o al fracaso, o permanecer soltero, satisfaciendo el erotismo como Dios te dé a entender.

Esto es un catálogo simplificado de los temas que desarrollan los protagonistas de «Cuatro perros verdes» en un lenguaje de esos que llaman directos, significando que no es retorcido ni oscuro. La retórica no es propia de Pío Moa. Su primera novela «El erótico crimen del Ateneo de Madrid» es desenfadada y muy entretenida. Si Pío hubiera formado parte del equipo progre del periodismo español, se le habría reconocido universalmente, y la novela vendido mejor.

«Cuatro perros verdes» no es un libro fácil de leer, porque hay que trabajarse la identificación de los personajes. No son muchos, y cada uno tiene «un perfil propio» en su discurso. Pero le habría agradecido a Pío que antecediera cada intervención o soliloquio con el nombre del personaje (lo hace de una forma o de otra, pero si lees rápido, se te escapa; por eso digo que es libro que conviene leer despacito). A mí me ha costado empezar a tener claro quién habla o piensa.

A veces los diálogos son estereotipados. Pero es que la vida es así, y no existimos en una época de héroes homéricos.

Otro rasgo curioso de la novela es que no tiene protagonista. Mi deducción es que el protagonista es Pío Moa, partido en cuatro trozos, recurso de novelista.

Para diferenciar la personalidad de los cuatro perros verdes urde un pasado que lastra la psicología de cada uno de ellos (también veo yo aquí rasgos de Pío por todas partes), y presenta al lector unos pocos episodios en los que se apoyará la «acción filosófica» que vamos leyendo. De este modo nos lleva a un final sorpresa en el que se ve la voluntad del autor de no encerrarse en una sucesión de soliloquios.

Hay muchas y variadas novelas escritas en aquella época y hoy sobre aquella época. La ventaja de las últimas es que el autor conoce las consecuencias de los actos de los protagonistas o su relación con la vida social. La de Pío Moa está a la altura de las mejores, por su claridad, su limpia urdimbre y complejidad de tonos, su autenticidad, su pesimismo documentado y vivido por el autor.

Uno de los pozos a los que el autor se asoma es el momento crítico de la juventud en los años sesenta. Todavía se vivía en España una suerte de ingenuidad intelectual, ya contaminada por el existencialismo francés y el malestar de los estudiantes y profesores jóvenes de los Estados Unidos, algo que tenía más que ver con la Guerra de Vietnam que con la ideología o la filosofía que fueron tejiéndose en torno a la derrota gringa en Indochina.

Las novedades explosivas del arte y la cultura occidentales de los años veinte afectó a muchas personas ilustradas europeas, más allende que aquende los Pirineos, por la obvia razón de que en España el número de intelectuales por kilómetro cuadrado era menor. La muerte de Dios, la degeneración de la literatura y el arte hacia un vanguardismo estéril (la esterilidad la percibieron los artistas españoles, donde la vanguardia arraigó poco, aunque lo suficiente como para ganarse un párrafo en las recopilaciones didácticas), la inseguridad física e intelectual después de dos guerras mundiales, todo esto dio lugar a lo que Philipp Bloom en «Los años de vértigo» resumió así: «El yo del urbanita moderno, multifacético, compuesto artificialmente, ataviado industrialmente, politizado e ideologizado sólo podía ser retratado colocando un espejo roto ante personalidades siempre al borde de romperse en mil pedazos.»

Los españoles de la posguerra (mundial y la nuestra) estaban demasiado ocupados en reconstruir y coser sus costuras, los más proclives a la especulación pesimista se habían exiliado, y los comunistas, los más lúcidos agentes sociales del nuevo orden, rechazaron las nuevas propuestas de la vanguardia alimentadas por capital de la CIA.

El fotomontador y muralista José Renau y el pintor abstracto Doro Balaguer, ambos valencianos y comunistas, son dos casos ejemplares de esta situación. En mi biografía «Renau, la abrumadora responsabilidad del arte», que puede leerse y descargarse en esta revista capítulo a capitulo, se ofrecen documentadas pruebas. Renau se educó en el clasicismo postsorollista, y también recogió importantes contribuciones del expresionismo alemán y el diseño militante de entreguerras. Pero siendo coherente con la idea de que el arte debía servir a la revolución, dedicó todo su ingenio a exponer con claridad y con fuerza su denuncia del capitalismo. En un congreso del PCE en Praga conoció a Isidoro Balaguer, hijo de un antiguo colega y compañero de partido de Renau. Doro Balaguer hacía abstraccionismo, algo que Renau le discutió, sin que entre ambos brotara ninguna rencilla, todo lo contrario. Doro se limitaba también a ser coherente con lo que se vivía en España, todo lo que recordara el clasicismo, el figurativismo, era anatema. Doro no tenía que ganarse la vida con la pintura, y componía lo que le daba la real gana, sin poder librarse de la moda.

Al regresar Renau a España hizo dos descubrimientos demoledores. El primero es que los artistas jóvenes le tenían por un dinosaurio y no le hicieron mucho caso, incluso los comunistas (con la excepción de Doro Balaguer y del Equipo Crónica). El segundo descubrimiento que le llenó de confusión fue que los intelectuales de la generación que le sucedía y sobre todo los más jóvenes eran casi por unanimidad antifranquistas, demócratas o como quiera llamarse, a pesar de haber crecido en una España católica e imperial. Esto lo comprobó en 1976, y le chocó tanto que lo comentó en público; eran como los intelectuales en ebullición de la República, el fermento de la memoria histórica,

Entre 1967, año de la novela «Cuatro perros verdes», y 1976 se había producido la crisis cultural que había vuelto las cosas del revés. Los chavales de la novela de Pío Moa conservan el tesoro casi intacto de esa ingenuidad optimista que vivían casi todos los españoles que no fueran de confesión anti régimen. Pío ha conseguido retratarlos con profundidad y precisión, superior a la que estamos acostumbrados de los autores que surcan el océano de la memoria histórica.

En definitiva «Cuatro perros verdes» es una buena novela y merece la pena leerse. A los que tenemos la edad de Pío, nos sirve para refrescar aquellos años de hierro y de azúcar (depende para quién), y a los más jóvenes porque les da la oportunidad de entender un retal del tapiz sociopolítico del momento, años 60 y 70.

Entre los periodistas que pertenecemos a la generación de Pío Moa hay bastantes novelistas, algunos de ellos y ellas compañeros de promoción en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid.

Puedo citar (pero no lo voy a hacer, porque son muchos los que no han tenido asiento en el Olimpo mediático, y sería injusto destacar a unos sobre otros) a más de veinte que se han distinguido en los medios de comunicación españoles, y que todavía siguen dando guerra en ellos. Su calidad profesional y literaria es indiscutible, excluyendo las rencillas y odios africanos propios del oficio. Temo que pocos de los ex compañeros de Pío Moa estuvieran dispuestos a tomarse un café con él en un lugar público. Es una pena, porque se pierden a un hombre de calidad moral y cualificado profesionalmente en varias disciplinas.

Si uno mira el artículo de Pío Moa en la Wikipedia, alcanza a hacerse una idea poco afortunada de quién es y de lo que ha hecho, no concibe su personalidad con claridad, porque lo que domina es el mito del ex-Grapo que muda de piel y de convicciones, como si eso fuera una aberración, sólo aceptable si la «conversión» hubiera atracado en los muelles de la socialdemocracia. Los conflictos morales de los cuatro perros verdes son exactamente los del autor, y la novela es, a mi entender, una radiografía suya.

Conocí a Pío Moa no estoy seguro de si en el otoño de 1967 ó 1968, cuando ambos nos dirigíamos a la calle Capitán Haya de Madrid, donde estaba al EOP. Trabajamos el mismo verano como «becarios» en el diario «Pueblo», donde nos había situado Emilio Romero, por entonces director de la Escuela, porque ambos éramos (yo lo aparentaba al parecer con éxito) unos rebeldes, y quería ver si éramos domesticables. Yo fui un becario convencional, y eso que la oportunidad era digna de tener en cuenta, pero mi vocación periodística no estaba a la altura de la de Raúl del Pozo, por ejemplo, un joven veterano en el diario, y desde luego no me interesaba ni el modelo Yale ni el modelo Marlasca (con C). Creo que Pío no se hizo notar, aunque mi memoria es endeble. Luego se ha visto que era un hombre de acción, como los estupendos personajes de su tocayo Baroja (a quien se parece, no solo en el estilo ágil, sino en el bigote y la calva), y un historiador combativo, que son mucho más entretenidos que los historiadores académicos y mesurados.

He visto poco a Pío Moa en los últimos años, pero sé de él porque me envía de vez en cuando enlaces a sus artículos, sus intervenciones radiofónicas y televisivas, y noticias relativas a él y a su trabajo.

No soy un periodista conocido como algunos de mis compañeros de promoción, pero me reconforta pertenecer a una generación de tipos que dejarán huella, y la de Pío Moa será profunda.

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