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Pío Baroja, la novela y yo Cultura y comunicación Series

El jardín barojiano al que pertenezco (Baroja, la novela y yo, 4)

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Una serie de Fernando Bellón

Me pongo a escribir este cuarto capítulo de mi deuda con Baroja cuando se cumplen 150 años de su nacimiento. Andrés Trapiello y otros cuantos barojianos se han juntado en la estatua del vasco en la Cuesta de Moyano o de los libreros. Parece ser que es de las pocas o la única celebración, cosa que tampoco tiene importancia. Pero Trapiello cuenta en su artículo “Baroja y ‘lo que manden’” detalles del desapego, incluso el odio a Baroja en el País Vasco (me refiero a ciertas instituciones y sectas), que justifican estos homenajes “provocadores”.

Catorce

Hubo un periodo en mi vida, entre 1976 y 1990, cuando flotaba náufrago entre Berlín, Sydney, Madrid y Valencia, en el que sólo leía autores anglosajones, aprovechando que podía hacerlo. Sin embargo, las lecturas de mayor calado en los años turbulentos fueron alemanas, traducidas, claro. Mi pasión por Goethe procede de aquella época. Aprovechando mi escuela de verano en Berlín Oriental compré un Fausto en edición alemana en un acto de fe ridículo, porque leer a Goethe requiere algo más que un título en la escuela de idiomas. Poseo tres tomos de sus obras completas, traducidas por Rafael Cansinos Assens, que saboreo a trozos.

Thomas Mann, Herman Hesse, Alfred Döblin y, más modernos, Günther Grass y Heinrich Böhl, fueron mis instructores foráneos en el arte de la novela. Les debo mucho, aunque menos que a los españoles. Algunos de los relatos que he colocado en la colección Harbour Bridge, en la página Perinquiets-Libros, tienen un aire de expresionismo alemán.

Son todos vivencias biográficas pasadas por un tamiz entre surrealista y dadaísta. No pretenden ser vanguardia de nada. Contienen personajes, paisajes y peripecias vividas por mí o por amigos y conocidos míos.

Uno de los relatos es “Bienestar, Sexo y Cariño”, situado en la España de los años 90. Un antiguo militante del PCE, sin cualidades dignas de mérito, tropieza con los camaradas de la célula universitaria desde la que intentaban derribar al Régimen, antes de la muerte de Franco. En aquella época se purgó a un disidente, que reaparece décadas después con los mismos sofismas de antaño. Todos son disidentes de muchas cosas, y siguen disputando con los mismos argumentos.

El militante del PCE era, en parte, yo, y también el narrador. Los otros personajes vienen a ser réplicas de camaradas con los que coincidí en diversas células, que en la narración se reúnen en un lugar. Se trata del hotelito familiar de los Sauquillo en el barrio de Argüelles de Madrid. Una célula de universitarios y de escuelas técnicas se reunió un par de veces en casa de Francisco Javier Sauquillo, el laboralista asesinado en 1977. Estoy hablando de los primeros años de esas décadas. Los detalles que se cuentan en el relato de esas citas son bastante aproximados a la realidad, uno de cuyos episodios fue la expulsión de un camarada de cierta escuela técnica por no atenerse al dogma imperante.

El relato está escrito tras el asesinato de Javier Sauquillo, que aparece sin su nombre. El crimen de Atocha congregó a una multitud impresionante en la plaza de Colón con ocasión del entierro. Yo fui uno de los que acudió a la Salesas para despedir al abogado, que había tratado clandestinamente. Al pasar delante del cadáver me impresionó no reconocerle en absoluto, por la lividez y quizá la deformación de su rostro debido al sufrimiento. En el relato no se menciona el crimen de Atocha.

De la Transición hay multitud de libros, cantidad de novelas y ensayos de todo género. Del género político sólo me ha interesado la especulación personal desnuda, es decir, la apreciación personal de quien observa o vive la política. Los análisis y compendios de sucesos pretenden ser más objetivos porque se basan en experiencias ajenas o en documentos: pero corren el riesgo de la fantasía voluntaria o involuntaria. La especulación personal desnuda al menos no aspira a ser verdad.

Así que voy a aprovechar esta serie y la base antropológica de las novelas de Baroja, para especular contando lo poco y trivial que yo viví en la Transición.

Mi distanciamiento del Partido Comunista empezó con un acto gratuito de rebeldía. Me integré en una facción llamada la OPI, oposición de Izquierdas. Nos reuníamos de vez en cuando y criticábamos las actividades de la Junta Democrática. No hacíamos otra cosa.

Hasta 1973 había participado en manifestaciones del 1º de Mayo en la plaza de Atocha, simples paseos por las aceras, con tantos grises y policías disimulados como manifestantes. También en acciones que se llamaban “comandos”. Uno de ellos fue pintar con espray o con brocha, no recuerdo si disponíamos de medios técnicos avanzados, en una pared de la plaza de Antón Martín. La dejé a medias, porque acudió raudo el dueño del local, nos recriminó que ensuciáramos su pared y nos recomendó que fuéramos a otra, por ejemplo, un banco.

Otro episodio de valerosa acción antifranquista fue el lanzamiento de ladrillos a la cristalera… de un banco. La idea era sólo saltar en mitad de la calle Goya lanzando gritos y panfletos. Pero uno de los antifascistas se acercó a una obra próxima, enarboló un ladrillo o un adoquín y se fue derecho al escaparate. Yo me quedé inmóvil. Me pareció una barbaridad innecesaria. No tenía yo madera de hombre de acción.

Otro momento de tensión me ocurrió en la curva que hace la calle Castelló al encontrarse con Núñez de Balboa en Madrid. Era el punto de cita para el reparto de propaganda clandestina, mi labor en la célula de escuelas técnicas, a cada una de las cuales había que hacer llegar Mundos Obreros y otras lecturas edificantes. Yo recogía el paquete en una calle-escalinata cerca de Cuatro Caminos, de nombre Cicerón. Me lo llevaba a casa de mis padres, donde yo vivía, y hacía varios paquetitos, uno para cada centro. Mediante una serie de llamadas telefónica con cierta clave, me citaba con unos y otros aquí y allá. Era de noche, no había mucha luz en aquella curva, y de pronto vi venir hacia mí un coche de policía. Me di por detenido y torturado. Pero el vehículo pasó de largo.

He contado en algún sitio que fui capturado dos veces, y dado con mis huesos en la cárcel de Carabanchel por poco tiempo. La primera fue una maldita casualidad: ser pasajero excursionista de un tren a la sierra de Madrid, en el que iba un grupo de prochinos a concertar alguna acción. En la estación de Cercedilla nos metieron a todos los jóvenes con carnet de estudiante en un autobús, y nos llevaron a la Dirección General de Seguridad. Mi padre me llevaba bocadillos a la DGS envueltos en periódicos, para que me entretuviera (era una consigna para familiares). La segunda visita a la DGS fue consecuencia de una detención en cierta iglesia de Vallecas, un momento en que dejaron la puerta de la diminuta celda abierta, me asomé al pasillo, que daba a un callejón trasero a la Puerta del Sol, San Ricardo. Cerca del techo había unos ventanucos. Pasaban transeúntes y se escuchaba el ruido urbano. De pronto surgió un gris, y de una bofetada me envió a la celda. Pasé tres o cuatro noches en ella. Al pisar la calle de Correos en libertad, me sentía un zombi

Mi compañero de E.O.P. José Catalán Deus está dispuesto a escribir los nuevos Episodios Nacionales, Crónica de medio siglo. Del FRAP a Podemos. Ya ha editado veinticuatro títulos, y le queda trabajo hasta que concluya su empeño en 2024, según sus previsiones. He leído alguno de los volúmenes, y me parece un trabajo extraordinario de documentación, una documentación vasta: impresa, escuchada y vivida; a mí me cuesta leer cincuenta hojas seguidas sin empezar a perderme, y eso que estoy familiarizado con algunos de los protagonistas. Catalán y Pío Moa son dos Aviranetas vivos, y la idea de resumir mi militancia me parece una provocación a estos amigos y compañeros.

En De un tiempo, de un país, de Moa, me cita. Yo le presenté a un tipo conocido por el Francés, que apareció por el barrio de la Concepción (también le cita Catalán), donde un par de comunistas trabajábamos el antifranquismo en una asociación de antiguos alumnos, y atraíamos a los “demócratas” y “tipos majos” (así les denominábamos) del barrio de la Concepción y de fuera de él. Manolo el Francés venía de Bruselas con la misión de establecer en España un grupo creado en la capital belga, la OMLE (Organización de Marxistas-Leninistas de España). Es lo que cuenta Pío Moa en su memoria. De allí surgió después lo que dio lugar a después al Grapo (Grupos Revolucionarios Antifascistas Primeros de Octubre) y al PCE (r) (Partido Comunista de España reconstituido). Varios estudiantes del colegio Obispo Perelló, donde yo hice el bachillerato, formaron parte de los grupos de acción que asesinaron a policías. Cerdán Calixo y los hermanos Calderón eran algunos de ellos. Al primero le abatieron a tiros huyendo por unos tejados, como en las películas de género. De los Calderón no sé que ha sido.

Es preciso aclarar que ni tuve que ver ni me enteré de la fundación del Grapo y el PCE (r). Si me hubiera visto envuelto en ello, me habría derrumbado psicológicamente al primer crimen. Una relación tangencial tuve con Pío a través de otro compañero de la escuela llamado Rafael Gómez Parra. Cuando secuestraron al financiero Oriol y al general Villaescusa, me entró pánico, debido a esa relación tangencial. Trabajaba yo entonces en una revista dirigida por Raúl Heras, también compañero de la EOP, y una mañana se presentó la policía y me llevó a la DGS, me figuro que por tener ficha policial. Fue el viaje más angustioso de mi vida por las calles de Madrid. Me iba despidiendo de plazas y jardines, porque temía que si empezaban con el tercer grado, me iba a llevar gratis todos los daños y vejaciones, porque no tenía nada que ofrecerles.

Me sometieron a un interrogatorio suave sobre Pío Moa. Por las preguntas, me iba dando cuenta de que a mí no me encajaban en el GRAPO, cosa que no me tranquilizó, por lo que he dicho antes, después de una buena paliza me habría confesado autor de los dos secuestros. Querían que les hablara de la psicología de Moa. Me agarré como un clavo a la oportunidad y les contesté con anécdotas y especulaciones de la época de la EOP.

En determinado momento me sometieron a algo que hasta yo, un tipo amedrentado en aquel momento, me di cuenta de que era una prueba insensata. Uno de los policías depositó una pistola sobre la mesita de centro (como un cuarto de estar en un rincón de la DGS, no era ni una celda ni un despacho), y se marchó, dejándome solo. Reculé en mi asiento lo más alejado que pude de la mesita. Al cabo de un rato regresó el polizonte. Me dejaron libre. Iban a por los secuestradores, no a por cuartos o quintos papeles ajenos a la trama. La policía lo hizo bien, porque finalmente encontraron a los retenidos por el GRAPO. Lo que costaría aquello a unos y a otros debió ser espantoso.

El susto tuvo su consecuencia. Mi ideología se desactivó por completo. Me convencí de que yo no estaba hecho para el heroísmo, ni siquiera para el riesgo. Me costó décadas aceptar la esencia de mi naturaleza, en las que fui dando bandazos sentimentales, porque la ideología no es otra cosa que un sentimiento.

Quince

La sinceridad y la ironía son virtudes barojianas. Intento usarlas en este recuento de mi relación literaria con él, y no despeñarme en el menosprecio por mí mismo. Como yo no he llegado a dirigir ningún medio ni he adquirido fama de reportero destacado, a punto he estado en alguna ocasión de considerarme el estereotipo del fracaso. Pero comprendí que si no había llegado muy alto fue porque no quise, no porque no pude o no supe. El premio codiciado tenía un precio demasiado alto para mi carácter.

En mi profesión de periodista y en mis tentativas literarias he conocido y tratado a personas con cierto predicamento que eran ratas, enfermos mentales, acomplejados, crueles, seres indignos, amorales y bellacos; no pongo en duda su calidad profesional, sino su solidez moral. Lo chusco es que alguno de aquellos pasó de ser un hombre del Régimen a ser demócrata, socialista y hasta comunista en cosa de meses. Topé con algunos otros de poca monta, gente poco capaz que se habían dejado llevar por la inercia pública de la profesión, y adaptándose al estereotipo del periodista activo e infatigable. Imagino que de haberme dejado llevar por la ambición yo podría haber sido uno de ellos. También hay entre mis compañeros de profesión personas nobles y hasta caballeros, todo hay que decirlo.

En el repaso de lo revelado aquí, veo que he sido un tipo receloso y suspicaz, pero sin maldad, un individualista de naturaleza barojiana, con un talento limitado, pero más apegado a la verdad que al travestismo social. Me parezco a Baroja en el sentimiento de que no encajo en ninguna parte donde haya que “trabajar en equipo”, o sea, a las órdenes de algún incompetente o un competente demente. Hacerlo durante décadas merma mucho el amor propio. Pero cuando he tenido la oportunidad de elegir grupo, ideología, afición o club, mi lealtad ha durado poco, me he cansado, aburrido o sentido preso de un aparato ajeno a mí.

Un ejemplo es el fútbol. Mi padre me hizo socio del Real Madrid a los trece o catorce años, y vi jugar a Distefano, Puskas, Gento, Amancio, Pachín, Zoco, Marquitos, a Araquistain o a Kubala. Cuando llegué a la universidad, fui perdiendo la afición. Y a los veintitantos años el deporte rey me era indiferente. Hoy lo soporto mal, salvo los partidos de final de la selección nacional.

De un inadaptado se deriva un tipo ácrata, inconstante, aventurero. Si resumo mi vida en mis andanzas por el mundo puedo parecerlo. Sin embargo, soy un conservador, una persona de orden. Nunca he practicado el gamberrismo, me he emborrachado en serio una vez en la vida, en la juventud. Tengo la paciencia corta y la ira se me suelta pronto, pero no muerdo. El Estado no me repugna, y defendería el español en caso de necesidad. Soy lo que yo mismo habría llamado a los veinte años un carca. Probablemente lo haya sido siempre, en estado letárgico.

Dieciséis

Una de las ventajas de mi juventud era la existencia de un mercado de trabajo pletórico de ofertas cualificadas. Con cierto pudor incluyo entre las cualificadas la de periodista.

Llevé la marca del “periodista” y del “gafas” como insignias de mi uniforme militar. Ese servicio lo realicé en Ciudad Real, Regimiento de Artillería de Información y Localización, cuyo coronel o teniente coronel era un Álvarez de Toledo. El ejército me envió allí debido a mi ficha policial, porque en aquel tiempo la mili se hacía en la ciudad en la que uno estaba censado, si había acuartelamiento. Me encontré allí con cuatro o cinco reclutas de mi condición, universitarios y con ficha. Hasta ese momento eran los estudiantes mejor preparados que he conocido. De buena familia, con lecturas abundantes, con criterio cultural propio. Uno era pecero, los otros no tenían filiación. Aprendí de ellos a estudiar, a separar lo relevante de lo circunstancial y adventicio.

También me dio lecciones de paciencia y determinación la estancia en el cuartel y el ejemplo de otro destinado de Madrid, este sin ideas políticas. Era mayor de lo habitual en un recluta, porque había pedido prórrogas. Pero su padre, un gran empresario, con quien estaba enemistado, influyó para que lo alejaran de la capital y de su novia o su mujer, ahora no lo recuerdo.

En mi novela corta El fascinante mundo de la artillería, accesible en Perinquiets-Libros, le convertí en protagonista. Me ha parecido una solemne tontería novelar desde un punto de vista político o ideológico. La distancia hace más creíble la narración y permite el uso de la ironía. Cuento en la novelita mis experiencias en el cuartel de Ciudad Real con el apolítico como narrador. Invento una trama que no existió para poner algo de picante en la historia, la confusión de unas revistas “Gramma”, que la embajada de Cuba entregaba a quien fuera a buscarlas, con “Mundo Obrero”, órgano del PCE, entonces clandestino. El apolítico pasaba el día leyendo novelas baratas y estudiando resultados de las quinielas. Apostaba cada semana una buena cantidad, y siempre ganaba más de lo invertido, a veces un buen golpe. Ya he dicho que era una persona calculadora y tranquila. Tanto, que se provocó el estallido de una úlcera para que le enviaran al hospital. Consiguió lo que se proponía, que el ejército y acaso su poderoso padre le dejaran en paz.

Nada más acabar la mili, me trasladé a Lérida, como periodista de “La Mañana”, diario del Movimiento. Como puede advertirse, la represión en el tardofranquismo era floja o ineficaz, porque ninguna autoridad se preocupó de comprobar mi idoneidad política. Desconectado por completo del PCE, fue el año más feliz de mi vida hasta la fecha. Tuve como director a un ex combatiente de la Guerra Civil. Era un extremeño pequeñito y tolerante, de nombre apropiado, don Justo. Todo lo contrario de lo que se puede esperar de un franquista estereotipado.

Durante aquel año de 1973 escribí una docena de relatos, los primeros con cierto valor. Me sirvieron para forjar ese estilo surrealista que he conservado, salvo para las novelas, que sólo tienen un aroma de lo estrafalario.

En noviembre me fui a Colonia del Rin, en la República Federal Alemana. El director de “7 Fechas”, un doble del semanario que se editaba en Madrid, pero para los emigrantes, era Teodoro Delgado Pomata. Me entrevistó en Madrid, y me consideró adecuado para sustituirle en la dirección.

Para mí fue un maestro de periodismo oficial y estereotipado (el que sigue abundando hoy). Delgado Pomata había combatido en Rusia con la División Azul y se casó con una rusa. Pasó muchos años en la Alemania Federal, yo diría que por no pasarlos con la rusa (él la llamaba así). Tenía una hoja de servicios al Movimiento intachable. Me trató como a un hijo suyo. La secretaria de redacción era una valenciana de aire estirado y protocolario. Después de presentármela me dijo en broma “A ver si acabas casándote con ella”, algo que él debía considerar una rareza imposible. Me casé con ella y tuvimos una hija.

La dirección de “7 Fechas” edición europea ha sido la mayor oportunidad que se me ha dado de administrar un periódico. La idea, previa conversación con Delgado Pomata en Madrid, era que yo me haría cargo de la dirección del periódico al cabo de unos meses. Otra muestra contundente de la miopía o la falta de recambio humano en el franquismo. Dije que sí a todo.

Yo había llegado a Colonia con la idea de aguantar hasta la primavera, y largarme sin avisar a Quebec. En septiembre de 1973 el gobierno de aquella provincia organizó en París una exposición magnífica que yo visité en mis vacaciones. Me fascinó, y decidí unirme a aquel caudal de oportunidades culturales.

No lo hice porque la secretaria estirada y protocolaria no era nada aventurera. Luego me serví de la idea para escribir Bombardier en Alphaville, que ya he citado, una de mis novelas más barojianas, en las que se describe la Transición desde lejos, y se introduce la peripecia independentista de aquella provincia, que terminó en agua de borrajas.

Diecisiete

Mi trabajo en Alemania como redactor de una revista gubernamental para emigrantes españoles terminó con mi regreso a España. Las circunstancias de este regreso constituyen uno de los episodios emocionales más turbulentos de mi vida. Además de turbulentos son de una vulgaridad catastrófica. Nunca he tenido la tentación de convertirlos en una novela. Sí he utilizado esas vivencias para narraciones que no son autobiográficas.

Proyectar mi personalidad y mi vida en personajes y circunstancias ajenas a mí ha resultado más literario. Tengo amigos y conozco a personas que han sucumbido a la tentación autobiográfica, porque consideraban que su vida, por lo general perra, merecía un descargo narrativo; el resultado es loable pero no convincente. La realidad desnuda, sobre todo la experiencia personal, calcada en forma de novela se contamina de crónica, de memoria y crea paradojas o desiertos narrativos.

Hay sin embargo excepciones. Algún día dedicaré un artículo a The Underdogs, Los perdedores. Crónica de un refugiado español de la Segunda Guerra Mundial, de Vicente Fillol. Caracas. 1971. Probablemente edición del autor. Las historias que cuenta son tan increíbles como las de las películas sobre el tema. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que el noventa por ciento de lo que cuenta sucedió y le sucedió a él. Fillol fue un obrero anarquista y catalanista (paradoja barojiana) refugiado en Francia. Se lo llevaron los alemanes como trabajador extranjero, estuvo de chófer en los países Bálticos de un capitán de la Wehrmacht, participó en la resistencia francesa, fue detenido por la Gestapo se escapó… Leyendo Los perdedores uno se da cuenta de que los escenarios bélicos están llenos de aventuras dramáticas que dan lugar a grandes obras épicas. Si Baroja le hubiera conocido, habría escrito una novela sobre él, aunque la de Fillol es insuperable.

Por lo general convertir la realidad en narración ficticia, inventada, paralela o tangente a los hechos, facilita el distanciamiento. Hablar de uno mismo, como lo hago yo ahora, no puede enmarcarse en un relato novelesco. Sería poco creíble.

La virtud de Pío Baroja fue su capacidad de hacer crónicas, folletones, melodramas en los que él y sus próximos aparecían disfrazados, en circunstancias jamás vividas por el autor, recogidas de testimonios, de legajos, de panfletos, de observaciones propias. Baroja, sus amigos y rivales aparecen en todas sus novelas. Esto es algo que ningún autor puede evitar hacer, aunque trate de la Edad del Hielo, y por eso las novelas sobre la Edad del Hielo son inverosímiles, falsas.

Las batallas que aparecen en el cine son disparates tácticos, imposibles. Y son el recurso que tenemos todos aquellos que no hemos participado en una batalla para intentar describirla con toda la imaginación posible, lo que hace del relato un delirio.

En agosto de 1991 fui de enviado especial a Kuwait, de donde acababan de ser expulsadas las tropas iraquíes. La autopista que sale de la capital hacia el norte fue atacada con todo tipo de armas, sobre todo desde helicópteros sofisticados, y se convirtió en un cementerio de soldados y de chatarra bélica. Yo la visité, convenientemente dirigido por servicios de prensa kuwaiti-norteamericanos, cuando se habían retirado los cadáveres y apartado la chatarra a los márgenes. No podíamos alejarnos de la cuneta más de un metro por miedo a las minas o a los obuses sin explotar.

Me causó una impresión tremenda. Contaban los locales que los soldados que huían se llevaban en autobuses y en camiones todo tipo de objetos valiosos, desde oro y joyas a alfombras o muebles caros. Les cayó una lluvia de plomo y de fuego, quedaron atrapados a lo largo de varios kilómetros en una carretera llena de vehículos, tanques y cañones autopropulsados. No me dieron detalles, pero imagino que los que sobrevivieron y no pudieron escapar murieron como ratas en manos de los furiosos invadidos. Y lo más chusco, algunos de los primeros periodistas que llegaron a aquel escenario infernal se llevaron algo del botín que los iraquíes habían atracado. Imagino a un soldado herido que ve cómo un aseado occidental le hurta un reloj Rolex o un collar de oro. La rapiña de la Prensa. El embajador de España en Arabia Saudí nos convidó a un grupo de periodistas españoles a una cena. Lo que se contó allí daría para varios capítulos barojianos, en los que se muestra la bajeza, bellaquería y amoralidad de los chicos de la tele y de otros medios.

Esto es todo lo que yo puedo contar de un escenario de guerra. Para novelarlo habría tenido que falsear los sentimientos de los soldados amigos y enemigos, porque yo no soy musulmán ni he vivido en Oriente Medio. El resultado sería una escena inaceptable con personajes fantásticos.

Baroja nunca escribió acciones dramáticas que no hubiese conocido indirectamente, por referencias o por crónicas. Ni siquiera noveló la guerra que él vivió, y se limitó a narrar su escapada de la España Nacional, una aventura escalofriante. Recojo en Internet este párrafo de Antonio Morales Moya, “En este año de 2006, la renovada editorial Caro Raggio ha publicado una novela inédita de Baroja, Miserias de la guerra, edición de Miguel Sánchez-Ostiz, quien, en un documentado «Posfacio», El Madrid en guerra de Pío Baroja, nos da cumplida cuenta de las vicisitudes de la novela. Destinada a formar parte de una «trilogía» sobre la guerra civil, parece haberse escrito — o compuesto— entre 1949 y 1951, aunque utilizando materiales anteriores, y fue presentada a censura —según Torrealdai— en las primeras semanas de este último año, sin que, naturalmente, prosperara.”

Mainer menciona cuatro libros de la posguerra que no fueron publicados en su día “por razones obvias”: La guerra civil en la frontera, Ilusión y realidad, Pasada la tormenta y Rojos y blancos. No sé si el último es el mismo que Miserias de la guerra.

Sí publicó, antes, durante la República, una trilogía sobre un tema vivido por él y por todos los españoles de su época, la caída de la Monarquía y el surgimiento de la República, La selva oscura.

De ello trataré en el próximo capítulo, señalando ciertos paralelismos con lo vivido por los españoles de mi generación y aledañas. De monarquía se pasó a república en un solo día en 1931. La dictadura hizo su transición hacia la democracia en tres años, a pesar de los sabotajes sangrientos del separatismo, el FRAP y el Grapo, y algunas atrocidades como la matanza de Atocha por parte de locos asesinos de la derecha, aunque yo creo que la ideología a todos ellos les importaba un rábano o les venía grande. No eran más que epígonos sangrientos de la historia.

 

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1 Comentario

  1. rafael escrig fayos 1 diciembre, 2022

    Leyendo esto, me parece estar hablando contigo. Me gusta el tono distendido, tan natural y sobre todo, tan cargado de esa sinceridad casi, diría yo, inocente. Eso, precisamente, es lo que hace el relato más creíble: la falta de vanidad en lo que cuentas. de la que tan fácilmente podría disfrazarse el relato.

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