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La expansión del Islam. Espada, hambre y cautiverio, de Yeyo Balbás. (Dos)

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La expansión del islam

Un resumen de Waltraud García

Para situarme bien en la época de los siguientes capítulos del libro de Balbás, he repasado la Historia de la España Islámica de William Montgomery Watt, y he leído parte de la biografía de Mahoma del mismo autor.

Montgomery Watt adelanta en su estudio sobre la España musulmana que considera errónea la idea “según la cual la guerra santa significa que los musulmanes daban a elegir a sus enemigos ‘entre la espada y el Islam’”. Esto es exactamente lo contrario de lo que Balbás proclama en el título y el contenido de su libro, Espada, hambre y cautiverio.

En la biografía de Mahoma, el historiador escocés cuenta en detalle los primeros problemas que el Profeta tuvo con los judíos de Medina, a quienes acabó expulsando por la fuerza.  Y se los quitó de en medio porque las enseñanzas de Mahoma se basaban en la tradición judaica (algo que González Ferrín deja bien claro en sus estudios, según recogimos en otros capítulos de esta serie), y los árabes judíos se resistían a aceptar a Mahoma como nuevo profeta. También Balbás habla de este tema, como se verá a continuación.

Los orígenes del Islam

Mahoma, dice Balbás. Puede considerarse un “héroe civilizador”. Para alcanzar esta categoría necesitaba argumentos contundentes, como que antes de él la humanidad vivía en yahiliya, la “Era de la Ignorancia”, que ni judíos ni cristianos alcanzaron a superar. Hasta que llegó él con el Corán y la espada.

La mayor parte de los árabes no eran nómadas. Cultivaban la tierra arabre de la costa del mar Rojo con cierta prosperidad.

El mercadeo árabe fue menguando por el crecimiento del comercio romano y persa. Los ricos comerciantes del Yemen, la Arabia Feliz de próspera agricultura, entraron en crisis. Además hubo graves sequías y un enfriamiento del clima iniciado entre  535 y 536, que Balbás ya ha explicado en el capítulo anterior. La agricultura se arruinó, los reinos árabes desaparecieron, gran parte de la población se volvió nómada. Es preciso entender que había mucha población cristiana o judía en toda Arabia. Los sarracenos, para Amiano Marcelino (finales del siglo IV), ya eran un pueblo funesto que devastaba cuanto encontraba como aves de rapiña, ya fueran politeístas, cristiano o judíos.

La romanización del territorio era grande. El Imperio se enfrentaba a las tribus nómadas, que actuaban con frecuencia como bandoleros en sus fronteras.

Los imperios romano y persa habían creado estados tapón, los gasánidas en los Altos del Golán y los lajmíes, a orillas del Eufrates.

La desintegración de los estados árabes cambió la estructura social de las tribus. Se organizaban en torno a la cabila patrilineal y endogámica. Realizaban ghazwa o algazúa (saqueo) y capturaban ganado y mujeres. Las disputas eran por subsistencia, control de pozos y tierras, y por la reputación. Existían estrictos códigos relativos a la reputación, el Sharaf u honor masculino. El ird era el honor femenino, de menor importancia.

En el siglo VII abundaban en la península arábiga los profetas de deidades paganas. El movimiento profético árabe coincidió con la guerra romano persa (602-628). La religión se convirtió en un agregador político capaz de suplir la carencia de estructuras estatales, dice Balbás.

La primera edición del Corán la redactó un escriba por orden del califa Abú Bakr (632-634). El califa Uthman (644-656) elaboró un texto canónico, y ordeno la quema de manuscritos anteriores.

Resulta curioso, señala Balbás, que tanto el cristianismo como el islam los hayan fundado profetas famosos, de cuya existencia se tienen pocos datos concluyentes.

Muerto Mahoma, los fieles no tenían ya intermediación con Dios. Se elaboran hadith, hadices, relatos breves en torno a Mahoma, que comienza con un isnad, una cadena de transmisión que se remonta a un supuesto testigo presencial.

Por otro lado, empiezan a circular magazi, relatos sobre las campañas militares de Mahoma (27 en total), luego confundidos con las sira o biografías del Profeta. Los hadices fueron recopilados en el siglo IX por tradicionalistas persas.

Los ajbar son las conquistas islámicas tras la muerte de Mahoma.

Toda esta literatura compendiadora de relatos orales se sistematizó con el paso del tiempo, pero no tienen ningún valor para la crítica textual moderna, y afectó a la credibilidad del propio Corán. Este escepticismo científico se incrementó en el siglo XIX.

Hay relatos no musulmanes de los primeros tiempos islámicos (la Didascalia de Jacob) que difieren de los islámicos.

El hundimiento de los reinos árabes dio lugar a una red comercial que se protegía mediante pactos, como la santidad de determinados momentos y lugares, que prohibían las luchas. La Meca era una de las ciudades más importantes por la Kaaba, donde solían peregrinar árabes una vez al año, ya antes de que lo prescribiera Mahoma. No existe mención a la Meca como centro religioso musulmán hasta la Crónica bizantina-arábiga redactada en el Levante español de 714.

Sobre Mahoma, la Didascalia de Jacob dice que la religión que predicó estaba enraizada en la judía, con elementos del paganismo. La arqueología constata que las primeras mezquitas no se orientaban a la Meca, sino a Jerusalén. Es posible que el islam se conformara como religión de estado durante el califato omeya de Abd al-Malik ibn Marwan (685-705)

La faceta dogmática de toda religión ha tenido en el islam una tremenda importancia. Además, el califa posee el poder civil, el militar y el religioso.

Al contrario que Jesús, un rabino itinerante que predicaba el amor universal, Mahoma fue un señor de la guerra que prendió la mecha de una de las expansiones militares más fulminantes de la historia.

La Meca era un valle dominado por dos tribus yemeníes y tres cabilas judías (pero constituidas por árabes) tributarias de ellas. Cuando se establece el liderazgo de Mahoma se firma la “Constitución de Medina”, que regula las relaciones entre las cabilas dentro de un marco político conocido como la umma, la “comunidad de los creyentes”.

Mahoma establece dos impuestos, el zarat o azaque, diezmo anual sobre todos los bienes de todos los pobladores, y el sadaqa o contribución voluntaria que se acaba convirtiendo en impuesto a otras tribus.

Del botín de las conquistas o ghanima se aparta una quinta parte, jums, para el Profeta.

Tras una batalla perdida por los enemigos de Mahoma en Medina, el arcángel Gabriel pidió a Mahoma que eliminara a todos los judíos, cosa que los islamistas se apresuraron a cumplir, apoderándose de las riquezas de los decapitados, de sus hijos y de sus mujeres. Las tierras y las riquezas de los judíos se entregaron a los fieles mecanos de Mahoma en la progresiva expansión militar hacia el norte.

La batalla de Jaybar contra tribus judías de Medina, establece una costumbre: los vencidos se someten y pagan el yizya, un impuesto abultado.

Después de unos años en Medina construyendo su mensaje y fortaleciendo el poder del islam, Mahoma reconquista la Meca, y gana a soldados importantes que hasta ese momento eran sus enemigos, como Jalid ibn Al Walid, que ocasionó una derrota a los islámicos en su primer asedio a La Meca.

Sus enemigos se convierten de inmediato. Poco después, toma el estratégico oasis de Taif gracias a un milagro del arcángel Gabriel, que también sacó de sus escrúpulos a los musulmanes que querían descargar su exacerbada sexualidad en las mujeres de los vencidos, y les dijo que si la mujer era cautiva, daba igual que estuviera casada antes, era de su nuevo dueño. Esta victoria aplastante de Mahoma le costó cara, porque los que se rindieron y se convirtieron al Islam conservaron sus propiedades y sus familias, y esto privó al ejército de botín. Mahoma tuvo que recular y ceder su quinto del botín a los bravos musulmanes.

Octubre 630. Batalla de Dumat al-Jandal, al norte de Medina. La gana el converso mencionado Jalid ibn al-Walid. A los vencidos les somete a un duro impuesto por conquista violenta, anwatan, distinto del contemporizador sulhan, pacto por capitulación. Mahoma domina gran parte de la península arábiga, aunque sin conversiones masivas.

La Aleya de la Espada es el recadito de Gabriel que induce a Mahoma a la batalla de Dumat al-Jandal, un fuerte romano próximo a Aqaba. Esta aleya es contra los mecanos rebeldes y las gentes del libro, que sirvió de sustento para la guerra santa o yihad. Hay que tener en cuenta que la guerra religiosa tiene hondas raíces en Oriente Medio, pero entre los musulmanes la yihad se convierte en obligación.

Mahoma intenta tomar Tabuk, muy cerca de Dumat al-Jandal, pero sus fieles se desentienden de la obligación, por miedo al romano. Mahoma tiene que comprometer su propio dinero para que le obedezcan. Pero al llegar, Tabul está abandonado. No hay botín, y se organiza un escándalo.

Diciembre de 631, expedición a Yemen, que se rinde: las conquistas islámicas suponen la continuación natural de las guerras tribales.

Luego se produce la invasión de Balqa, en territorio romano. Es la primera victoria contra un imperio centenario en declive. Mahoma no la conoce, porque se ha ido con Gabriel. En diez años se ha consolidado el germen ideológico e institucional para un nuevo imperio.

La guerra sacralizada se volvió furiosa tras la muerte del Profeta, con promesas absurdas pero eficaces a los guerreros, las famosas huríes. Con el califa Abu Bakr el combate se “legaliza”, con instrucciones y prohibiciones, como la de matar mujeres y niños, no mutilar y respetar las propiedades de los pueblos del Libro, que no se respetaron casi nunca. El sufismo (siglo X) intentó establecer una “yihad mayor” el dominio de las pasiones, y otra “menor”, la guerra santa.

Una anécdota. Tras la muerte de Mahoma, el nuevo califa niega a la hija del Profeta el quinto de los botines.

La decadencia Romana y Persa

La expansión islámica sobre Arabia coincide con “el diluvio de fuego y sangre” que devastó Oriente Próximo, un conflicto despiadado entre las dos grandes potencias de la Antigüedad Tardía cuyo territorio se extendía desde el litoral atlántico hasta los confines de China. Es la última y larga guerra romano sasánida (602-628).

El imperio romano en decadencia es asediado por bárbaros que han establecido reinos en occidente, castigado por una Pequeña Edad del Hielo, y una sucesión de pestes. A estos hechos se añaden graves problemas entre Iglesia y Estado, y también inter eclesiásticos.

Las disputas teológicas en torno a la doble naturaleza divina y humana de Cristo son otra plaga que diezma y divide a los patriarcados. Diversos concilios intentan poner orden. No lo consiguen y las disputas se encarnizan, traspasan la frontera de la teología. El arrianismo, el nestorianismo, el monofisismo niegan la doble naturaleza de Jesús. El clero de Egipto, Siria y Armenia se enfrenta a la ortodoxia romana y constantinopolitana. Son los primeros territorios que el islam monoteísta ganara en su expansión.

Los judíos, que forman el diez por ciento de la población en Siria y eran mayoría en Galilea y Palestina, se enfrentan a una nueva legislación contra ellos. Buscan en la Persia sasánida apoyos frente a Constantinopla.

El Bajo Imperio oriental posee contingentes armados divididos en ejércitos de campaña (comitatenses) y tropas de frontera (limitanei), en ambos casos soldados profesionales. Están dirigidos por un magister militum, de los que hay tres en el imperio.

A la muerte de Justiniano en 565, queda un imperio en su máxima extensión y estabilidad, y lega a sus sucesores un estado próspero, y no endeudado como se ha dicho. Pero sus sucesores no están a su altura. Los lombardos forjan un nuevo reino en Italia, los ávaros cruzan el Danubio y arrasan cuanto encuentran. Los persas vuelven al enfrentamiento. Las circunstancias se enredan y estalla la última guerra romana-persa.

La Romania consistía en un territorio urbanizado de 2,2 millones de kilómetros cuadrados y 33 millones de habitantes. La Eranshahr persa abarcaba tres millones de kilómetros cuadrados y 16 millones de almas, más allá del desierto de Karakum y del río Oxus.

La inestabilidad de cada uno de los imperios, los conflictos dinásticos internos y los conflictos armados entre ellos alimentaron la guerra total, desencadenada por Persia sobre un imperio bizantino debilitado por luchas intestinas. El ejército bizantino perdía territorio en los Balcanes, y los ávaros llegaban a las puertas de Constantinopla.

Tras nuevas derrotas en Siria y la retirada del ejército bizantino, el persa se dirige a Jerusalén con treinta mil judíos, saquea la ciudad cristiana y realiza una matanza de la que se hace responsable a los judíos. Poco después cae Egipto en manos persas.

La religión se convierte en un instrumento de la política, y la guerra se hace un acontecimiento sagrado. El emperador Heraclio contraataca y apaga la llama sagrada del ejército persa en Ganzak. Devasta obras hidráulicas. 626, sitio de Constantinopla, que acaba bien para los bizantinos.

Las luchas intestinas minan la fortaleza de Persia. Revueltas contra el emperador Cosroes II. 628, peste en Persia con miles de víctimas, incluido el nuevo rey. En ese año los musulmanes entran en el reino persa.

La expansión del Islam

Hay dos versiones de la expansión musulmana, la que destaca el papel de los conquistadores en el cambio histórico, y la que describe las transformaciones en el territorio y la sociedad conquistada. En ambas se apoya Balbás, aunque advierte que las tradiciones árabes fueron redactadas tardíamente y en beneficio de un presente glorioso.

Los futuh son los relatos de la expansión musulmana, que resaltan la intervención de la Divinidad en las victorias. Se elaboran a partir de los ajbar, anécdotas de tradición oral, con frecuencia contradictorios sobre un mismo suceso. Los futuh se asemejan a cantares de gesta, en los que los combatientes son santos.

Tras la muerte de Mahoma los fieles de Medina se proponen elegir sucesor sin contar con los emigrados de la Meca. Esta división, que se zanjó en beneficio de Abu Bakr, derivará luego en la distinción entre shiies y sunies. Abu Bakr tiene que luchar para reconquistar Arabia y unificarla religiosamente, porque había muchos no musulmanes. Llega el momento de expandirse hacia el norte.

La frontera del imperio romano en Palestina y Arabia estaba encomendada desde el siglo VII a aliados árabes no islámicos todavía. Los recursos militares propios se concentraban al norte de Siria  y en la Alta Mesopotamia. La demografía de las provincias orientales llegó a descender críticamente. La filosofía militar romana evitaba las batallas a campo abierto y procuraba una guerra de desgaste.

En ese momento, 630-631, empieza la invasión musulmana hacia Aqaba, al norte. Las primeras incursiones islámicas en Palestina suponían una continuación natural de las algazúas de época preislámica. Los romanos se defienden “pasivamente”, encerrándose en las ciudades, pero dejaban la campiña desasistida para el saqueo. Batalla de Datin, derrota del ejército romano.

La Didascalia de Jacob, redactada hacia 634 habla por primera vez de Mahoma, y describe la predisposición de los judíos del imperio hacia los musulmanes, rabiosos los primeros por haber sido bautizados por la fuerza. Sobre la base de esta obra y otra de Sebeos se establece la teoría de que las conquistas árabes tempranas habrían sido un movimiento religioso inspirado en el mesianismo judío, por recuperar la Tierra Prometida. El uso más antiguo del término “musulmán” se documenta en la Cúpula de la Roca de Jerusalén en 691.

634 fallece Abu Bakr. Le sucede Umar ibhn al Jattab, el primero en adoptar el título de “príncipe de los creyentes”. Jalid ibn al Walid, el militar triunfante del momento, inicia la conquista de Mesopotamia. Según el futuh de esta hazaña, los recios, bravos, íntegros y desgreñados musulmanes arrasan con todo aquel que no quiere convertirse al islam.

En la batalla de Firaz derrota a un ejército combinado de romanos y sasánidas. Las crónicas musulmanas muestran a guerreros sacrificados e invencibles, que cabalgan miles de kilómetros a velocidad de vértigo y sin fatiga. Las crónicas cristianas y sasánidas, más próximas temporalmente, no mencionan tantas batallas ni conquistas fulminantes.

Las primeras incursiones árabes en territorio sasánida pudieron no ser musulmanas, sino anteriores, de tribus entregadas a otros profetas o dirigentes, advierte Balbás. La batalla del Puente, en fecha incierta, fue la primera derrota musulmana ante un ejército sasánida que reunió a varias facciones hasta entonces enemistadas. Pero los persas no supieron aprovecharla.

En estos primeros años de la tercera década del siglo VII, el emperador Heraclio se encuentra en Damasco, dirigiendo la defensa romana. Agosto 634, según una crónica siríaca escrita en 640, derrota al sur de Jerusalén. Los musulmanes arrasan Palestina, matando árabes cristianos. Constancia de esto hay en una homilía del patriarca Sofronio de Jerusalén, que atribuye las victorias musulmanas a los pecados de los cristianos. Los signos eran evidentes: sequía, plagas, peste, saqueo de Jerusalén por los persas. Los islámicos son el último mazazo.

Primavera 635. Los musulmanes conquistan Damasco, dominado el sur, Palestina y Judea, salvo Jerusalén y Cesárea. Una contraofensiva de los bizantinos obliga a los islamistas a retirarse de Damasco. El prefecto damasceno se niega a albergar en la ciudad a las tropas imperiales porque tenían una visión distinta del dogmatismo cristiano.

La expansión musulmana hacia Persia continúa mediante arrasamiento de tierras, pueblos y cultivos para provocar a una batalla campal con los sasánidas en Yarmuk, río afluente del Jordán. Perdieron los persas, uno de cuyos generales se oponía a combatir en campo abierto.

El emperador bizantino Heraclio se vio obligado a abandonar Siria, a una línea en los montes Tauro. Los musulmanes arrasaron todo lo que se resistía a su paso. Jerusalén, que capituló en 638, fue respetada. Fue una captura legendaria y llena de simbolismo.

Tanto éxito y tanto botín provocaron enfrentamientos entre Al Walid y Abú Ubayda, primer episodio de las continuas desavenencias por los repartos del botín entre la autoridad del califato y los señores de la guerra.

La línea de defensa bizantina en los montes Tauro se mantuvo. Una peste afectó a los musulmanes, que hasta entonces, como beduinos rurales, no la habían padecido. Mueren generales y miles de guerreros musulmanes, y el califa nombra jefe del ejército a Muawiya, fundador luego de la casa Omeya.

El islam se fue extendiendo hacia el norte y el este, tomando territorios del impero sasánida o persa. Conquistaron ciudades, hasta ese momento inaccesibles para ellos, no acostumbrados a los cercos urbanos, ayudándose de expertos persas y cristianos. El emperador Yazdegerd fue derrotado en la batalla de Nehavend en 642. La meseta iraní fue expuesta a las incursiones islámicas. Yazdegerd fue retrocediendo hasta perder una última batalla en la marca fronteriza de Sakastán en 651; escapó pero fue asesinado en su huida. El impero sasánida se desintegró y pasó a manos islámicas.

El siguiente paso del califato fue apoderarse de Egipto, la clave que daba acceso al dominio sobre el mundo antiguo, por sus inmensas reservas cerealísticas que alimentaban a Constantinopla. Los ricos egipcios se habían dedicado al comercio, al no poseer casi nada más que productos agrícolas, enviado trigo a Constantinopla y comprando en ella materiales valiosos que llevaban con su flota por todo el Mediterráneo desde Bizancio y desde Alejandría.

La situación política de Egipto era enrevesada y convulsa, dice Balbás. El concilio de Calcedonia de 451 había dividido a la jerarquía eclesiástica entre los diofisitas (católicos, por decirlo de algún modo) y los monofisitas, que quedó como mayoría en Oriente, y que negaban la divinidad de Cristo. El patriarca de Alejandría fue uno de los monofisitas, y esta vertiente del cristianismo copto se estableció en aquella tierra. Los conflictos telógico-dogmáticos se perpetuaron durante dos siglos. Tal era la situación cuando dio comienzo la invasión árabe a finales de 639.

Esta conquista reviste un especial interés histórico, dice Balbás, porque cuenta con profusión de fuentes que la relatan, cristianas de diversos planteamientos dogmáticos y musulmanas. “Las fuentes coptas —Juan de Nikiu y Severo de Hermópolis— describen la brutal persecución religiosa iniciada por Ciro [obispo de Farsis], que se prolongó durante una década y en la que pereció Menas, hermano de Benjamín [patriarca monofisita de Alejandría], , después de atroces tormentos”.

Este Ciro, patriarca ahora de Alejadría y gobernador de Egipto en nombre del emperador bizantino Heraclio, pagó un tributo a los árabes a cambio de la paz. Uno de los caudillos árabes, Amr ibn al-As, fue uno de los beneficiados de este negocio, realizado por los bizantinos con objeto de ganar tiempo y reconstituir sus defensas, lo que no consiguieron, pero sí arruinar a sus súbditos. Recuerda Balbás que los pagos en oro a los bárbaros de las fronteras eran un fenómeno extendido en todo el Imperio Romano desde hacía siglos. Es el caso que llegado un momento el emperador Heraclio se niega al pago y destituye a Ciro, que estaba dispuesto a seguir tributando.

Sostiene Balbás, basándose en diversos estudios que cita, que acaso Heraclio confiara en que la debilidad militar musulmana, afectada por las pestes de 638 y 639, asegurara su superioridad.

El ataque de Amr ibn al-As a Egipto no lo hizo de acuerdo con el califa Abi Sufyan, según fuentes musulmanas, que escribió una carta al general pidiendo que lo aplazara, pero que llegó cuando Amr ya estaba en territorio egipcio. “El ejército de Amr parece integrado por una amplia variedad de componentes étnicos y religiosos: una mayoría formada por árabes de Yemen e Hiyaz junto con beduinos de la península arábiga y cabilas cristianas del Sinaí y los márgenes del valle del Nilo”, dice Balbás. Amr tomó la ciudad fortaleza de Pelusio y se dirigió por la costa del delta hacia el oeste. El copto Juan de Nikiu da cuenta de este avance y de la ferocidad islamista, que no perdonaba ni a vencidos ni a cautivos, pasando a todo varón, mujer o niño por la espada.

Los bizantinos reunieron tropas en torno a Heliópolis, al sur del triángulo del Delta, hoy El Cairo. La batalla la ganó Amr, y dice Balbás que la colaboración o ayuda de los coptos fue importante en la consiguiente conquista del país del Nilo.

Las fuentes árabes describen las negociaciones entre el ya mentado Ciro, patriarca de Alejandría, refugiado en la fortaleza de Babilonia (no la persa), que luego fue el viejo Cairo, y Amr. El asedio fue largo, e interrumpido por correrías musulmanas por el Alto Egipto, a unos 300 kilómetros al Sur, donde recibió el apoyo de los coptos. En abril de 641 se produce al asalto a Babilonia, que fue violento según las fuentes cristianas y musulmanas. “Tal vez fuera entonces cuando se firmó el Tratado de Misr, un pacto de capitulación entre autoridades islámicas y parte de la población egipcia, similar al pacto de Jerusalén, que les garantizaba ‘inmunidad para ellos mismos y su religión, sus posesiones, iglesias, crucifijos, así como su tierra y sus vías fluviales’ a cambio del pago de al yizya tras la correspondiente crecida del Nilo”. El tratado contenía numerosas cláusulas regulando la situación de quienes quisieran marcharse y otras circunstancias.

Balbás explica que tras la toma de la Babilonia egipcia, Amr se dirigió hacia el norte, y ocupó Nikiu, que resistió muy poco. “La población de Nikiu era, en su mayoría, monifisita, circunstancia que no parece confirmar la existencia de una firme alianza entre coptos y árabes. En realidad, el relato de Juan refleja una situación cada vez más caótica. Los árabes se encontraban muy cerca de Alejandría, la capital egipcia, y su estrategia basada en el terror produjo una oleada de refugiados hacia su puerto.

La toma de Alejandría la cuentan de forma diversa las fuentes cristianas y musulmanas, estas últimas, tardías. El varias veces mencionado patriarca Ciro intentó negociar con el general Amr los términos de un tratado parecido al de Misr, a espaldas de la población y del emperador Constantino; eso es lo que cuentan las fuentes coptas. Las musulmanas aseguran que Amr tomó Alejandría por la espada y saqueó todo cuanto había en ella, aunque perdonó la vida a sus habitantes de modo que ninguno cayó muerto o tomado cautivo, y los convirtió en dimíes (judíos y cristianos, las gentes del Libro).

La conquista no se afianzó hasta 651 y supuso un golpe demoledor para el Imperio romano, que vio menguado su territorio y su riqueza y tuvo que adaptarse a circunstancias adversas.

Una crónica del copto Severo, escrita en árabe siglos después de la conquista de Egipto, recuerda a los árabes que su dominio sólo fue posible gracias al apoyo de la iglesia copta. De hecho, Amr hizo llamar al patriarca Benjamín, de esta comunidad cristiana opuesta al dogma bizantino. Llegaron al acuerdo de que las iglesias destruidas durante la conquista serían reedificadas, y se levantó la catedral de San Marcos en la capital. Aunque se atribuye a Amr la destrucción de la biblioteca de Alejandría, ninguna fuente cristiana lo atestigua. Otra decisión de Amr fue la de conservar en ciertos casos la administración bizantina. “Durante más de un siglo, el griego y el copto se siguieron empleando en Egipto como lenguas administrativas y el número de documentos conservados en papiro experimenta un significativo aumento tras la conquista islámica”, asegura Balbás.

En cuanto a la recaudación fiscal, Egipto fue el modelo experimental que los musulmanes extendieron por otros territorios ricos. El volumen de los impuestos fue brutal, y tanto las fuertes cristianas como las musulmanas lo atestiguan, provocando la ruina de los campesinos. “Hacia el siglo IX”, explica Balbás, “la jurisprudencia islámica establece una clara distinción entre las tierras tomadas por la fuerza de las armas (anwa), aquellas sometidas mediante capitulación (sulh) y las confiscadas al emperador romano o al rey sasánida (sawafi). Aunque es probable que esto responda a una sistematización de una realidad mucho más compleja”. Evidentemente los territorios con una economía más desarrollada fueron escenario de todo tipo de polémicas, entre los legisladores musulmanes y entre los gobernantes y los gobernados sin convertir. Los cristianos de todo dogma se sentían responsables de sus desgracias, y se acusaban mutuamente de haber irritado a Dios por sus herejías. Todo esto facilitó la extensión del islam entre la población. “Podía darse la paradoja de que el clero cristiano contribuyera, como élite intelectual, a la difusión de unas ideas derrotistas y, por ende, a la irreversible islamización de los territorios más poblados de la cristiandad.”

La expansión de los musulmanes hacia el oeste por la costa mediterránea de África se inició pronto, con la conquista de Trípoli. Pero el califa se negó a autorizar nuevas incursiones de Amr. Esta respuesta la dio a todos los que pretendía continuar las conquistas más allá de las fronteras alcanzadas, tanto al este como al norte. El propósito del califa era afianzar el control islámico de los territorios sometidos. Se negó a que Alejandría se convirtiera en la capital de una nueva provincia, e incitó a la fundación del actual Cairo.

Los guerreros recibieron un estipendio por el hecho de serlo, obtenido del botín de guerra y de ciertos impuestos.

En las ciudades de los nuevos territorios se construyeron mezquitas rudimentarias, con una lanza en el suelo que indicaba la dirección del rezo. Eran lugares espaciosos para poder albergar a todos los soldados, y desempeñaban un papel similar al foro y el ágora del mundo clásico, un espacio de reunión para la población urbana.

El califa Umar fue asesinado en la mezquita de Medina en 644, tras diez años de gobierno. En doce años el imperio árabe se había construido de la nada. No obstante, a pesar de sustentarse en una base religiosa, el califato había adquirido un carácter étnico. Prueba de ello es que los árabes que habían preferido mantener su religión cristiana se integraron en el ejército, pagando un impuesto menor. Pero la gran apuesta era convertir a todos los habitantes de Arabia al islam, para lo cual expulsó a las comunidades hebreas. El paso final fue ordenar la liberación de todos los árabes islamizados de su condición servil.

“En apenas una década, los árabes habían pasado de ser un conglomerado de pueblos tributarios de los coraixíes a la clase dirigente de un imperio que dominaba los territorios más prósperos del planeta. Se habían convertido en muqatila, soldados de élite sometidos a una férrea disciplina, al servicio de la expansión de un imperio”, termina Balbás el tercer capítulo  de su libro.

Hacia Occidente por el norte de África

            La “cabalgada” islámica hacia la Hispania visigoda es una ironía de González Ferrín para negar la conquista musulmana de la Península Ibérica. Para Yeyo Balbás hubo cabalgada, pero paulatina, y aprovechando una serie de circunstancias políticas, económicas y climáticas que facilitaron un avance que, en definitiva, duró medio siglo, más o menos lo mismo que tomó al islam la apropiación del imperio persa y la expulsión del ejército bizantino de Oriente Medio.

Para entender el recorrido fulgurante musulmán, Balbás dedica una larga introducción al estado de cosas en el norte de África antes de la aparición de los “onagros” o asnos salvajes, que es como algún historiador de la época llamó a los invasores, destructores de cuanto les salía al paso, comparados con el simún o viento del desierto.

El territorio norteafricano llegó a la estabilidad en el siglo VI con el Exarcado de África o de Cartago, seis provincias que abarcaban desde la frontera de Egipto al océano Atlántico, en una franja de no más de cien kilómetros hacia el interior del Sáhara: África, Bizacena, Mauretania Caesariensis, Mauretania Tingitana, Numidia y Tripolitania. A lo largo  del Mediterráneo la población estaba romanizada y cristianizada. Cuando más se alejaba del mar, mayor influencia tenían los bereberes nómadas.

Balbás recurre a una información del Proyecto Gémini de la NASA para explicar la devastación que el ganado caprino, camélido y ovino provocan en el suelo. Se refiere a las fotografías tomadas por un satélite tripulado desde 300 kilómetros de altitud. En ellas se observa con nitidez la línea establecida entre Egipto e Israel en 1949. Allí donde el nomadismo se mantuvo, la masa vegetal resultó esquilmada, el territorio israelí, donde esta actividad estuvo prohibida, mantuvo su uso agrícola, por limitado que fuera.

“Los estudios polínicos y estratigráficos realizados en la región tunecina apuntan a una fuerte desertización entre los años 550-850, que debió de afectar de manera dramática a la extensión de las regiones aptas para el cultivo”, dice Balbás. A esto se une la erosión producida por las lluvias torrenciales, que despoblaron las ciudades, los campos de trigo se transformaron en baldíos, las pestes y el enfriamiento climático debilitaron a la población. Que masas de jinetes fanatizados y acostumbrados a la guerra arrasaran el territorio fue cosa de décadas, cuando pudieron haber sido paralizados en más de una ocasión.

El exarcado de África se extendía mil quinientos kilómetros entre Ceuta y Cartago, y dos mil más hasta Egipto. El conflicto del Imperio Romano con los bereberes fue constante, y también con otras fuerzas invasoras. El momento de mayor dominio bizantino se da en 533 con la intervención de Belisario, enviado por el emperador Justiniano, que acabó con los vándalos que habían cruzado el estrecho de Gibraltar empujados por los visigodos.

Los problemas militares los fue resolviendo el Exarcado, pero no pudo hacer nada con el repliegue de la población que huía en masa de la sequía en los oasis.

En ese momento, entran en escena los musulmanes.

Sugiere Balbás, en base a documentos islámicos tardíos y cristianos más o menos contemporáneos, que el avance y dominio musulmán hacia el oeste por el norte de África se alargó veinte años, con sucesivas contraofensivas romanas. Así consta que en 643 los árabes asaltan Trípolis y Leptis Magna, ciudades de la Tripolitania (hoy Libia, más o menos), pero las tropas de Bizancio no les permiten su asentamiento en ellas, algo que quizá tampoco buscaban, porque se conformaban con los inmensos botines, necesarios para las soldadas de los guerreros. Por otro lado la estrategia árabe era de “tierra quemada”, algo que también utilizarán después en Hispania para frenar la Reconquista, y de la que al mismo tiempo hicieron uso los reyes de León, Aragón y Navarra.

Las crónicas y relatos musulmanes de esa “cabalgada” están llenas de cronologías mezcladas y de una confusión de tribus bereberes, en las que se apoyan los invasores después de someterlas. Por ejemplo, dos tribus bereberes (bárbaras) son los butr y los baranis, ausentes en las crónicas cristianas, y que probablemente serán posteriores o un agregado de otras tribus. “Las hipótesis más plausibles, a cargo de Yves Modéran, consisten en que el nombre de los baranis proceda de burnús, una capa con capucha que dio origen al castellano ‘albornoz’, con el que se alude a las tribus bereberes cristianas que mantenían una estrecha relación con las autoridades romanas”.

Entretanto las tropas bizantinas siguen haciendo incursiones. Como la de 646 contra Alejandría, que acabó en desastre y matanza. Amr ibn al-As, general a quien conocemos, es destituido como gobernador de Egipto por el nuevo califa Utmán, que coloca a su hermanastro Abd Allah ibn Sad. Realiza una expedición muy hacia el oeste, aprovechando disensiones en el interior del imperio romano de naturaleza teológica, que me voy a saltar. Al califa le interesan las fértiles provincias occidentales (hoy Magreb, Túnez y Argelia) de Bizacena y Zeugitania.

Abd Allah retoma Trípoli y divide a sus hombres en grupos “para que se lanzaran al asalto, saquearan los campos de Ifriqiya en busca de comida y se llevaran a los animales”, con la intención de obligar al enemigo a una batalla en campo abierto.

Los Rum (romanos) habían trasladado la capital del exarcado de Cartago a Sufetula, en el interior, con dominio de los pasos montañosos. La batalla de Sufetula la describe la Crónica bizantina-arábiga de 741, y responsabiliza de la derrota a las tropas auxiliares bereberes que desasistieron a los romanos.

Tras la victoria los árabes devastaron la región durante doce o quince meses. Hay restos arqueológicos que lo ratifican, pozos llenos de esqueletos de hombres, mujeres y niños, y tesoros ocultos. La campaña resultó muy lucrativa porque hubo un acuerdo entre romanos y árabes, por el que estos últimos se llevaron 2,5 millones de dinares, cifra que Balbás considera exagerada, pero que muestra la riqueza de la zona.

Una cita de Balbás en la que se observa que el avance islámico no fue una cabalgada, sino un una prolongada y sangrienta sucesión de batallas.

“Se ha considerado que tras el desastre de Sufetula, la estructura política del exarcado africano se habría desmoronado y la región permaneció ajena al poder de Constantinopla, salvo Cartago y las regiones costeras, al tiempo que las jefaturas bereberes habrían ganado poder. De este modo, a partir de entonces, fueron los bereberes autónomos quienes encabezaron la resistencia contra los árabes. Esta visión es deudora de la imagen de una África bizantina en marcado declive, refutada en las últimas décadas por los avances arqueológicos. No parece que tal cosa sucediera.”

El devastador avance hacia el Estrecho de Gibraltar

Por entonces, los gobernadores de Siria y Egipto empiezan a construir una flota, con especialistas coptos y cristianos. Inician incursiones en Chipre, en Rodas, en Creta y en Sicilia. En 655 se registra la victoria pírrica de los musulmanes sobre la flota romana, en la costa de Licia.

En 656 el califa Uthman es asesinado en Medina. Muawiya consigue ser su sucesor, tras la primera fitna o guerra civil califal. Surge la brecha entre suníes y chiíes que todavía es un cisma sangriento. Los primeros apoyan al Omeya, los segundos a Hasan, hijo de Alí, primo del Profeta, casado con una hija de éste. La capital se traslada a Damasco hacia 661.

Sigue la incursión musulmana al oeste de la costa africana. Una batalla victoriosa significativa es la de al Qarn, cerca de la actual Kairuán, fundada posteriormente, contra las fuerzas imperiales. No supone conquista territorial, sino saqueo y botín, que también alcanza a Sicilia.

Uqba ibn Nafi es el nuevo general musulmán conquistador de África. Implacable en los asaltos, incluso ante los rendidos, que cautiva y esclaviza y a veces martiriza. Funda Kairuán, y realiza un mito de purificación de posible origen preislámico. Cada grupo tribal se instala en su propio barrio.

Uqba es depuesto en 677 por el nuevo gobernador de Egipto, y sustituido por un copto recién convertido al islam, Abu al Muhadjir, que forja una red de alianzas con los bereberes y tribus cristianas de esa zona de África.

La armada del califa ataca y asedia Constantinopla, pero el emperador es derrotado y obligado a firmar un pacto con obligación de pagar durante treinta años.

Muere Muawiya y le sucede Yazid, que devuelve el poder a Uqba y encadena a Abú. Se registra una nueva fitna o guerra civil entre 680 a 692.

682, Uqba gana la batalla de Bagae contra los romanos. Sigue arrasando nuevas ciudades y derrotando a los romanos. En Tánger, Uqba se reúne con Yulian, emir de los Gumara, que le da consejos. Conquista Volubilis y llega al Atlántico. Todo esto son leyendas recogidas por historiadores musulmanes, de los que se desprende un paralelismo entre esta reunión de Uabar con Yulian y Musa ibn Nusayr con el conde don Julián, décadas después. Uqba muere a manos de Kusauyla ibn Lanzam, caudillo bereber, ayudado por tropas romanas. Kusayula recupera Kairuán.

Zuhair ibn Kays, sucesor de Uqbar, es derrotado en diversos lugares por las tropas romanas, y perece en una de las batallas.

El calilfa Ab el Malik Marwan nombra a Hasan ibn al Numán, de origen gasánida, una de las tribus que se enfrentaron a los musulmanes en Siria, pero convertido al islam. En 697 conquista Cartago. Los alrededores van cayendo, según las crónicas árabes posteriores, hasta que se enfrenta a la Kahina o Hechicera, reina moro-romana, que al principio vence a Hasan. Según crónicas árabes se dedicó a destruir y arrasar todo lo que podía aprovechar a los musulmanes, aunque esto es algo sin base documental, e ignorado en otras crónicas. Finalmente, Hasan tomó Cartago con violencia. Algunos de sus habitantes huyeron a Sicilia y a España. Aquí acabó la suerte de Hasan, que es destituido y desposeído de sus numerosas riquezas, producto del botín, que parece ser lo que estimulaba a los guerreros. Fue sustituido por Musa ibn Nusair, el futuro conquistador de Al Ándalus.

Es preciso concluir de esta catarata de información sobre batallas, hambre y cautiverio que el avance musulmán, con predominio árabe, por la costa mediterránea africana fue constante, aunque con interrupciones y resistencia, y sangriento.

En la siguiente entrega de esta serie, resumiré los capítulos 5 y 6, “El califa de Alá” y “Los relatos de la conquista”. Balbás vuelve a presentar una montaña de documentos que sustentan la tesis de la conquista árabe de Alándalus. Lo curioso es que no menciona ni una sola vez a González Ferrín, aunque sí a la tesis que niega la conquista, desmontándola sin descalificaciones.

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