Renau. Introducción. Europa 1907
Compartir
.-
Europa en la infancia de Renau
José Renau nació en la ciudad de Valencia el 18 de mayo de 1907. Llegó al mundo en un momento de cambio en la historia del arte contemporáneo. Cuando alcanzó la madurez, la conciencia de formar parte de esta encrucijada influyó en su actitud artística y en sus ideas estéticas.
En la primera década del siglo XX la creación plástica tradicional sufre las primeras convulsiones en Europa.
En 1907 Pablo Picasso pinta “Las Señoritas de Aviñón”, considerado por la mayoría de los historiadores del arte como el cuadro que abre la puerta del estilo cubista. La pintura no fue una improvisación genial. Concluirlo le llevó meses de pruebas y bocetos, estimulado por ciertas estatuillas iberas que, no deja de ser todo un símbolo, fueron robadas del museo del Louvre por un próximo a Guillermo Apollinaire, a su vez gran partidario de Picasso.
Hasta entonces, el artista de estilo más atrevido en París era Henry Matisse, el más conspicuo de los fauvistas, que pintaban seres humanos y paisajes de un modo ajeno a la realidad visible, y utilizaban colores puros que no suelen encontrarse en la naturaleza. La apariencia real de las cosas importaba poco a los fauvistas. No se ufanaban de ser originales, se reclamaban herederos de la pintura gótica y de El Greco. Matisse afirmó, “El artista sólo ve viejas verdades bajo una nueva luz, porque no hay verdades nuevas”. Pero se les considera protovanguardistas, como a Van Gogh y Gauguin, sus más inmediatos predecesores.
Sin embargo, Matisse consideró “Las Señoritas de Aviñón” un ultraje artístico que ridiculizaba a los pintores modernos. Para él la creación plástica debía ser armónica, bella y desapasionada.
A partir de ese momento, la tradición de representar sobre una superficie plana los objetos tridimensionales que perciben nuestros ojos empezará a perder fuerza, y en pocas décadas dejará de ser la fórmula dominante. El propio cuadro, el lienzo, la superficie cuadrada terminará siendo algo prescindible.
1907 también es un año señalado en París por la gran exposición conmemorativa de Paul Cezanne, muerto el año anterior. Se atribuye a esta muestra antológica una importancia decisiva en la consolidación del cubismo y de sus consecuencias estéticas.
En Alemania se registraba una convulsión paralela en las artes plásticas.
En la ciudad de Munich aparecerá, en 1909, el grupo de pintores llamado “El Jinete Azul” (Der Blaue Reiter), una conmoción estética en Europa Occidental. Vassily Kandinsky será la personalidad dominante de este grupo, el promotor de la Nueva Asociación de Artistas (Neue Künstlervereinigung), que se opone con energía al arte académico.
También en Dresde, en el centro de la parte oriental de Alemania, sucede otro tanto. Varios estudiantes de arquitectura aficionados a la pintura se reúnen y forman “El Puente” (Die Brücke). En 1906 hacen público un manifiesto. Enemigos de la enseñanza tradicional en las escuelas de artes plásticas, les une la convicción de que sólo los jóvenes artistas están en condiciones de movilizar al público por medio de unas obras cargadas de emoción.
Esta corriente recibirá el nombre de Expresionismo Alemán, y sus imágenes deben mucho a las esculturas africanas y polinesias del Museo de Etnología de la ciudad. Ernst Ludwig Kirchner y Emil Nolde fueron los artistas más activos de “El Puente”, grupo que por otro lado duró muy poco. En seguida se lo llevó la gran riada de la vanguardia.
Holanda produjo en la primera década del siglo XX otro grupo de pintores que contribuirían a revolucionar el arte europeo. Der Stijl era el nombre de la revista en la que difundían unas propuestas que sucederían al cubismo en atrevimiento formal. Piet Mondrian es la personalidad más conocida. La vanidad personal era algo ajeno a los miembros de Der Stijl, educados en el calvinismo, y para quienes la creación era un ideal universal de felicidad, armonía y orden.
En Moscú dos coleccionistas rusos de arte exhiben en 1907 varias obras fauvistes compradas en París. Sin saberlo, están sembrando una inquietud estética que no tardará en transformarse en el Suprematismo, que definía la supremacía del color y de la forma sobre los objetos reconocibles. En 1913, Kassimir Malevich llega al colmo de la abstracción y pinta “Cuadrado negro sobre fondo blanco”. Vladimir Tatlin es otro de los creadores que dirigirá la nave del arte plástico ruso hacia la abstracción y dará lugar al Constructivismo soviético, que no prosperará en el país de los soviet, tras un inicio fulgurante.
También en Italia se echan los cimientos de la nueva época del arte plástico. En 1909 se publicará (curiosamente en Le Figaro de París) el primer “Manifiesto Futurista”, firmado por Marinetti. Los futuristas italianos se sublevan contra el academicismo y la pérdida de protagonismo artístico de Italia durante el siglo XIX, después de haber sido la cabeza y el corazón del arte europeo durante cuatrocientos años. Hacen responsable de la esterilidad plástica que ellos ven en su país al “lastre de la tradición”, y admiran la velocidad y la fuerza, que consideran los elementos transformadores de la época moderna.
El mismo año de su publicación en París, el “Manifiesto Futurista” aparecía traducido al español por Ramón Gómez de la Serna en la revista Prometeo. Esto quiere decir que las elites artísticas españolas estaban bien informadas de lo que se iba cociendo en la magnificada Europa. El “Manifiesto Futurista” será el primer texto vanguardista que José Renau leerá con veneración a un grupo de jóvenes valencianos casi veinte años después, como si fuera el colmo de la novedad estética.
Al otro lado del Atlántico, los cambios se hacían a un ritmo más lento. El reinado de la pintura objetiva iba a durar más. Sobre todo en Méjico, donde con la revolución popular de 1913 los jóvenes pintores descubren y empiezan a difundir el muralismo. José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros recorren el territorio mejicano con las tropas revolucionarias, y se dan cuenta del valor instructivo de los retablos de las iglesias. Después de penosas pruebas técnicas dan con la manera de realizar frescos duraderos, y crean murales épicos de carácter estrictamente figurativo, pero que aprovechan los atrevimientos de la vanguardia europea. Renau reconocerá en estos muralistas el arte dedicado a una causa política, hecho que decidirá su exilio en Méjico y no en Francia o en la URSS. Y también dedicará grandes esfuerzos intelectuales para reivindicar el papel del muralismo mejicano en la historia del arte moderno.
Por último, es preciso detenerse en Nueva York. Los pintores norteamericanos más conspicuos en la época se atienen a un realismo sólo atenuado por las aportaciones estilísticas del impresionismo francés, los nabis y el art deco, el simbolismo británico de los prerrafaelistas y algunas veleidades cromáticas incitadas por Gauguin y Van Gogh. Una de las pocas excepciones puede ser John Marin, que entre 1912 y 1913 realizó una serie de acuarelas de Manhattan que fueron consideradas un eslabón entre la figuración y la abstracción.
Otro dato significativo es que Joaquín Sorolla, entonces en la cima de su carrera y de su fortuna, tenía un gran predicamento en los Parnasos de la otra orilla del Atlántico.
El objeto principal del interés de los pintores norteamericanos son los retratos costumbristas y el paisaje. Pero la fotografía ha irrumpido como arte. Alfred Stieglitz, un fotógrafo activo e inconformista, rompe con la corta tradición y alimenta una Photo Seccesion, paralela a unos movimientos rupturistas contemporáneos en Europa llamados las Secesiones de Munich y de Viena, que se distancian del academicismo figurativo.
Stieglitz ha invertido en una galería que recibe el nombre del número de la calle, el 291 de la Quinta Avenida, un pequeño local que se haría luego famoso. En 1907, empieza a exhibir en su 291 algo más que fotografía. Primero será pintura de artistas norteamericanos. Pero en los años sucesivos empezará a llevar obra de los pintores europeos que han adquirido fama de vanguardistas: Cezanne, Rousseau el Aduanero, Matisse y finalmente Picasso.
Este panorama internacional no debe considerarse ni único ni dominante. Estamos acostumbrados a considerar con mayúscula a la Vanguardia plástica europea de las tres primeras décadas. Los libros que se le han dedicado desde entonces desbordan las bibliotecas.
Sin embargo, la mayoría aplastante de los artistas europeos contemporáneos a la vanguardia eran ajenos a ella. Se ganaban la vida con la pintura figurativa, el dibujo, el grabado, el diseño, o la escultura de estilo tradicional, clásico. El Naturalismo y el Modernismo eran los estilos “de moda”. Igualmente, la mayoría de los ciudadanos que tenían aficiones estéticas, acudían a las exposiciones de los pintores figurativos. Y desde luego, la mayoría de los coleccionistas de arte de la época compraban cuadros que representaban objetos reconocibles: seres humanos, calles de ciudades, edificios, paisajes.
En las principales ciudades españolas, las exposiciones de pintura y escultura son oficiales, patrocinadas por agrupaciones artísticas o por instituciones de distinto rango, en especial las municipales. Este es el caso de Barcelona, la incuestionable capital del arte español de la época. En abril de 1907, celebra la V Exposición Internacional de Bellas Artes organizada por la Junta de Museos y la Corporación Municipal. Sólo en la capital catalana funciona un naciente mercado artístico, fomentado por las galerías Parés, Mateu y Layetanas. Estas dos últimas serán las que abrirán las puertas a los pintores jóvenes y apadrinarán la vanguardia española e internacional. No obstante, la creación plástica mayoritaria en ese momento en Barcelona tiene muy poco de atrevido.
Desde la década de los 70 del siglo XIX, la casa francesa Goupil se dedicó a publicar miles de excelentes reproducciones en litografía y huecograbado de obras clásicas de la pintura y de los exquisitos trabajos de los pintores llamados pompiers, que figuraban mitos muy reales, y representaba realidades casi míticas. Exportaban sus láminas a toda Europa y a los Estados Unidos a un precio razonable para las economías domésticas de la clase media.
La técnica del huecograbado y la reproducción de grabados a una tinta llenaron las revistas populares de la época de un arte oficial realista y pomposo, pero decorativo. Las paredes de las salas de estar de los ciudadanos con pretensiones culturales estaban repletas de estas reproducciones, igual que en los años 70 del siglo XX el sector progresista de los jóvenes españoles decoraban su habitación con Guernicas, y tres décadas después compran litografías en las galerías de arte serial.
Al mismo tiempo se desarrollaba el cartelismo industrial, que difundía un arte menos sofisticado, más atrevido. La última década del siglo XIX conoció una explosión de carteles que colorearon las esquinas de París. Jules Cheret fue el impulsor y el principal beneficiario. Inventó la litografía de tres planchas, diseñó centenares de carteles a lo largo de su vida, e imprimió los de otros artistas. El éxito del cartelismo fue tan grande, que los aficionados arrancaban los carteles de las paredes y se los llevaban a casa. Cheret vio el negocio, y empezó a hacer ediciones por suscripción para coleccionistas.
La revista ilustrada con huecograbado de colores y los carteles impresos en litografía a tres colores educaron la percepción estética de muchos europeos. El arte dejaba de ser una exclusiva de aristócratas ricos, de clérigos ilustrados o de burgueses adinerados, y se democratizaba, se mercantilizaba.
Las rupturas estéticas, los avances plásticos seguían perteneciendo a una minoría de divinos o de rebeldes.
El fenómeno de la vanguardia visto desde el siglo XXI, independientemente de su calidad y de su lugar en la historia del arte, es el producto de un auténtico trabajo de autopropaganda.
Muy pocos de los artistas rebeldes de la época se ganaron la vida con sus creaciones. La confirmación nos la da el fotógrafo norteamericano Man Ray. Se consideraba un pintor no objetivo (abstracto), y en segundo lugar, un fotógrafo. En su autobiografía confiesa que a sus exposiciones de los años 20 en Nueva York y en París apenas acudía gente, y que no vendía nada en absoluto. A sus amigos les pasaba tres cuartos de lo mismo. Con sus retratos fotográficos ganó prestigio y dinero, porque la mayoría se los hacía a ciudadanos ricos dispuestos a costearse su colosal vanidad. La mayoría de los jóvenes artistas rebeldes sobrevivieron gracias a las caricaturas (como Juan Gris) o al patrocinio de inversores a quienes seducía la bohemia.
Uno de los primeros ensayos sobre la vanguardia se publica en 1925. Es el libro Los ismos en el arte, escrito por el franco alemán Hans Arp y por el ruso El Lissitzky, ambos dadaístas durante un tiempo. Limitaban su recopilación a diez años, entre 1914 y 1924, e identificaban quince movimientos distintos: Cubismo, Futurismo, Expresionismo, Arte Abstracto, Pintura Metafísica, Suprematismo, Simultaneísmo, Dadaísmo, Purismo, Neoplasticismo, Merz, Proun, Verismo, Constructivismo y Cine Abstracto. Y se dejaron fuera movimientos efímeros como al Vorticismo inglés, un sucedáneo anglosajón del cubismo francés y del futurismo italiano, que duró seis meses.
Cuando José Renau llegó a la edad en la que todo joven se rebela contra lo establecido por la generación anterior, algo que vino a coincidir con la publicación de Los ismos en el arte, se encontró con el campo abonado para que su malestar estético cuajara en una obra de características no objetivas, supervanguardistas, pero eligió la figuración. Y volvió a hacerlo al abandonar la Escuela de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. Para entonces, sus argumentos eran ya ideológicos.
Siguió los pasos de quienes consideró sus maestros, que habían madurado mientras él pasaba una infancia feliz en el barrio del Cabañal de Valencia, a las orillas del Mediterráneo, y a un tiro de piedra de un puerto frecuentado por marinos de todas las latitudes.
En 1907, John Heartfield, considerado el padre del fotomontaje, era un joven de 16 años todavía llamado Helmut Herzfeld, que se disponía a matricularse en la Escuela de Artes Aplicadas de Munich, devota entonces del Modernismo. Durante los diez años siguientes, Helmut se ganó la vida como ilustrador y creador de plantillas decorativas para los papeles pintados y para las artes gráficas.
Otra referencia clave de Renau, George Grosz, estudia en esos mismos años en la Academia Real de Bellas Artes de Dresde, donde los lienzos de los creadores de “El Puente” eran objeto de burla y desprecio de los profesores, y pasaban desapercibidos en el mercado del arte. Al abandonar Dresde, Grosz se matriculó en la Escuela de Artes Decorativas de Berlín.
Por último, otro de los maestros de Renau y de su peña de artistas valencianos de los últimos años 20 y los primeros 30 fue Otto Dix, que en la primera década del siglo estudiaba en la Escuela de Artes y Oficios de Dresde.
Hartfield, Grosz y Dix fueron arietes de la vanguardia alemana, dadaístas, y acabaron dedicando su ingenio a una causa política, el socialismo emergente. Para ello se sirvieron del instrumento adecuado en aquellos momentos, las revistas populares y militantes. En ellas fue en las que Renau encontró la guía que necesitaba su conciencia, torturada por un inesperado y fulminante éxito en Madrid en diciembre de 1928. Unas revistas que Pepe Renau compraba en un kiosko de la Bajada de San Francisco (hoy plaza del Ayuntamiento) propiedad de un judío francés o alemán con veleidades cultas y acaso también izquierdistas, instalado en Valencia, y en la Librería Internacional, de la calle Joaquín Sorolla.
Sin embargo, los argumentos de mayor peso que forjan los cimientos estéticos de José Renau están cuajándose en Valencia y en Madrid, donde viven la mayoría de los pintores valencianos admirados, reconocidos y valorados de la época: Joaquín Sorolla, Ignacio Pinazo, Emilio Sala, Cecilio Pla, Muñoz Degrain.
Mientras en París, Moscú, Rotterdam, Munich, Dresde, Zurich, Roma y Berlín los artistas jóvenes luchan contra el dogma académico que según ellos les asfixia, y van desmontando poco a poco el edificio del arte tradicional, en España los pintores que al final del siglo XIX todavía son jóvenes sienten indiferencia por las nuevas propuestas del Impresionismo francés. Y no por desconocimiento, pues muchos de ellos disfrutaron de becas en Roma y París y no se debieron perder las exposiciones de los pintores rechazados de las oficiales. Como mucho, los españoles siguen la dirección del Naturalismo. O combinan ambos estilos, como Sorolla, que pinta unos lienzos en los que la luz, el volumen y las escenas populares despiertan la emoción del espectador.
Picaso y Juan Gris, los primeros cubistas, son las excepciones de la pintura española del principio del siglo XX.
Además, los grandes pintores españoles (catalanes, vascos, andaluces y en especial los valencianos) se dan una maña admirable para garantizarse una clientela rica, y situarse al tiempo políticamente en un cómodo progresismo que les asegura el favor popular.
En 1907 la ciudad de Valencia prepara la Exposición Regional de 1909. Un grupo de pintores jóvenes valencianos, apoyados explícitamente por Joaquín Sorolla, propone la construcción de un Palacio de Exposiciones donde los artistas que no pueden vivir de su trabajo tengan la posibilidad de exhibir permanentemente su obra. La idea de Sorolla y de algunos de los jóvenes pintores es que las artes plásticas “mayores” confluyan con las artes aplicadas a la industria.
Esto no era una idea original, pero sí atrevida. En Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica y Holanda había corrientes que propugnaban esta confluencia. La fealdad de la industria de objetos de consumo, entonces naciente, incitaba a algunos artistas a intervenir en esa marea de enseres domésticos que hoy, paradójicamente, nos parecen deliciosos, pero que a aquellos pintores y escultores les resultaban horribles.
En 1915, más o menos cuando José Renau empieza a echar una mano a su padre en la restauración de obras antiguas y se inicia penosamente en el dibujo, el crítico José Francés, comenta la Exposición Nacional de aquel año y advierte que el sorollismo de algunos pintores es un peligro de vulgaridad y de ineficacia.
El año 1928 las circunstancias, el destino, la casualidad o la fortuna, propician el nacimiento de Renau como artista, de un modo contundente, favorabilísimo. Pero digiere muy mal el éxito.
Tras unos meses de incertidumbre, de dudas y angustias, Renau renuncia a sus ambiciones y a su vocación artística y decide entregar su vida y sus mejores valores profesionales a la política, al proletariado, a la clase social que va a conquistar el mundo y a transformarlo en beneficio de toda la Humanidad, según predicciones inapelables del marxismo leninismo, entonces en un momento de apogeo.
Para entender esta decisión dramática de un joven pintor que tiene al alcance de su mano la fama y la riqueza (como las tuvieron y aprovecharon décadas atrás sus paisanos Sorolla o Benlliure), y que las rechaza, es preciso conocer cómo se formó la sensibilidad de José Renau. Las claves las encontraremos en su infancia y en su adolescencia.