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Cultura y comunicación

«Las guerras de Helena», de Marta Querol

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Una novela «unisex»

Reseña de Enrique Huertas

Atrapada en España en un panorama editorial que circunscribe casi todo el éxito comercial a las novelas escritas por mujeres, para mujeres—con otras mujeres en conflicto como protagonistas—, Marta Querol ha conseguido escribir una novela, digamos, “unisex”. También, una buena novela.

Empecemos por el argumento. Elena Lamarc entra en su propia casa y encuentra a su marido Carlos en la cama con otra. Pronto descubre el lector que Elena no es una mujer corriente y que su hallazgo no ha sido completamente fortuito ni imprevisto: a Elena la acompañan su abogado y un fotógrafo. A partir de aquí, Elena se enfrentará a la separación, a las dificultades en su negocio y a la ambición de la desclasada amante de su ex-marido, y lo hará con la única arma con la que cuenta: la fuerza de su personalidad.

Hay novelas que tratan en parte de la vida y en parte de otros libros. Algunos libros tratan ampliamente de la vida y engendran otros libros. Las guerras de Elena sólo trata de la vida y coloca al lector frente al callejón sin salida que es la vida. Es una historia acerca de lo que se suele considerar normal y corriente, y que constituye aquí una muestra de espontaneidad narrativa.

Pero no es en esta idea literaria donde encontramos el principal valor de esta novela. Lo que en las narraciones de otros autores podría considerarse un defecto es la principal virtud de este libro: la “Elena” de las primeras páginas de la novela es exactamente la misma “Elena” que aparece en el epílogo, porque Marta Querol ha conseguido crear una roca.

Si pensamos que nuestra protagonista atraviesa sin amigos un particular calvario, sus guerras, en el cual es víctima de una madre manipuladora, de un padre libertino, de su ex-marido y de la bruja con la que se ha juntado, de la guerra del Líbano, de ataques a su integridad, de un amante tan atractivo como misterioso y de una España como la que fue la de la década de los setenta, uno se pregunta cómo ha logrado la Querol que esta mujer salga sin despeinarse y que todo el guiso resulte completamente verosímil. Es cierto que Elena se desahoga con cuatro lágrimas cada cien o ciento cincuenta páginas, pero lo hace como quién suda en el gimnasio y no encontraremos en estos llantos la respuesta a nuestra pregunta: ¿De dónde saca Elena su fuerza?

 La respuesta —arte de la magia queroliana—, la hallamos en el brillante diálogo entre Elena y su hija de diez años, en el capítulo cuarenta y dos:

 —Como mucho, serán hermanastros, y por la situación de esta familia esos niños serán tus enemigos naturales, siempre. Ahora eres muy pequeña para entenderlo, pero con el tiempo llegarás a comprender lo que hago.

—Y, ¿para qué ha venido papá a contártelo?

—Como te digo, esos niños no son tus hermanos y no pueden llevar el apellido de tu padre. Tú eres Lucía Company Lamarc, pero ellos deberán llevar los dos apellidos de su madre, por ser bastardos.

—Esa palabra es muy fea, mamá —la niña se había puesto colorada.

—Puede, pero es la realidad.

—Pero son hijos de mi padre —insistió, tozuda—, tienen un padre, como yo.

—Como tú, no. Tu padre se casó conmigo, te tuvimos a ti, y luego se juntó con esa mujer. Esa relación no es legal y por tanto no puede darles los apellidos si yo no lo autorizo. Y no lo voy a hacer. Yo no hago las leyes, hija, solo intento aprovecharlas para defenderte a ti, que eres lo que más me importa en este mundo —acarició la tensa barbilla de Lucía—. Ahora no lo entiendes, pero el día de mañana me lo agradecerás.

—Pero son dos bebés —se deshizo del gesto cariñoso—, no han hecho nada malo. ¿Qué me pueden hacer?

—¡Ay, hija, qué difícil me lo estás poniendo! —Las manos acudieron a su rostro desesperado—. Ellos no son malos, claro que no, pero su madre sí, y los educará para que no te den tregua.

No es fácil encontrar en la literatura española de hoy en día un modo de escribir que, como caído del cielo, coloque en el mismo plano naturalidad y profundidad, ¿verdad?

Marta Querol, con este sencillo plumazo, evidencia la fuerza de un ancestral matriarcado latente en cualquier país mediterráneo desde mucho antes de Tiberio, también en tiempos de Franco y que puede observarse incluso en nuestros días. Luego, en su magistral colofón del diálogo,

—Hija, las cosas no son así. Es muy cómodo pensar que ya estoy yo. Pero él —suspiro—, es tu padre, aunque sea por accidente, y tiene unas obligaciones contigo. Y yo haré que las cumpla, le pese a quien le pese.

 Querol nos descubre que esta es precisamente la fuerza (no ya latente, real) que sostiene a su protagonista de forma inquebrantable desde la primera hasta su última aventura. De aquí el hechizo.

Por remate —entiéndanlo como una sencilla perla ejemplificadora de muchas otras que pueden encontrarse en este libro— simplemente meditando respecto de la trascendencia de la sutil aposición “aunque sea por accidente”, cualquier lector atento reparará en que la prosa de Marta Querol se sitúa junto a la de otros pocos en ese extraño terreno de nadie, rara avis entre los escritores mediáticos y los escritores de oficio —insisto—, en el cual nosotros los lectores colocamos a los escritores de talento.

 De otro lado, el que espere encontrar en Las guerras de Elena una descripción concienzuda de los protocolos de actuación de la Interpol cuando van a detener a un terrorista, el manual técnico de un arma de artillería usada en Beirut en los setenta, explicaciones de la ingeniería de la maquinita para el sustento artificial de la agonía de Franco u otras bobadas del estilo, se equivocó de novela. No es este tipo de cosas las que preocupan a Marta Querol.

Piensen, al fin y al postre, en que tampoco Mary Shelley nos explicó jamás cómo demonios el afamado doctor le dio técnicamente vida a su criatura porque, después de todo, estas dos son escritoras pero…, ¡también son chicas!

 

 

 

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