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Bitácora y apuntes

«Los hijos de Avrom», una novela sobre la dignidad humana

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El equilibrio doméstico.

Una reseña de Segismundo Bombardier

Hace no mucho publiqué en esta bitácora una breve reseña cinematográfica, en la que anunciaba la lectura de Les Eaux Mêlées, una novela de Roger Ikon, titulada en español Los hijos de Avrom.

Ya la he terminado, y me propongo recomendarla con argumentos. Lo cierto es que la he leído en una edición en español de Plaza y Janés, recopilatoria de premios Goncourt (este libro lo fue en 1955), traducida meritoriamente por Consuelo Berges. Compré el libro hace décadas en una caseta de libros de lance de la Cuesta de Moyano de Madrid, y he aprovechado el confinamiento para leerla.

Los hijos de Avrom es una novela estupenda que mereció un justificado premio.

En primer lugar esta escrita en un “español” rico (he hojeado la edición original en la biblioteca de Lille, y el francés de Ikor es excelente), de un tono clásico, sin divagaciones estéticas ni laberintos de hormigón. Me tropiezo con novelas actuales de la Galia que se me atragantan por su contenido indescifrable y por su prosodia granítica. Imagino que en español los desvaríos literarios del presente en marcha serán parecidos.

En segundo lugar, es una historia vulgar, sin accidentes notables, pero recreada con un genio y una solidez humana rotundas, que la convierten en una historia contundente.

Cuenta la vida de un judío ruso, artesano de gorras, que huye de su pueblo y se establece en París. El inicio de la acción se sitúa en 1899. Yankel Mykhanowitzki no tarda en encontrar trabajo entre la comunidad judía, y durante un tiempo vacila sobre la decisión de abandonar sus raíces, olvidarse de su mujer y de una hija de ambos que continúan en Rusia, e iniciar una vida de nuevo francés.

Súbitamente aparece en París esa esposa con la niña, y Yankel, que es un hombre moral y fiel a las convicciones que ha aprendido en su casa y en su patria, se embarca en la vida de una familia judía parisina sin cualidades ni ambiciones especiales, procrea, y llegado el momento consigue traer a Francia a su padre, a su madre y a un hermanito pequeño; otros hermanos ya habían llegado antes, y dos de ellos se marchan a los Estados Unidos.

Roger Ikon, el autor (1912-1986), que nació en Francia de familia askenazi, puede que describa episodios que haya vivido él mismo, o que conozca de primera mano.

Aparecen en la narración un hermano menor de Yankel, Moisés, que se dedica al comercio, un tipo expansivo y popular, el padre del protagonista, un judío rabínico (hoy diríamos fundamentalista) que también pone en el barrio judío una tienda de productos kosher, los hijos de Yankel, que crecen ya como franceses, la vida cotidiana de la parentela, sus expectativas, sus conflictos íntimos y familiares, y todo lo que constituye la vida doméstica de un grupo de personas emparentadas.

Nada más que eso. Pero Ikor lo hace de un modo magistral, sin caer en ningún estereotipo costumbrista. En lugar de escribir una narración antropológica, facilitando al lector los hábitos de los judíos inmigrados, va describiendo los sucesos desde los ojos ingenuos y generosos de Yankel, que jamás hace un reproche en serio a la Francia que le ha acogido. Es una persona integrada, al contrario que su esposa que jamás hablará francés, y siempre se comunicará en yidisch.

Viene la Gran Guerra, pasa, Moisés vuelve herido, pero vivo, el hermanito de Yankel desaparece en el campo de batalla, regresa la normalidad y también la prosperidad. Los jóvenes crecen, se casan con judíos o con goyim, se defienden en la vida. Y solo muy al final de la novela sobreviene la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y los campos de exterminio. Pero Ikor le dedica poco espacio al drama, siempre con una finura exquisita, sin melodramatismo ni iracundia.

En la novela los acontecimientos históricos que el lector conoce, son un mero telón de fondo que a veces se agita como si una corriente de aire entre los bastidores abombara la escenografía. Lo importante son los personajes, que en la prosperidad o en la miseria sobreviven con la dignidad de los seres humanos que pasan inadvertidos, como nosotros mismos.

La calidad de Los hijos de Avrom viene medida porque resiste su contraste con la realidad. Yo llegué a Francia en los inicios de los setenta del siglo pasado para hacer un curso de posgrado en la Universidad Católica de Lille, un inmigrante bien distinto de los que todavía venían aquí a ganarse la vida entre los galos en la misma época. Viví un tiempo en Roubaix, en casa de mi tío Felipe y de tía Carmela. Ellos sí habían llegado en circunstancias parecidas a los hijos de Avrom. Felipe, cruzando los Pirineos a pie, perseguido por las tropas nacionales. Su mujer, después de la Segunda Guerra Mundial, con su hijo. Otro tío del mismo pueblo andaluz que ellos llegó a París mucho antes, en los años treinta. Felipe pasó la guerra trabajando a la fuerza para los alemanes, en Lille, porque era un mecánico de coches excelente. El otro tío, creo que de nombre Luís, era mocito cuando los nazis invadieron Francia en 1940, fue alistado y acabó en un campo de prisioneros alemán en Rusia, del que salió cuando los nazis se retiraban, dándose de bruces con una patrulla del Ejército Rojo encabezada por un par de republicanos españoles.

Esto son hechos históricos que escuche de labios de ellos, junto a algunas historias muy suculentas, propias de novela.

Yankel Mykhanowitzki y su familia vivieron experiencias semejantes, a veces más dolorosas, que el narrador Roger Ikon, se reserva. ¿Por qué? En 1954, cuando escribe la novela, Francia atraviesa momentos difíciles que no se ven reflejados en la novela, la guerra de Indochina, la de Argelia. Es evidente que Ikor no quiere romper ese telón de fondo, porque lo que nos cuenta es la peripecia vital íntima de Yankel. Yankel recorre su existencia de jubilado desde un pueblo inventado próximo a París, observando el curso apacible del Sena. Se ve a sí mismo como un francés más, judío, pero francés, y toma la arena de su vida entre las manos y la deja escurrir entre los dedos con una elegancia y una resignación excelsas.

La dignidad del ser humano es un motivo que se emplea con frecuencia en las reseñas literarias, pero muy difícil de conseguir en una narración o en una pieza teatral. En el caso de Los hijos de Avrom es un hecho palpable, ineludible. Cuando yo echo la vista atrás buceando en mi propia estirpe de inmigrante afrancesado hasta los tuétanos, me encuentro con antepasados que algunos dicen eran belgas, otros que asturianos, con abuelos guardia civiles, con parientes que combatieron literalmente en trincheras opuestas, que rehicieron sus vidas, que tuvieron descendencia, de la cual yo soy el que ha recorrido el camino inverso. Todos ellos me parecen hoy hombres y mujeres dignos del mundo en el que vivieron. Si yo tuviera las cualidades profesionales del escritor Roger Ikor, a lo mejor escribía Los hijos de Bombardier. La novela Bombardier en Alphaville es el mejor intento que he concluido. Está a disposición suya en Perinquiets-Libros.

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