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Mil palabras de Azorín Series

Mil palabras de Azorín (L y M)

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Rafael Escrig ha buscado más de mil palabras poco usadas en los ensayos y novelas de José Martínez Ruiz, Azorín, ha realizado una investigación lexicográfica y las ha ubicado en diferentes contextos.  Esta entrega contiene palabras que empiezan por las letras L y M. Azorín fue un escritor de la generación del 98 que recuperó en sus escritos vocablos del español del Siglo de Oro.

LAMINEROS.

De laminar, de lamín, golosina y éste de lamer, del latín lambere.

Lamerón. Aficionado a comer cosas dulces. Goloso, en el sentido de gustar los manjares exquisitos y delicados. Primitivamente, con el significado de glotón, tragón, lameplatos.

Primera documentación en el Diccionario de la Academia de 1803: Laminero. En Aragón y en Murcia, goloso.

Los bebés son lamineros cuando lamen la teta nutricia; los amantes son lamineros en sus juegos carnales; el niño es laminero cuando chupa un caramelo con palo; te lames los labios cuando tienes sed, o cuando deseas algo apetitoso o lascivo. Todos somos algo lamineros cuando lamemos los restos de un plato, por puro placer, ya que siempre hay goce en el acto de lamer.

“Con el pañuelo puesto sobre el muslo, para oxear las moscas importunas, el labriego, sentado ante la mesita baja, va comiendo despacio, muy despacio; las olivas, una sardina que se ha prensado entre el marco y la puerta, para que se desprendan las escamas; sardina de cuba; un pedacito de bacalao; el plato dicho de bacalao y pimientos. Comer lentamente, muy lentamente, masticando con perseverancia; así hacen los labradores del campo monovero. Y ellos, sin haberla aprendido, poseen la difícil ciencia de saber comer, que sólo poseen en las cortes los consumados lamineros.”

Superrealismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1929, pag. 293.

“En Madrid trabajan dos fábricas de viento, quiero decir de fuelles: una en la calle de Cuchilleros y otra en la Cava Baja. Y esto indica que, afortunadamente, todavía existen muchas cocinas en que se guisa con carbón o leña y no con gas y electricidad. Los lamineros lo saben: la mejor comida es la que se ha cocinado en recipiente de barro y a fuego lento de leña. Y si me permiten los señores, hablo de los señores gastrónomos, un valenciano, el que escribe estas líneas, añadiría que nada hay comparable a comer un arroz hecho en estas condiciones –leña y fuego lento- y comido con cuchara de palo.”

Madrid, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 979.

LATIR.

Del latín glattire, dar ladridos agudos el perro, ladrar.

Ladrido entrecortado que da el perro cuando ve o sigue la caza, o cuando de repente sufre algún dolor.

Etimológicamente “latir” se aplicaba al can pequeño o bien al mayor cuando por cualquier razón ladra en un tono agudo: así Alonso Fernández de Palencia, en su Vocabulario en latín y en romance. Sevilla, 1490. Dice “los canes ladrar, las vulpejas gañir, los cachorros latir”. De ahí, por analogía, en castellano, el Diccionario de Autoridades matiza. “formar el perro de caza un género de voz, con que da a entender por dónde va siguiendo el rastro que lleva”.

Según el DCECH, de latido derivó latrido, debido a la contaminación con ladrar; de ahí, progresó posteriormente ladrido, que dio el arranque a los sustantivos castellanos en –ido derivado de verbos de sonido, de la primera conjugación, formación ajena al latín y a los demás romances.

“Y todavía hay también otros pasatiempos en la aldea, tales como oír balar las ovejas, mugir las vacas, cantar los pájaros, graznar los ánsares, gruñir los cochinos, relinchar las yeguas, bramar los toros, correr los becerros, saltar los corderos, empinarse los cabritos, cacarear las gallinas, encrestarse los gallos, hacer la rueda los pavos, mamar los terneros, habitarse los milanos, apedrearse los muchachos, hacer puchericos los niños, pedir blanca los nietos. (Entre paréntesis diremos, con toda clase de respetos, que el autor ha olvidado en su enumeración algunos otros pasatiempos similares y más o menos melodiosos, como latir los perros, gañir las zorras, croar las ranas, himplar las panteras… si en la aldea hubiere panteras.)”

Lecturas Españolas, París, Thomas Nelson and Sons, Ltd. 1949. pag. 42.

“Cuando un español duerme en cama francesa, ¿es que los primeros días puede reposar como reposa en España? Que nos dejen el pajar y la trigaza en la era; a lo largo de la noche, en la era, percibimos, muellemente tendidos, la profundidad misteriosa de la Naturaleza en calma; en lo infinito del cielo fulgirán las estrellas; un perro, en la lejanía, latirá de tarde en tarde como despierto vigilante.”

Con permiso de los Cervantistas, Madrid, Visor Libros, 2005, pag. 190.

LIVOR.

Del latín livor, livoris. Color cárdeno, lívido, amoratado.

Leemos la palabra livor en la segunda parte de Soledades, de Luis de Góngora:

Dejaron pues las azotadas rocas

Que mal las ondas lavan

Del livor aun purpúreo de las focas

Y de la firme tierra el heno blando

Con las palas segando,

En la cumbre modesta

De una desigualdad del horizonte,

Que deja de ser monte

Para ser culta foresta,

Antiguo descubrieron alto muro,

Por sus piedras no menos

Que por su edad majestuosa cano;

Mármol al fin tan por lo pario puro,

Que al peregrino sus ocultos senos

Negar pudiera en vano

Cuantas del Oceano.

“La luz suave resbala sobre el yacente e inmoto cuerpo. Y luego, acabada la empresa decisiva, unos ojos enrojecidos por el llanto, una faz con el livor de tantas y tantas noches en vela, y una angustiada voz femenina que, entre sollozos, dice: -Doctor, dígame usted, yo se lo ruego, ¿se salvará? ¿Puedo tener esperanza? ¿Ha sufrido mucho?”

Valencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pag. 137.

LOCOMOTORA.

Palabra compuesta de loco, del latín locus, lugar y motor, el que mueve.

Máquina que, montada sobre ruedas y movida de ordinario por vapor, electricidad o motor de combustión interna, arrastra los vagones de un tren. Por extensión, tren.

El tren, arrastrado por una locomotora de vapor, fue el medio de transporte más moderno y rápido durante el siglo XIX. Toda Europa estaba comunicada, en mayor o menor medida, por el tren. Desde principios de siglo, los novelistas, al igual que ocurrió después con el cine, se hicieron eco del revolucionario invento, situando la acción de sus novelas en ese nuevo escenario. Autores como Dostoyevsky, Tolstoy, Zola, Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, incluyen al tren en su obra, y reflejan el prestigio que entonces iba teniendo viajar en tren. La novedad, la aventura y el romanticismo que el tren ofrecía eran demasiado atractivo para que se prescindiera de él.

Azorín, en sus novelas, tampoco es ajeno a la novedad, convirtiéndolo en diferentes ocasiones en parte de la acción. Pero en otras, las más, se refiere al tren, a la locomotora más concretamente, con otro sentido, y ahí estriba su diferencia en el tratamiento. El tren, en la novela de Azorín, muchas veces es parte del escenario; otras, sólo es sugerido, por el sonido, por el humo; siempre lejano, intuido. El tren es, más bien, un símbolo, como tantas otras cosas lo son también en su obra: las nubes, las campanas, el reloj, los colores, de los que ya hablamos, etc. Azorín, en ese sentido, se refiere constantemente al tren, empleando la palabra “locomotora”, en alguna ocasión emplea la palabra “tren” y en otras dice “convoy” pero, casi siempre como una excusa, como una alegoría al inexorable transcurrir del tiempo y, estéticamente, como un contrapunto a la escena que acaba, como una despedida, como un contraste entre sus pensamientos y la forzosa realidad.

En toda la obra de Azorín, tenemos multitud de ejemplos del uso del vocablo locomotora o alguno de sus derivados. Sería ocioso repetir todas las frases que nos podemos encontrar: “Un tren que pasa”. “Un largo manchón de humo”. “Se percibe también el silbato apagado, imperceptible, de una locomotora”. “En la lejanía surge un tren”…

Demos tres ejemplos concretos:

“Y de cuando en cuando, a lo lejos, se oye el silbido de una locomotora, el cacareo persistente de un gallo.”

La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 198.

“Todos charlamos; todos reímos. De pronto rasga los aires un estridente silbato; la locomotora resopla; el convoy se pone en movimiento…”

Los Pueblos, Madrid, Biblioteca Nueva, 1935, pag. 24.

“Ya el campo reposa en las tinieblas. De pronto parpadea a lo lejos una fogata. Y de los confines remotos llega y retumba en todo el valle el formidable y sordo rumor de un tren que pasa…”

Antonio Azorín, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 197.

Decíamos que, el vocablo y la misma idea de locomotora, en muchas ocasiones, sólo es algo sugerido, como una imagen entrevista; en otras, como la que sigue, será el protagonista absoluto al que dará todos los nombres de su repertorio:

“Al descender del tren podréis, si no juzgar completamente a un político, a un personaje, por lo menos recoger un dato para juzgarle. Al descender del tren un político. Al descender del tren un breve momento, para subir en él otra vez, o para tomar el coche o el automóvil. La multitud de amigos y de admiradores ha estado esperando largo rato. Momentos de impaciencia… El silbato de la locomotora suena a lo lejos. ¡Ya está aquí! Se acerca el tren raudo y pesado. Se forma a lo largo del andén una larga fila de concurrentes. Va avanzando lentamente el convoy. Todas las miradas se dirigen a las ventanillas de los coches. ¿Dónde vendrá? Instantes de indecisión, de perplejidad. ¡Allí va! El político ha aparecido en la plataforma de un vagón. Se detiene el tren…”

Páginas escogidas, Altea (Alicante), Editorial Aitana, 1995, pag. 432.

Todo esto significa que la idea del tren, bien sea como elemento protagonista, como imagen, o como contrapunto estético, está totalmente presente en la mente de Azorín. El tren es algo tan importante que no puede prescindir de él. Lo ve como un elemento indispensable de la escena. Se ha dicho, en ocasiones, que Azorín tenía una visión cinematográfica que trasladaba a sus novelas, como si estuviera creando escenas para un guion. Pienso que es así, sobre todo en las novelas de experimentación, lo que él llama “prenovela” y en otras como la que acabamos de presentar, el novelista nos hace mirar el escenario, casi estático, y como si se tratara de cine mudo, nos va pasando una serie de escenas, como fotogramas: el tren, el coche, el amigo, se acerca, multitud, viene, las miradas, impaciencia, indecisión, se detiene. Sí, quizá hubiera sido un excelente guionista. Al menos lo intentó.

LOGOMÁQUICO.

De logomaquia, del griego logomachía, altercado. De logos palabra y máchomai, luchar.

Discusión en que se atiende más a las palabras y no al fondo del asunto.

La logomaquia es una práctica corriente en la manera de hablar de nuestros políticos, cuando en sus discursos hablan y hablan sin decir prácticamente nada, atendiendo más a la forma que al fondo de la cuestión. Pero no sólo ocurre entre los políticos, también entre mucha gente a la que llamamos famosa: deportistas, actores, funcionarios o profesionales de cualquier tipo y escalafón que, cuando son preguntados, bien por diplomacia o por ignorancia, dan rodeos a las palabras sin acertar con un discurso coherente. Llenan sus pensamientos de frases hechas y muletillas sin decir absolutamente nada, aunque parezca que han dicho algo.

El conocido sociólogo Amando de Miguel dice que:

“El idioma español de la selva burocrática puede resultar tan absurdo como divertido. Por ejemplo, la locución “soy de los que pienso” en lugar del más escueto “pienso” o del más auténtico “soy de los que piensan”. Hay algunas palabras de moda que resultan particularmente malsonantes. Por ejemplo “gobernanza” o una expresión tan retorcida como “tratarle de robar” en lugar de “tratar de robarle”.

Otra moda es hablar mucho de “fortalezas” para referirse a los aspectos positivos de una organización. Aunque mi moda favorita es el adjetivo “complicado”, que no es lo contrario de simple, sino lo extremadamente dificultoso o problemático. Así, la amenaza de una borrasca es un “tiempo complicado”, como también sirve para calificar la quiebra de una empresa o el despido de muchos trabajadores.

Son innumerables las palabras de moda que tachonan las declaraciones de los políticos o los comentarios de los tertulianos. Anoto sólo algunas: marco, ámbito, apuesta, de referencia… Con una docena más como esas se puede componer cualquier discurso y el orador queda muy bien.”

“Supongo que con la frase copiada lo que quería significar X es que no se desparrame la atención en menudencias. Y menos que a las cosas se las trate sin amor. Sobre todo, insisto en esta última idea. Y al hablar de ideas ya estoy dentro de su prescripción. Sin salir, naturalmente, del círculo de lo concreto. Creo también que todo esto es un tantico logomáquico. Pero como nadie ha de leerlo, sino yo, lo dejo cual está.”

Memorias Inmemoriales, Madrid, Biblioteca Nueva, 1946, pag. 21.

LUCHARNIEGO.

De nocharniego, derivado de noche, del latín nox, noctis, tiempo que falta para la claridad del día.

Disimilación de nochorniego, derivado de nochorno, del latín nocturnus, de ahí por disimilación consonántica lucharniego.

Que anda de noche, nocherniego.

PERRO LUCHARNIEGO.

El perro adiestrado para cazar de noche.

“¿Sabe usted, Vives, lo que es un perro lucharniego? ¿Ha oído usted muchas veces en los crepúsculos vespertinos chiar a las golondrinas? ¿Y en el Retiro himplar a las panteras? ¿Ha oído usted en la madrugada cantar a la coalla?”

Madrid, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 1026.

MACERINAS.

MANCERINAS.

Relativo al Marqués de Mancera. D. Pedro Álvarez de Toledo y Leiva, natural de Úbeda (1585-1654), I Marqués de Mancera y virrey del Perú de 1639 a 1648.

Plato con una abrazadera circular en el centro, donde se coloca y sujeta la jícara en que se sirve el chocolate.

Diccionario de Autoridades: “MACERINA. Especie de plato o salvilla, con un hueco en medio, donde se encasa la xicara, para servir el chocolate con la seguridad de que no se vierta. Diósele este nombre por haber sido su inventor el Marqués de Mancera, por lo que se dixo Mancerina, y después con mayor suavidad Macerina”. (Diccionario de Autoridades, 1726-1739).

La mancerina era una bandeja donde se servía antiguamente el chocolate. Era una especie de plato con una abrazadera circular en el centro del mismo, donde se sujetaba la jícara en que se servía el chocolate. El asa central consistía, en sus orígenes, en un coco partido por la mitad. En la parte baja de la bandeja se disponía una pequeña fuente con pan de dulce que se empleaba como remojo en las jícaras.

Los primeros servicios de chocolate se servían calientes con un ligero sabor dulce debido al empleo de azúcar de caña, tal y como era costumbre por los primeros españoles durante la colonización de América. La no existencia de tazas, hizo que en el año 1640 el Marqués de Mancera, Virrey del Perú, describiera por primera vez este elemento de la vajilla, haciéndosele inventor de esta bandeja. Así pues, en adelante, las bandejas que se emplearon para ofrecer el chocolate a las visitas, adoptaron el nombre de “mancerinas”.

“Cuidadosamente colocados en una vitrina, todo limpio, todo de plata, relucen una imagen de la Virgen aragonesa, un servicio de afeitar –con su palangana de gollete, su jarro, su bola para el jabón-, seis macerinas y una bandeja cuadrada.”

Antonio Azorín, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 233.

MADOR.

Del latín mador, -oris, humedad. Derivado de madere, estar mojado. Latinismo crudo y muy raro.

Ligera humedad que cubre la superficie del cuerpo, sin llegar a ser sudor.

“Y la mano que puede avanzar y apoyarse; el picaporte está allí, a cuatro centímetros de la mano, y la mano no puede, no, llegar a apoyarse. Terror, intenso terror; palidez que cubre la faz. Sentir como el mador pegajoso del enfermo. Inmovilidad; como estatua de piedra el cuerpo.”

Superrealismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1929, pag. 68.

MECHEROS.

Rufián dedicado al robo en comercios, por el procedimiento de “la mecha” del francés “mèche”, de mechar (embutir trozos de tocino en la carne), escondiendo lo que roba bajo sus ropas.

Existe la variante “merchero”, que se la hace derivar de mercero, el que vende mercería, pues se trata de individuos, pertenecientes a ciertos grupos sociales o etnias marginales, que también suelen dedicarse a la venta ambulante de paños y ropas usadas.

Ambos vocablos mechero-a y merchero-a se confunden en el uso y tienen idéntico significado.

En el libro “Lenguaje y emigración” editado por la Universidad de Valencia, se recoge un estudio realizado por Julia Sanmartín, en el que, tras diferentes visitas carcelarias, entrevistas y una concienzuda investigación, nos ofrece el resultado de su estudio con respecto a los mecheros, así como de otros grupos sociales marginales, que viven en la delincuencia.

En una parte del trabajo, podemos leer:

“A través de nuestra investigación en la Prisión de Valencia, hemos entrado en contacto con un grupo étnico poco conocido: el de los mercheros. Son aquellas personas de padre gitano y madre paya, o al revés. No obstante, se les suele confundir con los quinquilleros o quinquis, antiguos andarrios que vendían chatarras y otros enseres de pueblo en pueblo, puesto que también compartían esta vida nómada y los mismos oficios. El término merchero también designa a las mujeres que se dedican a un procedimiento de robo “la mercha”, que consiste en esconderse lo robado entre las ropas y el cuerpo, normalmente prendas o comida, y suelen realizarse por gitanas que son verdaderas maestras en este “registro”.

Merchera o merchero, son palabras que constituyen un ejemplo de la evolución constante y de la polisemia del argot. Tanto en el Diccionario de León (1980:105), como en el Diccionario de la RAE, se se recogen los términos “mecha” como procedimiento de hurto que consiste en hurtar objetos de las tiendas, escamoteados entre las ropas, en bolsos o en otros objetos de uso personal; y mechero o mechera, como persona que hurta por el procedimiento de la mecha. Este término, probablemente antiguo galicismo del francés méche, tal vez se haya creado en el argot por una transformación del sentido a partir del verbo mechar (introducir mechas de tocino gordo en la carne de las aves u otras viandas que se han de asar o componer) a través del fundamento de la metáfora basado en la acción de introducir y añadiendo los semas de ocultación y apropiación ilícita. No obstante, dicho vocablo, también designa a la persona cuya etnia es producto de una mezcla entre gitanos y payos…”

Existen otras opiniones, que dicen que el mechero es el resultado de la unión entre un quinqui y un payo.

La conclusión a la que se puede llegar, es que mecheros y mercheros son una misma cosa. Los quinquis, quinquilleros o quincalleros (de quincalla) dicen ser otro grupo social diferenciado de los mecheros y ambos diferenciados también de los gitanos.

La condición de etnia entre mecheros y quinquis es bastante atrevida. Probablemente sólo se trate de individuos automarginados, sin tierras, viviendo de la pequeña artesanía, la venta de paños y quincalla (lo que no excluye el hurto), que han vivido siempre de forma más o menos nómada, por más que hayan opiniones tan divergentes como que fueran descendientes de los antiguos moriscos retornados a España después de la expulsión, procedentes del centro de Europa o simples vagabundos de Castilla.

Traigo aquí un ejemplo de cómo se hace el robo por el procedimiento de “la mecha”, extractado del libro “La mala vida en Madrid” de Constancio Bernaldo de Quirós (1873-1959):

“Los mecheros actuaban en comercios. Su método es descrito de la siguiente manera: “el mechero penetra en una tienda, correcto y elegante, a elegir boquillas para cigarros. Deja el paraguas sostenido en pie junto al mostrador, y comienza a examinar unas y otras. Entretanto, hace caer algunas, que van a ocultarse en el fondo del paraguas. En un momento convenido, el consorte, provisto también de su paraguas, entra en el establecimiento preguntando el precio de un objeto que ha visto en el escaparate, o dirigiendo otra pregunta de breve respuesta. Aquel momento le aprovecha el consorte para verificar un cambio de paraguas. Deja el vacío, toma el que está cargado, y hete aquí concluido el hurto”

“Ningún sitio más a propósito que este paso obligado de los que van y de los que vienen, para que en él florezca el picarismo. En efecto; veréis aquí, entre las caras lerdas de los melenos, las avispadas faces de los descuideros, tomadores, mecheros, y enterradores. La candidez provinciana paga aquí su alcabala.”

Páginas escogidas, Altea (Alicante), Editorial Aitana, 1995, pag. 404.

MEDROSICA.

Diminutivo de medrosa, del latín vulgar metorosus, y éste de metus, miedo, temor, con influencia de pavorosus, y el sufijo diminutivo afectivo –ico, del latín -iccus, y éste del griego –ikos.

Temeroso, pusilánime, que de cualquier cosa tiene miedo.

El “Diccionario etimológico de los sufijos españoles”, indica que: “la productividad del sufijo –ico en castellano se limita al periodo entre la segunda mitad del siglo XV y la segunda mitad del siglo XVII, pero sigue vigente en algunas hablas de la Península oriental y de América. Remonta a un sufijo latino vulgar –iccus, de origen desconocido, que ha dejado huellas en varias lenguas románicas.”

Los vocablos con sufijo en –ico, se dividen en tres grupos: los que indican, cualidad, relación o pertenencia, los que adjetivan términos químicos o los que dan carácter de diminutivo afectivo. Su uso en España, se extiende a través de una franja vertical que comprende Navarra, Aragón, comarcas del interior de Valencia, la zona oriental de La Mancha, Murcia y Andalucía oriental.

Hay frases hechas y palabras concretas, que son comunes para toda una generación, como su seña de identidad, después dejan de usarse para convertirse en arcaísmos y pasan al olvido. Esas palabras son el producto de una sociedad que, de acuerdo a sus usos y costumbres, influyen en la manera de hablar creando latiguillos, giros, neologismos o diminutivos. Otras veces, esas palabras son el resultado de rescatar términos que estaban olvidados entre los clásicos. Ya vimos el caso del vocablo “guay” palabra reinventada y actualizada partiendo de su homónima del Siglo de Oro. El adjetivo medrosico/a, no se recoge en el DRAE, pero está recogido por el lenguaje popular y por la literatura desde Cervantes, quien lo emplea en sus novelas y lo podemos encontrar, sin ir más lejos, releyendo el Quijote. El vocablo se quedó en los clásicos, pero llegado el siglo XIX fue liberado por nuestros autores más destacados. Desde Pérez Galdós hasta el mismo Azorín, creo que no hubo escritor que dejara de usar el término en una u otra ocasión.

Veamos una muestra en varios de estos autores:

Cervantes, en “Don Quijote de la Mancha” (1605):

“La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborozada, se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo: -¿Adónde está, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.”

Benito Pérez Galdós, en “Misericordia” (1897):

“Pero estos que juntan la vergüenza con la gana de comer, y son delicados y medrosicos para pedir; estos que tuvieron posibles y educación, y no quieren rebajarse. ¡Dios mío, qué desgraciados! Lo que discurrirán para matar el gusanillo…”

Emilia Pardo Bazán, en “Sin querer” (1888):

“Por algún tiempo se sostendrá una reputación sin pruebas positivas; al cabo habrá que darlas, o caer del pedestal entre solapada burla. Juaniño y Culás llegaron a comprender que el hecho de no haberse afrontado los comprometía seriamente ante los mozos rifadores, los sesudos viejos petrucios, las mociñas, hipócritamente cándidas y las viejas medrosicas, que a todo se persignan exclamando: -¡Asús, Asús me valga, mi madre la Virguene!” Sic.

Miguel de Unamuno, en: “La tía Tula” (1921):

“Y cuando hubo llevado a Carita a su casa, como mujer de su sobrino, era con ésta con la que tenía sus confidencias. Y era de quien trataba de sonsacar lo íntimo de su sobrino.

La obligó, ya desde un principio, a que la tutease y la llamase madre. Y le recomendaba que cuidase sobre todo de la pequeñita, de la mansa, tranquila y medrosica Manolita.

-Mira Caridad –le decía-, cuida sobre todo a esa pobrecita, que es lo más inocente y lo más quebradizo que hay y buena como el pan…”

Ramón Mesonero Romanos, en: “Las sillas del Prado” (1851):

“-Yo, señor Apolo, dijo la silla, un tanto medrosica y mohína, soy natural de Vitoria, y nací, si mal no recuerdo, por los años 95 y 96; fui destinada en mi más tierna edad a autorizar con mi presencia la portería de un convento de monjas, y sostener la descuidada persona del demandadero, que me bautizó con el nombre de la Carraca, a causa de cierta analogía que pretendía encontrar entre mis supiros y el desapacible sonido de aquel fúnebre instrumento.”

Gabriel Miró, en: “Del vivir” (1904):

“Fresca y doliente cantó una voz femenil. No era canción de las que entona, zagaleja que retorna sola y medrosica por los campos de su casería; no era canción de hastiada, sino de amante que del querer sufre y se estremece.

La canción, en la tarde tranquila, melancolizaba como campanita de humilladero oída en la soledad de una colina cuando tramonta el sol.”

Vicente Blasco Ibañez, en: “El milagro de San Antonio” (1900):

“Luis huía de todo contacto; se recogía como una doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de sus amigotes era su única defensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que contento con su libertad de marido divorciado, saludaba a su mujer en la calle y besaba a los niños nacidos mucho después de la separación?”

Veremos ahora la referencia de Azorín en su novela “Antonio Azorín”, publicada en 1903:

“¡Ah! –exclama en ese tono con que se dicen estas cosas en las comedias-, ¡ah! ¿Conque estás hablando de amores con la sal? ¿Conque la has hecho salir de su cárcel, donde estaba encerrada por orden mía? ¡Pues yo voy a castigarte! Y entonces el sol que es un hombre terrible, manda un rayo feroz contra el agua; la cual, como es tan inocente, tan medrosica, abandona a la sal y huye toda asustada.”

Antonio Azorín, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 237.

Hemos comprobado como en el transcurso de setenta años, todos los escritores de una misma generación han usado el término medrosico/a, lo que prueba que no se trata del habla de un novelista en concreto, ni siquiera de su personal manera de escribir con diminutivos, como se pudiera pensar de Azorín, se trata de una forma de hablar, y de escribir, propia de una época, y lo mismo sería aplicable a muchas otras palabras. Aquí el uso del vocablo como diminutivo pierde fuerza, ante todo es un adjetivo, obviemos el sufijo. Ya veremos en la entrada pañizuelo, en la que nos parecerá que se trata de un diminutivo de pañuelo con el sufijo en –zuelo, cuando su significado es simple y llánamente, pañuelo. Lo curioso es que pañu-elo sí es el diminutivo de paño.

El ejemplo que pongo a continuación, quizá nos sirva para entender mejor todo esto: Es el caso de “chiquillo”, que ahora utilizamos cuando nos referimos a un niño de corta edad, sin darnos cuenta de que estamos usando el diminutivo de chico. Esto es lo que los estudiosos, llaman “diminutivos lexicalizados” o “diminutivos fósiles”: palabras que han perdido el valor propio de diminutivo, pasando a convertirse en un vocablo “normal”. Otros ejemplos los tenemos en: cigarrillo, banquillo, solomillo, calzoncillo, camilla, maletín, bolsillo, banderilla, calcetín, molinillo, telefonillo, perilla, gatillo, redecilla, cucharilla, etc.

MIGA.

Del latín mica, partícula, migaja.

1. Porción pequeña de pan o de cualquier cosa.

2. Parte interior y más blanda del pan.

3. Papilla para los niños.

MIGA.

Aféresis de amiga, maestra, del latín amicus, que tiene amistad.

En Andalucía, escuela de niñas, o como diría J.R.J: “Lugar donde van los niños a recibir el primer alimento moral”.

Juan Ramón Jiménez, en el capítulo VI de su inigualable y universal relato lírico “Platero y yo”, nos situa en una miga de Moguer:

Si tú vinieras,

Platero, con los demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el burro de las Figuras de cera –el amigo de la Sirenita del Mar, que aparece coronado de flores de trapo, por el cristal que muestra a ella, rosa toda, carne y oro, en su verde elemento-; más que el médico y el cura de Palos, Platero.

Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan grandote y tan poco fino! ¿En qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla ni qué pluma te bastarían, en qué lugar del corro ibas a cantar, di, el Credo?

No. Doña Domitila –de hábito de Jesús Nazareno, morado todo con el cordón amarillo, igual que Reyes, el besuguero- te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo y tan coloradas y tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del aperador cuando va a llover…

No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán, cual si fueras lo que ellos llaman un burro, el gorro de los ojos grandes ribeteados de añil y almagra, como los de las barcas del río, con dos orejas dobles que las tuyas.”

Juan Ramón Jiménez, en carta dirigida al escritor, periodista y pedagogo Luis Bello (1872-1935), refutando algunas críticas sobre la visión que tenía sobre el sistema de enseñanza en las escuelas de Moguer, y que describe en su libro, le contesta:

“… No acepto su corrección a mi “miga”. He mantenido en Platero y yo, usted lo habrá visto, muchas palabras populares. “Miga” se llama en Moguer y en otros lugares de Andalucía a ese nido de párvulos que usted y otros, con perfecto derecho, llaman “amiga”. Ya en otra ocasión, la señora de Martínez Sierra, pedagoga insigne, me corrigió mi “miga”. “Miga”se ha escrito, además, frecuentemente; y así es como tiene sentido para mí. Por su etimología, entre otras acepciones, “miga” es, lo sabe todo el mundo, uno de los primeros alimentos suaves que se da a los niños. En España, casi todo toma siempre un sentido realista. Y a esa escuela primaria, jardín en otros países, van, o iban, los niños de los pueblos españoles a recibir el primer alimento moral.

Su amigo, minador y… zarpador, que no podrá usted decir que le ataca por la espalda, Juan Ramón Jiménez.”

“No, no irá ella a la miga, ni él irá a encerrarse entre las paredes hoscas de la escuela. Ella se pondrá la saya buena, el cabezón labrado, la toca, la albanega en que recoge sus sedosos cabellos juveniles; a él le pondrán la camisa nueva, las medias de estameña, el sayo de palmilla y el estadal rojo que trajo de la feria un vecino.”

Al margen de los clásicos, Madrid, Biblioteca Nueva, “Obras Selectas”, 1943, pag. 1052.

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