Mil palabras de Azorín. La letra A
Compartir
SOBRE EL PAISAJE. LOS COLORES
Azorín entra a describir un paisaje y, en un instante, sustituye la pluma por el pincel:
“La lejanía está cerrada por una pincelada azul de las montañas”.
Las palabras se tornan “manchones” de color, y la luz lo inunda todo dando a cada cosa el justo colorido que le corresponde, el preciso matiz: amarillento, negruzco, blanquecino, áureo, verdoso, rubio, azulado, róseo, lechoso, plateado, sanguinolento, rosado, pardo, rojizo, zarco, bermejo, añil intenso, nacarado… Quien se expresa así, ¿no está pintando?
Tanto es así, que dice él mismo:
“Desde lo alto del castillo he contemplado el llano inmenso, gris, negruzco, cerrado en la lejanía por una línea azul, surcado, en fulgentes meandros, por un riachuelo que corre entre dos estrechas fajas de verdura. Ya pintaré, cuando esté más descansado, este pueblecillo y este campo.”
Y también a este respecto, el mismo Azorín por boca de su personaje, Yuste, dice:
“Lo que da la medida de un artista es su sentimiento de la naturaleza del paisaje… Un escritor será tanto más artista cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje…” y más adelante: “…para mí, el paisaje es el grado más alto del arte literario…”
En la dedicatoria de “Blanco en Azul” le escribe a su amigo Gabriel Miró, otro pintor, como él, de paisajes literarios:
“A Gabriel Miró, pintor maravilloso…”
En las descripciones, tanto si se trata de un paisaje exterior:
“Al otro lado del Castillo se extiende la llanura inmensa, verdeante a trechos, a trechos amarillenta, limitada por el perfil azul, allá en lo hondo, de la sierra de Salinas. Y en primer término, entre olivares grises, un paralelogramo grande, de tapias blanquecinas, salpicadas de puntitos negros”.
Como si se trata de un paisaje interior:
“Cerca de la puerta del patio, en lo hondo, brilla en sus primorosos arabescos, azules, verdes, amarillos, rojos, el alizar del tinajero. La tinaja, empotrada en el ancho resalto, deja ver el recio reborde bermejo de su boca. Y el sol, que por el montante de la cerrada puerta penetra en leve cinta, refulge en los platos vidriados, en los panzudos jarros, en las blancas jofainas, en las garrafas verdosas”.
Azorín se detiene para pintarnos lo que ve con todos los colores y con la misma frescura como lo vería un niño. Como cualquier artista que busca mostrarnos el mundo como si fuera la primera vez, con toda la inocencia y el entusiasmo hacia lo nuevo. Un pasaje más para confirmar lo dicho:
“Lo cierto es que constantemente se sintió X atraído por los pintores. Veía su propia vida, no como la de un escritor, sino como la de un pintor. Se imaginaba al sentarse ante la máquina, que estaba con paleta y pincel en la mano”.
Sin salirnos del asunto, apuntemos que no sólo los colores llamaban su atención como expresión literaria, sino todo aquello que, siendo parte de la naturaleza, excitaba su sensibilidad de artista y que procuraba captar para revelárnoslo con todo el detalle.
«Sabes de mi predilección por el olor, el olor como elemento de arte, con tantos títulos, o un poquito menos, que el color. Estas casas de que te hablo huelen de un modo especial; Madrid, como todas las ciudades, tiene su olor, y las casas tienen el suyo. ¿Te hablaré del espliego en el invierno, de humedad, de vejez en muebles y ropas? No te lo sabré decir; pero, con los ojos vendados, reconocería yo una casa de Madrid”.
Y quiero aquí añadir unas líneas correspondientes al libro de José Luis Bernal Muñoz: “El color en la literatura del modernismo” En él se refiere al uso del color por los escritores de dicha corriente, fundamentalmente, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez, pero nos servirá para darnos cuenta de, hasta qué punto ha influido el color, como símbolo, en la literatura, gracias a su enorme carga evocativa:
En pocas ocasiones se ha visto un movimiento artístico tan vinculado, tan «teñido» por un color como en el caso que ahora nos ocupa. Pero ¿por qué es azul el modernismo?
Son suficientemente conocidas las dos cartas que dedicó Juan Varela al libro que con este título le remitió Rubén Darío desde América. El escritor español, que dedicó elogiosos comentarios al mismo, reconocería que sin embargo en un primer momento lo había recibido con indiferencia debido precisamente a su título: Azul. Recordaba don Juan que ya Victor Hugo había dicho «L’art c’est l’azur», con lo cual venía a acusar a Darío de falta de originalidad además de no compartir esta opinión porque para él «tanto vale decir que el arte es lo azul, como decir que es lo verde, lo amarillo o lo rojo. ¿Por qué, en este caso, lo azul (aunque en francés no sea bleu sino azur, que es más poético) ha de ser cifra, símbolo y superior predicamento que abarque lo ideal, lo etéreo, lo infinito, la serenidad del cielo sin nubes, la luz difusa, la amplitud vaga y sin límites, donde nacen, viven, brillan y se mueven los astros?». Añadía finalmente que no veía en la afirmación de Hugo más que una frase enfática y vacía.
Algo más tarde el poeta nicaragüense vendría a matizar las opiniones de Valera en «Historia de mis libros» donde, además de asumir como fundamento de su renovador estilo el conocimiento de los autores franceses del Parnaso y a Canille Mendés como su auténtico iniciador, reconocía haber explorado «la inmensa selva de Víctor Hugo» pero negaba conocer en la época de la publicación de su obra Azul la citada frase de Hugo «L ‘art c ‘est l ‘azur», aunque sí una canción del mismo poeta en Les Chátiments donde decía «Adieu, patrie! L ‘onde est en furie. Adieu, patrie, azur!.»
Es también en este trabajo donde explica Rubén sus estímulos poéticos ante este color «Mas el azul era para mí el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental, el «coeruleum», que en Plinio es el color simple que semeja al de los cielos y al zafiro» Es por ello que concentraría en ese color del cielo lo que el poeta llamaba «la floración espiritual de mi primavera artística».
SOBRE LOS PERSONAJES
El principal personaje es él mismo. Azorín se autobiografía, cuando no directamente, por medio de sus heterónimos: Antonio Azorín y Félix Vargas como más representativos. Sus personajes, siempre llevados por la mano de un narrador omnisciente describen, pintan, cuentan y nos detallan con avidez paisajes y personas; lugares y cosas; la vida que palpita en el interior de todo lo creado. Hasta el alma que se puede encontrar en el interior de una humilde jícara de barro esmaltado.
Cuando se trata de pintar los rasgos de un personaje, podemos ver una gran diferencia entre la descripción que da de un hombre y la de una mujer. Cuando retrata a un hombre, se detiene un poco en el atuendo: Pantalones a cuadritos negros y blancos, la cadena de plata, el chaleco, un bastón, es grueso, tiene bigotes, el sombrero… Cuando se trata de una mujer, las aclaraciones van mucho más allá y se demora en todos sus detalles, tanto de la vestimenta, como de su aspecto físico y de su interior: el vestido de seda, el delantal, el bordado, el calzado, el color del cabello, sus bucles, las manos, los largos y delicados dedos, las uñas curvadas, el color de su piel, los grandes ojos azules, o negros, la boca sensual, el carmín, el busto, las piernas, la mirada, la voz, el atractivo de su sonrisa, la picardía, la gracia, la dedicación en todos los trabajos, la finura, el apaño, según dicen los monoveros…
Llega a decir, por boca del narrador, en un rapto de sensualismo:
Virginia, esbelta, erguida, con sus ojos verdes, sus labios carnosos, rojos; su busto ligeramente abombado, sólido, puntiagudo, sus dos puntitos agudos que se marcan debajo de la sutil y tenue seda. Y más adelante sigue diciendo: … la tersura de un espejo retrata una pierna torneada enfundada en seda marrón, una mano que se contrae lentamente, el busto lleno, incitante; el escorzo de una cadera en convexidad elegante. Y los ojos de Virginia durante largo rato contemplan absortos, voluptuosos, esa misma pierna, este escorzo, estas bellas manos. Y luego el espejito, entre los dedos sutiles, refleja largamente las meditaciones profundas, con íntima voluptuosidad; estos mismos ojos verdes, azules, que lo contemplan, y estos labios que se contraen –rojos y sensuales- con un mohín de desdén.
A nadie puede dejar indiferente la carga erótica que desprende este párrafo. Ese Azorín que es todo espíritu, que se confunde con la naturaleza al describir un paisaje. Ese Azorín que es todo sensibilidad y poesía, se deleita con la sensualidad femenina cuando retrata a una mujer.
Obsérvese la similitud de este pasaje que acabamos de ver con la descripción que hace en Doña Inés. Capítulo VII “El oro y el tiempo” en donde nos dice: la luz se resbalaba por todos los objetos, su mano, sus uñas combadas y sonrosadas, los labios, la curva del seno, la línea de la pierna ceñida por la seda brillante, otra vez la mano que acaricia, el espejo que refleja la imagen… Otra vez se detiene el autor en esos sensuales detalles, casi los mismos, mostrando a la vez ese carácter repetitivo que emplea a veces.
SOBRE LOS RASGOS
Los rasgos de Azorín en su novela, se hacen muy patentes en el uso de los diminutivos. Los diminutivos están muy presentes en la lengua valenciana, pero también lo están, y mucho más arraigados, en la murciana. Su tierra de nacimiento, por donde él se movió de muchacho, es tierra fronteriza con Murcia: Villena, Sax, Elda, Monovar, Salinas, poblaciones tan nombradas en sus novelas, son tierras con fuerte influencia murciana. Toda la franja desde Villena hasta Orihuela, son tierras en las que la lengua se ha intentado fusionar, recibiendo influencias cruzadas. Pienso que, en Azorín, pudieron más los diminutivos murcianos; esos diminutivos sumamente afectivos que dan a las cosas esa sensación de acercamiento, de belleza interior, en expresiones como: un platizuelo, un tantico grandes, las piedrecitas, la callejita, los viñalicos, medrosica, el cuadernito, un manojito, el papelito, pequeñuelo, el relojito, caminejo, un golpecito.
Otro de los rasgos, es el empleo de adjetivos con un carácter más sonoro de lo habitual, más chocantes incluso, como: anchuroso, brilladores, manchones, sonorosos, sombrosos, poblachón, hilacho, humazo, que contienen un cierto calor de cercanía, son calificativos a los que parece que ha querido dar el carácter de algo más especial, incluso más íntimo. O, en otras ocasiones, de algo más rotundo, más metafísico, como: lo hondo, lo blanco, lo profundo, lo verde.
El empleo de series largas de verbos, de sustantivos y sobre todo de adjetivos, para describir sensaciones y detallar, a modo de inventario, todo lo que su vista alcanza: La laguna desaparece borrosa. Y vibra una canción lejana que sube, baja, ondula, plañe, ríe, calla… O Adornan las paredes cuatro fotografías de los tapices de Goya. Las esbeltas figuras juegan, bailan, retozan, platican sentadas en un pretil de sillares blancos.
El final de una descripción, suele hacerlo con cierto carácter repetitivo, empleando una serie de “plantillas” o “moldes” con los que remata la frase. A menudo suele ser el sonido de un tren que no se ve y que se intuye alejándose por las montañas, o la llamada de unas campanas que dan la hora, o el lejano sonido de una esquila.
Y esas curiosas repeticiones, que parecen no importarle, las remacha, a veces, de manera ostensible. En La ruta de Don Quijote repite dieciséis veces la palabra “vetusto”. (1/ Caserones vetustos, 2/ las vetustas alamedas, 3/ del vetusto reloj, 4/ otros molinos vetustos, 5/ este aire de vetustez, 6/ un vetusto caserón, 7/ un caserón vetusto, 8/ ante nosotros aparece vetusto y formidable, 9/ un caserón vetusto, 10/ unos coches vetustos, 11/ la casa es vetusta, 12/ los molinos surgen vetustos, 13/ el vetusto aparato, 14/ aparecen vetustas y redondas portaladas, 15/ este pueblo vetusto, y 16/ una iglesia vetusta).
Independientemente del simbolismo que pueden encerrar los colores, las nubes, el mismo paisaje, los árboles, se observa también su insistencia en el uso de otras palabras o frases que le persiguen en todas sus novelas, como: los chopos, el tren a lo lejos, el sonido de las campanas, los viejos sentados, la pincelada azul como fondo de un paisaje, la esquila del ganado. Otras veces son sensaciones, como: un estremecimiento, una conmoción, un silencio, la obscuridad, lo hondo. Expresiones estas, que también son símbolos, de nostalgia, de melancolía y de fatalidad. Esa fatalidad que él encuentra en el alma de todo lo español.
Por una parte, tendríamos conceptos estáticos: los montes, las nubes, las campanas, los castillos, los viejos. Y por otra parte tendríamos los conceptos que implican movimiento, que están vivos: los trenes, los sembrados, las chimeneas, los viajes. Estas dos sensaciones contrapuestas nos están dando la medida del tiempo, en la visión de un espectador que lo contempla todo desde el presente. Por una parte contempla la nostalgia del pasado y al mismo tiempo la esperanza en lo moderno, incluso con una proyección hacia lo futuro, aunque sea sólo el presente, como el autor propugna lo único que importa. Siempre encontraremos cierta contradicción en esos sentimientos. Y en realidad ¿quién no alberga alguna contradicción? La dualidad está en el fundamento de nuestra esencia.
También está en esas contradicciones la melancolía de un pasado, que siempre se añora, como se añora la juventud y todo lo que se ha perdido, y una latente esperanza en el futuro, aunque sea viéndolo como una repetición del mismo pasado. Creo que esa visión se plasma perfectamente, quizá de manera inconsciente por parte del autor (no conozco si ese detalle está suficientemente estudiado), con la imagen del tren; el tren como elemento de unión entre pasado y presente; ese tren que puede tomarse como la línea del tiempo y que Azorín siempre parece columbrar a lo lejos, con sus lejanos pitidos, con sus pequeños y misteriosos cajones enlazados que corren veloces por el llano; con ese humacho que desprende por su rutilante chimenea; ese tren que él contempla y le anonada cuando quiebra la quietud de la llanada, apagando el canto de los, hasta entonces, vanidosos grillos.
La obra de Azorín, como todos han sabido ver, está en la frontera entre esa visión fatalista (Castilla) y la exuberancia, la luz, la pujante industria, la opulencia a veces y todos los felices recuerdos de su tierra monovera, también ubicada en esa frontera entre Castilla y Levante. Él mismo lo dice cuando enfrenta la ciudad adusta con la ciudad apacible. Ya desde su infancia siente esa dualidad que le influye desde lados contrarios: Yecla-Monovar, Castilla-Levante. Siempre resta en el autor esa influencia, ese sentimiento dual: Moderno-Clásico, llano-monte, blanco-negro, dos de los colores que más nombra en su obra. Al final se decantará por la infinita gama de los grises, por donde siempre discurrió su vida. Así lo quiso él mismo. Él era un personaje normal y no pretendía halagos ni alharacas. Él sólo fue un pequeño filósofo que en la soledad de sus noches emborronaba unas páginas, mientras podía contemplar el titileo misterioso de una estrella en la inmensidad profunda.
EPILOGO
He acariciado con mis dedos su máquina de escribir, la misma que usó para redactar sus novelas, sus crónicas parlamentarias, sus críticas de cine y sus artículos de prensa. He reposado mis dedos, humildemente, sobre esas teclas negras y nada he percibido (no hay que ser fetichista). Pero he leído y me he demorado en su obra narrativa y he sentido con él, el ritmo de su pluma haciéndose cada vez más lento hasta parar el tiempo en un instante extraordinario. Me he recreado en sus colores, en esas minúsculas pinceladas con que va dibujando, matizando, perfilando el pequeño detalle. He gustado su prosa precisa y a veces extraña, repleta de palabras autóctonas, palabras hermosas, sonoras, ajustadas, evocadoras de certezas. Azorín no emplea palabras raras, emplea la palabra exacta. Usa la palabra más adecuada, aquella que descubre la verdadera sustancia expresiva.
Leer una novela de Azorín es una forma de recrearnos en ese baile lento de los vocablos, como si acompañáramos el ritmo de una pavana, si se me permite el símil, al tiempo lenta y refinada. A veces, también (esto es mucho más prosaico), un ejercicio de búsqueda en el diccionario. Muchas de las palabras que nos podemos encontrar en sus novelas, son aquellas que el tiempo nos va haciendo olvidar; palabras reducidas a un uso local o a una profesión que desaparece, algunas, incluso, las hemos sustituido por otras más frívolas o importadas. Por eso vale la pena releer a Azorín, donde siempre encontraremos palabras que describen realidades concretas, palabras muy nuestras que valdría la pena rescatar y en todo caso saber apreciar, palabras todas que nos harán reconocer el verdadero nombre de nuestras cosas.
Este prontuario azoriniano, o léxico, o manual, o como queramos llamarle –quizá él le llamara vademécum- pretende ser una ayuda para el lector de su obra narrativa; es una contribución al entendimiento del artista. Aquí encontraremos esas palabras tan suyas, tan nuestras, esas palabras tan sonoras y perfectas en su definición, como el sonido de esa campanilla que a lo lejos se escucha. No es una campanilla, es una esquila:
Anochece. Se oye el traqueteo persistente de un carro; tintinea a intervalos una esquila. El cielo está pálido; la negrura ha ascendido de los barrancos a las cumbres; los bancales, las viñas, los almendros se confunden en una mancha informe. Destacan indecisos los bosquecillos de pinos en las laderas. La laguna desaparece borrosa. Y vibra una canción lejana que sube, baja, ondula, plañe, ríe, calla…
Estas son las palabras de Azorín.
La obra de Azorín es muy extensa: Novela, ensayo, drama, poesía, cuento, crítica literaria, de cine, de teatro, artículos de prensa y crónica parlamentaria, de la que se reveló como un gran especialista. El novelista Luis Carandell, lo describió como el inventor de la crónica parlamentaria.
Aquí vamos a hablar de sus palabras en la novela, donde su estilo más depurado, su Naturalismo, su Realismo, su Modernismo –pues de todos estos estilos tiene rasgos notables-, su sensibilidad en suma, nos dejó esas páginas en las que se sublima la belleza de las pequeñas cosas y donde se nos muestra, con naturalidad y con sencillez, todos esos detalles quizá pasajeros y aparentemente pueriles, que son aquellos donde la vida se posa con más autenticidad.
Vamos a hablar de la comprensión de sus palabras, de sus voces, de su léxico, de sus miradas. No estarán todas, evidentemente. Dejemos que alguien, un día, recoja el testigo mejorando y ampliando este humilde trabajo.
NORMAS DE USO
Unas breves palabras, a modo de exposición, que nos facilitarán la consulta y manejo de este vocabulario azoriniano, y serán la explicación de cómo ha sido organizado:
Aunque el título anuncia 1.000 palabras, hay un total de 1.016 palabras.
Las entradas, todas por orden alfabético, están encabezadas por una letra capital, que es la primera de uno de los textos de referencia de las obras consultadas, y a continuación, siguiendo ese orden, con la primera palabra que aparece.
El criterio para la selección de dichas entradas ha sido: la rareza del vocablo, por estar en desuso, por ser un localismo, por su originalidad, por lo curioso o interesante, y, a veces, por la frecuencia con que aparece.
En algunos casos hay entradas que proceden de la entrada anterior, por ejemplo: columbra, a la que seguirá columbrado y columbran; aceña y aceñas o enjalma y enjalmas. Esto me ha parecido conveniente, pues en cada caso, la frase o el párrafo, demuestran que dicha palabra es importante en la fraseología del autor, en otros casos, por la frecuencia con que aparece y, en otros, por el interés del contexto donde se encuentra.
La descripción del vocablo, es encabezada por su etimología. No se pone, cuando la palabra deriva de otra en la que ya se ha dado. En la mayoría de los casos, la etimología es latina, como cabría esperar, pero también hay muchas de ascendencia árabe, sobre todo en la A, que contiene 164 entradas. La fuente de todas las etimologías ha sido el “Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico” de Juan Corominas y José. A. Pascual, en la edición de 1989 de Editorial Gredos de Madrid.
A continuación, si procede, como es en la mayoría de los casos, ya sea por lo interesante del vocablo, ya por las connotaciones, se da una extensión enciclopédica, dando a conocer explicaciones inherentes al asunto que se trata, desde diferentes enciclopedias, consulta en hemerotecas, fondos informatizados por internet, y también en otros textos, a menudo clásicos, en donde se refleja, o se habla, de dicho vocablo.
Cuando se cita alguna fuente de otro autor, a modo de préstamo literario, o una cita histórica, o el título de una obra, nombre latinos u otros idiomas, etc., siempre irán escritos en letra cursiva, a diferencia del texto perteneciente al corpus general del trabajo y el texto de referencia en Azorín que irán en redonda.
Siempre al final, y entrecomillado, aparecerá el texto de referencia en Azorín. En la mayoría de los casos, sólo habrá una referencia; en muchos otros, se dan dos, tres y hasta cuatro referencias distintas. La mayor o menor extensión de dichas referencias, están en relación con el interés, la importancia del texto, o para su total comprensión.
Faltan las entradas de las letras K, Ñ, Q y W. por no haber hallado voces que las representen.
La letra U, X y Y, sólo constan de una entrada, que son: UVATE, XERGAS y YACIJAS respectivamente.
El vocabulario consta en total de 1.016 entradas. Comienza con la palabra ABASTADA y concluye con ZURRIR.
A lo lejos, una campana toca lentamente, pausada, melancólica. El cielo comienza a clarear indeciso. La niebla se extiende en larga pincelada blanca sobre el campo. Y en clamoroso concierto de voces agudas, graves, chirriantes, metálicas, confusas, imperceptibles, sonorosas, todos los gallos de la ciudad dormida cantan. En lo hondo, el poblado se esfuma al pie del cerro en mancha incierta. Dos, cuatro, seis blancos vellones que brotan de la negrura, crecen, se ensanchan, se desparraman en cendales tenues. El carraspeo persistente de una tos rasga los aires: los golpes espaciados de una maza de esparto resuenan lentos.
La Voluntad, Madrid, Biblioteca Nueva, 1939, pag. 9.
ACASARADO
Del latín, cautus, defendido.
COTO ACASARADO O REDONDO.
Se dice del conjunto de las fincas rústicas unidas o muy próximas, comprendidas dentro de un perímetro y pertenecientes a un mismo dueño.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, surge un nuevo modelo de colonización denominado “coto acasarado”, propugnado por Fermín Caballero.
El modelo se fundamentaba en una población dispersa distribuida en casas ocupadas por una unidad familiar, planteaba un modelo que propugnaba frente a la construcción de poblaciones nuevas, el aumento de casas de labranza al estilo de los caseríos del norte del país o de las masías catalanas.
Los “nuevos pobladores” tenían que asentarse en caseríos dispersos de forma autónoma, sin agruparse, no hay comunidades y la familia habita en una sola parcela cerrada y en el centro una casa como un “coto cerrado”.
Es un modelo campesino sin formar comunidades. Se consideraba como una verdadera población rural y medida que les permitió desarrollar una agricultura eficaz, los campesinos concentraban su atención en el cuidado de sus cultivos y tierras constituyendo una nueva forma de vida fuera de las afluencias de la ciudad. Se elaboran la Ley de Fomento de la Población Rural y Establecimiento de Colonias Agrícolas, de (11/06/1866) y la Ley sobre las nuevas bases para el establecimiento de las Colonias Agrícolas de (03/06/1868) recoge uno de los modelos de colonización y asentamiento.
Si estas nuevas colonias o grupos de casa construidas tenían una distancia de más de 7 kilómetros con otra población, o contaban con 100 casas o edificaciones, eran auxiliadas por el gobierno, con la instalación de iglesia, párroco, médico y nuevos asentamientos como escuelas, servicios asistenciales, cooperativas como los demás pueblos.
“La venta se ha convertido en casa de labor; el antiguo ventero, con sus ahorros, ha comprado las tierras adyacentes y ha constituido un coto acasarado. Cervantes se encuentra en la cocina de la que fue venta; está ahora en unos momentos de mínima vitalidad; no se forja ilusiones sobre nada; renuncia a todo, si algo le queda renunciable; puede ver sin entusiasmo lo que le rodea; considera sin pasión lo por venir.”
Con permiso de los Cervantistas, Madrid, Visor Libros, 2005, pag. 79.
ACIROLOGÍA
Del griego akyros, impropio, y logos, discurso. Uso impropio de las palabras.
Es una figura que consiste en usar una palabra improcedente, por otra que sería la adecuada.
Podemos ilustrar el caso, acudiendo al libro Humanismo, gramática y poesía. Juan de Mena y los autores en el canon de Nebrija, del profesor Juan Casas Rigall:
…Frente a estos casos, otras veces el ejemplo literario latino es traducido por Nebrija sin marca expresa de su procedencia clásica, como ocurre en las ilustraciones de acirología, tmesis y una de las muestras de enigma:
Acirología es cuando alguna dicción se pone impropiamente de lo que significa, como si dixessemos espero daños por dezir temo, porque propriamente, esperança es del bien venidero, como temor, del mal. Y llámase acirología, que quiere dezir “impropiedad”.
En este caso de acirología, aunque el ejemplo parezca ad hoc, en realidad es adaptación de un verso de la Eneida (IV, 419) –hunc ego si potui tantum sperare dolorem.
“Viviendo en Valencia, venido a Valencia desde un país montuoso y desnudo, el paisaje valenciano no se me había revelado aún. Se ha dicho que el paisaje lo hace el artista. Y es mucha verdad. Blasco Ibañez ha creado la Naturaleza valenciana. Encantado, embelesado –venciendo la frecuente acirología del novelista- yo contemplaba los espectáculos desconocidos que se me presentaban. De lo particular en que estaba yo sumido pasaba -durante unas horas- a lo general. El paisaje en las novelas de Blasco Ibañez estaba pintado a grandes rasgos, impetuosamente.”
Valencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pag. 121.
ADEHALA
Del árabe addajala, la entrada, el ingreso.
Lo que se agrega de gajes o emolumentos al sueldo de algún empleo o comisión.
DE ADEHALA: Por añadidura, de propina.
“En el café nos traían un platillo de metal blanco colmado de terrones de azúcar y un botellín de ron. Llenaban un gran vaso de buen café, y añadían en una copa, a modo de graciosa adehala, otra porción de rico brebaje. Con este café suplementario y con ron se hacía un refresco agradable. Y solíamos confeccionar también caramelos. En la cucharilla poníamos azúcar, y en el platillo ron, que hacíamos arder. Cuando el azúcar se licuaba y tomaba un matíz dorado, lo extendíamos en el marmol. Lo malo era que algunas veces la cucharilla se fundía.”
Valencia, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, pag. 57.
ADVENTICIAS, HIERBAS
Del latín, adventicĭus. Extraño o que sobreviene a diferencia de lo natural y que es propio.
Dicho de un órgano o parte de un animal o de un vegetal: Que se desarrolla en lugar distinto del habitual. Dicho, concretamente, de una planta, que se desarrolla en cualquier sitio.
En agricultura o en botánica, planta adventicia es cualquier planta que se ha introducido en la flora de una región de modo accidental.
Las plantas adventicias son conocidas vulgarmente con el nombre de malas hierbas. El hombre, desde que conoció la forma de domesticar las plantas y hacerse sedentario ha sentido rechazo por las plantas salvajes o nacidas de forma espontánea, por considerarlas totalmente competidoras de aquellas que sí les proporcionan un beneficio directo o producción.
En la actualidad, las investigaciones al respecto han evidenciado que, estas plantas pueden resultar un verdadero beneficio para nuestros cultivos, de ahí que sea preferible sustituir el calificativo peyorativo de “malas hierbas” por el de “adventicias”.
“Por el camino no se transita, sino para acarrear los frutos de las heredades cercanas. En la venta no entra sino algún viandante extraviado. Tienen, con todo, los viejos caminos su especial encanto: las hierbas arvenses, de los sembrados, se juntan con las hierbas adventicias, que son propias de los caminos.”
Con permiso de los Cervantistas, Madrid, Visor Libros, 2005, pag. 79.
AERONAUTA
Del griego aero, aire y del latín nauta, y este, a su vez, del griego nautés. Navegante. Persona que navega por el aire.
Aeronauta es la persona que práctica la navegación aérea, es decir, el que utiliza un aerostato. Suele hacer referencia a los pioneros en el uso del globo aerostático de finales del siglo XVIII.
El poeta y fabulista español de la época, Felipe Jacinto Sala, les homenajeó con un poema titulado “El aeronauta”.
Rompe el Aereonauta
Las ligaduras fuertes
Que el ímpetu fogoso
Del mongolfier detiene,
Y ciego de locura,
Con él en los espacios va a cernerse.
Al verse a cierta altura,
Más su osadía crece
Y arroja temerario todo el lastre
Y hasta los cielos escalar pretende.
¡Quimérica ilusión! A poco rato
¿Sabéis lo que sucede?
Que el leve gas que daba vida al globo,
Fugaz se desvanece,
Y con frecuencia el hombre en su caída
Halla segura muerte.
¿Verdad que el ambicioso
También al Aereonauta se parece?
Entrambos buscan siempre las alturas,
Y entrambos elevándose se pierden.
En la leyenda griega, Ícaro y su padre Dédalo construyeron alas a partir de plumas, y las pegaron con cera, para escapar de una prisión. Ícaro voló muy cerca del sol, esto provocó que se derritiera la cera cayendo al mar, donde murió ahogado.
El primer intento científico de vuelo lo llevó a cabo Abás Ibn Firnas, en Córdoba donde planeó desde una torre de la ciudad en dos oportunidades, primero con una amplia lona y luego con alas de madera y tela, en el siglo IX.
Entre los científicos que iniciaron el estudio de la aeronáutica figura Leonardo Da Vinci. Da Vinci estudió el vuelo de los pájaros desarrollando diferentes esquemas para una de las primeras máquinas voladoras, a finales del siglo XV d. C. Este artilugio se llamó el ornitóptero, que falló al momento de ser puesto en práctica. Las máquinas de aleteo que había diseñado eran muy pequeñas para elevarse lo suficiente, en algunos casos, o muy pesadas para ser operadas por humanos.
Diego Marín Aguilera, mecánico de Coruña del Conde (Burgos, España), en 1793, con un artefacto similar al ornitóptero de Leonardo, y pilotado por él mismo, consiguió hacerlo volar 431 varas castellanas (360 m).
“¿Quién podrá experimentar mejor lo que es la gente de los campos y de los pueblos, es decir, en qué grado de civilización viven? Pues… un aeronauta. ¡Cómo! ¿Un aeronauta? Sí, señor; un aeronauta. Un aeronauta cae con su globo en alguna parte; esto es evidente. Cuando cae el globo en medio del campo, en las inmediaciones de un pueblecito, acuden pastores, labradores, artesanos. ¿Cuál es la actitud de esta gente ante el globo y qué es lo que van a hacer con el globo? El globo es una cosa insólita, fantástica para ellos. En la vida de estos hombres ha surgido de pronto un hecho estupendo.”
Un pueblecito: Riofrio de Ávila, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1946, pag. 68.
ALACRIDAD
Del latín, alacrĭtas, -ātis.
Alegría y presteza de ánimo para hacer alguna cosa.
“La casita blanca, con las persianas verdes –y toda la realidad externa- son sensaciones desdeñables. En esta motivación de ahora –Francia en su siglo XVIII- está la razón de vivir del poeta; apoyándose en esas sensaciones, encuentra una vitalidad, una alacridad espiritual que él necesita para seguir trabajando. Dentro de sí, el poeta siente la necesidad de un tema en que estribar; estribar para seguir viviendo, para seguir creando.”
Félix Vargas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1928, pag. 14.
“Sonríe a cada momento Don Juan con una sonrisita irónica, sarcástica. En gracia a su alegría, a su viveza, a su alacridad, a su prontitud, lo perdonamos todo.”
Para el diario “ABC”, Madrid, 27/10/1950.
El Cinematógrafo, Valencia, Pre-Textos. Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1995, pag. 102.
“La obra, desde luego, desde el primer momento, se ve que está escrita en situación de viva alacridad; goza el autor escribiéndola; nos causa, a nuestra vez, gozo el que escriba así. En tales condiciones, todo es fácil, fluido, sencillo, claro, en la prosa; la prosa se va deslizando como límpida corriente.”
Con permiso de los Cervantistas, Madrid, Visor Libros, 2005, pag. 93.
ALEXIFARMACA
Del latín alexipharmacon, y éste del griego alexiphármakon, contraveneno.
El Theriaka y Alexipharmaka de Nicandro es un códice iluminado del siglo X, conservado en la Biblioteca Nacional de Francia.
Médico, poeta y gramático, Nicandro de Colofón vivió en la corte de Atala III, rey de Pérgamo. Su Theriaka versa sobre las mordeduras de los animales salvajes, serpientes e insectos venenosos, mientras que su Alexipharmaka o hace sobre otros venenos de origen vegetal y mineral, así como las precauciones que hay que tomar y los remedios propios para su curación. Sus fórmulas mágicas, que comprenden de 50 a 60 sustancias, fueron aumentadas por Mitríades, sobre todo con opio y hierbas aromáticas, por Critón, el médico de Trajano, y muy especialmente por Andrómaco, el médico de Nerón.
Los Theriaka son el conjunto de datos que es conveniente conocer para hacer frente a los envenenamientos por picadura de serpientes, escorpiones y demás animales, marinos, aéreos o terrestres. Estos datos pueden dividirse en tres categorías fundamentales: la descripción física y la etología de los animales venenosos, los síntomas de sus mordeduras y picaduras y, finalmente, los tratamientos para los envenenamientos.
Los Alexipharmaka, están constituidos por 630 versos que tratan de los venenos absorbidos por vía oral. Estos venenos, en número de veintiuno, son de toda naturaleza, vegetales, animales y minerales. Su estudio se basa en la especificidad de las acciones tóxicas y, por lo tanto, de las terapias. Los Alexipharmaka están bien estructurados, con una sistemática división tripartita de la parte consagrada a cada uno de los venenos: descripción física de la solución en la que el veneno se mezclaba, cuadro clínico de los síntomas que siguen al envenenamiento y enumeración de las terapias específicas.
“El mencionado barbero, para hacerme ver que si no es Salomón en el conocimiento de las yerbas, puede disputar sino del cedro del Líbano, sí del hisopo de la pared, me ha presentado en cierta ocasión una raíz con sus dedos en forma de mano (llamado manus Christi), asegurando que para su curación es eficaz remedio. Yo le he creído sobre su palabra; porque si la raíz de escorzonera, por la semejanza con el escuerzo, tiene virtud alexifarmaca, o contra su veneno, la otra, por la misma razón, la tendrá para curar las manos.”
Un pueblecito: Riofrio de Ávila, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1946, pag. 125.
AOSADAS (AOSAES)
Del latín vulgar ausare, osar.
El vocablo no aparece en la última edición del DRAE. Según podemos ver en el Diccionario de la Lengua Española, en la 2ª reimpresión, de la 8ª edición de 1841, significa: Osadamente, ciertamente, a fé mía, en verdad.
Encontramos una antigua referencia de este adverbio en el libro: Fundamento del Vigor y Elegancia de la Lengua Castellana expuesto en el propio y vario uso de sus particulas, escrito por el presbítero D. Gregorio Garcés, en Madrid, 1791. Dice así:
“Aosadas es un término muy usado, dice el Licenciado Covarrubias en su Tesoro de la lengua Castellana, para asegurar y esperar de cierto una cosa; y vale tanto como “osaría yo apostar”. Usa deste adverbio Santa Teresa de Jesús: “Pues a tal Rey Aosadas que no le dexen solo los Cortesanos, sino que están con él», part. 2. Camino de la perfección, cap. 28. «Aosadas que si algún regalo hacen al cuerpo, que lo paga bien el espíritu». En la misma part. 2. Cap. 9. Hallase tambien usado en las obras de Antonio Perez este antiguo y vigoroso adverbio.”
Aosadas, dejó de aparecer en el DRAE, y también en el castellano hablado, pero se mantiene en el uso del valenciano actual (ya lo recogió Azorín hablando de la lengua que se hablaba en Monovar), puesto que, con la forma ausaes, se emplea hoy en día, formando parte de expresiones y frases hechas: “ausaes que me l´has feta bona” “ausaes que tens pacència en el teu home” “ausaes qu´es manté jove la neboda del retor” ”ausaes que tinc fam” incluso en la forma compuesta: “ausaes mi vida” “ausaes mi vida, qu´es bonica la meua filla”
“En la casa monovera, las cadiras. El valenciano, que está esmaltado de voces y frases antiguas ya en desuso entre los castellanos de ahora. Hay voces clásicas a manta, como aquí se dice. Sólo en la A, las palabras abondo, aína, arreo (arreu), aosadas (aosaes), que van y vienen por la parla de los monoveros. Y otros muchos vocablos de sabor castizo.”
Superrealismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1929, pag. 245.