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Pío Baroja, la novela y yo Cultura y comunicación Series

Mujeres de ficción en Azorín y Baroja (I)

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Repaso a cuatro mujeres de ficción en las novelas de Azorín y Baroja. En esta entrega, Doña Inés de Silva y Sacha Savarof. Se sostiene que ni Azorín era un reaccionario ni Baroja un misógino, y que ambas novelas (Doña Inés y La vida es ansí revelan el disgusto y la decepción de dos autores por el fracaso estrepitoso de la modernidad, incapaz de sustituir mejorando el Antiguo Régimen.

Fernando Bellón

Leo y releo con frecuencia a Baroja. Las últimas novelas que he repasado (debido a mi memoria de mosquito es como si las leyera por primera vez) contienen personajes femeninos destacables.

Ha coincidido esto con otro reencuentro con Azorín, y dos de sus libros protagonizados por mujeres.

Así que me he propuesto reflexionar sobre el asunto con un par de entregas de mujeres del 98, o mujeres que viven en el cambio de dos épocas, del Antiguo Régimen a la modernidad parlamentaria, en concreto, mujeres en las obras de Baroja y Azorín. En el caso del alicantino he escogido a Doña Inés, publicada en 1925, y María Fontán, de 1943. Del vasco, me he decidido por dos: El mundo es ansí, de 1912, y Laura o la soledad sin remedio, de 1939.

Todas son novelas de madurez, y están escritas en fechas que en general se corresponden.

Me he puesto a buscar bibliografía en la red, y la hay abundante, casi toda estudios académicos formales o ensayos argumentados también de modo convencional. No se centran en ninguna de las protagonistas, sino que las utilizan para sustentar las tesis de los autores, el conservadurismo reaccionario de Azorín y la misoginia de Baroja o lo contrario, su soltería analizada casi psicoanalíticamente, su timidez, su supuesto disgusto por la práctica sexual, y cosas de este cariz.

Me ha llamado la atención que una de las ensayistas que retira de Baroja el infundio de misógino, diga que se le ha leído mal (es decir, se le ha entendido mal), y que su nuevo trabajo ha sido leer las novelas desde un punto de vista estrictamente literario. Esto es algo imposible, creo yo. Sólo se puede leer a un autor o autora desde un punto de vista estrictamente literario sin no se sabe nada de él o de ella, un coreano, un letón, una nobel malgache.

He aquí algunos enlaces de Internet sobre el asunto. Las mujeres valientes de Baroja, un comentario en una página literaria sobre el libro de Ascensión Rivas, Mujeres barojianas, que forma parte de una colección sobre Baroja escrita por investigadores y novelistas. La mujer para Baroja, corto ensayo de Juan Francisco Rodríguez para el Kansas State Teachers College. Pío Baroja, un artículo periodístico de  Sacramento Martí. Y Iñaki Ezquerra: “Baroja no fue misógino ni antivasco”, reseña de Daniel Arjona sobre un libro del citado.

Tengo la ventaja de no ser académico ni profesor de nada. Soy un lector ilustrado con un conocimiento reducido de la realidad literaria, bibliográfica y biográfica. Eso, y un atrevimiento que no aspira a contradecir o a superar a los investigadores profesionales, sino a contar con ellos para razonar y reflexionar sobre dos autores que me han acompañado a lo largo de mi ya larga y afortunada vida.

Por cierto, de Azorín he hecho menos búsquedas en la Red. No hay tantas referencias. Quizá sea porque Doña Inés y María Fontán son dos personajes más metafóricos que carnales, y aquí sí que puede hacerse con más libertad un análisis literario. Para ampliarlo tendría que conocer bien la vida de José Martínez Ruiz, que en detalle ignoro, aunque tengo la impresión de que Azorín fue un maestro en el arte de envolverse en su estilo minúsculo y sutil, e identificarse con lo efímero y lo melancólico, siendo un intelectual con más teclas que un piano.

El sentimentalismo de mi adolescencia me hizo identificarme con ciertas cualidades psicológicas que descubrí en Azorín, en especial su elogio de la impasibilidad. A través de Azorín entré en el eterno retorno de Nietzche, que yo ignoraba por completo, aunque había leído Así hablaba Zaratustra sin entender un pimiento. Luego he ido conociendo las filosofías orientales, la hinduista y el budismo sobre todo.  Azorín y Baroja debieron hacer calas directamente en esa literatura, y tomaron de ella lo que les interesó.

Azorín y Baroja fueron escritores vanguardistas, algo que he defendido en la serie “Baroja, la novela y yo”. Y lo hicieron sin el más mínimo afán de escandalizar o de adquirir notoriedad. Lo hacían porque les gustaba el estilo que iban descubriendo y por llevar la contraria a la retórica imperante. Sin embargo, han pasado al resumen de la historia como dos artistas conservadores. Es significativo que autores españoles algo más jóvenes que ellos y deliberadamente vanguardistas no han consolidado el mismo aprecio literario, y eso siendo personas de mérito, como Cansinos Assens. Los vanguardistas conscientes y tenaces se han quedado en España en una anécdota. La vanguardia es un fenómeno literario y social de la Europa Transpirenaica. Por razones diversas los franceses, los alemanes, incluso los italianos, veneran a los vanguardistas.

En España nunca ha habido vanguardistas. Y lo más estupendo es que los más reconocidos y atrevidos creadores literarios y plásticos en la Europa moderna son españoles. Los españoles recelamos de los vanguardistas, los tenemos como falsarios, estafadores, y casi todos los son.

Azorín el inalterable

He dado con un buen documental de TVE sobre Azorín, «Nombres del 98. Azorín, cronista de España», que comienza con una sucesión de retratos fotográficos del alicantino, desde su niñez a su ancianidad. Es un cambio estupefaciente, apenas hay rastros de la cara de Azorín a los veinte años en la suya de los treinta, y menos aún en la de los cincuenta, setenta, noventa, se diría que son individuos diferentes. Esto es algo que no sucede con Baroja o con Unamuno, por ejemplo. Es una evidencia desconcertante, que parece obra del Photoshop. ¿Cómo es posible que el artista de la permanencia, del presente absoluto, continuo, varíe tanto sus rasgos con el paso del tiempo, sin ilación aparente entre uno y otro? Y no es nada “anodino”, por cierto. “Lo anodino, es decir, lo idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo; lo inalterable —dentro de lo uniforme— en la eternidad.” (Doña Inés. Biblioteca Nueva 1973)

Un guion de película

Voy con Doña Inés . No constaba en la biblioteca de mi padre, y la he leído ahora, sesenta años después. Me ha parecido un guión de película, valiente y vanguardista.

La cámara se halla a altura considerable, vista de pájaro o dron, sobre el barrio de Segovia de Madrid, el del Viaducto. Sigue el dron a doña Inés por un entramado de callejas con varios siglos a sus espaldas, cuestas, costanillas, plazuelas que descienden muy empinadas hasta la vaguada de la calle Segovia. “Se exhala de los aposentos lóbregos y angostos un hedor de moho y lavazas [ropa sucia en agua]. Las nobles y viejas casas tienen su encanto peculiar; pero las modestas y vulgares, acaso atraen con más fuerza”. ¿Por qué atraen a Azorín las casas vulgares, siendo un aristócrata del gusto?

En el segundo capítulo el autor describe a doña Inés. Lo hace con precisión, con economía, marcado erotismo, y retórica limpia e inocente. Señala el autor que “doña Inés de Silva gusta, a ciertas horas, de vestir el traje popular”. Y añade: “encuentra, finalmente, que un ligero envilecimiento es incentivo en el lance de amor repetido y cansado”. Guiños del autor, ¿verdad?

La seguimos hasta el tercer piso de un edificio de ladrillos rojos, numerosos en Madrid en el siglo XIX. Hemos olvidado decir que la acción de la película transcurre en 1840. Doña Inés está tranquila en el cuarto de la costanilla. Espera a alguien.

Aquí siguen una serie de planos cortos o primeros planos del rostro de la protagonista, de objetos de la habitación. Uno de ellos es un sobre que sujeta por una de las puntas con una mano lacia. Después de silenciosas dudas, rasga el sobre y lee la carta. Palidece. Deja el papel en el velador, lo recoge, lo arruga y finalmente lo rasga en cachitos, que arroja por la ventana a la calle.

A continuación, el autor nos sitúa en el momento y las circunstancias de la trama cinematográfica. Es el tiempo de los mecheros de gas en el alumbrado público de la capital, por ejemplo en la casa de don Juan. La cámara—pluma de Azorín, se vuelve expresionista, una visión de Murnau, maestro del cinematógrafo alemán que Azorín debía conocer, porque era muy aficionado al cine.

Entre doña Inés y Don Juan existe un vínculo que el autor no explicita, quizá porque no hace falta. Azorín se complace en describir los rasgos físicos (eróticos) de la mujer, envueltos en “una luz suave que parece líquida”.

Doña Inés, a la que se nos presenta como rica y educada mujer, viaja a Segovia, y se va a quedar allí hasta el final de la novela. Visita a un tío suyo machucho y enfermo, a quien aprecia con familiar cariño. De nuevo, la cámara nos describe el viaje en un landó de caballos: las sierras madrileñas, los bosques segovianos. Con castizo lenguaje nombra la ciudad, su industria artesanal, y sus históricos monumentos.

No hay trama evidente en Doña Inés, no hay conflicto dramático o melodramático. Azorín nos conduce a través de sentimientos íntimos de los personajes, y da más importancia al escenario que a las emociones. Los personajes se nos presentan como estereotipos, metáforas humanas de un tiempo definido por el cambio social, económico, espiritual.

Cambio económico porque “muchos de los ricos lanificios se han  cerrado; el estrépito de los telares se va asordando”. También se advierte en la descripción del viejo caserón de doña Inés en Segovia, lleno de cuartos vacíos, de corredores que en otro tiempo tenían un sentido, de patios, de huertas abandonadas.

Cambio social por el tío Pablo, el anciano pariente de doña Inés, y tía Pompilia, anciana de salud menesterosa que hasta hace nada subía y bajaba por las escaleras como si tuviera veinte años. Tía Pompilia organiza cada jueves saragüetes (saraos caseros) para la población afín a su clase, juegan a las prendas, meriendan. Y todo ello sin pizca de malevolencia, sin malos empeños, sin ambiciones ni sarcasmos.

Se trata de una sociedad antigua, vieja, es decir, que se comporta según las leyes y costumbres del Antiguo Régimen, sólidas, inapelables, honestas, morales. Un ejemplo: al tío Pablo se le define como amante de las rutinas, “la secreta continuidad de la fruición”. Es ajeno a la vorágine de la acción política, que entre 1840 y 1848 vive en Europa, incluida España, convulsiones tremebundas. Tía Pompilia se atiene a idéntico ritmo, el orden y aseo de la casa está dirigido con mano de hierro enguantada, porque no hace daño, pero mantiene un sereno orden en la familia, incluidos los criados. Una de ellas, Plácida, jugará importante papel.

Hacia la mitad de la novela se avanzan las sombras del conflicto. Surge Diego el de Garcillán, poeta de esa localidad. No tiene títulos ni posesiones, sólo un trabajo administrativo en Segovia. Con otros dos funcionarios forma el trío varonil de la novela.

Son jóvenes “modernos”, esto es, que no tienen anclaje ni identidad en el Antiguo Régimen. Sus aficiones son la literatura, la pintura y la geología. Uno es vasco y el otro valenciano, y Diego es de la tierra. Azorín no cuenta nada de ellos. Son personalidades efímeras, trashumantes, como empieza a serlo la sociedad burguesa española del tiempo.

“Has visto tú cuantos tontos hay en el mundo”, dice doña Inés a Plácida. “Los más antipáticos son los engreídos con su dinero. Detesto estos nuevos hacendados que se están enriqueciendo con los bienes del clero. Son groseros, brutales. Después vendrán los remilgos, y esa gentecilla impondrá a la sociedad española un odioso tono de gazmoñería y de sordidez”. Doña Inés lamenta el pasado espléndido de España, y duda incluso de que haya existido, porque la desamortización de los bienes en manos muertas eclesiásticas ha barrido la seguridad de la historia.

Es el mismo sentimiento de la literatura francesa del siglo XIX, cuando la población se levantaba con violencia para colocar el nuevo orden.

Resulta significativo que a Azorín le cueste una vida, varias décadas, ser consciente de esta nueva realidad. Baroja es otro autor que describe el siglo XIX español con más precisión o más tino de Galdós o Clarín, a mi juicio, claro. Ya lo veremos en el próximo capítulo de esta serie.

El conflicto de Doña Inés

Una vez que han entrado en escena los jóvenes modernos, se inicia el conflicto, que es sordo, pero trascendente.

El resumen es que doña Inés y Diego el de Garcillán, se besan en el atrio de  una iglesia a la vista de unas cuantas urracas. Estas diseminan la noticia y su condena moral. La personalidad inmaculada de doña Inés se contamina, se corroe. Y la de don Diego el poeta, también. Y el lío se hace mayor cuando Azorín nos hace ver de un modo indirecto que Plácida está enamorada de Diego, y el devaneo de su ama arruina sus esperanzas.

No imagine el lector que Plácida hará daño a doña Inés o a Diego.  Es una heroína de leyenda, es la metáfora de la bondad popular. El desarrollo de la acción parece convencional dentro de la literatura romántica contemporánea de los hechos descritos: hay brujas, hay conjuros, interviene el “brazo secular”.

Por supuesto no hay final feliz. No puede haberlo, el nuevo régimen ha arramblado con el viejo, ninguno de los valores morales ha podido sobrevivir, a la virtud la borrado la envidia y la maledicencia.

Azorín describe el dolor de doña Inés, que en principio estaba decidida a mantener el embate contra las malas lenguas, y nos muestra el decrecimiento del ardor: “el amor verdadero es serenidad, reposo, el ardimiento exaltado no puede perdurar”. Esto es un pensamiento ético, y es un pensamiento de sentido común. Pero cuando el ardimiento (el coqueteo, el deseo) consiste en la base del amor, sigue la perdición del afecto, la rutina sustituye a la moral. Doña Inés se marcha de Segovia. Plácida enferma. El poeta queda perplejo, quizá porque la poesía es retórica, hermosa pero vacía. ¡Qué demonios ha pasado aquí, parece preguntarse, pero si yo sólo quería disfrutar de un acto poético!

El capítulo cincuenta (son todos bastante cortos), “Hacia una nueva civilización”, es la reflexión que hace tío Pablo tras la marcha de su sobrina Inés. “En Madrid había estallado, en septiembre, una revolución. Asonadas y motines habían perturbado a España en este año de 1840. Se extendía por el mundo entero un fermento de desorden político y de relajación moral.” Con estas frases cincela Azorín la moralidad de su cuento. “El soez materialismo de una burguesía iletrada es el mayor corrosivo del orden social.”

“El socialismo avanza y se difunde. Una mujer, precisamente, una peruana —Flora Tristán— se ha convertido en apóstol de las reivindicaciones obreras […] El poeta más popular de Francia —Beranger— aconseja a los soldados la indisciplina y la deserción en una cancioncilla.”

Un comentario sobre las deserciones militares. Con la Revolución Francesa ha aparecido al nacionalismo. Ahora los ejércitos los forma el pueblo. Hasta el siglo XVIII desertar de un ejército debía ser algo frecuente, no se puede esperar fidelidad incondicional a un mercenario; ni siquiera era una preocupación moral. Pero ahora que el pueblo se debe a su nación, la indisciplina militar es el fermento de la disolución moral de la nación. Y también un argumento formidable en la lucha de clases, soldados-obreros-campesinos contra jerarquía aristocrática y burguesa.

En el penúltimo capítulo, doña Inés se embarca en un steamer de grandes rodillos y cruza el Atlántico. El trabajo de cámara puede ser magnífico. En el capítulo final, doña Inés, ya anciana, pasea por los jardines de una estancia argentina convertida en asilo de niños huérfanos. A la entrada hay un soberbio ombú. Es el mismo lugar en el que vivió Diego el de Garcillán, cuando hizo las américas antes de regresar a Segovia y conocer a doña Inés.

La complejidad del conservadurismo

Se atribuye a Azorín una ideología “conservadora”. Lo que hemos conocido hasta ahora de su trabajo en “Doña Inés” lo corrobora. Pero yo estimo que es algo más que ideología conservadora. En las cabezas de los grandes escritores europeos del siglo XX hay una sensación de pérdida desconcertante. Han pasado cien años desde que se hundió el Antiguo Régimen, cuya moral dominó el mundo occidental durante siglos. Es algo conocido y tratado por los novelistas rusos, los británicos, los franceses, alemanes, italianos, portugueses y españoles e hispanoamericanos a lo largo del siglo XIX.

¿Cómo es posible que en los cien años siguientes la sensación de pérdida, de descomposición, de desesperanza continúe en la literatura? ¿Nostalgia de un pasado idealizado? Yo creo que no es eso. No es nostalgia, es rabia, es decepción, es dolor irremediable ante lo que conocemos como “el progreso”.

El soez materialismo de una burguesía iletrada es el mayor corrosivo del orden social. Exactamente.

Cuando hoy la palabra progreso llena la boca y la mente de tanto ignorante encantado con la destrucción del orden que les sostiene, vemos la virulencia de ese corrosivo del orden social.

El progreso, el progresismo, los progresistas revolotean delante de la boca de la bestia como moscas inanes, ni siquiera se dan cuenta de que el bicho se las está comiendo.

La vida es ansí

He buscado una mujer de Baroja que me sirva de ejemplo, no paralelo, pero sí ejemplar. La he encontrado en Sacha Savarof, coprotagonista de La vida es ansí (1912), una rusa que se casa con un pintor español algo calavera y de filosofía despreciable: “las mujeres que se consideran civilizadas son el producto más antipático de la civilización… la única misión de la mujer es estar en la cocina y cuidar de los niños…” Hoy, en la cúspide del feminismo delirante (el que delira, no el que razona), estas ideas contundentes parecen decimonónicas o medievales; sin embargo, todavía no hace diez años eran la base de muchos matrimonios pequeño burgueses y proletarios también. Es decir, el marido de Sacha, Juan Velasco, una calamidad moral, es el retrato robot de un varón europeo corriente.

Juanito Velasco se nos hace antipático desde que le conocemos. Baroja se limita a describir sus acciones y su ética. Es un pequeñoburgués de un convencionalismo atroz, un muñeco dominado por el egoísmo y la autocomplacencia.

Sacha Savarof es casi lo contrario. Hija de un distinguido militar ruso, Miguel Nicolaievitch Savarov. Se trata de un hombre cuyo motivo vital es seguir las ordenanzas, ser conservador y zarista fiel. Esto le permite justificar excesos propios de los varones ricos y poderosos de aquel tiempo, antes de la revolución bolchevique, claro. Describe Baroja el hogar de Sacha así: “La madre de Sacha, separada de su marido después de ser víctima de sus brutalidades, se había refugiado en casa de una amiga. Allí, apartada del mundo, se dedicaba a la música y a los libros; el hijo mayor, militar, estaba en el Cáucaso; el segundo seguía la carrera diplomática y se hallaba de agregado en Viena, y el menor se dedicaba, con el pretexto de administrar las tierras, a correr por los campos, a jugar, a emborracharse y a hacer el amor a las campesinas”.

Esta falta de piedad de Baroja con bastantes de sus protagonistas varones debería valer para borrar su supuesta misoginia. Lo cierto es que los tópicos los imponen los sectarios ignorantes.

Del general sabremos que intentó mecanizar sus fincas, trayendo a mecánicos y electricistas, que acabó despidiendo “porque se dedicaban a robar”.

Mientras tanto, las ideas revolucionarias penetran en la sociedad rusa. También en Sacha. Niña malcriada, a los catorce años todavía no sabe leer. Gracias a una institutriz suiza, la niña se convierte en una educada políglota. La muchacha estima tanto a su madre (“recluida como una flor de estufa”) como a su padre. Pero se infecciona mediante la lectura de libros revolucionarios proporcionados por un médico místico. Sacha vuelve a la ciudad para estudiar en el Liceo y en la Universidad, mientras la revolución se larva en Rusia. Sacha se aficiona al pueblo ruso, sentimiento muy propio de pequeñoburgueses ilustrados. En sus vacaciones se aproxima a los campesinos. “Se encontró, como era natural, con una gente miserable, desconfiada, incapaz de una acción lenta y reflexiva, que iba abandonando el miedo respetuoso al señor y adquiriendo el odio por el propietario.”

Véase el nítido panorama que nos ofrece Baroja. Mientras el Antiguo Régimen es sólido y la servidumbre se encuentra natural, el equilibrio se mantiene. Pero en cuanto se pierde el “miedo respetuoso”, aparece el odio. El odio es una novedad en la historia europea moderna. El odio es un producto de las ideas revolucionarias. Sin odio no hay revolución.

Sacha se hace “revolucionaria profesional”, es apresada y su padre interviene para librarla del destierro. El general, algo menos carca ahora, la envía a estudiar al extranjero. Será Ginebra, donde se encuentran numerosos estudiantes y exiliados rusos. Allí encontramos a Vera, otra rusa, hija de un médico rural que ambiciona que su hija se haga doctora, de lo que se deduce que es un hombre “diferente”, un místico propagandista para los muyic, si bien Vera habría preferido ser modista o sombrerera. Contra protagonista de Sacha, Vera es un chica mundana y convencional, y no está dispuesta a convertirse en una médico rural que dispensa cuidados e ideas revolucionarias a los campesinos, no tiene ansias de martirio. Esta figura del médico agitador se encuentra en otras novelas de Baroja, como la trilogía dedicada a la Segunda República Española y su advenimiento, La selva oscura.

Ginebra

Quizá Baroja ha extraído de Dostoievski los personajes rusos situados en Ginebra. Según los estudiosos, Baroja escribió parte de La vida es ansí en Ginebra, donde pasó una temporada con su amigo Paul Schmitz, que había conocido en España. Es muy posible que la experiencia de estudiante de medicina de Baroja le ayudara a forjar a los estudiantes y exiliados rusos de Ginebra, que acaso conoció en la ciudad suiza; vería que no eran muy diferentes a los estudiantes revolucionarios  o revoltosos españoles, y los fue colocando en torno a Sacha y a Vera.

Uno de los personajes es un filósofo judío llamado Ernesto Klein. He aquí un referente del supuesto antisemitismo de Baroja. Es innegable que no le gustaban los judíos, pero eso es algo adjetivo en la vida y la naturaleza del novelista. Al menos a mí, que soy defensor del estado de Israel y del derecho a defenderse de sus habitantes, el antisemitismo de Baroja me preocupa tanto como su barba o su boina.

El novelista se detiene en contar la vida de Klein y de su familia. Hay que advertir que Baroja nos dice que Ginebra es una ciudad impenetrable para el arribismo, una de las tópicas cualidades del judío. Klein se relaciona con las estudiantes rusas aristócratas, como medios de satisfacer su interés crematístico personal. Es un tipo capacitado para el medro, y con el nítido propósito de obtenerlo; por ejemplo, la cultura rusa le es indiferente, pero se relaciona con los círculos rusos sólo para perfeccionar el idioma. “Como buen judío, no le gustaba entregarse a disquisiciones metafísicas basadas en lo futuro, sino que quería que todo le reportara alguna utilidad”. Es fácil de ver que el utilitarismo del judío es el mismo que el del calvinista.

Durante algunas páginas sigue el novelista las relaciones entre Klein  y Sacha en la ciudad de Ginebra, retratada con rasgos del cine expresionista alemán. En ciertos momentos surge el genio irónico de Baroja; al distinguir la novedad arquitectónica que se agrega a una ciudad marcada por un urbanismo medieval dice: “Era un local hecho para espectáculos variados, de esos edificios yanquis con aire de barraca de feria, que lo mismo sirven para bolsa de carbón, para cinematógrafo, para almacenes de bacalao o para decir misa”.

El apasionamiento político de los rusos revolucionarios es casi religioso: “… sólo una raza como la nuestra, llena de ilusión, de candidez, puede dominar el porvenir. En el fondo, todo ese mundo occidental con su civilización complicada, está ya seco, muerto. No tiene más que egoísmo y vanidad. El porvenir es para nosotros los rusos.” Esto lo pone Baroja en boca de uno de sus apasionados personajes en 1912. Señala la efervescencia que se vivía en el imperio zarista, al que le quedaban apenas cinco años de vida.

Matrimonio ilusorio

¿Qué actitud tiene Sacha hacia Ernesto Klein? Le cae simpático, diríamos ahora, pero no siente por él la menor pasión, y “se dejaba llevar por el encanto de la Naturaleza y por el encanto de las palabras”, estas últimas, que salen de la boca del astuto judío. Por fin, consiente en casarse con él.

La boda y su celebración las aprovecha Baroja para dar un repaso a Voltaire, a madame Staël y a Rousseau, los tres vecinos durante parte de sus vidas de Ginebra y alrededores.

La luna de miel decepciona a Sacha, que esperaba una felicidad inefable: “La palabrería literaria ha dado aire a esta idea, y para justificarla se ha inventado la psicología femenina”. Baroja hace valoraciones irónicas sobre el tema de la psicología femenina, que convierte a toda mujer en una bailarina, una cupletista o una esposa de harén, un animal lascivo y caprichoso. “Paralelamente, en el hombre la psicología sería exclusiva de los chulos, de los bailarines y de los apaches [bandido o salteador de París, en los principios del siglo XX]” El cliché del Baroja misógino no encaja en estas palabras.

Es el caso que Sacha pronto empieza a sentir dudas de su amor por Klein, y el de Klein hacia ella, que “tenía la mentalidad formada por la literatura, y dudaba de su amor”. Sin embargo, también se contenta con que Klein no era su gran amor, pero sí lo bastante para considerarse feliz.

De vuelta del viaje de novios descubre que Vera siente una pasión salvaje por uno de los rusos del grupo, un hombre casado, que después de cotejarla se ha marchado a París con su esposa. Vera, que parecía una chica razonable, es una naturaleza exuberante y primitiva. Baroja sentía inclinación por las paradojas, que son la mejor fórmula para completar una trama literaria algo, mucho o poco, melodramática.

Para sacha todo se precipita (el epígrafe dedicado a esta etapa se titula “Por el derrumbadero”)

La ocasión es el viaje de Vera, Klein y la hijita de ambos, Olga, a Rusia para recibir la herencia del general recién muerto. Klein va frotándose las manos. Le describe el novelista dispuesto a aprovechar a fondo el viaje; se provee de libros sobre Rusia para utilizarlos como referencia cuando escriba sus impresiones sobre Moscú para sus crónicas periodísticas. Pero nada más llegar a la frontera, se los incauta la censura zarista. El segundo contratiempo es el hermano menor de Sacha, que no quiere ceder nada de lo que él considera suyo por haberlo “gestionado”, que diríamos hoy. Pero los dos hermanos mayores se ponen en contra suya. Klein al principio se siente satisfecho, le gusta la casa y los paseos de caza que realiza, pero enseguida empieza a aburrirle aquella vida rural. Lo que le saca de quicio es que la censura rusa borre sus artículos en el periódico que le enviaban desde Ginebra. De esto debe deducirse que la censura rusa podría ser arbitraria, pero dominaba las lenguas europeas.

Klein empieza a sentirse a disgusto y a manifestarlo. Una de las divergencias era el trato de Sacha a la servidumbre, amable y simpático. Al judío esto le sirve para ponerse en contra de su mujer. Los muyic, dice Baroja, desconfiaban de los judíos que les vendían bienes en la ciudad, aunque a Klein le trataban con respeto. Para colmo, Klein se hace zarista y defiende que aquel pueblo no puede vivir en régimen de libertad. “Klein se  manifestaba [con Sacha] mal intencionado y canalla; cualquiera hubiera dicho que profesaba verdadero odio por su mujer”.

Al cabo de dos años de vivir en Rusia, Sacha empezó a sentir por su marido un gran desprecio. La cosa sube de tono y Klein intenta pegar a Sacha, que coge un revólver y dispara dos tiros, sin alcanzarle. Pero la ruptura  es inevitable.

Baroja se burla de la cobardía de Klein, por ser judío, por ser un hombre sin carácter y ambición grosera. Se separan, el ginebrino vuelve a su tierra, y Vera se queda en Moscú con su hija. El final de la primera parte de la novela es el viaje de Sacha a Florencia. Allí conocerá al bueno de Juanito de Juanito Velasco.

La segunda parte podría llevar el título “De Málaga a Malagón”. A Baroja le habría horrorizado, pobre.

Otro aventurero

El novelista nos ofrece al inicio de la segunda parte una descripción magnífica de la ciudad de Florencia, según las “impresiones retinianas” de Sacha, que escribe cartas a Vera. Sacha evidencia su desesperanza. “El viejo Tolstoi, cuando habla con desprecio del arte y de las complicaciones de la vida moderna creo que tiene bastante razón.” En Antiguo Régimen ha dado paso a un monstruo de varias cabezas, hemos sugerido en este análisis de Azorín y Baroja. Tolstoi es uno de los primeros en advertirlo.

Sacha asiste al teatro, a la ópera y va los museos, la magnífica Galleria dei Uffizi, visitada casi exclusivamente por mujeres, nos advierte el novelista, mujeres que “tienen su pequeña o su gran tragedia y que buscan aquí la distracción y el consuelo”.

Baroja convierte a Sacha en autora de la novela mediante los testimonios que da de las personas a las que va conociendo, la mayoría diletantes extranjeros como ella. Sacha confiesa que Italia no le gusta, sentimiento atribuible al autor vasco, que aprovecha para dar un repaso a la literatura italiana de la época con irónica habilidad.

Nos enteramos mediante la correspondencia que Vera y el médico Leskoff, uno de los personajes rusos de Ginebra, están a punto de casarse. En Florencia aparece un español que atrae a Sacha: Juanito Velasco, pintor con aspecto de sportman británico, “un hombre tan expeditivo, que constantemente está haciendo proyectos y realizándolos; para él no hay ni dudas ni vacilaciones”.

A Sacha le molesta que Velasco intervenga en su vida e intente captar su voluntad, y se aleja de él porque teme que sea otro aventurero. Pero el español expeditivo y tumultuoso la sigue, y la domina. Acaba la segunda parte con la boda en Biarritz de la rusa y el español.

Diario sentimental

La tercera parte es un diario sentimental de Sacha. Es interesante observar que Baroja pocas veces, si acaso alguna, adopta el papel de narrador omnisciente. Prefiere que intervenga una tercera persona ficticia o que hablen varios personajes, otra prueba del innato y espontáneo vanguardista.

Conocemos a Juanito Velasco a través de Sacha. La familia Velasco es una pálida ilustración en las andanzas del tipo, que lleva a Sacha medio a rastras a todas partes, siguiendo su instinto de no parar un instante de moverse y de intrigar.

Resumo las impresiones que a Sacha le causa el caserón de la Rioja en el que la ha instalado el marido. Es preciso reparar en el verbo, Sacha y su hija Olga no viven en Navaridas, las han llevado allí y las mantiene casi presas. En la plaza del pueblo hay un escudo con corazones, puñales y un lema: “La vida es ansí”. Esto impresiona a la rusa. “¡En la vida de la persona menos cruel, cuánta injusticia, cuánta ingratitud!… El mundo es ansí”. Sacha reconoce sus egoísmos y sus caprichos, pero la vida es ansí. A veces va a la iglesia: “Salimos y este hormiguero de hombres desharrapados por la callejuela estrecha y mal iluminada por lámparas eléctricas cansadas y rojizas me pareció una cosa completamente siniestra”. Imagino las bombillas de veinte o cuarenta vatios sujetas por garabatos a las paredes.

Luego la familia va a Madrid. Juanito Velasco pretexta necesidades urgentes y se lleva a las dos mujeres a la capital de un día para otro. Conoce a amigos de su marido. He aquí algunas impresiones de Sacha, los españoles le parecen poseídos de un orgullo individual, pero carecen de patriotismo. Esta observación me parece clave en Baroja: la sociedad española más o menos acomodada de 1910 está compuesta por tipos desalmados, que Azorín también identifica, como hemos visto: “esa gentecilla impondrá a la sociedad española un odioso tono de gazmoñería y de sordidez”. “El soez materialismo de una burguesía iletrada es el mayor corrosivo del orden social.”

Reflexiona Sacha: “Aquí creen, o lo dicen al menos, que todo lo que hacen los españoles es malo, y consideran que sus políticos, sus generales, sus hombres de estado están vendidos o son unos botarates” “Un convencimiento así, de hacerlo todo mal, le deja a cada español en una situación de ironía y mordacidad.”

¿Le suena a usted de algo, amigo lector, ciento veinte años después? Ha pasado un siglo y pico en vano, es lo que parece al menos.

La moral decorativa

De Madrid Juanito Velasco y su familia se van de viaje por Andalucía. De nuevo este escenario es frecuente en Baroja, saca a sus personajes a pasear por una tierra sobrada de fantasía, luz y jovialidad. Más visiones del paisaje aporta Sacha en su cuaderno íntimo.

Uno de los capitulitos se titula “La moral decorativa”.

“No comprendo bien la manera de ser española; a primera vista parece ser que se vive aquí con una gran libertad, pero después se advierte que la moral tiene frenos de hierro”. “Este es un pueblo con dogma, pero sin moralidad, con gestos, pero sin entusiasmo, con franqueza y sin efusión. No comprendo bien”.

Baroja está mirando a España con los quevedos del expresionismo. Valle Inclán hizo lo mismo, pero con un lenguaje más barroco y melodramático. Es la visión del 98. España no tiene remedio. El caso es que la generación posterior se hartó de pesimismo y pasividad, y entró en acción. El resultado fue una República fallida y cientos de miles de muertos en una guerra civil.

Ni calvo ni cien pelucas, cabe decir ahora. El fracaso moral de la democracia moderna (es una forma genérica de hablar) da lugar al escepticismo. Y cuando la clase dirigente sale de él de un tirón, se da de bruces con la violencia. Eso lo sabemos ahora. Ni Baroja ni sus personajes tenían ni pajolera idea de ello.

Aprecia Sacha que las españolas creen que las extranjeras son personas inquietas, impacientes y móviles, turistas perpetuas. Esto es porque ven en Sacha un ejemplo. La rusa se queja ante Juanito de que no tiene casa. Él le contesta con la pachorra del dominador egoísta: “Ya la tendrás, no tengas cuidado”.

Una turista cubana que vive en el mismo hotel que Sacha en Sevilla se pasa el día coqueteando con todo el mundo, de manera provocativa. A Velasco le parece una muchacha decente. Es lo que Sacha llama “moral decorativa”. Molesta a la rusa que los hombres hablan de mujeres como si fueran caballos; ha escuchado más de una vez decir a un hombre de cierta mujer “es una buena jaca”.

Juanito lleva a Sacha a un café cantante, hoy diríamos a un tablao flamenco. A Sacha, es decir, a Baroja, le parece un lugar desvergonzado y canallesco. La rusa empieza a pensar que, una vez más se ha equivocado. Le disgusta vivir de fiesta en fiesta, de teatro en teatro. Pobre mujer. Baroja la está sometiendo a un tercer grado durísimo para hacernos ver las lacras de nuestro país.

El novelista da repasos a todo lo que tenga que ver con la creación. Suele hacerlo al presentar sus novelas, asegurando que es un vago y un tipo mediocre. Es la excusa para burlarse de Zuloaga, de Sorolla, de los pintores clásicos españoles. Dice de un San Ignacio de Zurbarán: “Qué cara de granuja tiene este tipo, ¿eh?”

Aracelu y la visión del 98

Un personaje excéntrico es Aracelu, que suelta verdades irrebatibles sin inmutarse. Según él, los hombres son los mejores ornamentos de  Sevilla, no paran de exhibirse en casinos y en peluquerías. Sacha le pregunta por el papel de las mujeres en la exhibición, y Aracelu contesta: “Ustedes no tienen bastante importancia para eso.”

De este Aracelu, que viene a ser una contrafigura de Baroja, una más de tantas que él interpone entre el lector y él, este Aracelu, digo, aparece con frecuencia en el diario de Sacha, porque vive en el mismo hotel. Cuenta la vida del hombre, un andaluz de origen vasco que siente antipatía por Andalucía. Se gana la vida como corresponsal de periódicos anglosajones. Se confiesa un hombre sin voluntad ni perseverancia, defectos que no son de Baroja, pero con los que él gusta de jugar para dejar en evidencia a los voluntariosos y a los cabezotas sin masa gris. En realidad Aracelu es el estereotipo del pequeño burgués que va por el mundo como bola de billar en un tapete, recibiendo golpes y rebotes. “En mi vida no he hecho más que huir de todo, de ser andaluz, de ser vasco, de ser español, de ser rico, de ser bueno, de ser malo. Si no fuera tan definitiva la fuga.”

En cierta ocasión me dio por confesar algo parecido a una inglesa, cuando pasaba unas semanas en Cambridge preparándome  para unas oposiciones en inglés, que no logré pasar. Se quedó patidifusa. Pensó que era un cobarde irresponsable; sabía poco de mí, pero lo suficiente como para imaginar que estaba falseándome. ¿Por qué lo haría?, me figuro que se preguntaba. La vida es ansí.

Mediante Aracelu Baroja expone su teoría de la historia de España, que da bandazos entre el tipo semita y el tipo ibero. “El Quijote mismo es una obra semítica”. Y lo explica diciendo que Cervantes era semita. “Si hubiese habido un ibero genial como Cervantes, capaz de escribir un libro así, jamás se le hubiese ocurrido burlarse de un héroe como Don Quijote; se necesitaba ese sentido antiidealista, nacido de los zocos y de los ghettos para moler a golpes a un hidalgo valiente y esforzado; se necesitaba ese odio por la exaltación individualista, que ha sido la característica del español primitivo.”

Luego explica una antigua teoría sobre la aristocracia española. “La aristocracia en España va vinculada al latifundio, a las grandes dehesas, a los cotos de caza, que se quieren si colonos; a la usura, a la torería, a la chulapería, al caciquismo, a todo lo tristemente español, y a esas cosas va unida la degeneración del pueblo, cada vez más pobre, más anémico, más enclenque.”

Este es el pensamiento nítido de los noventayochistas, la degeneración de España. Cada uno le encuentra causas distintas. Y cada uno se equivoca estrepitosamente. ¿Cómo una España como la describe Aracelu en 1910 ha llegado a lo que es hoy? Pues será gracias a cientos de miles de muertos, a Franco, a la electrificación y la industrialización, a la Transición, a la monarquía, al PSOE, al PP, a Vox… a muchas cosas de las que nos burlamos con frecuencia.

Sacha descubre contradicciones en las palabras de Aracelu. Esto significa que el mismo Baroja sabe que está exagerando, que utiliza a su personaje para que exagere, que ni la aristocracia ni las clases bajas son así. Al final, Aracelu reconoce que hay esperanza.

El origen infame de los tópicos

Siguen las conversaciones entre Sacha y Aracelu, un filón inagotable para que Baroja se explaye con maestría. El vasco andaluz asegura que las mujeres españolas carecen de personalidad intelectual o moral, que sólo tienen temperamento, que las mujeres del norte tienen personalidad, pero que las del mediodía son animales lascivos y peligrosos. Si uno aísla esta frase del contexto, Baroja es un misógino irrecuperable.

También Aracelu tiene la ocurrencia de decir que “la Alhambra es la representación completa de la filosofía del chimpancé”. No hace mucho escuchaba yo a un comentarista ocurrente de la radio afirmar que Baroja dijo que la Alhambra era una vulgaridad. Así se construyen las falsedades, a base de mala uva y de ignorancia, como esas personas que no soportan que en una novela un personaje diga algo que a ella le parece intolerable. ¡Es una novela, imbécil!

El final se acerca, y Sacha nos lo advierte anotando en su diario al personaje de la Coquinera, una folclórica del momento con quien se “enrolla” su marido. Juanito Velasco obliga a la familia a viajar al Puerto de Santa María porque allí ha ido a actuar la Coquinera. Aracelu les acompaña, con la excusa de que es persona sin voluntad, y porque es su pueblo de nacimiento. Se asoman a la narración nuevos personajes estrafalarios, un buen médico alcoholizado porque se considera un hombre inútil.

Juanito desaparece con frecuencia del hotel donde se aloja la familia. Aracelu se marcha a África a hacer reportajes encargados. Sacha se queda con las hermanas del periodista. Un buen día aparece Velasco rabioso y amoscado, y le suelta a su mujer que tiene que dejar de frecuentar a Aracelu, porque en la ciudad se empieza a hablar de ellos. Sacha no se calla, y se pelean. “La falsedad de su posición le hacía incomodarse en frío y le hacía volcar su odio secreto contra Aracelu y su familia. En sus palabras había algo feo que inspiraba repulsión.”

Toma la rusa la decisión de abandonar a su marido, y lo hace. Vuelve a Moscú, y se desencanta. Cabe imaginarse lo que Baroja imaginaba que era Moscú, sin saber que la revolución bolchevique se estaba larvando. Sacha pregunta por sus antiguos amigos revolucionarios. “Unos fueron llevados a la Siberia, otros se suicidaron, la mayoría ha desaparecido; algunos, muy pocos, los astutos y los intrigantes han progresado y se han acercado al Poder. Los débiles, los idealistas, han perecido. ¡El mundo es ansí!”

Sacha a marcha a Ginebra con su amiga Vera. No encuentra lo que esperaba, y decide escribir a las hermanas de Aracelu, de quienes no se despidió para que no le retuvieran en el Puerto. Le contestan diciendo que Aracelu, al volver de Tánger y no encontrarla, aceptó una comisión en China para describir la revolución contra el  mandarinato. “Al leer esta carta, Sacha se encerró en su cuarto y estuvo llorando. Ella también, al hombre que le quería humildemente, desinteresadamente, le había tratado con indiferencia y con desdén.” Y es que la vida es ansí.

Muchas mujeres de Baroja son extranjeras, como Sacha. Pero también las hay españolas. Es lo que ocurre con el personaje de Laura o la soledad sin remedio, una madrileña del barrio de Arguelles, donde Baroja tenía su casa antes de la guerra civil.

De esta novela y de la de Azorín, María Fontán, trataremos en la segunda entrega de esta corta serie.

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1 Comentario

  1. rafael escrig fayos 24 noviembre, 2023

    No puedo opinar sobre la novela de Baroja, pues no la he leído. Sobre Doña Inés, se dice que Azorín escribió una novela rosa. Una novela al estilo de esas novelas de enamorados, con mucho amor y desengaños que leían las porteras del siglo pasado, sentadas junto al portal. No creo que sea así en absoluto. Azorín hace el retrato de una mujer enamorada, frente a la sociedad asfixiante en la que vive. Eso lo ves tú también.
    Dices que Azorín da más importancia a los escenarios que a las emociones y por qué le atraen las casas vulgares.
    Azorín es un maestro en describir minuciosamente un escenario, es verdad, pero es que para Azorín todas esas pequeñas cosas tienen alma: el toque de las campanas, el tren que pasa a lo lejos, la silla, el cántaro, el rosario en la mano de la vieja… todo lo que envuelve al personaje, tiene la misma importancia. Y lo mismo dibuja y ensalza una casa vulgar como un palacio señorial, una casona o una cabaña. Las cosas tienen alma propia, según las ve Azorín y él las saca a la luz.
    En la novela, algo que yo destacaría es como se entremezclan las situaciones de sensualidad extrema con el ambiente religioso. El espíritu libre y culto, frente a la opresión pueblerina y religiosa.

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