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Noticia y observaciones de un viaje por Alemania sin un objetivo preciso

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Una fachada en Lübeck. Pertenece a una antigua residencia de ancianos y enfermos, hoy dedicada a facilitar la convivencia de jubilados y familias jóvenes con niños. Según opinión de una lubeckana que conoce el asunto, la convivencia no es el éxito que se esperaba.

Una fachada en Lübeck. Pertenece a una antigua residencia de ancianos y enfermos pobres, hoy dedicada a facilitar la convivencia de jubilados y familias jóvenes con niños. Según opinión de una lubeckana que conoce el asunto, la convivencia no es el éxito que se esperaba, pero los pajaritos están encantados. La foto de cabecera son los reflejos de algunos edificios de Nuremberga en las aguas del río Pegnitz.

Texto Gaspar Oliver. Fotos G.O. y Antonia Bueno Mingallón 

Todo viaje es una búsqueda. Toma topicazo. Las crónicas sin tópicos y sin esdrújulas son insípidas.

Por mi parte, es verdad que todos mis viajes a Alemania los he hecho en busca de algo. Para empezar, en el verano de 1968, en busca de mí mismo. No encontré siquiera rastros, porque se me anticipó el follón del Mayo francés, y la juventud alemana estaba también levantisca. ¿Qué vale la identidad de un español de 18 años, educado en un Régimen sin crédito internacional, en medio de ese maremágnum? Yo no entendía nada de alemán y poco de francés, salvo a una chica que en la Gare de Saint Lazare me pidió dinero, le dije que no con la cabeza, y me soltó “Vous êtes méchant!”, y yo no era ruin, era pobre.

Un rincón de la ciudad de Celle, en la Baja Sajonia (al norte de Hannover)

Un rincón de la ciudad de Celle, en la Baja Sajonia (al norte de Hannover)

La segunda vez que puse el pie en Alemania fue en otoño de 1973. La primera impresión que tuve es que había llegado a Jauja, un país de cuento. Todo era nuevo, hasta las iglesias góticas que la guerra había desmochado. Los escaparates eran austeros, pero con productos variados y de una calidad germánica evidente. Las personas vestían bien, incluso los que vestían mal adrede, las chicas eran espectaculares, las abuelitas llevaban todas sombrero y abrigo incluso en agosto. Los tranvías, los autobuses, los metros no eran tan recientes, pero lucían su limpieza con orgullo prusiano, y eso que Colonia, donde yo residí durante seis meses, pertenece a Renania-Palatinado.

La procesión, como siempre, iba por dentro. Me dio tiempo a enterarme de las aflicciones de Alemania. La primera, la supervivencia larvada del nazismo. La segunda, la perplejidad de los intelectuales nativos ante una prosperidad que consideraban injusta en relación con las atrocidades de las que Alemania era responsable. Esto dio lugar a la erupción de la violencia terrorista en los más radicalizados, la Rote Armee Fraktion, precisamente cuando la Socialdemocracia ocupó la Cancillería. La tercera, la división del país en dos, uno socorrido, rico y exuberante, y otro sometido, pobre, sórdido y comunista. La cuarta, la marginación internacional de las dos Alemanias, que hasta 1973 no fueron admitidas en la ONU, previa renuncia de la RFA (la RDA lo había hecho mucho antes) a los territorios de la Prusia Oriental ocupados por la URSS (Koenisberg, más allá del Vístula, pasó a ser Kaliningrado), y a la Pomerania entregada por Stalin a Polonia (Dantzing, en el lado occidental del Vístula, pasó a ser Gdansk). Las dos Alemanias se habían reconocido mutuamente e intercambiado legaciones de ambigua naturaleza. Estos acuerdos aspiraban a una futura reunificación en la que nadie creía.

Después de la caída del Muro he visitado con asiduidad Alemania sin ningún objetivo preciso, gracias a lo cual me he topado con realidades que desmienten los estereotipos, y con otras que los confirman. Y también he ido descubriendo cachitos de mí mismo.

Un prado en las orillas del río Pignitz, en Nuremberg. Las áreas de los parques que no están protegidas por la sombra de los árboles, han quedado agostadas y mustias, merced al verano inclemente.

Un prado en las orillas del río Pignitz, en Nuremberg. Las áreas de los parques que no están protegidas por la sombra de los árboles, han quedado agostadas y mustias, merced al verano inclemente.

Un verano infernal

Lo más impresionante de este último viaje en agosto de 2018 ha sido el calor. Desde finales de julio hasta la fecha de escribir estas observaciones, apenas han caído en territorio alemán tormentas dispersas, y durante semanas el termómetro de muchas ciudades no ha bajado de los 30 grados (a mediodía), y ha subido hasta los 37.

Los parques de césped lujurioso se agostaron, el transporte público era una sauna, las piscinas de las ciudades y las playas bálticas rebosaban de bañistas. Beneficiados de esta ola de calor prolongada e inusual han sido los bodegueros, que han adelantado la cosecha y esperan buenos caldos, y los productores de frutas y verduras de temporada, este año más parecida a la mediterránea que a la centroeuropea, estupendas cerezas, sabrosas ciruelas, dulces manzanas, y tomates que, además de bonitos, sabían a tomate.

Una plantación de variedades de lechuga en un huerto en la periferia urbana de Nuremberg (Killianstrasse)

Una plantación de variedades de lechuga en un huerto en la periferia urbana de Nuremberg (Killianstrasse)

Alemania, donde la aptitud es lo corriente.

Alemania, donde la aptitud es lo corriente.

Obras y despilfarro

Alemania está en obras. La he cruzado de Baviera a Schleswig Holstein, de sur a norte en carretera y de vuelta en tren. De los cuatrocientos ochenta kilómetros entre Nuremberg y Hannover, más de la mitad estaban en obras, y las cuatro horas y media que suele costar el viaje se han convertido en siete. De regreso en tren desde Hamburgo, la salida de la ciudad es una cantera interminable. Entre Lübeck y Travemünde, un poco al sur de Kiel, que acogió al ínclito Puigdemont, a lo largo del delta del río Trave hay una obra faraónica, sospecho que dedicada a muelles de navieras escandinavas. Y en las ciudades, las obras ocupan calles y plazas. Salvo excepciones, caso de unas escuelas en Nuremberg, da la impresión de que es una manera de renovar la cara a la ciudad sin que haga mucha falta, rejuvenecer lo que tiene mil años de existencia, remodelar, “gentrificar” o expulsar de ciertos barrios a sus vecinos de renta baja. En definitiva, despilfarrar.

Mercado en todas las lenguas. Más compras, más fresco, mercado, en un andén de la estación de Altona, Hamburgo

Mercado en todas las lenguas. Más compras, más fresco, mercado, en un andén de la estación de Altona, Hamburgo

Alemania es un país entregado al despilfarro legítimo, eso sí, la corrupción o no la hay o no se ve. No hay límite al exceso, se vende y se compran (IVA incluido) muchas más cosas de las que son necesarias. Yo me he sentido asaltado por la publicidad en calles y en vehículos. Admito que en España ocurre algo semejante, pero el acoso de anuncios en lengua extranjera llega a abrumar, agreden más.

Otro rasgo de las ciudades medianas y pequeñas que he visitado es que no hay supercentros comerciales. El tendero urbano alemán tiene competencia en el extrarradio, donde supermercados de diversas cadenas (algunos ecológicos) ofrecen aparcamiento a los que van a proveerse para la semana.

Despilfrarro pero también solidaridad. "El salvamento en el mar no es un delito", dice la pancarta en esta feria alternativa de Nuremberg.

Despilfrarro pero también solidaridad. «El salvamento en el mar no es un delito», dice la pancarta en esta feria alternativa de Nuremberg.

Una clase en peligro de extinción

Algo que me fascina de Centro Europa son las pequeñas ciudades. Casas vetustas, apiñadas como en las películas del expresionismo alemán, pero en tecnicolor. Tan arregladas y tan limpias que parecen recién hechas, como parques temáticos de un vecindario autóctono, hombres y mujeres rubias, jóvenes altos y de piel blanquísima, ancianos empujando un andador, y media población en bicicleta. Con poco rastro de africanos o de mediterráneos.

De Franconia conozco (y recomiendo) Fürth, Bamberg, Wurzburg, y algunos pueblecitos de la Suiza Francona (está en Alemania, pero tiene montañitas que «hacen pensar» en Suiza), en Baviera propiamente dicha Ratisbona y Passau, refrescadas por el Danubio azul, y Erfurt y Weimar, en Turingia.

Un jardín urbano en Thon (Nuremberg). Pequeños paraísos de la clase media laboriosa, ajena a las inseguridades del Kapitalismus salvaje.

Un jardín urbano en Thon (Nuremberg). Pequeños paraísos de la clase media laboriosa, ajena a las inseguridades del Kapitalismus salvaje.

Este año ha tocado el norte: Celle, en la Baja Sajonia, y Lübeck y Travemünde, en Schleswig Holstein. Para el final, la hanseática Hamburgo, a lo largo del tramo final del río Elba, en su salida hacia el Mar del Norte.

Lübeck, el lugar de nacimiento de Thomas Mann, es el bello estereotipo de una ciudad de provincia germánica, vieja, bien conservada, y un paraíso para la pequeña burguesía, clase media o como quiera clasificarse. Se diría que el Estado alemán la protege como grupo en extinción.

La vieja y turística Lubeca, en español, es una almendra abrazada por el río Trave, que desemboca en el Báltico unos quince kilómetros más arriba. Allí está el puerto y la playa de Travemünde, que significa, boca o desembocadura del Trave. La almendra queda dividida en dos por la calle calle del Rey, la Königstrasse: al este, el dédalo de callejas y de patios estrechos y alargados entre las casas centenarias de la ciudad; al oeste, la ciudad reconstruida después del bombardeo inglés en marzo de 1942, tras la destrucción por la Luftwaffe de la ciudad de Coventry.

Una puerta de cuento de miedo.

Una puerta de cuento de miedo.

Thomas Mann, que se encontraba en los Estados Unidos refugiado como antinazi, dijo en la radio que sentía pena por las ruinas y los muertos (varias decenas de miles), pero que entendía la respuesta militar de los ingleses agraviados. Su ciudad de nacimiento le retiró el saludo y el título de hijo ilustre. No existe la “Casa de Thomas Mann” en Lübeck, pero sí una ficticia de los Budenbrook, la novela que facilitó el premio Nobel al autor. En realidad está reconstruida, detrás de fachada de la vieja casa de los abuelos de Mann, enganchada al nuevo edificio. Es todo un símbolo, de los Mann solo queda la fachada.

La parte occidental de la almendra (salpicada de obras) es el área turística, a la que se accede por la puerta de Holsten, monumento al equilibrio inestable, hundida por el medio e inclinada hacia su centro de gravedad, y que al retratarla con un gran angular parece una caricatura. Exceptuando el ayuntamiento y las iglesias que elevan sus siete torres, el espacio público de la ciudad occidental es exactamente el mismo que el de la calle Preciados de Madrid, la de Colón en Valencia, la Karolinenstrasse de Núremberg, o cualquier rúa comercial de esas urbes europeas de mercado pletórico. En Alemania, ese espacio es más aseado, suele estar limpio y huele a condimentos y grasas centroeuropeas.

La buena vida

La buena vida

La parte oriental de la almendra es poco visitada por la grey turística. Resulta chocante pasearse por entre sus vetustas viviendas de tejados picudos con adornos geométricos, pasar por delante de las casitas que parecen de muñecas, a cuyas ventanas de cortos visillos uno se asoma para observar la pulcritud de sus cocinitas, con flores, figuritas, cuadritos, y objetos domésticos en los simpáticos alféizares.

Un hecho singular en Lübeck y en Travemünde es que abundan las galerías de arte por doquier. Hay muchas más que restaurantes y Biergärten. Exhiben y venden cuadros, grabados, fotos, esculturas, son a la vez talleres de disciplinas artísticas, y al mismo tiempo, viviendas. Cuando hablo de la supervivencia de la pequeña burguesía ilustrada en las ciudades medianas y chicas de Alemania me refiero a eso. En España he visto un fenómeno semejante. Pero a minúscula escala, en algunas pequeñas ciudades del interior (la costa es un páramo cultural entregado a las hordas turísticas) que han renovado el casco antiguo, habitado por artistas privilegiados o por profesionales liberales, que han heredado la casa o la han comprado en el momento adecuado, reformándola.

La Glockenbergstrasse

La Glockenbergstrasse

La rehabilitación de las casitas de Lübeck ha costado literalmente miles de millones de euros. En los años setenta tomaron la decisión de hacerlo, frente a la de echar abajo la ciudad y reconstruirla. No sé quién habrá costeado las obras, pero desde luego no sus inquilinos, a veces parejitas con niños que no tienen aspecto de tigres de las finanzas.

Una invitación a cenar en uno de los patios más anchos y mejor conservados de la ciudad no es privilegio de turista. Pero circunstancias familiares la facilitaron. Fue una velada feliz en un jardín de mujeres, el patio Füchting o Füchtings Hof. Son un par de decenas de apartamentos ocupados por viudas de edad o mujeres solteras con pensiones reducidas. Lo edificó con ese propósito el comerciante Johann Füchting al principio del siglo XVII, para albergar a viudas de marinos ahogados o muertos en “accidente laboral”. Las casitas de este patio Füchting dan por un lado a la Casa Günther Grass, que era de Dantzing (hoy Gdansk, recuerde el lector), pero que pasó los últimos años de su vida allí. La anfitriona de la espléndida cena alemana contaba a sus invitados que ella no se perdía ni una conferencia ni una lectura de Grass, al que atribuía gran carisma (lo confirmo, yo tengo un libro suyo firmado por él en Madrid después de una lectura pública en el Goethe Institut). Pero aseguraba que no había podido pasar de la página cincuenta de sus novelones, escritos en un alemán-pomerano difícil de entender.  La otra anfitriona y vecina del patio contó sus aventuras como fotógrafa en París, donde conoció a Peter Brook y a Ariane Mnouchkine, del Théâtre du Soleil. Maravillosa velada para un aficionado a la literatura y una dramaturga.

Galería de arte, estudio y vivienda.

Galería de arte, estudio y vivienda.

La beneficencia ha debido de ser en Lübeck (y también en otras ciudades alemanas de próspero comercio) una institución fundamental para la vida de enfermos, lisiados, viudas, huérfanos y trabajadores sin recursos ni posibilidades de encontrar empleo. En decenas de edificios de la ciudad aparecen placas que indican su antiguo uso como residencia de pobres. El más famoso es el Heiligen Geist Hospital, Hospital del Espíritu Santo, sufragado por los grandes comerciantes al final del siglo XIII. Albergaba, en duro régimen frailuno, a los desahuciados de la ciudad. La información turística dice que “los directores eran muy severos, incluyendo castigos de ayuno y corporales.” Pero que “la Reforma relajó las reglas”. El protestantismo ha basado su generosidad en la virtud indiscutida de sus prohombres, porque nadie que no fuera bueno y espléndido podía obtener los favores de Dios. Los países católicos hemos dejado el asunto de la beneficencia en manos de curas y monjas no siempre ejemplos de abnegación.

Por último una mención a las beguinas. El convento de Kranen, en teoría el edificio más viejo de Lübeck todavía en pie, de 1283, albergó a mujeres solteras y viudas llamadas beguinas, que no estaban sometidas a ninguna orden religiosa, y se dedicaban a atender a ancianos y enfermos. Las protosufraguistas.

El industrial puerto de Hamburgo

El industrial puerto de Hamburgo

Hamburgo en 24 horas

Un día y una noche en Hamburgo dan para poco, pero si se aprovechan las horas y los espacios transitables, se sale con una impresión superficial, pero intensa. Las hordas turísticas abordan los autobuses de dos pisos que les desplazan por la ciudad en excursiones entre impresionistas y expresionistas; y también se meten a mogollón en las barcazas que recorren el puerto y parte de los canales. En mitad del recorrido uno piensa en los desgraciados africanos y sirios que se echan al mar en pateras y se le ponen los pelos de punta.

Una realidad borrosa

Una realidad borrosa

Algunos rasgos expreso-impresionistas de Hamburgo.

Por ejemplo, la peligrosa soberbia de los ciclistas. Pedalean como balas por sus carriles, por las aceras y por el asfalto. Esto es algo que ye hemos vivido en Lübeck. Se te pueden echar encima cuatro ciclo-ciudadanos desde los cuatro puntos cardinales. O estás esperando que se abra un semáforo, y cuando se te pone verde, pasa por delante de ti una nube de ciclistas, y te quedas clavado en la acera, si no es que alguno de ellos te aparta de ella de un timbrazo.

Para un ciclista urbano como yo, reconocer este acoso produce estupor y vergüenza. No es que todos los ciclistas se comporten así, pero llegas a a sentirte un imbécil, algo quizá cierto, porque el turismo en hordas de estos tiempos te rebaja a la categoría de paleto.

Acaramelamiento frente al Alster

Acaramelamiento frente al Alster

La calle Markstrasse, donde se situaba nuestro albergue en un patio estrecho y alargado con casitas para hobbits, tiene una vida exuberante. Las viviendas, viejas, con jardines interiores, están ocupadas en su mayoría por familias turcas. Pero solo se las reconoce por la tarde. Durante el día, salvo algunas pandillas de jóvenes fortachones, barbudos y bigotudos (muy pocas chicas, y casi siempre cubiertas) Markstrasse está ocupada por muchachos y muchachas rubios y blancos y de una juventud insultante para los pocos viejecitos que empujan sus andadores por la acera. Los negocios que abren sus escaparates exhiben objetos o bien de lujo (cosas inservibles, pero simpáticas) o ropa y zapatos a precios inaccesibles. No sé si esto producirá desaliento a los vecinos turcos, pero dudo que alguno de ellos se gaste su sueldo, si lo tiene, en unas zapatillas insulsas de doscientos euros o un traje de estilo Paco Clavel todavía más caro.

Lo chocante de este barrio, que recorrimos en varios paseos, es que sus habitantes (la mayoría) no se expresan en alemán, sino en turco (digo yo, y si no en una lengua no indoeropea). Te cruzas con pequeñas manadas de jóvenes turcos (en todos los sentidos, incluido el sociológico-histórico), y no escuchas más que palabras sueltas en alemán. Esto es algo inquietante, si bien las autoridades alemanas lidian bien con el problema, porque no proliferan los choques habituales en las banlieues francesas y belgas pobladas por magrebíes. La única violencia en este terreno la producen los neo nazis.

Buzones de familias de clase media alemana, en una calle dominada por los turcos.

Buzones de familias de clase media alemana, en una calle dominada por los turcos. Da la impresión de que los abren poco. El ordenador ha desplazado tantas cosas.

A partir de media tarde, la calle es de los vecinos. Los blanquitos y blanquitas se convierten en minoría. Y no porque corran peligro. En absoluto. La razón me parece un misterio. En los patios interiores se organizan verbenas que me recordaban a las agresiones estereofónicas falleras, pero con menos decibelios. La que escuché duró un cuarto de hora. Baffles potentes largaron musiqueta anatolia, y pensé, “Madre de Dios, la nochecita que me espera. Huyo del calor y de los disco móvil, y me topo con ellos a las orillas del Elba”. El calor disminuyó en la madrugada, y el escándalo se acabó a los quince minutos, la música no se interrumpió, pero se oía como el tocadiscos de un lejano inquilino bullanguero. ¿Por qué? ¿Se quejaron los vecinos no turcos? ¿Entraron en razón los promotores? ¿Apareció la Politzei?

En esta placita del renovado Hamburgo, los bancos eran como ataúdes. Locales comerciales con fachada debidamente sostenible. Qué bonito.

En esta placita del renovado Hamburgo, los bancos son como ataúdes. Locales comerciales con fachada debidamente sostenible. Qué bonito.

Bajando desde Katarinenviertel hacia el Alster con su estanque formidable, uno cruza una zona llamada Gängeviertel. Y se topa con un par de edificios ocupados por jóvenes alternativos de distintas nacionalidades. Me atrevo a especular que entre ellos había pocos turcos y ninguna turca, la mayoría eran rubios y rubias, unos cuantos/tas de piel negra, mulatos/as y latinos/as (españoles/as incluidos). Es un pequeño Paraíso en el sentido adánico, debe de tener algo de comunal, y en él viven, crean, practican música y artes aplicadas en una manzana que contiene una antigua fábrica reutilizada ahora como albergue de talleres. Confieso que si volviera a ser joven haría de tripas corazón (porque estoy acostumbrado a ciertas comodidades) y me uniría a esa grey, que debe tener contradicciones y problemas, pero poco relacionados con el mercado pletórico. La impresión que da es que el Sistema (sea lo que sea Eso) les permite sobrevivir. Por poco tiempo, calculo, porque en cuanto uno anda doscientos metros se mete en un barrio de edificios modernos, acristalados, soberbios (en todos los sentidos), y se ven solares en obras y otros que no tardarán en albergar otro tipo de ocupantes.

Respetad las plantas

Respetad las plantas

Bajando hacia el puerto por entre los canales que salen del estanque de Biennenalster, el panorama sufre un cambio dramático. Esplendor, riqueza, tiendas de joyas, de ropa cara, marcas internacionales. Cafeterías caras, regueros de turistas de clase media que a veces se gastan diez euros en un refresco sentados en una terraza al borde del agua, más edificios y calles en obras, y unas estampas singulares.

Ellos, fresquitos. Elas, tan contentas (aparentemente) con sus regalos, camino de los lujosos establos en los que viven encerradas.

Ellos, fresquitos. Ellas, tan contentas (aparentemente) con sus regalos, camino de los lujosos establos en los que viven encerradas. En un barrio comercial de Hamburgo

De Mercedes de la última hornada y cochazos todavía más caros descienden musculosos árabes com fresca indumentaria, y extraen de los vehículos a fantasmas o momias que deben ser mujeres, sus mujeres. Se les ve volver a sus carrozas, ellas cargaditas de bolsas de las tiendas más caras del barrio, oscuras, invisibles, la sociedad anónima femenina de los jeques.

Y un último detalle, objeto de consideración hiperbólica. Ni en Hamburgo, ni en Lübeck, ni en Celle, ni en Nuremberg he visto perros grandes (en total, media docena), la mayoría no pasan del medio metro, y son escasos. Me voy a permitir la broma de afirmar que las parejas jóvenes alemanas tienen niños pequeños y los adolescentes pasean perritos, mientras que las parejas jóvenes españolas y los adolescentes tienen y pasean perrazos.

Gallinero turístico en el aeropuerto de Frankfurt

Gallinero turístico en el aeropuerto de Frankfurt

¿El mejor de los mundos posibles?

Camino de nuestra habitación alquilada a través de internet en Lübeck pasamos por una puerta condenada del crucero de la iglesia de Santa Catalina. Al pie de las escaleras había un hombre de baja estatura con un niño, que bebía un refresco. A primera vista parecían dos turistas más. Al acercarnos comprobamos que sus rasgos eran de Oriente Medio. Entonces fue cuando descubrimos a la madre, echada sobre el umbral de la puerta, durmiendo sobre unas frazadas. ¿Era una familia de refugiados? “¿Dónde pasarán la noche esta pareja y este niño?”, pensé sobrecogido. Los únicos sin hogar que hemos visto en la prospera Alemania han sido los marginados y alcoholizados. Los refugiados no están a la vista.

En el el último tramo del viaje, en el aeropuerto de Frankfurt, arrinconados en un corralito apartado de la barahúnda de las salas de embarque, había tres Polizisten de uniforme, uno de ellos mujer, y otra mujer de paisano con dos adultos bien fuertes, uno mulato y otro de piel negra. Parecían también agentes de algún cuerpo de policía. Custodiaban a un chaval magrebí o árabe de no más de veinte años, sentado en el suelo, con mirada de resignación. Al parecer era un deporté, según pude escuchar a la azafata, que respondía al interés de dos policías españoles por el deportado a la salida del avión en Valencia.

Parece un anuncio, pero es simplemente una foto retocada que recoge la seguridad y el bienestar en una feria alternativa en Nuremberg.

Parece un anuncio de refrescos, pero es simplemente una foto tratada, que recoge la seguridad y el bienestar de los europeos en una feria alternativa en Nuremberg.

¿Vivimos en el mejor de los mundos posibles? Mi respuesta es sí, pero solo los que contamos con los medios para el desahogo y la comodidad, una pensión decente, un trabajo bien pagado, una renta vitalicia, un premio de lotería… Según la revista de Lufthansa de agosto del año en curso, “en 2016 la industria de los viajes a escala mundial movió 2.3 trillones de euros”, millones de millones, me figuro. Y las ventas indirectas alcanzaron los 7,6 trillones. Estos datos son vergonzosamente paralelos a los centenares de miles de personas que se mueven a pie o en bote hacia las fronteras de los países ricos. Para ellos, el mejor de los mundos posibles también es el nuestro.

Cuando pienso en el despilfarro de los mercados pletóricos y democráticos, me digo, ¿qué ocurriría si la Unión Europea, el gobierno chino, el hindú, el ruso y hasta el norteamericano decretaran que solo se podían fabricar y comerciar bienes esenciales, necesarios, más unos cuantos productos funcionales, decorativos, pero no de lujo?

Lo economistas dirían que sería el detonante de una catástrofe, los antisistema, que había sonado la hora final del capitalismo, y la mayoría de los habitantes del planeta con algo que rascar en el bolsillo manifestarían su indignación y acaso también su boicot.

¿O no? El sentido común, el juicio, la cordura puede que se disparen un día como un castillo de fuegos artificiales e iluminen las mentes embotadas de los seres humanos. Eso, o nuestros bisnietos empezarán a matarse por los escasos recursos del planeta. No es un problema moral. Es un problema natural, medioambiental, físico, económico y, desde luego, político.

Una despedida tecnológica. ¿Qué puede haber más atractivo, hermoso, ameno y recreativo que un parque?

Sí señor, un móvil.

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