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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. El atolladero del éxito. Capítulo 4

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Primera parte. Del Paraíso al Purgatorio

La abrumadora exposición de Madrid

La experiencia profesional de Renau crece y se asienta a un ritmo constante, debido entre otras cosas a la prosperidad económica previa a la crisis del 29, de la que en gran parte fue artífice el programa de obras públicas y la paz social aportada por la no tan férrea dictadura de Primo de Rivera.

En 1927 el joven Renau, con 20 años recién cumplidos, finaliza sus estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. Recibe dos premios escolares, curiosamente en asignaturas teóricas, “Teoría de las formas arquitectónicas y arte decorativo”, y “Teoría e historia de las Bellas Artes”. Siendo un consumado dibujante de anatomía parece chocante que no obtuviera ninguna recompensa en materias prácticas. Es posible que no fuera tan fácil. La generación de Renau está llena de excelentes profesionales entre quienes resultaría difícil seleccionar uno por encima de los demás.

Lo que sí evidencian los premios en asignaturas teóricas es la impronta que las lecturas dejaban en Renau. El joven estudiante perfeccionaba la técnica, pero dedicaba también mucho tiempo a la lectura. Esto hace muy meritoria su vida cotidiana, ocupada desde el alba a la medianoche en actividades productivas o creativas, en dar cohesión a su grupo de rebeldes y en quemarse las cejas ante textos casi indescifrables.

Económicamente, a Renau le iba de maravilla. En 1928 obtiene el segundo premio, mil quinientas pesetas, una fortuna en la época, en el concurso nacional de carteles para la publicidad del aceite de oliva español. Renau compitió con los mejores cartelistas, y esto le hizo adquirir fama en el parnaso valenciano. La prensa le citaba, alabando sus virtudes profesionales.

La clave de éxito del muchacho estaba en su inquietud intelectual. En aquellos años, además de la Librería Internacional, había en la recién urbanizada plaza de Castelar de Valencia (hoy del Ayuntamiento), un kiosko de prensa regido por un extranjero, que importaba revistas gráficas europeas. Renau afirmó a diferentes interlocutores que este librero era un judío francés o alemán que le inició en las corrientes estéticas de la vanguardia germana. Admite que le impresionaron las reproducciones de ciertos artistas centroeuropeos, un descubrimiento que coincidió con la salida de su época pictórica abstractizante y su toma de conciencia política. El librero judío le aseguró que Renau era el primero que adquiría ediciones originales de los alemanes Grosz, Otto Dix, Käthe Kollwitz, Heartfield o del anarquista holandés Domela-Nieuwenhuis. Le traducía al francés los pies de los grabados y dibujos y algunos artículos. En alguna ocasión, Renau dijo que el Arbeiter Illustierte Zeitung, la revista militante de Heartfield (Herzfelde) y de su hermano Wieland, fue una de las que tuvo entre sus manos, aunque sólo sería consciente de ello años después. En un texto suelto hallado en su Archivo, perteneciente a un borrador de las innumerables páginas que dedicó a sus recuerdos, Renau da fe de la impresión que le causaron aquellas revistas.

Comprendí cabalmente entonces, que el vertiginoso torbellino del Weimar revolucionario, tan aguda y enfáticamente expresado por esta insólita pléyade de artistas, en razón de las extremas contradicciones sociales que asumía, de las brutales tensiones humanas resultantes, de la exasperada voluntad con que trataban de rebasarlas con el arte y de su radical nihilismo antiburgués, constituía, quizá, un fenómeno único que no tendría que repetirse ya jamás.

Esta sobreadjetivada afirmación se ha de entender vista en perspectiva, porque resulta inverosímil que el joven Renau tuviera una idea clara y completa de lo que era la república de Weimar en 1927 ó 1928. La concienciación política del joven artista no fue súbita. Y además convivió con una actitud alegre, casi hedonista, ante la vida. Su hija Teresa recuerda una visión de la juventud del artista proporcionada por su madre, entonces novia del estudiante, como un chico apasionado del baile, que marcaba el ritmo del charlestón con maestría. Por entonces, aseguraba Manuela Ballester, Renau tenía una gran admiración por el modo de vida norteamericano, vestía a la moda de Hollywood, en especial llamativas camisas a cuadros, una predilección que mantuvo el resto de sus días: es verdaderamente difícil encontrar fotografías de Renau con camisas lisas. Esto casa poco con su confesada melancolía. Pero lo más lógico es que se trate de dos líneas vitales paralelas o cruzadas, porque ninguna personalidad es homogénea.

Las impresiones que dejaron en su conciencia los artistas alemanes deben datar de los últimos años de estudiante. La primera revelación estético-social que tuvo el joven fue la del “grito en la pared”. El episodio lo exteriorizó en diversas ocasiones.

Así es como se lo contaba al galerista Manfred Schmidt, según queda registrado en una de las cintas.

Recuerdo que un final de curso, en mitad de una de mis crisis, un día de mucho sol y mucho calor, en la calle donde estaba mi casa, en un antiguo barrio árabe de paredes encaladas, salgo de la escuela y veo unos carteles anunciando jabón pegados sobre la cal. Me hicieron una impresión tremenda. Empecé a pensar, “Coño, cómo brillan los colores en el sol.” Yo me había pasado media vida en el museo con mi padre, restaurando lienzos viejos y grabados grises, y de repente me impresionaron esos colores pegados en la pared. Me dije, “Eso lo ve toda la gente que pasa por ahí.” Fue el aspecto quizá más importante de mi revolución interior. Mi padre trabajaba en un museo excelente, con pinturas de todas las épocas y de muchos maestros, como Velázquez. Y a mí me impresionaba que siempre estaba vacío, incluso en los días de visita. Me daba tristeza. ¿Para esto quiere uno ser pintor? Por otro lado, las exposiciones de la época… en Valencia sólo había una galería, el Círculo de Bellas Artes, una sociedad de pintores. Yo iba a ver las exposiciones, y también sólo había cinco, seis o siete personas. Algo deprimente.

Esto era un contraste con el cartel de la calle que veía todo el mundo. Empecé a preocuparme por otra función del arte. Yo había vivido el extremo más negativo de la museografía: un buen museo donde no iba nunca nadie y exposiciones, donde nunca iba nadie tampoco, salvo los amigos de los pintores que exponían. Aquello me ligó con la realidad. Me impresionó lo de los carteles de colores, porque entonces no era algo común los carteles de publicidad. Eso fue más o menos cuando yo tenía unos 15 años.

Sesenta años después, el episodio seguía fresco en su memoria. Sobre todo el contraste entre los museos vacíos y el grito en la pared a la vista de los cientos de transeúntes que pasaban a su lado y lo miraban con atención, como él.

Son los contrastes de la vida lo que activa las conciencias. Este lo tenía Renau a la vuelta de la esquina, en el camino entre la Escuela de Bellas Artes y su casa en la calle Baja. No fue sin embargo un choque brutal que cambiara el curso de su carrera, sólo un fuerte aviso que quedó impreso en su conciencia y empezó a efectuar una labor de zapa, alimentada por el fermento intelectual de sus lecturas.

En verano, Pepito o José Renau se marchaba a Fontanares, y ese retiro era un sedante fortísimo, porque alejaba de él temporalmente sus dudas y sus angustias juveniles.

De hecho, ya sabemos que la mayoría si no todas las obras que expondrá en diciembre de 1928 en Madrid, las hizo en aquel paraíso rural. Y si no las enseñó a sus amistades del pueblo fue porque consideraba que no estaban hechas para ellos. ¿Para quién pintaba Renau? Esto sólo se convertirá en una obsesión dolorosa tras el éxito de Madrid. Un éxito buscado, codiciado, cuidadosamente preparado. Aunque también inesperado.

La historia es clave, decisiva, concluyente, esta vez sí, en la existencia del artista. La contó en todas las entrevistas que se le hicieron durante sus estancias en España. Pero merece la pena analizar cómo la reconstruyó él en las Notas al margen de Nueva Cultura, porque la palabra escrita compromete más que la hablada, y se puede calibrar y rectificar antes de hacerla pública. Básicamente todas las versiones coinciden, salvo detalles que luego analizaremos, pero la de las Notas es, digamos, la canónica.

Durante los dos últimos años, el tiempo que me dejaba libre el trabajo lito-publicitario para ganarme la vida, trabajé muy intensamente en una serie de pinturas, la mayor parte al temple.

En el otoño de 1928 – tenía yo entonces 21 años – me presenté en Madrid con una selección de estas pinturas, y una recomendación de mi padre para don José Francés, secretario de la Real Academia de San Fernando. Llegué muy optimista, con la ilusión de entrar en contacto con algún grupo de intelectuales, encontrar fuentes de trabajo y con la ilusión de exponer mis cosas. Me alojé en una modesta hostería de Las Ventas, y pasé los primeros días paseando por la capital, frecuentando los cafés y visitando el museo del Prado y las exposiciones. Por entonces sólo había dos posibilidades de exhibir pintura: un complejo de tres salas en el prestigioso Círculo de Bellas Artes y una sala menor patrocinada por el Heraldo de Madrid. Por casualidad oí comentar a unos recién conocidos que en ambas galerías las fechas de exhibición estaban ya cubiertas para casi dos años, de modo que la ilusión de exponer mis cosas quedó para las calendas griegas…

Habiéndome habituado un tanto al ambiente madrileño, tenía que visitar sin demora a don José Francés. Me abrió una sirvienta que me hizo entrar por la puerta de servicio. Le entregué la tarjeta de mi padre, esperé, y a poco regresó diciéndome que el señor no estaba en casa y que regresara el mismo día de la semana entrante, en la que sucedió exactamente lo mismo, así como en la tercera, más esta vez rogué a la sirvienta que me permitiera dejar la carpeta con mis trabajos, que me pesaba bastante.

Unos días después recibí el recado de presentarme al día siguiente al atardecer. Llamé como de costumbre a la puerta de servicio, pero se me hizo entrar por la puerta grande… En un elegante salón me esperaban el señor Francés, su esposa y dos o tres señores más. Después de las presentaciones, la señora me sirvió una taza de café y una copa de coñac, y siguieron unos instantes de silencio que me parecieron siglos… Observé que algunas de mis cosas estaban alineadas sobre un diván. Yo estaba totalmente amedrentado, y me pareció que me miraban con un talante entre severo y circunspecto… Lo que siguió se parecía más a un interrogatorio policíaco que a una entrevista amistosa. Lo primero que me preguntaron fue si mi madre era francesa o belga (homónimo de mi padre, yo firmaba entonces Renau Beger, contracción de mi apellido materno Berenguer), si yo había estudiado o vivido en París y hasta si yo había hecho realmente aquellas cosas. Mi natural locuacidad quedó en aquella ocasión totalmente bloqueada por el tropel de preguntas que se me dirigían, que apenas me dejaban tregua para balbucir algunas torpes respuestas. En resumen respondí que salvo breves viajes a La Coruña y a Barcelona, jamás había salido de Valencia, donde había estudiado y trabajado, terminando con una somera relación de mis cuitas y peripecias durante mis estudios. Todos los presentes comenzaron a deshacerse en tales alabanzas sobre mi trabajo, que quedé desconcertado y atónito… Resultaba ser que lo que yo había interpretado como severidad y circunspección, era que aquellos señores estaban tan estupefactos como yo…

Inopinadamente el señor Francés decidió que todo aquello tenía que ser expuesto cuanto antes; aludí a lo que había oído sobre las fechas de las galerías, me dijo que era cierto, pero que el problema podía ser resuelto. Uno de los presentes, que resultó ser un conocido marchand de pintura, me propuso poner unos precios muy altos con el fin de no vender nada y poder llevar posteriormente el conjunto a París y New York.

Las cosas fueron muy de prisa, y al mes escaso de aquella entrevista, mis cosas estaban ya colgadas en el salón derecho del Círculo de Bellas Artes madrileño. El éxito fue tan fulminante que me dejó aturdido… El público llenaba diariamente la exposición, y las gentes me miraban como a un bicho raro. La alta sociedad madrileña visitó la exposición, incluso la vieja infanta Isabel, así como las infantitas… El general Martínez Anido [militar destacado en la violenta represión del pistolerismo barcelonés, con la llamada “ley de fugas”] me invitó a cenar, [el torero] Juan Belmonte, también, y numerosos personajes y conocidas damas de la villa y corte de Madrid. Toda la prensa española, sin excepción, habló muy encomiásticamente de mis obras como el acontecimiento artístico del año.

Sin embargo… todo aquello me parecía demasiado convencional y demasiado frío. Una profunda y extraña desazón fue apoderándose de mí. En muy escasos días tuve centenares de contactos con gentes de la más diversa índole y edad, que parecían interesarse, algunas seriamente, por mis cosas. Pero ni en un solo caso logré hablar dos veces con la misma persona. Ni enlazar una sola amistad.

Me sentía muy solo en medio de aquella barahúnda de gente. A las tres semanas de la apertura dejé de ir por la exposición, que cesó repentinamente de interesarme. Por primera vez en mi vida sentí un gélido vacío interior y tuve miedo de mí mismo… Y comencé a plantearme el por qué y para qué había yo trabajado tanto, es decir, la relación del arte con la gente, de la gente con el arte: ¿qué sentido tenía todo aquello?

Otro factor que quizá no fuera ajeno a mi estado de ánimo: en los puestos de lance de Madrid compré bastantes libros y folletos, entre otros algunos de Eliseo Reclús, Malatesta, Bakunin, etc., cuyos nombres me sonaban desde que, años atrás, asistí a algunas conferencias y discusiones en el Ateneo Científico de Valencia. Me los leí con fruición y me causaron una impresión muy fuerte…

La mejor herencia que me dejó mi padre fue una dura moral de trabajo. Recuerdo que un día –tendría yo trece o catorce años -, paseando por el puerto de Valencia, observábamos el trabajo de los cargadores, con medio cuerpo desnudo bajo el tórrido sol de verano, llevando a lomo enormes sacos de plátanos. Mi padre me dijo: “¿Ves, hijo? Esos hombres trabajan ocho horas diarias como demonios pero cuando cae la bola [izada en la Comandancia de Marina, en un mástil bien visible desde cualquier parte del puerto], dejan el trabajo, se lavan, se visten con los pantalones bien planchados y se van a pasear con las chicas por delante de la iglesia… Hijo, para los pintores no hay bola: hay que trabajar siempre, sin descanso y, además, sin ninguna garantía de éxito.”

Y sin embargo, “mi triunfo” estaba ya allí tan pronto. Y tan fácil…

Un análisis detenido de estos párrafos nos va descubriendo el estado de la personalidad de Renau antes del viaje a Madrid, y cómo el súbito éxito le sume en un estupor paralizante del que tardará un año en reponerse. Vamos a desmenuzar sus razones para extraer de ellas más luz.

En primer lugar vemos que Renau apenas había salido de Valencia. Dice haber ido una vez a Barcelona y otra a La Coruña. El primer viaje, más corto, se pudo deber a razones pedagógicas, durante su estancia en Bellas Artes. Pero también a cualquier otra causa, desde un compromiso familiar hasta una visita a un médico. Ni Juan ni Alejandro hacen la más mínima mención a este viaje, al que seguro no fueron ellos. Y hay que tener presente que en aquella época tomar un medio de transporte, o varios, y recorrer trescientos kilómetros era bastante menos común que volar a América hoy. Al principio del siglo XX sólo las personas pudientes y los viajantes de comercio ejercían la movilidad geográfica, además de los militares y funcionarios con cargo. Pero si desplazarse a Barcelona desde Valencia era algo inusual para un ciudadano corriente, llegar a La Coruña requería poderosas razones, no mero turismo. Quizá algún día se pueda descubrir qué demonios fue a hacer el joven Renau a la capital gallega, qué le reclamó de ella o a quién buscaba en la torre de Hércules.

Alejandro Renau explica que en su primer viaje como agente de comercio fuera de Valencia, al llegar a Andalucía tuvo la sensación de encontrarse en el extranjero, porque todo se le hacía extraño, desde el acento hasta la arquitectura.

Y si Málaga o Sevilla le parecieron a Alejandro ciudades pintorescas, Barcelona, la gran metrópoli española de la época, más cosmopolita que Madrid, con una atmósfera cultural bulliciosa, y un ostensible urbanismo modernista, noucentista, no sería una experiencia indiferente, y menos para un artista en ciernes. En cuanto a La Coruña, fuera lo que fuese que Renau hubiera ido a hacer allí, es lo más distante a Valencia que puede encontrarse en España, y las impresiones que el Atlántico, la ría, el paisaje de prados y granitos, los hórreos, los pazos, las iglesias de piedra gris y otros detalles folklóricos pero reales, las impresiones que deja todo eso en un chico de dieciocho años son imborrables. Sin embargo, Renau se las reservó. ¿Estuvo realmente en La Coruña?

Pudiendo haber elegido Barcelona, una meca tan accesible o más que Madrid a un valenciano, Renau se desplaza a la Meseta. El significado de esta decisión hay que tenerlo en cuenta.

En 1928 Barcelona seguía siendo una fortaleza del arte, aunque en Madrid empezaba a reunirse ya lo más granado de la inteligencia y la plástica, entre otras cosas debido al éxito de la Residencia de Estudiantes. Sin embargo, la base cultural barcelonesa se llevaba construyendo desde principio de siglo y, lo que es más significativo, impulsada por la iniciativa privada, como la de las galerías Dalmau, que cultivaban el gusto de una fracción de la burguesía catalana con exposiciones de artistas españoles y extranjeros de la Escuela de París. El cubismo fue presentado por Dalmau en 1912. En 1917 se publican en la ciudad condal cuatro números de la revista «391», editada por Francis Picabia, en su etapa dada más furibunda. El hecho se debió a que la ciudad se había convertido en un refugio de artistas fugitivos de la guerra europea. Pero las publicaciones autóctonas eran ya una tradición que no cesa hasta 1936, una serie de revistas en catalán dedicadas al arte, en especial al arte de vanguardia. Aunque minoritarias, tendrán un gran efecto en Cataluña e incluso en Madrid. En 1920, Dalmau consiguió implicar a las autoridades municipales para realizar una impresionante exposición de arte francés. En 1922 es Francis Picabia el objeto de Dalmau, con un catálogo prologado por André Breton.

No obstante, a partir de 1925, con la exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos en el Retiro, Madrid adquiere un atractivo especial para los intelectuales inquietos de provincias.

Sirva de muestra el caso de un pintor valenciano que quizá no ha obtenido el reconocimiento que se merece, Amadeo Roca, un artista innovador de la generación de Renau, Pedro de Valencia o Genaro Lahuerta. Al contrario que Renau, Roca era poco amigo de los radicalismos políticos. Tras acabar con gran sacrificio económico sus estudios en Bellas Artes, consigue una beca y marcha a Madrid a finales de la década de los años 20. Amadeo Roca elige Madrid sobre Barcelona por razones administrativas; a la ciudad condal no podía ir con una beca, y esas mismas razones son las que cimentarán su carrera. El reconocimiento y el éxito los encuentra Amadeo Roca en una especie de costumbrismo moderno. Un día ve por las calles de Madrid a una mujer vestida de lagarterana. La impresión que le causa es tan grande que acaba alquilando una habitación en el pueblo toledano de Lagartera, donde se dedica a pintar a sus vecinos con sus estupendas indumentarias. La razón material de Roca para cambiar la capital por el pueblo es que le salía mucho más barato vivir, y podía estirar su beca.

Otro ejemplo es el de Antonio o Tonico Ballester, hermano de Manuela y futuro cuñado de José Renau. En Recuerdos de Infancia, Guerra y Exilio, una conversación grabada por Elena Aub al escultor en 1980, Tonico asegura que hizo un viaje a Madrid a los trece años, es decir en 1923. Fue solo, y se ocupó de él un antiguo discípulo de su padre (también escultor y profesor de Bellas Artes), Agustín Ballester. El objeto del viaje de Tonico, que ya estaba matriculado en la Escuela de San Carlos, era visitar museos, sobre todo el de El Prado, familiarizarse con la “verdadera pintura y escultura”.

Como vemos, Madrid era un escenario fantástico, donde convivían los radicalismos literarios y plásticos con un casticismo bien visible. Y eso debía resultar muy atractivo para los jóvenes que aspiraban a ocupar un lugar en el escenario del arte.

Las expectativas que ofrecía Madrid al joven Renau, no obstante, están más relacionadas con la posible influencia de su padre en los círculos académicos que con la ebullición cultural de la ciudad al final de los años 20. Renau establece contacto con ella una vez que desembarca en la capital, porque el asidero al que prevé agarrarse es José Francés, el portavoz, por así decirlo, de la crítica conservadora.

Es obvio que la relación de su padre, académico de San Carlos, con su colega José Francés, académico de San Fernando, determinó la elección de Madrid en lugar de Barcelona, en la primera (y única) confrontación de Renau con el mercado del arte. Don José Renau, profesor de Bellas Artes y de gustos clásicos, fue el primer crítico que tuvo Pepito Renau. Ya conocemos el rigor académico y moral de aquel hombre. Si los trabajos de su hijo hubieran sido malos, de un vanguardismo feroz o simplemente flojos, no le habría animado a ir a Madrid con la carpeta bajo el brazo.

Lo que había visto don José en aquellas témperas había sido calidad, gusto y oportunidad. Porque el profesor no vivía con los ojos cerrados a los estilos cambiantes. Ya hemos visto que aunque no le gustaba Picasso tampoco lo despreciaba. Es decir, que estaba, más o menos, al corriente de lo que se hacía en París. Y estamos hablando de la década de los 20, cuando el escenario del arte europeo empezaba a llenarse de una enredadera de estilos.

Una muestra de que los artistas españoles y los aficionados al arte conocían lo que se cocía en París es una crónica desde Madrid para «Las Provincias» de Luis de Galinsoga, publicada el 20 de diciembre de 1928. En ella informa de una exposición de José de Togores en la capital, en la sala de “Los Amigos del Arte”. Son 30 cuadros, “obra conservadora y ortodoxa, destacable en un hombre que llegó a coquetear con el cubismo” (por debilidad de carácter, según Galinsoga). Dice que algunos críticos han quedado perplejos al ver esta exposición, porque esperaban otra cosa de este artista que residía entonces en París y se trataba con los más prestigiosos pintores.

En resumen, Pepe Renau va a Madrid impulsado por su padre y recomendado por él a una de las personas más influyentes en el panorama artístico convencional de la época.

Ignorante de lo que le esperaba, el joven Renau desembarca con varios objetivos. El viaje tenía que rentabilizarse. Una de las formas de hacerlo era absorber el ambiente madrileño, asomarse a las tertulias literarias, visitar museos, presentar dibujos a revistas, tomar bocetos. El rédito que un artista puede obtener de un viaje a un lugar interesante está en relación con el capital artístico, intelectual y humano que posea, que en el caso de Renau era alto.

Dos o tres semanas deja pasar Renau antes de presentarse en casa de don José Francés. Y el resultado de la primera visita es el esperado en cualquier circunstancia parecida. Entre los académicos Renau y Francés debería haber una cordialidad meramente profesional. Que no había gran familiaridad entre ellos lo muestra la recepción que se le da al muchacho, haciéndole volver tres veces. Quizá si Renau no hubiera tenido la ocurrencia de dejar en casa de don José Francés la carpeta con sus trabajos, porque le “pesaba bastante”, a la cuarta visita se habría hartado de dilaciones y se habría olvidado de Francés. La tentación de imaginar qué habría sido de nuestro pintor en ese caso es muy fuerte, pero pertenece al ámbito de la novela, no de la biografía.

Mas los dibujos de Renau desconciertan al hombre influyente. Le desconciertan tanto que imagina que es un joven de origen francés, o que ha pasado una temporada en París absorbiendo pintura, o que incluso es un impostor. Le cita en su casa, y se acompaña de un verdadero tribunal de expertos. También está presente su mujer, que era conocida por «La Vitrina», por la generosa exhibición a través de sus escotes. El panel de expertos interroga al joven Renau, que responde amedrentado, pero en unos términos que convencen a aquellos señores de que no es un impostor. Ya está. La suerte está echada.

¿Qué suerte? Este es un punto en el que interesa detenerse. Porque la exposición que don José Francés y sus amigos organizan a toda prisa a “Renau Beger” en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, no es un impulso de generosidad ni de reconocimiento de un genio. No tenemos que llamarnos a engaño, Renau fue un hombre excepcional, un artista formidable, pero no fue ningún genio.

La suerte que aquel grupo de personas influyentes deciden esa tarde de noviembre de 1928 es la de poner en circulación a un artista prometedor bajo su más estricto control. El éxito fulminante no fue debido en exclusiva a la obra de Renau, sino al aparato que don José Francés y sus amigos debieron montar en torno a la exposición. No se explica que el «todo Madrid» la visitara, desde las infantas hasta un general con una temible hoja de servicios.

Y este aparato es el que explica, en gran medida, la decepción íntima de Renau. Cualquier joven creador inteligente (pintor, músico, escritor) no tarda en percibir que el éxito súbito no es obra del azar ni de su mero genio, sino del trabajo subterráneo y activo de los que mueven influencias. El rechazo brutal de Renau al mercado del arte arranca de esa experiencia traumática. En cosa de días se debió de dar cuenta de que aquello era un montaje. ¿Por qué en lugar de aceptarlo y dejarse llevar empieza a resistirse a él con tanta fuerza? Así lo contaba en los primeros años de su exilio mejicano, en un artículo publicado en la revista Las Españas.

Lo desproporcionado del éxito tuvo en mí efectos contraproducentes; quedé como aturdido y consciente, a pesar de mi ingenuidad provinciana, del carácter realmente titubeante de mis pinturas; teniendo además una idea exagerada de las dificultades de mi profesión y de lo difícil que era alcanzar el éxito tal como me explicaba mi padre, el haber obtenido todo lo que puede desear un pintor en cuanto a éxito de público y de crítica con tanta facilidad, me desmoralizó totalmente, haciéndome ver con una gran claridad la falsedad de aquel público, de aquella crítica y hasta de mis propias obras. Rechazando la oportunidad de trasladar mi exposición a París y a Nueva York, regresé a Valencia, donde a los pocos meses la crisis intelectual que el acontecimiento de Madrid me había producido me llevó a la actividad política.

Una vez más nos encontramos con un fondo ético, un lastre de virtud que se opone a la fama fácil y a la prosperidad gratuita. El éxito hay que merecerlo, tiene que costar trabajo. Si hay truco, no hay mérito. Lo que subleva a Renau es la inmoralidad que subyace a su éxito. Si el joven hubiera sido educado en una moral laxa, o su padre hubiera instilado en él un pragmatismo de supervivencia, si le hubiera aconsejado que las oportunidades no hay que dejarlas pasar, que es preciso aprovechar los regalos de la suerte, independientemente de la calidad moral de quien la presenta en bandeja, Renau no sólo se habría ahorrado un trauma, sino que se habría convertido en un pintor de moda, habría expuesto en París y en Nueva York, y quizá ahora estaríamos hablando del sucesor de Picasso o algo semejante.

Más aún, yo creo que la posición moral de Renau ante su éxito es la que cimenta su fama en Valencia. Le tratan como a un triunfador. Pero, puesto que no explota su popularidad, pudiendo hacerlo dada su capacidad de trabajo, “la imagen” que deja es la del hombre recto a quien merece la pena escuchar y seguir. De ahí que Renau sea luego la referencia de los intelectuales valencianos y de otros que no lo eran.

Muestra de su pudor moral es la poca gracia que le hicieron las cenas a las que fue invitado, patrocinadas por personalidades famosas, desde el militar Martínez Anido al torero Belmonte. Obviamente, preparadas por el equipo de José Francés. Pero también acudió a otro tipo de cenas, patrocinadas por “conocidas damas de la villa y corte de Madrid”. No eran unas damas cualquiera, no eran princesas de cuento ni aristócratas inaccesibles, debían ser mujeres de carne y hueso, exuberantes vitrinas de buena carne y estupendo hueso, decididas a pasarlo bien con un artista joven y guapo, según muestran las fotografías de la época.

Nunca fue explícito Renau a este respecto. Pero las referencias que hizo permiten suponer cosas picantes. En la revista Saó, evocaba esto Renau:

Entré también en contacto con el podrido mundo de la burguesía madrileña, que pienso que será como la de todo el mundo. Escenas insólitas de cama protagonizadas por las más decadentes señoras madrileñas de alcurnia, que querían tenerme como colaborador de escenas o cuadros nada gratificantes para mí. Me fui asqueado, pero algo aprendí.

No hay ninguna duda de las actividades en las que Renau fue involucrado. Quizá si hubieran sido jóvenes modelos o musas de vida alegre vinculadas a la bohemia se habría dejado llevar de fiesta en fiesta, como ocurría en París en los mismos años con los artistas de vanguardia. Pero aunque no haya diferencia sustancial entre el libertinaje de la alta burguesía y el libertinaje jovial de la bohemia, una conciencia escrupulosa como la de Renau percibió distinciones morales muy notables.

Dice que por primera vez en su vida sintió “un gélido vacío interior y tuve miedo de mí mismo…” Y comenzó a plantearse el por qué y para qué había trabajado tanto, “es decir, la relación del arte con la gente, de la gente con el arte: ¿qué sentido tenía todo aquello?”

Detengámonos en un punto específicamente estético.

¿Qué lleva el muchacho en aquella carpeta que tanto impresionó a José Francés y sus amigos?

Esto es lo que colgó, también según Luis de Galinsoga, en crónica del 26 de diciembre de 1928, publicada ese día en «Las Provincias». Se titula “Glosas de arte: Revelación y triunfo memorables del joven valenciano, Renau Beger”. Contiene tres ilustraciones, la más destacada es Marineros ingleses.

Hace referencia a otra reseña suya publicada en «ABC», en la que ponía por las nubes la exposición, “lo más culminante de nuestra vida artística en lo que va de temporada”. Justifica la calidad del joven Renau por su estirpe de artistas, menciona a su padre, académico de San Carlos, en lo que se ve que Galinsoga era próximo a José Francés, que organizó la exposición.

La inauguración fue un éxito de público, que manifestaba “en vehementes opiniones su admiración por el prodigioso pintor”. Exhibía 26 estampas: temples, lavados, aguadas, aguatintas, etc.

Lo primero que de ellas maravilla es la agilidad magistral con que usa estas técnicas, solas o combinadas, sin cánones, sin fórmulas, sin recetas, según lo que la inspiración pide en un instante en que aflora exigente y acuciosa, requiriendo al ejecutante a que interprete lo que el creador imaginativo ha alumbrado.

En cuanto a los temas, a los motivos de emoción, Renau es también maestro. Su cultura se adivina rica, variada, selecta, lograda en lecturas copiosas, en voraces pesquisas de libros y revistas de ilustraciones depuradas, y sobre todo, mediante una intuición y un talento natural  formidables, por lo penetrantes, sagaces y sutiles.

Cuanto de alacridad pueda apetecer una fantasía para volar, la tiene Renau en su imaginación creadora. Y vuela en efecto por ámbitos que si fueron explorados hasta ahora por otros númenes, no lograron ser interpretados de tan fina manera como ahora lo son por Renau Beger.

Hay trozos en las estampas de este artista que no los resolvería mejor, con sentido más decorativo, un pintor oriental. Y en punto a modernidad de dibujo, no hay en el vanguardismo pululante por Europa quien acierte a estremecer la sensibilidad de nuestra época con una interpretación más nueva – dentro de lo honrado y de lo positivo, de lo que construye, lejos de destruir la forma – que la de Renau Beger.

Se ha revelado un artista cabal en el ilustrador, en el pintor decorador que es Renau Beger. Su triunfo en Madrid se ofrecerá siempre como ejemplo y memoria de la prepotencia del genio, sin necesidad de anuncios, reclamos ni preparativos de publicidad.

En lugar de tomárselo como el triunfo que fue, Renau lo recibe como un segundo martillazo en su conciencia, después de aquel del grito pegado a la pared. Primero descubre que a la mayoría de las personas el arte les importa un rábano, no acuden a las exposiciones, no hacen caso a los artistas; pero se dejan impresionar por la publicidad, los carteles pegados en las paredes, inventados específicamente para eso, para impresionar al precario consumidor de la época. Y cuando tiene oportunidad de poner a prueba su talento, ve con claridad que el éxito es algo organizado, previsto, calculado y nada cristalino, porque su fondo es legamoso y turbio, como las veladas con las señoras de la mejor sociedad de la Villa y Corte.

De todas maneras, es muy posible que el martillazo en la conciencia de Renau se debiera menos al éxito artístico que a sus consecuencias sociales y sobre todo personales. Quiero decir que a Renau no le sorprendió del todo el reconocimiento de su trabajo. Sabía que estaba haciendo cosas buenas, cosas interesantes, cosas novedosas. A lo largo de su vida no se observa ninguna ocasión en la que dude en serio de su capacidad, de su profesionalidad, de su talento. Su amor propio fue siempre sólido, casi granítico. Y a causa de él no paró de tener conflictos con otros artistas, algunos de su talla, en Méjico, y otros inferiores a él, como le sucedería en la Alemania Democrática.

Cartel de la exposición de Renau en el Círculo de Bellas Artes. Archivo de la Fundació Josep Renau.

Advirtamos que, pese a lo que se leerá a continuación, el regreso a Valencia no fue ni tan súbito ni se pareció tanto a una huida. Entre otras cosas porque Renau accedió a que se publicaran sus témperas en la revista «La Esfera», dirigida a un público selecto. Naturalmente, cobraba por ello.

Así lo cuenta en sus «Notas».

Naturalmente, no vendí ni un solo cuadro, ni visité, como quedó convenido, al referido marchand: ni París ni Nueva York… Mis ilusiones pictóricas, tal como las concebía hasta entonces, se acabaron de una vez. Fue aquella la primera y la última exposición personal de mi vida.

Regresé a Valencia con los bolsillos vacíos, y se me dispensó un recibimiento entusiasta. Para corresponder a la situación tuve que asumir durante cierto tiempo una actividad de euforia juvenil, mas la procesión iba por dentro… Hasta el punto de que ni siquiera en las personas más allegadas pude descargar el hondo desaliento que me poseía, que ni yo mismo llegaba a entender. No hice ninguna otra pintura en la dirección de las que expuse en Madrid. Llegué a pensar que el pintar carecía de sentido… Cruzaban mi ánimo inquietudes e impulsos tan contradictorios que se neutralizaban entre sí y paralizaban mi actividad, y los días y los meses fueron pasando sin pena ni gloria.

Para ganarme la vida, seguí trabajando como siempre en materiales de publicidad y por lo demás no recuerdo a ciencia cierta las cosas que pasaron por entonces. Salvo vagamente que las escasas pinturas y dibujos, que seguía haciendo casi por inercia, eran cada vez más fríos, y que uno de los extremos de la contradicción a que aludo –mi creciente interés por la literatura revolucionaria – fue tomando altura con respecto a los demás.

Creo que por entonces fue cuando tomé el primer contacto con los anarquistas, que predominaban en Valencia. Creo que Paco Carreño estaba aún en Granada, que siguieron las charlas y paseos con los demás amigos; que les pasé los libros leídos en Madrid y los que seguía comprando y leyendo con la misma fruición y, en fin, que nuestras discusiones empezaron a tomar un cariz muy diferente…

Lo que recuerdo bien es que, al cabo de algún tiempo – en el otoño del 29 debió ser – decidí una nueva estancia en Madrid y buscar allí un trabajo con características distintas. Pero había también otro motivo: desde mi regreso tenía clavada la espina de si aquel Madrid que había conocido de de modo tan superficial y fulgurante, era el verdadero Madrid.

Paco Badía se vino conmigo. Instalé mi estudio en un ático de la calle de Velázquez. Como no conocía Madrid, Badía se dedicó desde el primer momento a vagar por las calles y cafés de los barrios populares, a ver museos y exposiciones y a trabajar en unas tallas de madera que se trajo de Valencia. Fuera de las horas de trabajo, llevábamos una vida separada y distinta. Pues yo, por las tardes, me ocupaba afanosamente de “buscar la luz” por las tertulias del Madrid intelectual.

Conocí de cerca los prestigiosos ambientes culturales de la capital de España, y a buena parte de los más conocidos escritores y artistas de la época y a muchos otros, más jóvenes y menos conocidos. Mas creo que resulta inútil describir aquí, pormenorizadamente, unas impresiones que no añadirían nada a lo mucho ya escrito sobre la mediocridad y postración de los cenáculos artísticos y literarios madrileños durante la Dictadura primorriverista.

No encontré ni una gota de lo que buscaba, lo que, por otra parte, no sabía entonces definir con mediana precisión. El caso es que entre muchas cosas, sin duda serias, pero de un interés muy relativo para mí, me tocó oír y presenciar otras de una crueldad casi morbosa, y otras aún tan rayanas en la sordidez que me avergonzaron y quitaron las ganas de perseverar por ese camino. Mas a pesar de todo, yo creía entonces que quizá tuve mala suerte, que la luz que yo buscaba estaba confinada en ámbitos anónimos o en las criptas de la clandestinidad, o que quizás no existía aún en ningún lado… Muy posteriormente comprobé que esta última hipótesis resultó ser la aproximada.

Salvo algunos comentarios, bien poco dije a Badía sobre el fondo de mis cuitas negativas, pues no eran aún concluyentes para mí. Por sus comentarios y estado de ánimo deduje que nuestras vivencias disentían netamente: a él le había gustado Madrid, a mí, no. Y no porque nuestros criterios fueran opuestos, sino porque los respectivos contextos sociales –el popular y el intelectual – diferían objetivamente. Cuando regresábamos a casa él estaba contento y yo decepcionado… Mas no me encontraba tan solo como en la primera estancia en Madrid, porque sentía a mi lado el calor de un buen amigo.

Sin embargo, no todo había sido negativo en esta segunda estancia. En lo que toca a mi trabajo no tuve problema alguno, me lo pagaban muy bien y sobraba dinero para vivir y hasta para comprar libros, muchos libros, que hojeábamos con ansiedad. Colmábamos con ello importantes vacíos en nuestro frente de información, particularmente sobre los últimos “ismos”: cubismo, el movimiento dadaísta –que desconocíamos casi totalmente – y el surrealismo. Los dos últimos cuadraban muy bien con mis posiciones anarquizantes de entonces – que ya no eran solamente mías… Y el caso fue muy curioso. Meses después, hacia finales del 29 – o principios del 30 – hice en Valencia mis primeros fotomontajes surrealistas, uno de los cuales se titula «El Hombre Ártico». Y hasta mucho más tarde no me percaté de que se trataba de un verdadero “autorretrato” subconsciente y simbólico de aquella  fría etapa que he descrito aquí. Entre esta obra y las que apenas hacía un año expuse en Madrid, media un abismo; y no precisamente en técnica y calidad, sino en sentido. Andaba buscando algo a partir de mi propia desolación.

De esta segunda estancia en Madrid, lo más importante y hondo que me quedó fue mi tácita confrontación con las impresiones de Paco Badía. En el primer viaje me hospedé en un humilde Mesón de las Ventas: ¿por qué no se me ocurrió pasear por las calles adyacentes, visitar las tascas y los bares, conocer un poco, en fin, a las gentes del barrio? Tiempo no me faltó… Esta simple reflexión me suscitó otras muchas, más completas y profundas.

En folletos y libros anarquistas leí, por vez primera, análisis sociológicos y bastante explícitos para que las nociones de clase no me fueron ya teóricamente extrañas… Pero, ¿en la práctica de mi vida? Tal fue la base de mi revisión autocrítica de entonces. Y empecé a “leer” hacia atrás los acontecimientos más salientes de mi vida.

Una de las divergencias más chocantes entre las versiones de este episodio capital en la vida de Renau está en la entrevista que yo le hice en su casa de Berlín en 1976. Como es natural, recuerdo muy pocos detalles de aquel encuentro, y desde luego nada de la literalidad de sus palabras. Pero según consta impreso en la revista «La Jaula» de julio de aquel año, me dijo que de su primer viaje a Madrid se volvió a Valencia con un cheque de cien mil pesetas, lo que contradice su afirmación en las «Notas», consignada más arriba, de que regresó “con los bolsillos vacíos”.

¿Sabe usted lo que eran cien mil pesetas en aquella época? Mi padre miraba el cheque por todos los lados, no se lo creía. Pero yo no quería pintar más, y mi padre confirmó la idea de loco que sobre mí tenía.

Cien mil pesetas en 1928 era una fortuna impensable. Acaso ni Picasso cobrara semejante cantidad. Es posible que yo malinterpretara la cantidad. O que Renau exagerara. O también, lo más probable, que fuera muy inferior y no se refiriera a la exposición, sino a la venta de los derechos de reproducción de sus trabajos a «La Esfera».

Es de imaginar la decepción del marchand que quería llevar la exposición a París y Nueva York, y de don José Francés, ante la espantada del joven y prometedor artista. Existe una fotografía en un diario de la capital valenciana en la que se ve a Renau rodeado de sus cuadros, ya en Valencia, en 1929. Esto es una evidencia contra la información repetida por él de que abandonó sus cuadros en Bellas Artes y no volvió a saber de ellos. Es lo que le dijo a Manfred Schmidt en una de sus conversaciones grabadas.

Mi primera exposición en Madrid me produjo una conmoción, y eso que fue un triunfo tremendo, de crítica, de prensa, todos hablaban de mí. No se creían que fuera español y que tuviera 20 años. Pensaban que era argentino, francés o belga. Vino incluso la infanta Isabel, la tía del rey, vinieron toreros. Y el segundo general de la dictadura (Martínez Anido) me invitó a cenar. Y no vendí nada. Antes de abrir la exposición conocí a un marchante, vio mis cosas y me aconsejó que pusiera precios muy altos, para no vender nada. Y luego él se encargaba de llevarlo todo a París y a Nueva York. Pero aquella exposición me produjo una sensación tan deprimente…los cuadros eran tan optimistas…, el público tan decadente, tan superficial, la alta sociedad madrileña, putas, intelectuales. Pero no hice ni una sola amistad. Cada día la exposición estaba llena, había quien venía dos veces. Aquello me deprimía. Empecé a pensar que pintar no tenía ningún sentido, que tenía que dedicarme a otra cosa. Coincidió que me compré unos folletos de literatura anarquista, Bakunin y eso. Fue para mí un descubrimiento tremendo. Mi padre era monárquico, católico, académico, muy buena persona, pero muy reaccionario, muy tradicional. En los folletos me encontré con algo de lo que no tenía ni idea. Tomé la decisión ingenua de no volver a pintar, de hacer primero la revolución social; después, ya pintaríamos. Era algo infantil. Me puse a buscar a los anarquistas. Dejé los cuadros colgados en la exposición, los abandoné, no sé qué pasó con ellos. Ni siquiera visité al marchante.

Es obvio que el Renau adulto recreó tanto el trauma de su éxito, que le aportó detalles inexistentes o existentes sólo a medias.

El caso es que volvió a Valencia si no en loor de multitud al menos en loor mediática. En varios periódicos impresos le hicieron entrevistas. Y en ninguna manifestó el menor síntoma de desaliento, sino todo lo contrario. Insistió incluso en la idea de llevar la exposición al extranjero. De esto no debemos deducir que su crisis interior fuera inventada, sino que la procesión iba por dentro y hacía su efecto lentamente.

En febrero de 1929 aparece en «Valencia Atracción» una entrevista a Renau de Francisco Solís Serrano, hecha en enero en Madrid. El periodista pone por las nubes al valenciano “surgido de pronto cual un refulgente cometa en el cielo del arte”. “La personalidad artística de Renau Beger destaca vigorosa, única. No copia, crea.” Y sigue:

En sus obras, de luminoso colorido sobresale una exquisita y refinada modernidad, un agudo humorismo, fino, no vulgar. Igualmente bellos son sus dibujos de elegante composición, citemos algunos: los valencianos selectos y modernos, Jáquera vella y Lliris Vermells, los de las bellas historias de niños, los de ambiente frívolo, mujercitas de hoy día, negros que se contorsionan en un frenético jazz, los humorísticos, unos rubios marinos británicos, duros y ceñudos, de enjuto rostro reluciente por el brandy y de ojos grises, fríos, pero brillantes de lascivia, esa concupiscencia de los hombres de mar, los de temas decorativos, los bocetos y apuntes de paisaje o escenografía, las portadas de libros, todos, absolutamente todos llevan indeleblemente marcado el sello del arte de este joven pintor. En sus obras resaltan, principalmente la línea correcta e impecable, la composición artística y adecuada, el colorido polícromo y brillante como el de los diminutos dibujos orientales japoneses o chinos sobre lacas y porcelanas, y al mismo tiempo, en algunas de sus obras no exento de cierto misticismo asemejable al de las miniaturas de los códices, obra paciente de monjes medievales.

Al margen de la retórica, se ve que Renau ha causado impacto. El artista le informa de que va a colaborar con las revistas «Prensa Gráfica», «La Esfera» y «Nuevo Mundo». Se resiste a ser clasificado dentro de ningún «ismo», y afirma que “Hasta ahora quieren dividir el arte por grupos, cosa que yo conceptúo un error. Debe clasificarse por procedimientos.” También asegura:

Hoy estamos ante una crisis grande. El futurismo y el cubismo afortunadamente ya van pasando. Por eso nada puede decirse. Hoy triunfa, además del que tiene suerte, desde luego el que tiene fuerza de voluntad. Ahora se deja al artista libre. Antes eran discípulos de maestros consagrados, de ahí la monótona sucesión de estilos y la creación de determinadas escuelas. Hoy se le da una paleta y unos pinceles y se le deja que haga lo que quiera, libre por completo a su albedrío artístico. De aquí las distintas formas y maneras de hacer y del estilo característico de cada pintor.

Es un misterio por qué Renau considera afortunado el supuesto eclipse del cubismo y el ya definitivo del futurismo. Suena más a petulancia juvenil que a idea propia y sustentada. Pero es claro en su caracterización del artista moderno como “un creador libre”. Parece que lo lamente, algo nada extraño, porque uno de los efectos de la libertad de creación, sin nada ni nadie que respalde al artista, es que el éxito sólo depende de la suerte, como dice Renau, y muy poco de la fuerza de voluntad.

Sobre sus planes para el futuro contesta Renau:

Mis ideales están en la exposición netamente valenciana que presentaré allí en breve. Y digo netamente por ser toda ella de temas valencianos. Y luego tengo la idea de trasladarla a París. A qué negarle que siento la atracción de América; ahora, que iré cuando crea que debo ir, cuando hayan pasado algunos años, una vez que haya agotado cuanto España y Europa me pueden dar. Las circunstancias, de ellas depende.

Desde luego suena a un farol, incluso si ponemos en duda la profundidad de la crisis que padecía en el momento de realizar la entrevista. ¿O no la padecía aún?

Sustento la duda en una nota sobre la exposición que su mentor, José Francés, publicó en «La Esfera», acompañada de tres ilustraciones, los lúbricos marineros ingleses, una titulada «Valencianas», y otra, «Andaluza». La cita está tomada de una hoja suelta de la revista, que conservó Renau (proporcionada por su sobrina Marisa Gómez Renau), en la que no aparece fecha, aunque podemos deducir que es de diciembre de 1928 ó enero de 1929.

Nos encontramos con el caso de un dibujante que apenas salido de la adolescencia crea con la múltiple sabiduría de los cuatro o cinco maestros del arte editorial de España.

¿Dónde, cómo se ha formado este muchacho? Un reciente concurso de carteles industriales donde Federico Ribas obtuvo el primer premio y Renán Beger (sic) el segundo, ya nos le reveló. Pero la exposición del Círculo le ratificó con sorprendente elocuencia.

Renán Beger exhibía no más de quince o dieciséis dibujos: ilustraciones editoriales, pequeños carteles, estampas, estilizaciones de paisajes, caricaturas.

No recató algunos originales de iniciación angulosa de línea chillona, de color, que ofrecían “carne” a las fieras del reparo. Aun eso mismo le valoraba mejor, le añadía ímpetu indiferente y descuidado a su efectiva mocedad. No disimulaba sus influencias y era fácil añadir a cada título de estampas un paréntesis con la frase “a la manera de…”

Pero enseguida, cedido momentáneamente al reparo y hecha concesión al reproche. ¡Qué infinita riqueza de temperamento y qué espontánea y pródigo genio de artista las suyas!

Todo en Renán Beger parece tener aquel íntimo y congénito don del destinado a maestría suprema. Su trazo enérgico o sutil, emocionado o burlón, elegante o rudo, según los ritmos y las ideas a que sirve; su extraordinaria sensibilidad para el color, que agota todos los matices de un solo tono y alía con singular brillantez las más audaces fantasías cromáticas; su distinción y buen gusto en la elección de temas; su modernidad sin extravagancias ni incluserismo.

No creo engañarme vaticinándole primacías en las distintas culminaciones que el arte editorial ofrece hoy día a nuestros dibujantes: el cartel, la ilustración, la estampa.

En todos y cada uno de esos aspectos aguardan a Renán Beger no pequeños triunfos. Y será grato recordar siempre que fue en el Círculo de Bellas Artes de Madrid donde se reveló este dibujante excepcional.

La firma de José Francés bajo esta retahíla de panegíricos debió impresionar a Renau (al que, cosa desconcertante, llama Renán) tanto como el éxito de su exposición. Y no sólo a él, sino al pequeño universo artístico valenciano. Cabe reparar en que el crítico trata siempre a Renau como dibujante. Por un lado, recorta sus posibilidades como artista. Por otro, subraya una facultad muy codiciada en la época, cuando la ilustración gráfica llenaba las revistas gracias a la técnica del huecograbado, ya muy perfeccionada. También se ve en las palabras de Francés que se siente orgulloso de su descubrimiento, en quien ha puesto tantas esperanzas, luego defraudadas por el artista anonadado por el éxito.

La fama adquirida le fue muy útil en Valencia, donde ya tenía cierto reconocimiento. Le llovieron los encargos publicitarios. El ayuntamiento de Valencia premió un cartel suyo para la Feria de Julio de la ciudad, y recibió un diploma secundario en la Exposición Universal de Barcelona, inaugurada en mayo de 1929.

Pintó muy poco, según reconoce, quizá porque le quedaba poco tiempo libre entre la renovada pasión por los libros revolucionarios y su apostolado personal entre los compañeros y ex compañeros de Bellas Artes. Este contacto directo tendría efectos muy persuasivos, debido al aura que acababa de adquirir.

A Manfred Schmidt le hacía este comentario sobre su crisis personal:

Yo no es que lo decidí, es que ya no pinté más. Sin saber… es que ya entonces no hacía otras cosas. Simplemente dejé de pintar porque antes había que hacer la revolución. Era un mundo cultural repugnante. Yo tuve ocasión de conocerlo bien de cerca, porque en ese momento conocía a todos los pintores y escritores, y me produjo repugnancia. Dije, fuera, se acabó. Yo venía de un mundo muy sano, de Valencia, ambiente campesino y artesano, pero era una provincial muy especial, muy politizada, una gran tradición republicana, ya en tiempos de Carlos V hubo una revuelta tremenda, en el siglo XVI, o sea que es una sociedad muy de izquierdas. La población dominante es campesina y artesana. Madrid era burocrática, la capital artificial de España, que la hizo Felipe II para unificar el imperio. Ese contraste me impresionó mucho y decidí dejar de pintar.

Los jóvenes artistas valencianos, procedentes casi todos de la Escuela Superior de San Carlos o de la de Artes y Oficios, constituían desde hacía algún tiempo, quizá unos años, una masa preparada para que una pizca de levadura la hiciera subir, esponjarse y convertirse en una sabrosa torta.

En 1928 tuvo lugar en la sala Emporium de la ciudad de Valencia la llamada “Exposición de Arte Joven.” El nombre reflejaba el contenido de la muestra. El poeta Juan Lacomba leyó un manifiesto en la inauguración. Atacaba el arte académico, es decir, el dominio que este arte ejercía sobre el pequeño mercado artístico valenciano, aunque no lo planteaba así. Fustigaba el tópico del provincialismo y ruralismo valenciano, asegurando que Valencia vivía “al margen de la civilización estética mundial, borracha de sol, de cielo, de huerta y de mar”. Solicitaba un arte acorde con el siglo. No anatematizaba a los sólidos valores del arte valenciano, Sorolla, Blasco Ibáñez, etc., pero pedía que se les dejara de considerar guías.

El problema de este tipo de manifiestos es que no proclaman lo que realmente les motiva: el deseo de reservarse un hueco en el mercado. De tal modo que confunden al público intelectual al que se dirigen y también al público que conforma su posible nicho de mercado.

Los intelectuales y artistas más inquietos estaban fascinados por la revolución soviética, que había triunfado después de décadas de incendiarias proclamas contra el corazón del sistema en todos los países europeos sin excepción. Así que el ataque a la base de la sociedad era el recurso más socorrido, aunque nada eficaz, cosa que provocaría unas frustraciones que, lejos de convencer a los revoltosos de su enfoque defectuoso les confirmaban en su razón. Como digo, el texto de Lacomba no es revolucionario, pero sienta las bases de otro que sí lo será, aunque tampoco sus objetivos aparecerán muy definidos.

Lo escribió José Renau con motivo de la “Exposición de Arte de Levante”, una muestra oficialista y oficial celebrada en el Palacio Municipal de Valencia en junio de 1929. Participaban en ella los artistas maduros y consagrados, desde José Benlliure y Cecilio Plà al propio José Renau Montoro. El organizador era el Patronato Nacional de Turismo, y el propósito de la muestra era poner a disposición de los compradores valencianos y forasteros obras de artistas cotizados.

Como es de imaginar, la reacción de los jóvenes artistas “en paro” fue de desagrado. La de Renau fue tremebunda. En un texto que circuló exclusivamente en los círculos de iniciados y que no tuvo ninguna repercusión pública, Renau no dejó títere con cabeza.

Para entender mejor la transformación psicológica e intelectual del joven Renau es interesante recordar lo que en enero de ese año le decía a Solís Serrano sobre el turismo.

Yo creo que el turismo es lo que más caracteriza la vida actual. El porvenir de las naciones y también de las regiones está en el turismo. Y respecto al arte puesto a su servicio, lo considero no sólo necesario sino imprescindible, y opino que para la difusión de las bellezas de cada región deben encargarse sus artistas, por ser los que más sienten las bellezas, los tipos, el ambiente.

Renau se refería a las estampas de andaluzas o valencianas que había presentado en la exposición de Bellas Artes. Pero seis meses después, el mismo que aprecia el valor del turismo y el trabajo de los artistas en relación con ese fenómeno naciente, redacta «A raíz de la Exposición de Arte de Levante, Valencia 1929», un panfleto incendiario.

Ilustración de una de las témperas de Renau en "La Esfera". Ilustración del archivo de la Fundació Josep Renau
El Hombre Artico, el primer fotomontaje de Renau, producto de su crisis interior. Archivo de la Fundació Josep Reanu.

Lo más curioso es que Renau no dirige su artillería más pesada contra los maestros consagrados, sino contra los artistas de su generación que se amoldaban al mercado. Esto puede parecer absurdo, pero evidencia la astucia de Renau, que era un tipo inteligente.

Él es joven, ha triunfado, se le aprecia en los medios que consumen y publicitan la creación artística, y en lugar de entregarse a Moloch, se escapa de la asimilación. El problema de la indignación proclamada por Renau es que no dice hacia dónde hay que escapar. Todavía no lo sabe. Al cabo de un año se dará cuenta de que “no había otra posible salida que la revolución social”.

Es posible que la reacción de Renau sea de una astucia intuitiva, no calculada. La teoría sustentadora vendrá después, una vez haya tomado partido por la revolución social, y no obstante continúe haciendo carteles convencionales (aunque con su estupendo estilo), y colabore en revistas populares apolíticas con ilustraciones eróticas, a la vez que dirige la línea gráfica de una revista anarquista. Ya nos detendremos en esta aparente contradicción.

Esto es lo que dice a sus compañeros de generación en su manifiesto:

No al arte de los viejos artistas y pseudoartistas, que obedeció a una época equivocada o no, pero muy lejos de nosotros a pesar de estar tan cerca, sino al arte de los “jóvenes viejos” es al que debemos dirigir todas nuestras censuras y desprecios. Al arte de los jóvenes inertes: sin vida, egoístas de una comodidad que luchando y sufriendo crearon otras épocas. A esa generación tan abundante hoy, rémora peligrosísima para nuestra vida y nuestro siglo.

La única dirección que apunta el joven rebelde se contiene en este párrafo:

Queremos que el arte nos enseñe la fisonomía moral de una época, de un individuo, de un momento, más que la apariencia material, que nada nos interesa, ni nunca interesó ni emocionó más allá de la sensibilidad epidérmica de los sentidos.

Lo que propone Renau es “la emoción, no de la forma y el color, sino del alma, de la forma y del color. Queremos sensibilidad dinámica, humedad de sentimientos, calor de pasiones, locura de voluptuosidades.”

La única manera de entender estas imprecisas indicaciones es colocándolas en su contexto cultural y social. Y ni siquiera en él adquieren un sentido nítido. Porque de haber sido así, su impacto habría sido formidable, cuando fue nulo. Lo que hizo el atrevido Renau fue situarse a la cabeza de la vanguardia, pegar un saltito y convertirse en líder sin ser muy consciente de lo que estaba haciendo. Digo saltito porque gracias a la popularidad que había adquirido, al optar a favor de los parias sin cuota de mercado, en lugar de quedarse cómodamente en el nicho de los consagrados o encaminados a la consagración, no necesitó hacer un gran esfuerzo; simplemente se levantó y dijo públicamente que no le gustaban las reglas del sistema.

Recordemos que estos plantes espectaculares no eran infrecuentes en el París o el Berlín dadaístas, ni en la España de cultura supuestamente retrasada. El ejemplo más conspicuo es el de Dalí, que montó varios números en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, donde estudiaba, hasta que consiguió que le expulsaran. Pero Dalí era un hombre en busca de la fama y el dinero, cosas que a Renau le parecían repugnantes.

El valenciano será el primero de los artistas españoles que señale con toda claridad al mercado como el problema principal de los artistas y del arte. Para entonces Renau ya será marxista. Y se mantendrá en sus trece hasta el final de su vida. Lo más singular de todo esto es que semejante lucidez le alejará de las complacencias de los intelectuales de todas las épocas y países en los que vivió, incluidos los artistas de la RDA, donde oficialmente no existía el mercado del arte.

Pero para llegar ahí, le queda todavía, en 1929, pasar por un túnel de ambigüedad y de angustias. El túnel es Madrid, una ciudad que le desagradará siempre.

Regresa por segunda vez a la capital en otoño de 1929, sin el menor espíritu proletario, algo que él subrayó. Es precisamente la decepción que le causó lo que volvió a ver allí el desencadenante del final de su crisis. Todo un mundo de intereses, de corrupción y de sofoco se echó sobre él, como me reveló en la entrevista que le hice en 1976:

Mire, yo he estado en la tertulia de Ramón, el “gran” Ramón Gómez de la Serna. Y allí he visto cómo se aplaudía, casi con lágrimas en los ojos, los versos vacíos de un joven poeta americano. Ramón dijo: “¡Camarero! Traiga usted una copa de coñac para este vate”, y hablaba con una seriedad, con una autoridad solemne. Y cuando el poeta se fue un momento al servicio, se empezaron a reír de él a carcajadas y a ponerle como chupa de dómine. Yo me dije: “José, ahora mismo haces los bultos y te marchas de esta olla podrida que es Madrid.

A Renau se le hacía insoportable la hipocresía y el cinismo del que se valen ciertos intelectuales para situarse en la cresta de la ola.

Recurramos de nuevo al canon autobiográfico de Renau, sus Notas al margen de Nueva Cultura. Lo más importante es la sensación de confusión cronológica que tiene Renau al rememorar aquel tiempo febril. Luego lo comentamos.

Permanecimos en Madrid unos meses, y a finales del 29 estábamos ya de nuevo en Valencia. Carreño había regresado también. Estaba muy descontento de su trabajo, y lo más sorprendente fue que, en unas condiciones totalmente distintas, hubiera llegado a la misma conclusión que yo: no había otra posible salida que la revolución social. [El subrayado es de Renau.]

[…]

En lo que personalmente me atañe, cuando más se acerca el año 30, más confusos e imprecisos son mis recuerdos.

Aquel año fue decisivo para mí, y creo que también para todo el grupo, y para gran parte de nuestra generación. Y no porque fuera la antesala de la República, pues es bien cierto que ésta pilló desprevenidos a los mismos republicanos, que no la esperaban para tan pronto. Sin embargo he pensado a menudo que, quizás también por esta razón, el año 30 fuera decisivo para nosotros: no me atrevo a firmarlo en mi experiencia propia, pues ningún signo precursor entró en la cuenta de mis opciones de entonces. Mas, me parece que la dialéctica entre la necesidad y el azar ha sido muy mal estudiada, y peor aún aplicada al entendimiento de ciertas etapas de nuestra historia cultural reciente, particularmente a los años inmediatos a la proclamación de la República: el que ésta llegara tan pronto fue, tal vez, una coyuntura azarosa, pero el hecho de que llegara, no, pues constituía un proceso irreversible, que fue violentamente truncado con la pérdida de la guerra del lado republicano…

Desde entonces, siempre que he tratado de rememorar aquellas fechas se me hacía como un nudo en la cabeza. Pensaba que tal vez ello se debiera a la erosión de un largo exilio, o a las intensas vivencias de otros tiempoespacios y ambientes distintos a los que me vieron nacer… Hasta que se me hizo necesario poner cierto orden cronológico en mi memoria para resumirlo en este escrito…

Y me encontré, con sorpresa, con que ciertas evoluciones intelectuales, cambios de rumbo artístico, opciones políticas y otros procesos complementarios que me parecían haber durado mucho, años enteros, resulta que realmente sucedieron en un lapso temporal extremadamente corto: unos discurriendo paralelos, otros simultáneamente, superpuestos, entrecruzados, imbricados en fin en una maraña casi inextricable. Todos culminaron precisamente en aquel año de 1930. Y las opciones capitales que entonces decidí siguen todas, hasta hoy, vigentes para mí.

Esta experiencia autocronológica me ha deparado dos curiosas impresiones. La primera, que las horas de entonces “tenían” tres veces más minutos y los meses, tres veces más días que en toda mi vida anterior y posterior, incluidos los años de la guerra; la segunda, el que esta confusión a la que más arriba me refiero no estaba solamente en mi cabeza sino también, y en buena parte, fuera de ella: era objetiva y se respiraba en el aire mismo de aquellos vertiginosos tiempos.

Impresiona la lucidez de Renau en su reflexión sobre la irregular velocidad de los tiempos. Merecería la atención de los historiadores de la época. Resulta singular, y llena de posibles interpretaciones y glosas, la importancia que da Renau a los dos años que anteceden a la instauración en España de la República. Importancia superior, dice, a los de la guerra.

A este respecto, y por mencionar hechos que tienen que ver con el contenido de este libro, vale la pena recordar que la Sociedad de Artistas Ibéricos, una especie de sindicato de pintores y escultores que tanto dio que hablar en la República hasta que fue sucedida por instituciones francamente revolucionarias, fue fundada en 1925; la Escuela de Vallecas, donde se forjó un relevante grupo de pintores, data de 1927, y el “Salón de los Independientes”, de 1929. Eso sin contar las innumerables agrupaciones de artistas plásticos que convivían en Barcelona.

Por un lado, vemos que la dictadura de Primo de Rivera no fue el erial cultural que algunos se empeñan en señalar. Por otro, que se acumularon en ella, al modo que señala Renau, “unos discurriendo paralelos, otros simultáneamente, superpuestos, entrecruzados, imbricados en fin en una maraña casi inextricable”, movimientos que estallarían en 1931 de un modo tan virulento que la sociedad no acertó a asimilar, y que desembocarían en una guerra civil de la que fueron responsables todos los elementos en conflicto, no sólo unos pocos.

Regresemos a las postrimerías de 1929. El joven Renau ha vuelto a Valencia. En su ausencia, o quizá cuando está a punto de regresar a Madrid, se ha inaugurado en la ciudad del Turia la llamada «Sala Blava».

Se trata de unos bajos con cierto aire gótico en una manzana situada en el corazón de la vieja Valencia universitaria, rodeada de iglesias memorables y a la espalda de las calles más comerciales de la pujante ciudad. El promotor es un empresario de la industria cerámica, Fernando Gascón Sirera, que ha hecho fortuna en el término de Canillejas, pegado a Madrid. Pretende sentar las bases de algo que desea convertir en una versión valenciana de “Els Quatre Gats” de Barcelona, un círculo selecto, un club de intelectuales y artistas locales. La calidad de aquellos a los que intenta agrupar está todavía por verse, pero desde nuestra perspectiva sabemos que era alta. La “Sala Blava” tendrá una vida corta, pero dará lugar, en paralelo al apostolado de Renau, a todas las pulsiones vanguardistas que irán cuajando en la República.

Cuando el pintor rebelde vuelva por segunda vez a Valencia desencantado de Madrid, donde no ha encontrado la luz que busca, frecuentará las tertulias de la «Sala Blava» y contribuirá a algunas de sus exposiciones. En estas reuniones cimentará su fama y su liderazgo, y adquirirá la confianza en sí mismo que le llevará en 1934 a fundar una revista, Nueva Cultura, que hará época a partir de su primer número, editado en enero de 1935. No obstante la importancia histórica que ha adquirido la huella de la «Sala Blava», conviene no olvidar que era una isla en el mar del arte valenciano, lleno de archipiélagos y penínsulas académicas, comerciales o convencionales.

Sin embargo, lo más interesante, a mi parecer, en ese confuso y elástico año de 1930 en la vida de Renau es su contacto con los militantes anarquistas. Así es como lo evocaba ante Manfred Schmidt en una de las cintas de 1977.

La primera exposición que hice fue en el sindicato de los estibadores del puerto de Valencia. Desde muy joven he trabajado con la clase obrera.

Primero fui anarquista. Había muchos anarquistas en Valencia. Anarquistas armados, terroristas. Algunos huyeron a Méjico y a Argentina y fundaron allí los primeros sindicatos. Muchos eran catalanes.

No hay ninguna otra noticia de que el joven Renau realizara una exposición en el puerto de Valencia dedicada a los estibadores. Puede formar parte de la leyenda construida por el artista. Aunque también puede ser una confusión con el mural que realizó en la Marítima Terrestre, el sindicato de la FAI situado en la Calle de la Reina, próxima al puerto de Valencia, y que destruyó según unos uno de los bombardeos sobre el puerto, o según otros el revanchismo y la barbarie cultural de las tropas franquistas que entraron en Valencia en 1939.

En otra entrevista concedida a Juan Antonio Hormigón y publicada en la revista «Triunfo» el año 1974, decía:

En aquel tiempo, yo hablaba mucho con los campesinos y pescadores. A veces me iba con ellos al atardecer en los barcos y pasaba la noche faenando y hablando. Aprendí a conocerlos y vi sus condiciones de vida. Desde entonces me irrita que se sublime al proletariado que vive en esas condiciones horrorosas e infrahumanas. Ser proletario no es nada hermoso. Aquello influyó mucho en mi concepción política, y desde entonces estuve junto a aquellos que luchan por acabar con ese estado de cosas y con la sociedad dividida en clases.

Desde luego, la condición de proletario no debía ser entonces nada hermosa. Baste recordar el famoso cuadro de Sorolla, “Y dicen que el pescado es caro”. No se necesitaba tener una mentalidad revolucionaria o protorrevolucionaria como debía de ser la de Renau en 1929, para escandalizarse por las condiciones de vida de los proletarios.

Esta estampa bíblica de Renau haciendo apostolado entre los pescadores no debe estar muy alejada de la realidad. Sabemos, por él mismo y por su hija Teresa, que tenía una gran pasión por el mar. Dejó testimonio de ello en Méjico en las ilustraciones de un libro sobre la naturaleza marina, que no llegó a editarse. Y una y otra vez utilizó elementos marinos en sus dibujos: caracolas, olas encrespadas, peces, paisajes costeros.

Esto es lo que cuenta Renau en sus «Notas».

Apenas regresado de Madrid reanudé el contacto con mis nuevos amigos libertarios. La vida del grupo se normalizó con algún amigo más, si no recuerdo mal. Nuestras lecturas y temas habituales discurrían en dos direcciones principales: literatura anarquista a todo pasto e información sobre los movimientos vanguardistas europeos de entonces, lo cual no dejaba de ser un contrasentido. Nuestras discusiones se hacían cada vez más vivaces y “politizadas”. Entrecomillo esta palabra porque  -y ahí viene la segunda contradicción – según la lógica de nuestros postulados ácratas teníamos que ser apolíticos en principio.

(…)

Hasta entonces mi anarquismo se había limitado a la lectura de folletos y libros, y a las consiguientes pláticas y discusiones en el seno del grupo. He de advertir, sin embargo, que en un lapso de tiempo relativamente corto, mis copiosas lecturas me habían permitido encontrar los límites teóricos del anarquismo. Mas faltaba lo fundamental: la necesaria confrontación de la teoría con la práctica.

Mis nuevos amigos me invitaban a ciertas reuniones, donde fui conociendo paulatinamente las variedades y matices de la familia ácrata -anarquistas “puros”, anarcosindicalistas, naturistas, vegetarianos, nudistas esperantistas… – para las cuales las tierras valencianas eran muy pródigas por entonces. Comencé a frecuentar el Ateneo Libertario, sito en el Camí del Grau [hoy Avenida del Puerto] (había otros en Valencia), que resultó famoso, para mi experiencia anarquista cuando menos…

¿Por qué le parece al Renau de 1976 un contrasentido interesarse por la literatura anarquista y a la vez por los movimientos vanguardistas europeos? Acaso por la mezcla impura de la esfera social con la estética. Aunque esto es dudoso, porque los anarquistas tenían en gran estima la cultura; y aunque es posible que los vericuetos del arte moderno les trajeran al fresco, transitarlos no era contradictorio con sus ansias revolucionarias, que también sentían muchos vanguardistas, si bien no con la misma coherencia. Quizá la razón de esta supuesta paradoja la encontrara Renau en la inclinación elitista de los artistas, que les excluía de las masas y les apartaba de la acción social. Tampoco parece muy coherente. La novela Jusep Torres Campalans, de Max Aub, escrita y publicada en Méjico después de la Segunda Guerra Mundial, muestra a un pintor cubista español de convicciones y práctica anarquistas. Max Aub se sirvió de su experiencia en el París prebélico y también de las conversaciones que había mantenido con Renau en el exilio, quien le asesoró en la preparación del libro. Según el judío valenciano, el Parnaso artístico de París estaba lleno de ácratas, algunos casi mártires como el inventado Torres Campalans. Las memorias y los testimonios de la época lo corroboran.

Lo más probable es que al Renau comunista sus veleidades anarquistas le resultaran incompatibles con el estudio de las tendencias artísticas, puesto que para él ambas tenían un cimiento político, absurdo en el primer caso, como subraya, porque el anarquismo puro se opone a la práctica de la política, que es el ingrediente esencial del marxismo leninismo.

Es decir, mientras hacía las dos cosas de un modo intuitivo, Renau no sentía contradicción alguna. Luego, con la conciencia iluminada ya por la luz del materialismo dialéctico, la simultaneidad de ambas acciones le pareció un contrasentido. Pero un contrasentido que le condujo al PCE. De hecho, si no se hubiera interesado por la literatura anarquista, nunca habría sentido el impulso de contrastarla con la práctica, y la decepción que esto le supuso, como se verá en seguida, no le habría conducido al comunismo. Luego, siendo ya miembro activo del PCE, colaborará íntimamente con tres revistas anarquistas, dos valencianas y una catalana. Renau sintió siempre una gran simpatía por los anarquistas, sin duda porque compartían con él un fondo ético irrenunciable, que al leninismo le parecía una veleidad pequeñoburguesa.

El grupo de amigos anarquistas pertenecía a la categoría de los “puros”. Me tomaron tal confianza que me llevaron a un conciliábulo ultrasecreto preparatorio de una acción terrorista de envergadura. Lo que allí vi y oí es tan inverosímil que aún hoy, a tantos años de distancia, me resulta penoso y difícil describirlo. Bastará con la última fase. El compañero que dirigía la reunión concluyó: “Los que tengan pipa (pistola) que den un paso adelante”. Estábamos sentados en el suelo, cuatro compañeros se levantaron, y este simple hecho los hizo “responsables”  de los grupos de acción previstos en el plan… Y la incoherencia entre la benévola audacia de aquellos hombres y el terrible infantilismo del plan en cuestión se puso de manifiesto hasta para mi incipiente revolucionarismo pequeñoburgués.

Renau no especifica en qué consistió aquella acción terrorista, pero relata su participación en una huelga violenta de los portuarios, tumbando tranvías en el Camí del Grau, que resultó en la detención de todos los participantes por su ingenuidad táctica. Al joven Renau le soltó la policía enseguida porque ninguno de los anarquistas le denunció.

En estas y varias otras acciones menores que viví, el balance era casi siempre negativo: dada la sistemática improvisación y falta de rigor en el enfoque y en la organización de sus temerarias acciones, me parecía que aquellos abnegados compañeros se dedicaban a una pura gimnasia gestual, sin importarles ni un comino la eficacia: la citada acción terrorista fracasó trágicamente, como era de esperar, y la huelga portuaria se perdió…

En el plano cultural pasaba tres cuartos de lo mismo. En las “elites” intelectuales anarquistas reinaba por entonces una desculturación temible por su inconsciencia misma. Recuerdo una memorable e indescriptible conferencia titulada “Origen proletario del arte” (sic) que distaba mucho de ser excepcional, sino más bien regla y nivel estadístico-intelectual de la acracia valenciana. Frecuentaba yo los ateneos libertarios y utilizaba a menudo el derecho a la tribuna libre, y a veces me pasaba de rosca y hasta me ensañaba con el orador y su auditorio, siempre cándido y ávidamente receptivo, a pesar de sentir por ambos una íntima ternura…

De nuevo Renau se deja influir por la perspectiva en sus recuerdos. Porque su primera militancia en el PCE no fue muy distinta de aquellas “infantiles” acciones anarquistas.

La flor y nata del joven Partido Comunista de España estaba formada por socialistas radicalizados y por ex militantes anarquistas que habían encontrado en el marxismo leninismo una fuente de inspiración, y en los caudales de Moscú, una fuente de financiación. Es un hecho histórico que el PCE fue una fuerza casi irrelevante hasta la Guerra Civil, y el protagonismo que adquirió en ella se debió tanto a la firmeza y a las convicciones de sus militantes, como a la férrea dirección ejercida desde el Kremlin, que entendía muy bien el curso de la guerra y anticipaba las mejores estrategias para intentar ganarla. Pero no adelantemos acontecimientos.

Recuerda el pintor la lenta pero sólida marcha de su grupo de amigos hacia la luz del marxismo, determinada por su capacidad crematística. Renau era el único que ganaba dinero suficiente para comprar libros. Esto le permitía hacer la selección. Cita como textos importantes La nueva Rusia, de Álvarez del Bayo y Un notario español en Rusia, de Diego Hidalgo, así como artículos sobre la Revolución de Octubre.

Fruto de la semilla sembrada por el grupo de Renau fue la edición de un solo número de cierta revista llamada «Proa». Sus impulsores intentaron plasmar sus inquietudes, y hacerlas públicas, algo natural, y coherente con su deseo de influir en la realidad más próxima. La revista no trascendió ni perduró. Pero al menos fue el soporte del primer fotomontaje de Renau, el llamado «Hombre Ártico».

El artista no fue consciente de la trascendencia personal, íntima de ese trabajo hasta casi cuarenta años después, cuando volvió a realizar una versión de aquel fotomontaje. El «Hombre Ártico» primigenio es un mar oscuro en el que se eleva un iceberg alargado con una especie de brazo también de hielo, que se extiende hacia una constelación vertical de estrellas sustentada en una pelota de golf. Sobre el iceberg hay algo así como un globo o burbuja en cuyo interior se ve una pista de circo. Por lo que cuenta el artista, fue un fotomontaje realizado sin premeditación, impulsivo, espontáneo, automático como se suponía que debía ser el surrealismo, estilo del que está impregnada la composición. Al verlo al cabo de los años cayó en la cuenta de que era un autorretrato interior, una metáfora de su estado de ánimo: frío, oscuro, y con unos equilibristas sobre el trapecio en el lugar correspondiente a la cabeza, al cerebro; el brazo de hielo señala la posición de las estrellas, de la luz. El significado de la pelota de golf es inexplicable, quizá la pedantería o la vana ilusión pequeñoburguesa de aquel triunfador en Madrid.

Debió ser poco después de hacer este fotomontaje cuando cayó en las manos de Renau El Arte y la vida social, del socialdemócrata ruso Plejanov. Dice que lo compró en el kiosko Romea. Le causó un impacto fulgurante. A continuación se tragó de un bocado el Manifiesto Comunista. Y enseguida vinieron Los bakuninistas en acción, en el que Engels se burla de los cantonalistas alcoyanos que intentaron hacer una revolución en 1873, y las crónicas de Marx sobre La Revolución española.

Desde luego, al pasar de los opúsculos, resúmenes y fragmentos a las obras originales y completas, las cosas cambiaron radicalmente de cariz, sobre todo al abordar las complejidades del materialismo histórico y, más aún, la intrincada problemática de la metodología dialéctica… No obstante, leyendo a fondo y muy pacientemente, la claridad constituía el signo primordial de aquel nuevo mundo de ideas, que iluminaba aspectos confusos de mi vida misma… Y ello me hizo tanto bien, mitigó tanto mis complejos de analfabeto autodidacta, que andaba tan contento como chico con zapatos nuevos, y hasta me parecía echar luz por los ojos y que las gentes de la calle se daban cuenta.

Quizá los ciudadanos anónimos no se enteraron del feliz descubrimiento de Renau, la revelación o teofanía sin Dios que sufrió su espíritu. Pero sí que debieron advertirlo, y beneficiarse de ello, sus compañeros discípulos. Uno tras otro, se fueron convirtiendo al marxismo ortodoxo, siguiendo los pasos del apóstol.

Me percaté entonces de que lo penoso de ciertas lecturas no sólo se debía a mi falta de preparación escolar sino, en buena parte también a una oscuridad premeditada, al terror pánico de ciertos intelectuales a la claridad dialéctica, a la popularización de sus ideas.

El joven Renau estaba maduro para salir del atolladero del éxito y dar el paso decisivo de su vida, hacerse comunista militante.

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