CARGANDO

Escribir para buscar

Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. Entre la vida y la muerte. Capítulo 9

Compartir

Segunda parte. Dosis de marxismo contra el desasosiego

La angustiosa huida hacia el exilio

Las actividades gestoras del director general de Bellas Artes fueron intensas, no obstante todos los conflictos expuestos en el capítulo anterior. Faltos de la documentación adecuada, que debe andar dispersa en unos y otros archivos, nos limitaremos a hacer un resumen fugaz.

El Consejo Central de la Música y el Consejo Central del Teatro fueron dos de las iniciativas de Renau que contribuyeron a la causa del intelectual dependiente de las instituciones.

El 24 de Junio de 1937 el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes dispuso la creación del Consejo Central de la Música, vinculado a la Dirección General de Bellas Artes. Su director fue Salvador Bacarisse, que creó la Orquesta Nacional, una institución que perduró durante el franquismo.

Ese mismo verano se creó el Consejo Central del Teatro, del que fue secretario Max Aub, viejo amigo de Renau. Es de destacar un artículo que Aub publicó en «La Vanguardia» de Barcelona desde su cargo. Se titulaba “Carta a un actor viejo”, criticaba la responsabilidad profesional de los “cómicos” en la degradación del teatro comercial anterior al 18 de julio de 1936, y defendía la necesidad de dignificar la escena (“no queremos que sea lo que era”), de situarla a la altura de las circunstancias, de construir “una nueva concepción del espectáculo en donde el teatro no fuera un puro entretenimiento, sino que respondiese responsablemente a su función de arte social, un nuevo teatro a la manera de cómo se había constituido el Ejército Popular.” La concepción de la creación artística de Max Aub no se diferenciaba mucho de la de Renau.

Esta referencia y la siguiente están tomadas de la contribución de Manuel Aznar Soler al libro «Valencia, capital cultural de la República».

Otra muestra de la munificencia del Estado republicano es la orden publicada en «Gaceta de la República» del 11 de febrero de 1937. El ministerio de Instrucción Pública y BBAA libra 4.000 pesetas a la Aliança d’Intel·lectuals per la Defensa de la Cultura de Valencia, para la construcción de cuatro fallas de carácter antifascista, bajo control artístico de la Dirección General de BBAA. Como se ve, la institución benefactora se reserva, según la lógica del patrocinador interesado, el derecho de supervisión. De ello hay testimonios gráficos: Renau, con cazadora de cuero, acompañado de otras autoridades, observando uno de los monumentos. Una curiosidad llena de significado es el contenido de un corto documental realizado por algún francés (el idioma en el que se oye el comentario). Se muestran los ninots de Franco, de Mussolini, de Hitler, y se glosan con evidente sarcasmo. Pero se ve, muy de pasada, un ninot de Stalin, del que no se menciona una palabra. Las fallas construidas no llegaron a arder, por miedo a atraer la atención de la aviación franquista.

La actividad de los artistas plásticos y gráficos en Valencia fue notable. Los que querían trabajaban en el Taller de Agitación y Propaganda, instalado en los bajos del Conservatorio de Música de Valencia, local que la Alianza de Intelectuales y Artistas para la Defensa de la Cultura puso a disposición de la política del Frente Popular.

Los trabajos consistían en la creación de carteles de guerra, murales para partidos y sindicatos del Frente Popular, decoraciones de fachadas como la del Teatro Principal en homenaje al buque soviético «Konsomol», periódicos murales para los frentes de lucha o dibujos para periódicos.

Como hemos visto en el capítulo anterior, Renau no estaba muy satisfecho de la calidad de las contribuciones a la cartelística de guerra. Y es evidente que no era el único insatisfecho. El pintor Ramón Gaya fue otro.

La revista «Hora de España» representa en gran medida las contradicciones y los conflictos que crearon, sufrieron e intentaron resolver los intelectuales no comunistas afectos a la República. «Hora de España» fue el ámbito de una polémica entre Renau y el pintor murciano Ramón Gaya. Es del todo significativo que fuera precisamente el primer número de «Hora de España», en enero de 1937, el que publicara la crítica de Ramón Gaya. El motivo de la discusión era la calidad de los carteles de propaganda que se editaban en la España republicana. En teoría, la responsabilidad de este asunto estaba en el negociado de Renau, como director general de Bellas Artes, que encargaba o supervisaba los carteles.

Para Gaya, la mayoría de esos carteles eran malos y además carecían de emoción. Eran puros anuncios. “Un batallón no puede anunciarse; la guerra no es una marca de automóvil. La misión del cartel dentro de la guerra no es anunciar, sino decir cosas emocionadas, emocionadas más que emocionantes”. “El cartel de la guerra y en la guerra no puede estar hecho de fórmula y cálculo”. Gaya propone otra manera de cartel. No define ni describe los preceptos de la nueva manera, sólo pone ejemplos de referencia: “El cartel que yo pienso (…) lo hubiera pintado, naturalmente, Goya en España y Delacroix y Daumier en Francia”. Luego, asegura que el cartel de letras solas y el fotomontaje “son falsas soluciones”, porque estima que esos procedimientos no levantan emociones. Para estimular la resistencia de las gentes a la agresión fascista hay que utilizar “el arte libre, auténtico y espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación de resultar práctico y eficaz.”

He dejado para el final del resumen de los argumentos de Gaya un punto que él coloca en mitad de su “Carta de un pintor a un cartelista”. Y el título lo dice todo. Ramón Gaya se ve a sí mismo como un pintor, que lo fue, y grande. Y se dirige a alguien que considera un mero cartelista. Gaya sostiene que la tinta plana y el sombreado de los carteles son elementos mecánicos. Son artificios. Pero, claro, “El artífice no es en ningún modo el artista, como suelen creer algunos. Artista es lo contrario precisamente; el artista desnuda, aclara, hace más transparente la Historia, mientras que el artífice cubre y esconde con adornos aquello que tratamos de ver.”

Ramón Gaya está defendiendo su amor propio profesional y sagrado. En realidad lo que pone encima de la mesa de «Hora de España» es un tema candente en los círculos artísticos de la época: el arte es algo superior a la artesanía, y no puede someterse al dictado de nada ni de nadie. Una definición que adquiere valor a mediados del siglo XIX, y que tiene su raíz en la Ilustración. Hasta esa época arte y artesanía eran la misma cosa y estaban al servicio de los mecenas de turno, desde que los griegos empezaron a representar la vida en imágenes, en poesías y en teatro.

Esa es la clave de la polémica. Un artista que reclama sus privilegios sobre los artífices. Algo que a Miguel Angel, a Rafael, a Tizziano o a Rubbens, les habría parecido una discusión superflua. Y a Velázquez, algo inaceptable, porque él jamás admitió que fuera un pintor, alguien que trabaja con las manos, sino un aristócrata, un noble que empleaba gustosamente su ocio en servir al rey su señor, realizando algo que se le daba bien y le resultaba agradable, pintar, igual que Luis XVI se entretenía montando relojes.

Ramón Gaya es uno más de las decenas de intelectuales y artistas que padecen las convulsiones de la guerra, teniendo que abandonar sus casas, sus hábitos de trabajo, sin la menor perspectiva personal, careciendo de futuro, se encuentran atrapados en Valencia y hacen lo que pueden para sobrevivir, la mayoría a costa del achacoso erario público. Están deprimidos, cabreados, menoscabados. En aquel tiempo Valencia debió ser una verdadera colmena llena de abejas reina murmurando en voz baja. Ramón Gaya tuvo al menos la valentía de expresarse en público.

Y esto nos conduce a la segunda clave. Una clave más inmediata, más evidente. El conflicto ideológico entre los que pensaban y sentían como Gaya y los que pensaban y sentían como Renau. El conflicto entre el intelectual que pretende hacer lo que le plazca en usufructo de la sacrosanta libertad, y el intelectual de partido, comprometido con una doctrina. En realidad, el dilema no es tan nítido. Y el mejor ejemplo es Juan Renau, Juanino, que se pasó la guerra y el exilio intentando conciliar su impulso de hacer lo que le pedían el cuerpo y el alma, y sometiendo ambos al partido comunista, hasta que ya no pudo más. Pero José Renau no tenía ese problema.

Recordemos el cierre de la Casa de la Cultura y de la revista «Madrid», y el sonoro ataque a André Gide en el II Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, orquestado desde la Komintern. Ramón Gaya se dirige a Renau, conspicuo representante de la ortodoxia comunista, para decirle indirectamente tres cosas: que él es un artista, que los carteles hechos por artesanos le parecen malísimos, y que no le da la gana trabajar como artista en función de nada ni de nadie, y menos del partido comunista.

Renau era absolutamente consciente de las tres. Y en la contestación que publica el número 3 de «Hora de España», en marzo de 1937, lo deja ver con gran discreción y respeto. Es absurdo e imposible especular sobre lo que habría hecho o dejado de hacer Renau en una España sovietizada; probablemente habría sido un eficaz cumplidor de dogmas y consignas. Pero a lo largo de la guerra civil no hay testimonios sobre una conducta suya ofensiva o dañina contra compañeros de profesión, lo cual no significa que no metiera la pata o se propasara en determinados momentos, como él mismo reconoció en privado.

La respuesta de Renau en «Hora de España» se resume en estos puntos: 1.- Es difícil distinguir entre arte y artesanía, entre artista y cartelista como realizador de un producto menor. 2.- El cartelista debe renunciar a su emoción, el cartel de propaganda debe de ceñirse al cálculo y a la dirección política, porque es la mejor forma de preservar el mando único en el ejército, el respeto a la pequeña propiedad y la producción en el campo, elementos claves para la victoria republicana. 3.- El valor emocional del fotomontaje ha quedado manifiestamente probado en el dadaísmo.

En este último punto, el comunista ortodoxo Renau está echándole en cara al artista independiente que él conoce y saborea el vanguardismo artístico con gran placer, cosa que Ramón Gaya no compartía, pues la vanguardia le traía al fresco.

Por todo lo demás, Renau manifiesta su acuerdo con Gaya en “la superficialidad y bajo nivel de eficacia emotiva en nuestros carteles de guerra.” Algo que ya había criticado meses antes en la conferencia que dio en la Universidad de Valencia. Allí aseguró que los cartelistas de guerra se repetían como monos y seguían basando su retórica en los recursos publicitarios. “Los mejores cartelistas siguen creando esos hermosos y falsos carteles de feria, de exposición de bellas artes o de perfumería… El juego de los colores sigue el tópico decorativista de los mejores tiempos de frivolidad”.

Quizá fuera el afecto filial, quizá un criterio basado en su propia experiencia. Pero esto es lo que dejó escrito Juan Renau sobre Ramón Gaya.

Gaya escucha, escucha y sonríe levemente, con ironía acerada, con gesto cáustico, desde su pedestal de pequeño dictador de la sensibilidad estética… ¡Cuán poca ternura y cuánta inteligencia helada las de Gaya! Es como un cáliz soberbiamente tallado conteniendo apenas unas gotas de ambrosía mortal, venenosa.

La actividad de Renau como cartelista político durante la guerra civil fue glosada por él y por Carlos Fontseré en una entrevista que les realizó María Ruipérez, publicada en «Tiempo de Historia» en 1978. Renau asegura que hizo muy pocos carteles “partidistas”, tres para el PCE, uno para el PSOE y otro para la FAI, que pagó de su bolsillo. “Los carteles proselitistas se abandonaron de 1937 a 1938 con la aparición del ejército regular, disciplinado, porque con guerrillas no podíamos combatir a un ejército bien armado y disciplinado como era el nacional.” También explica los dispendios que se realizaron.

Cuando estalló la guerra encontramos las imprentas llenas de papel y de tintas de imprimir y se hicieron unos excesos tremendos, y llegó un momento que ya no había tintas. Estaban las máquinas allí, pero inservibles. Esto ocurrió en la última etapa de la guerra. Yo estaba militarizado al frente de esto, y tuve que hacer prodigios, porque, por ejemplo, un cartel con fondo rojo necesitaba kilos y kilos de rojo, y esto era un lujo. Me encontré con una gran penuria de medios. Por eso no pude volver a hacer un solo fotomontaje. Se gastó el material tan rápidamente, porque nosotros creíamos que la guerra iba a durar un mes o todo lo más dos y además, pensábamos que íbamos a ganar, porque yo estuve en algunas tomas de cuarteles y aquello fue pan comido.

(…)

Con respecto a las luchas partidistas, he de decir que en la Dirección General de Bellas Artes no existieron ni se dejaron sentir. Allí todo lo que se hacía era arte. Allí no nos ocupábamos de putas, sólo de arte. Fontseré tuvo algo que ver, yo, no.

Este último párrafo evidencia la pasión que desataba en Renau evocar determinados aspectos de la guerra. En la entrevista que le realizó el profesor Facundo Tomás, Renau reacciona con cierta ira cuando le pregunta por Fontseré. Le pone como ejemplo de cartelista que jamás participó en la guerra ni estuvo en el frente. No debió ser el único artista o artesano que escurriera el bulto. Esto Renau lo debió de llevar muy mal, sobre todo en los meses que pasó en Barcelona, cuando el gobierno republicano escapó de Valencia hacia el Norte para estar más cerca de una frontera.

Cataluña fue la retaguardia durante toda la guerra. Por eso la mayoría de los carteles republicanos que se conservan son catalanes: fue la menos saqueada. No sé si sabes que la Generalitat intentó varias veces la paz por separado con Franco. Tenían incluso la esperanza de que Franco se pararía en el Ebro. Mientras ellos esperaban, nosotros ya sabíamos lo que era el fascismo.

Te encuentras con muchos carteles catalanes que hablan de repoblaciones forestales, de campañas contra los incendios de los bosques, a favor de las plantas…eso que se llama hoy ecologismo, defensa del entorno.

La revista Nueva Cultura reapareció en marzo de 1937. Lo hizo como órgano oficial de la Alianza de Intelectuales en Defensa de la Cultura de Valencia. La AIDCV era una organización de mayor espectro político, nominalmente, que la AEAP.

Resulta llamativo que el primer editorial de la nueva etapa recurra a la idea de “la independencia de la patria española frente a la invasión coaligada del fascismo internacional.” Es exactamente el mismo argumento empleado a la inversa por el aparato de propaganda franquista, la independencia de España frente al dominio de Moscú. Permite ver cómo una misma idea “publicitaria” adopta formas opuestas, para desconcierto de los amantes de las memorias históricas.

En abril de 1938 Renau deja de ser director general de Bellas Artes, al cambiar el gobierno, y se convierte en director de Propaganda Gráfica del Comisariado General del Estado Mayor del Ejército. Renau vuelve a su elemento natural. Los últimos meses habían sido nefastos para la República, que había trasladado sus instituciones a Barcelona, donde también se hallaba el gobierno vasco, ya en el exilio. El territorio republicano menguaba implacablemente.

Es evidente que Renau estaba harto de su anterior cargo, porque en el nuevo gobierno, dominado por los comunistas, podía haber “ascendido”, en lugar de conformarse con un puesto teóricamente inferior. Pero, el artista necesitaba dedicar sus energías a lo que mejor sabía hacer y más satisfacciones le proporcionaba.

Este hecho, la opción profesional, podríamos decir, por encima de la política, define el carácter de Renau, que siempre será un actor de reparto, nunca un protagonista en el escenario político.

Como director de Propagada Gráfica del Ejército realizará carteles, fotomontajes y diapositivas que se proyectaban en los cines. Además, intentará coordinar y dirigir hacia un objetivo único los esfuerzos propagandísticos del gobierno.

De una calidad admirable es la serie de fotomontajes «Los 13 puntos de Negrín». Al artista se le debió ocurrir que la mejor forma de dar calado a esta propuesta desesperada del jefe de gobierno republicano para pactar un acuerdo pacífico con Franco, era darle publicidad. De hecho la intención era llevar la serie a la Exposición Universal de Nueva York. No se plasmó el empeño, porque el ejército franquista entró en Barcelona a finales de enero de 1939, y Renau escapó por los pelos abandonando cajones de materiales minuciosamente reunidos y clasificados a lo largo de la guerra.

Era la segunda vez que el fotomontador perdía los frutos de un trabajo archivístico que le obsesionó durante toda la vida. Así lo manifestaba a Manfred Schmidt.

Yo he perdido tres archivos en mi vida, completos. El de Valencia, totalmente perdido, cuando los franquistas cortaron la carretera entre Valencia y Barcelona. En Barcelona, con los viajes a París me había hecho otro archivo, ¿no?, pero muy rápido, muy limitado. Yo he trabajado a lo largo de mi vida dos horas diarias sólo en archivo, y eso no es un trabajo burocrático. Es un mundo tan fascinador que puede volverte loco si no lo dominas, hay que tener mucho temple para que no se te rompan los nervios. Así que el archivo de Valencia lo perdí; me lo robaron colegas míos también, ¿eh?, que también hacían fotomontajes distintos de los míos. El de Barcelona lo quemaron. Llegué a Méjico con mucha gente y sin nada para trabajar. Así empecé el AWL.

Llama la atención la queja de Renau sobre el expolio de su archivo de Valencia, que no trasladó a Barcelona quizá porque creyó que lo podría recuperar al final de una guerra que iba perdiendo, pero en cuya victoria necesitaba creer. Dice que se lo robaron colegas. La lista de sospechosos no es muy larga, los cartelistas valencianos más conocidos, pero es una temeridad especular sobre ella.

"Los Trece Puntos de Negrín". Estructuración jurídica y social de la República. Respeto a las libertades regioonales sin menoscabo de la unidad española. Absoluta libertad de conciencia garantizada por el Estado. Garantía de la propiedad legal y legítimamente adquirida.

El estado de ánimo de Renau en Barcelona, se pone de manifiesto en un artículo suyo publicado en el suplemento “Arte y Arqueología” de «La Vanguardia», el 16 de febrero de 1938. Va acompañado de un grabado de Kirchner titulado, significativamente, Melancolía. El título del artículo es “Entre la Vida y la Muerte”,

Empieza con ese lenguaje retorcido, de frases interminables llenas de conceptos oscuros o ambiguos con que Renau escribió su conferencia sobre la función social del cartel. Después de la introducción, empieza a aclararse. Es difícil discernir si esa oscuridad retórica del principio obedece a un estilo o es que Renau no acertaba a centrar el tema. Me inclino por lo segundo.

Se lamenta Renau de la difícil situación, en la que domina el patetismo y la miseria. Habla de la lucha entre dos mundos, y deja suponer que son el Mal del Fascismo y el Bien de la República.

En un ambiente en que lo heroico se percibe y se siente por todas partes como condición específica de una de las partes contendientes, como acicate de un espíritu nuevo que anima a los hombres y a la significación de las cosas, difícil es el arraigo de las formas del arte que intentan consolidar sus intereses creados. Difícil es para los individuos, para los pensamientos aislados que siguen nutriéndose de la sustancia inerte que condiciona el desarrollo unilateral de la cultura en ciertas épocas de decadencia o transición, penetrar en esta disyuntiva sin arriesgar valores o sentimientos que le son muy caros.

Dice que, desde que en la Grecia Clásica se enaltecieron los valores heroicos del ser humano, “el entusiasmo, la alegría y la belleza como valores de expresión artística del mundo” han aparecido raras veces, porque la historia se ha empobrecido y esto ha empobrecido al ser humano. De esta apreciación puede deducirse que Renau no estaba refiriéndose sólo al arte clásico griego sin más. Sabía que el esfuerzo creativo de los griegos era en gran medida propagandístico, y se centraba con frecuencia en las guerras, mitológicas o históricas de los habitantes de Hélade. Para los griegos, las guerras eran una calamidad tan grande como para los europeos del siglo XX, pero adoptaban ante ella una actitud heroica, que es la que Renau echó en falta durante toda la contienda civil.

Después de afirmar que la conciencia subjetiva del hombre se va angostando con el paso de las épocas, plantea que “es el triunfo de la burguesía, y luego, el envenenamiento capitalista de sus conquistas humanas lo que precipita este proceso.” El hombre que se esfuerza en encontrar su conciencia va descubriendo el entramado de intereses y el mecanismo de la lucha de clases. Todo esto lo dice de un modo casi hermético. “El concepto de humanidad se desplaza entonces, deja de ser dominativo universal; es la clase de los oprimidos quien exclusiviza su sentido activo organizando la lucha por la continuidad histórica de la vida y de la cultura.”

Recuerda la misantropía, la angustia y la falta de horizontes de la plástica de los años 20, de Grosz y de Dix, un estilo que “se consumía en sí mismo y se hundía ahora de nuevo en la esterilidad.” “Ni tan siquiera queda hoy la posibilidad de utilizar las formas dadaístas de entonces por su filo opuesto. El arte de crítica revolucionaria de posguerra [la I Guerra Mundial] arrancó de aquel mismo cuerpo: la eficiencia despiadadamente aguda, desnuda y soez a veces tuvo entonces una razón.”

Ya empieza a tener las cosas claras, y con claridad se expresa:

Hoy en día no hay más tremenda crítica, ni más mordaz denuncia que la fotografía periodística, la imagen literal de los hechos o su correspondencia en palabras. Por otra parte, en esta nueva situación de las fuerzas, las masas populares han pasado a una capacidad ofensiva que da un nuevo sentido y giro a la lucha. La necesidad actual de un arte crítico no es tanta ni tan inmediata como la de un arte positivo, capaz de recoger el gesto heroico, el entusiasmo, la voluntad firme del hombre del momento, en colores y en formas para intuir a través de los ojos del pueblo la dignidad, la razón y la elevación de sus sentimientos, de sus entusiasmos, de sus aspiraciones inmediatas en al encrucijada entre la vida y la muerte, la muerte de un mundo y la voluntad de vivir de otro.

Y continúa con lucidez y hastiado de esa avalancha de dibujos y pinturas en las que se describe la miseria del frente o la desesperación de las víctimas:

De la gran conflagración europea surgieron las formas de un arte que tenía que influir largamente en los destinos posteriores de la evolución artística. Las referidas formas se nutrieron por vías diferentes de sentimientos y valores surgidos al calor o al hedor de las trincheras. Estas formas pesimistas, estimuladas por sentimientos posteriores, que, naciendo en las entrañas de la misma guerra han encontrado terreno abonado para su desarrollo y transformación en las condiciones de crisis económica del capitalismo, han tomado cuerpo formal impregnando toda la producción moderna de su aliento negativo.

El hecho de que en nuestra guerra y en las circunstancias excepcionales en que se desarrolla, haya voluntades que persistan en incorporar los valores de la plástica europea actual a las necesidades iconográficas del momento, no demuestra más que el tremendo dictado que ejerce el desarrollo de las formas, los valores consolidados de la expresión plástica sobre la necesidad vital que es función del arte en toda época y momento. La expresión plástica de nuestra guerra ha quedado estancada en esos remansos melancólicos, escépticos o angustiosos que va dejando atrás la corriente tumultuosa de los hechos. Es la línea de menor resistencia; son los criminales bombardeos, con las mujeres y los niños destrozados; es la melancolía de aquellos primeros parapetos con sus milicianos en la hora de la inactividad o del descanso; es el caballo muerto; los heridos y cuanto más, la plasmación de los horrores fascistas. La añoranza de otro contenido emana de las formas obligadas. Los rasgos y los elementos de representación plástica quedan intransitivos en su propia tristeza, en su inactividad… ¿Qué se espera, pues de la nueva realidad?… De nuestra guerra no puede surgir ese arte angustioso y escéptico que caracterizó tan genuinamente toda la producción de la posguerra… Porque el desarrollo de nuestra guerra no se realiza sobre la base de un relajamiento en la moral, de una caída vertical de los valores precipitándose la conciencia humana en el vacío oscuro que dejó tanta ausencia repentina. En las entrañas mismas de nuestra lucha palpita ya el brote impetuoso de una nueva forma que es fuerza vital en la propia carne de la historia; el rumor de un hombre nuevo que surge imperturbable de las cenizas de su miseria y de su esclavitud. La característica esencial de nuestra guerra reside en esa voluntad resuelta a aceptar la realidad trágica y dura, tal como es, y sobre ese gesto de afirmación viril plantear la disyuntiva de una sola salida posible: por la vida, que es la victoria.

Evidentemente, los españoles estamos hoy más cerca que nunca de la muerte, pero también de la vida… Por la reacción instintiva, momentánea de cada español ante esta doble presencia, podría deducirse su ideología. Ganar la vida a riesgo de perderla, sin amor o temor a la muerte, olvidándola. El optimismo, la audacia, el entusiasmo y, muchas veces, la pasión irreflexiva, pueden ser los signos vitales del nacimiento de un nuevo arte, de una nueva cultura. Y la melancolía, el escepticismo o la tristeza, residuos impregnados de derrota.

En enero de 1939 el frente de Cataluña se derrumbó como una fila de fichas de dominó.

Franco había iniciado una doble ofensiva desde el Segre y el Ebro el 23 de diciembre. El 14 de enero, el general Yagüe entraba en Tarragona. Diez días después el ejército franquista llegaba al río Llobregat, a las puertas de Barcelona por el sur. El 26 de enero las tropas entraban por la Diagonal, casi desfilando, ante la nula oposición del ejército republicano.

Aquella guerra tan alucinante como real estaba a punto de acabar. Hugh Thomas describe una escena esperpéntica: en uno de los primeros blindados alemanes que entraron en la capital, iba subida una judía alemana que los nacionalistas acababan de sacar de la prisión de Montjuic, donde estaba presa por pertenecer al POUM, haciendo el saludo fascista

El cinco de febrero, las tropas de Franco ocupaban Gerona. El día 8, Figueras, de donde huyó el gobierno republicano, refugiado hasta ese día en su castillo. El día 9, las unidades nacionalistas llegaban a la frontera francesa, desbordada de refugiados civiles y militares.

Para hacernos una idea de lo que debió ser aquella Barcelona, recurrimos a La Guerra Civil Española, de Hugh Thomas.

Negrín, Azaña, el gobierno, los dirigentes comunistas, los jefes del ejército y del funcionariado se trasladaron de Barcelona a Gerona, junto con el gobierno catalán y el gobierno vasco en el exilio. (Azaña tuvo que viajar por su cuenta.) En la capital catalana no había espíritu de resistencia, y la exigencia comunista de que el Llobregat se transformara en “el Manzanares de Cataluña” fue una mera guasa. El Jefe del Estado Mayor del Ejército, Vicente Rojo, señaló que “aunque en absoluto agotado por el sufrimiento y el hambre, el pueblo estaba harto de guerra”. La capital catalana pudo haber sido defendida, y García Lacalle, el comandante de los luchadores republicanos, expresó a su jefe su asombro de que no se hiciera así. La disputa del gobierno central con la Generalitat pagó su tributo, en la medida que había quebrado el deseo de Cataluña de resistir a los ejércitos nacionalistas. La campaña comunista contra el POUM y los anarquistas tuvo el mismo efecto. Los extranjeros que quedaban o bien se unieron a la marea de refugiados que huían hacia el norte o intentaron encontrar un barco que les evacuara. Las calles de la gran ciudad estaban sucias por la huida de los barrenderos municipales. Las turbas se dedicaron a saquear los ultramarinos.

En este escenario apocalíptico se produce la huida de Renau, documentada muy someramente por él mismo y con algún detalle más por sus hermanos Alejandro y Juanino. Ninguno de los relatos ofrece fechas de referencia, por lo que reconstruir la primera etapa del terrible viaje hacia el exilio es un trabajo lleno de suposiciones y de inducciones.

Es curioso que los que sobrevivieron a tamaña odisea la hayan relatado con muy poco melodramatismo. Este ha sido aportado artificialmente por quienes realizaron novelas, películas y documentales, años después de concluida la tragedia.

Quizá esto explique el silencio de Renau sobre aquel episodio aciago. Sin duda, este esfuerzo de dimensiones titánicas por oponerse a la melancolía, al escepticismo o a la tristeza, que consideraba como residuos impregnados de derrota, le permitieron sobrevivir a algo que, desde nuestro punto de vista y nuestro bienestar presente, nos parece insoportable. No obstante, al reparar en los efectos de aquellos días sobre nuestros padres y abuelos, vemos con claridad la extrema fortaleza del ser humano, capaz de sobrevivir física y psicológicamente adversidades extremas.

Renau le decía a Manfred Schmidt:

Salí en enero del 39 de España, en el último momento, a Le Perthus, que es mitad España y mitad Francia, y crucé la calle cuando los falangistas estaban en la otra acera. Era una calle muy estrecha, y nos insultábamos. No se atrevieron a cruzar ni a disparar porque había gendarmes franceses, si no, nos agarran.

Este paso de la frontera de Renau está lleno de incógnitas. Sabemos que Manolita y sus hijos, Ruy y Julieta, la abuela Rosa y las cuñadas Rosita y Josefina, habían atravesado antes los Pirineos a pie, en un grupo en el que también iban Elisa Piqueras, la mujer de Juanino, y una maestra amiga de Elisa que decía conocer los pasos. Sobre esto volveremos después.

Renau sale solo, es decir, no le acompaña nadie de su familia. No sabemos si se unió a un grupo de refugiados o pasó la frontera en alguna caravana gubernamental. Como alto funcionario del gobierno disponía de una documentación equivalente a un pasaporte diplomático, que le permitía circular libremente por Francia. Sin embargo, un día indeterminado de febrero de 1939 aparece en el campo de Argelés-sur-Mer con una encía inflamada, sin duda producto de la tensión nerviosa. ¿Cómo fue a parar allí? ¿Por qué? Renau jamás dio detalles. Una explicación posible de que no utilizara su documentación de alto funcionario es que se deshiciera de ella por miedo a ser capturado e identificado, puesto que los perseguidores iban pisando los talones a los fugitivos. Si hubo razones oscuras, espinosas, conocerlas arrojaría mucha luz sobre su personalidad, porque fueron momentos decisivos de su vida. O quizá, no, quizá le venció el fatalismo, y decidió unir su suerte a la de decenas de millares de hombres derrotados.

Esto último es lo que hizo su hermano Alejandro, que después de haber pasado un par de días en Francia, volvió a cruzar la frontera hacia España porque creyó que le convenía más formar parte del grueso de los refugiados que buscarse la vida por su cuenta y riesgo. Y se equivocó.

Su relato nos va a servir de primera prueba testifical de esta terrible odisea.

Alejandro formaba parte de una brigada que suministraba gasolina a aeródromos militares improvisados. Los últimos días de la guerra se dedicó a destruir depósitos para que no cayeran en manos del enemigo.

Ya en el que posiblemente fue el último [viaje o misión] que hice, paso de regreso por casa de mi hermano Pepe, que vive por el barrio de la Bonanova, por Sarriá, y a media tarde me lo encontré trabajando en su despacho con una propaganda gráfica sobre el lema “Los Puntos de Negrín”. Le digo muy nervioso, “¿Qué haces aquí? ¡Lárgate!” Le doy un manotazo a todos sus pinceles y pinturas, que ruedan por el suelo. Muy sorprendido, me dijo: “¿Y por qué eso?” “Porque los moros ya están en el Plà de Llobregat [de esto podemos deducir que esta escena se desarrollo después del 24 de enero de 1939, que es cuando Yagüe llegó al río mencionado] y empiezan a escalar Montjuic.” Y me contesta que no es así, porque él llamó en la mañana al Comisariado y le dijeron que en ese lugar nuestras tropas en un contraataque los habían echado para atrás. Le contesto también que en ese momento, navarros e italianos están escalando el Tibidabo. Incrédulo toma el teléfono y llama al Estado Mayor, y nadie contesta. Después de insistir varias veces, le contesta un conserje que allí no hay nadie, que todos se han ido y que él está juntando lo que puede y se va enseguida. Ante la evidencia, y en un estado de derrumbe y amargado me dice, “Ni siquiera me han avisado por teléfono. Me han dejado solo. ¿Qué hago?” “Sube al camión. Inmediatamente te llevo a La Bisbal, lejos de aquí.” “Pero, ¿y mi familia?” “Tu familia que se dedique esta noche a quemar todo lo que pueda de documentación y papeles, y de madrugada les enviaré otro camión que los recoja y me los llevaré a Viloví de Oñar.”

"Los Trece Puntos de Negrín". Asegurar la independencia absoluta y la integridad total

Así se hizo. Alejandro regresó de madrugada a Barcelona con un camión y metió en él a toda la familia. Permanecieron en Viloví de Oñar dos días, en casa de un farmacéutico que albergaba a Alejandro y a su mujer. Luego, los trasladó en camión a la misma raya de la frontera, donde en un villorrio montañoso Elisa tenía una amiga maestra. “Desde allí ya no había ningún riesgo para internarse en Francia. Ya en ese momento quedé descargado de tan gran preocupación. ¡Estaban salvados!”

La sorpresa del fotomontador ante el avance arrollador de los franquistas confirma la idea de que Barcelona estaba en condiciones militares de resistir, según testimonia Thomas. Lo que no había era fuerza de voluntad, espíritu de lucha.

Juanino Renau resume la huida de Barcelona en un corto párrafo.

Mi hermano Alejandro, que presta sus servicios en Intendencia de Fuerzas Aéreas, ha requisado un camión. En él se embuten mi otro hermano, Pepe, y su numerosa familia, gran parte de libros, su archivo fotográfico y documental de valor incalculable, la mujer de Alejandro, Teresa y Elisa.

Hay una discrepancia entre esta noticia y la de Alejandro sobre idéntica circunstancia. Para Juanino, su hermano Pepe forma parte del grupo que viaja en un mismo camión de Barcelona hacia el norte (Juanino no cita destino). Alejandro dice que le llevó solo. La otra novedad de Juanino es que su hermano mayor viaja con un importante equipaje, libros y su archivo fotográfico y documental. Algo que Renau aseguró una y otra vez haber dejado en Barcelona. No es del todo contradictorio. El fotomontador admitió haber conseguido salvar algo. Quién y cómo lo llevaría son las incógnitas. Porque una maleta llena de papeles es un lastre demasiado pesado para unos peregrinos desesperados que cruzan los Pirineos a pie. En el archivo Renau de su fundación hay papeles que proceden de los años de la guerra civil e incluso de antes. La verdad es que no me he parado a comprobar cuánto pueden pesar y qué espacio ocupan todos juntos, porque están dispersos en varias cajas. Merecería la pena hacerlo.

Manuela Ballester contó a Manuel García cómo se desarrolló la terrible evasión de la familia, todo mujeres, salvo un hombre, en realidad un niño, Ruy.

En aquel tiempo teníamos una amiga del colegio que vivía en La Bisbal. De manera que decidimos acudir a ella para tratar de pasar la frontera hacia Francia. Salí con mis hijos, Julieta al brazo y Ruy andando. Conmigo venían mi madre, mi cuñada Elisa Piqueras y mis hermanas Rosa y Josefina. El día de la partida era lluvioso y de niebla abundante. El caso es que nos perdimos por el camino. En fin, que pasamos la noche en los Pirineos. Puesto que la previsión del trayecto era sólo de unas horas, pronto nos quedamos sin alimentos. Mi pobre madre, que andaba medio cojeando lo pasó muy mal. Perdidas como íbamos, con aquel tiempo infernal, vimos venir a un grupo de hombres. Al vernos, nos preguntaron qué hacíamos. Les dijimos que estábamos perdidas, y que esperábamos la salida del sol para orientarnos. Entonces nos dijeron que nos acercáramos a la hoguera y que ya veríamos lo que hacíamos. Me interesé entonces por quiénes eran aquellos hombres, hasta que nos confesaron que eran prófugos [probablemente Manolita quiso decir “desertores”] Así que les pedí que nos llevaran hasta el otro lado. Como se resistieron, me cogí a la manga de uno de ellos, y dije que no le soltaba hasta que nos llevaran al país vecino. Así que con unos prófugos llegamos al pueblo fronterizo de Le Boulou, en los Pirineos Orientales. La llegada a Francia fue tremenda. El espectáculo dramático de mujeres clamando por sus hijos perdidos, muertos, durante el éxodo, era impresionante. Las colas tremendas de refugiados. Fue una cosa tremenda. En el último tramo nos llevó uno de tantos camiones que cruzaban republicanos al país vecino. Como hablaba un poco de francés, entablé conversación con uno de los gendarmes. Al ver el panorama familiar se apiadó de nosotros y me indicó que a la hora de la partida de un tren, procurara entrar en el mismo vagón que las autoridades.

Así lo hizo, y el tren les llevó a Le Mans, donde el alcalde socialista les acogió y les auxilió cuanto pudo.

Teresa Renau, que nació en Méjico, escuchó a su madre muchas veces relatar la odisea. Su reconstrucción es básicamente igual. Añade que Julieta, que tenía dos años, se agarró a su madre y no había forma de que la soltara, de puro miedo. La criatura se hacía las necesidades encima. Estuvieron un día o dos perdidos. De pronto, de noche, oyó Manolita unas voces de hombres pasando cerca; les gritó, y eran soldados republicanos en desbandada, que no querían pararse. Manolita agarró del cinturón al oficial y dijo que no le soltaba hasta que no les dirigiera a Francia. Manolita les dio unos botes de leche condensada, porque los soldados estaban hambrientos. Se fueron todos juntos hasta un lugar con una senda, donde les dirigieron los soldados, que se marcharon por otro sitio.

En Francia, narra Teresa las evocaciones de su madre, tuvieron mucha suerte. Se encontraron con unos camiones o un tren de transporte para mujeres y niños españoles refugiados. Había una cola enorme (más bien una multitud), pero por casualidad o por astucia, surgieron del bosque por la parte de acceso al transporte. Se subieron, y llegaron a un campamento para mujeres y niños.

El siguiente testimonio es el de un testigo excepcional de aquella huida. Ruy Renau, el primogénito del fotomontador. En uno de los correos electrónicos enviados desde Méjico, lo recordaba así.

Empezaré por algunas impresiones propias, que empiezan por una casa en Barcelona con un jardín inmenso, donde convivimos con la tía Teresa, esposa de Alejandro, hermano de mi padre, y alguna otra gente que no recuerdo bien. Ahora hay un lapso en blanco de incierta duración, hasta que nos veo en una casa en la montaña (supongo que en las faldas de los Pirineos) en un pueblo que alguien me dijo se llama Cantallops. En esa casa recuerdo que nos dieron una pequeña mochila con huevos duros y latas de leche condensada, al menos en la mía, que me colgué al hombro con un orgullo digno de quien va a escalar el Everest. En mi siguiente visión aparecemos, ya en los Pirineos, mi abuela Rosa, mi madre, Rosita y Finita, hermanas menores de mi madre; mi hermana Julieta de año y medio y yo, el único macho de la «trouppe». Tras una larga caminata por la montaña, con aguacero incluido, me veo alzado en vilo y lanzado dentro de un camión que surgió de la nada y en el que había otras personas hacinadas. A partir de ahí supongo que me habré dormido, ya que recuperé la conciencia en una inmensa nave, con el piso cubierto de aserrín, atravesada por unas largas mesas de madera y decorada con buena cantidad de gendarmes (de quienes mi madre y mis tías, muy hermosas las tres, no tienen el mejor recuerdo).

Desde Le Mans, la familia Renau-Ballester fue trasladada a Toulouse, por mediación del Comité de Ayuda a los Intelectuales Españoles. En esta última ciudad terminaron reuniéndose con José Renau al cabo de unas semanas. Hasta que se embarcaron para América, en mayo, vivieron acogidos por una familia judía de clase alta de apellido Cohen.

Para llegar a Toulouse, Renau había sido evacuado milagrosamente (en realidad gracias al Comité de Ayuda a los Intelectuales Españoles) del campo de Argelés-sur-Mer.

¿Cómo había llegado allí? Es de suponer que siguiendo un camino parecido al de sus hermanos. Alejandro cuenta que huyó con su mujer una primera vez a Francia, después de haberse despedido de su hermano José en Figueras. Por cierto, que dice haberle visto allí con Manolita. “Por ellos supe que su familia ya había cruzado a pie los Pirineos”. Alejandro tiene un lapsus, porque si Manolita se hallaba en Francia, no podía estar al mismo tiempo en Figueras.

El caso es que Alejandro y su mujer Teresa pudieron llegar sin problemas, pero andando, hasta Perpiñán a través de Le Perthus. Estuvieron vagando por la zona durante tres días. Alejandro intentó encontrar algún trabajo de peón, de descargador de camiones, de lo que fuera. Pero nadie le quería contratar sin papeles. Durmieron en corrales y en un coche desvencijado, y consiguieron comida por caridad. Humillados, sin perspectivas, y sin dinero, le pareció que lo mejor sería unir su suerte a la de las decenas de miles de refugiados españoles. Regresaron a España, y al menos pudieron comer comida caliente en un campamento militar.

Luego emprendieron el camino del exilio con la multitud. Primero en camiones, después a pie por trochas enfangadas para atravesar los Pirineos. En larga fila india, iban avanzando por el monte “cada quien con su silencio y su angustia”. De noche, en un puerto lleno de nieve, en torno a unas fogatas, Alejandro se apartó un momento en dirección a un resplandor no muy lejano y vio “un espectáculo maravilloso, que así me pareció entonces, en la vertiente francesa y cerca, una pequeña ciudad completamente iluminada.”

Al amanecer se acercaron a un puesto fronterizo, dejaron las armas y, tras separar a las mujeres de los hombres, estos fueron encaminados por una carretera, donde cada cincuenta metros hacía guardia un gendarme que decía: Allez, allez, a la soupe chaude. (Vamos, vamos, a la sopa caliente.) El destino era la playa de Argelés-sur-Mer, donde les abandonaban dentro de un cerco de alambres de espino, sin sopa caliente y ni siquiera agua potable.

Frente a un mar gris, y sin protección contra el mistral inclemente, no tuvieron más remedio que resignarse a sobrevivir a la intemperie.

Al día siguiente, Alejandro tuvo la fortuna de encontrar a su hermano Juan. Un día después, apareció José. Mario Llorca Blasco Ibáñez se unió al cuarteto, y aún una quinta persona que Alejadro no cita.

La versión de este encuentro que da Juan añade algunas circunstancias, como que en la playa los refugiados se organizaban, más o menos, de acuerdo con las unidades militares a las que pertenecían. También aporta Juanino el nombre de la quinta persona, un comisario llamado Girves. Pero en realidad era cuarta, pues según su relato, José Renau no aparece hasta cuatro días después, con “el carrillo inflado y duro como una pelota”. Tras la alegría de la reunión familiar, el primogénito explica que “algo gordo” le ha sucedido.

Al penetrar en Argelés se encontró con algunos camaradas del PSUC a quienes conocía por haberles enchufado en la retaguardia inventando empleos y añadiendo sus nombres en las nóminas. Pensó que con esa encía hecha polvo, amén de los favores que le deben aquellos, lo menos que podían hacer por él sería dejarle acostar en un rincón de la amplísima chabola, al abrigo del frío y las inclemencias. Allí no estorbaría a nadie hasta que, un tanto recobrado de su dolencia, seguiría indagando nuestro paradero. Aquel día los compañeros de marras organizan un banquetazo por todo lo alto. No se les ocurrió invitarle ni prestarle atención alguna. Para acabar de arreglar la cosa, le dijeron de malos modos que allí sobraba, que la chabola era chica para tanta gente y que se las najase por donde había venido.

Los tres hermanos permanecieron unidos en aquel infierno, vigilados por tropas moras a caballo y por infantería senegalesa. Las inhumanas condiciones de subsistencia se multiplicaron hasta el infinito a causa de las humillaciones a las que hubieron de someterse, perpetradas por sus guardianes. El hecho de que Francia no estuviera preparada ni previera semejante avalancha, no sirve de descargo a sus autoridades, según han puesto de manifiesto todos los que se vieron involucrados en la odisea.

Aquellos miles de hombres protagonizaron escenas dantescas, como la muerte de un caballo que inopinadamente saltó del exterior de las alambradas al interior del campo. De súbito, cuenta Alejandro, aparecieron todo tipo de navajas, cuchillos e instrumentos cortantes en las manos de los refugiados (que habían sido registrados previamente a su encierro).

Lo descuartizaron en unos minutos, cayendo sobre el animal como moscas, y llevándose el que pudo algún pedazo de carne sangrante, que algunos ni siquiera esperaron para asarla, llevándosela a la boca cruda, embarrándose la cara de sangre de una forma macabra.

La enfermedad y la muerte se convirtieron en compañía habitual de los cautivos. Las diarreas se generalizaron, y mataron a los más débiles. Los compañeros y los amigos de los muertos, los llevaban por la noche a la alambrada y los abandonaban sin el menor duelo; al salir el sol, los cadáveres habían desaparecido, llevados por los gendarmes.

Otra forma de morir era a causa de una pelea por comida o por dinero. Juanino cuenta que un tipo que ganó una tarde una buena cantidad a los naipes apareció degollado y medio desnudo al amanecer, semienterrado en la playa.

Una escena que excede a la imaginación más exacerbada también la cuenta el hermano menor de Renau: una fila de hombres ante una chabola donde una ramera muy joven alquila su cuerpo, por decir algo sensible.

La comida en frío, combinada con el helor atmosférico, nos debilita. La única vez que tenemos la suerte de tragar algo caliente es hoy, al anochecer. Un soldado de Intendencia, amigo circunstancial de Pepe ha sustraído del aprovisionamiento un buen plato cuartelero de habichuelas caldosas. Es una ración colmada para una sola persona de buen apetito, pero somos cinco hambrientos. Como el buen amigo tiene que devolver el plato, lo vaciamos en el casco alemán que Mario Llorca ha usado durante la guerra: “El que tenga remilgos, que se muera”. Rodeamos el raquítico condumio. La cuchara de latón, fabricada por Alejandro, consume rápidas y famélicas rondas. Las manos de los cuatro que esperamos, se tienden implorantes, ávidas del turno. Los ojos se clavan en el fondo mugriento del casco, viendo tristemente cómo disminuye el alimento.

Posiblemente Juan dramatiza algo la escena, que Alejandro cuenta de un modo más vulgar. Sencillamente usan el casco de Mario Llorca de cacerola para cocinar al fuego unas habichuelas con tocino. Sin embargo, el regalo del “amigo circunstancial” de Pepe lo recordó a menudo el fotomontador, porque se trataba de aquel funcionario de Bellas Artes a quien él había depurado por considerarlo desafecto a la causa republicana. La generosidad de aquella persona, de la que cualquiera hubiera esperado una reacción hostil, conmovió a Renau y fue una de las lecciones que recibió en su vida adulta.

Un buen día, el nombre de José Renau suena por los altavoces instalados en el campo. Le espera una norteamericana cuáquera llamada Miss Palmer, del Carnegie Institute. Le saca durante un día del encierro, le lleva a un restaurante y le harta de comer, que es lo que más necesitaba. Por la noche, le devuelve. Renau cuenta los detalles de su afortunado día, anunciando que amigos influyentes preparan su “extracción” de Argelés, y de pronto saca una botella de cerveza oculta tras la chaqueta y la ofrece como regalo a sus amigos.

Alejandro dice que sintió ganas de agredirlo, pero al final se echó a reír. “Así era mi hermano Pepe, todo lo genial que era para su trabajo, así era también de despistado para cosas positivas.”

Al día siguiente la cuáquera volvió a sacarle, y esta vez Renau regresó con un botín más práctico para los cautivos. Tras una semana, recuerda Alejandro, Renau volvió a ser requerido por los altavoces, y esta vez ya no regresó. Había sido reclamado por la “Casa de la Cultura” de París, posiblemente el Comité de Ayuda a los Intelectuales Españoles.

Después de dos meses “de abandono absoluto”, empezó a establecerse cierto orden en el campo. Se construyeron barracones, se empezó a repartir el correo. Algunos de los refugiados consintieron en regresar a España, según se les propuso, en medio de los insultos de quienes se quedaban.

"Los Trece Puntos de Negrín". Ejército Nacional al servicio de la República.

Diez días después de la salida de Pepe, Alejandro y Juan escuchan su nombre en los altavoces. Así lo cuenta Juan.

A la puerta del campo nos espera Stephan Priacel, crítico teatral de varios periódicos y revistas parisinas. En Persignan nos compra ropa hecha. En un limpio y claro restaurante nos hartamos de comer. Una larga jornada de tren hasta Carcassonne. Allí nos reunimos con otro grupo de compatriotas procedentes de diversos campos: Luis Alamitos, Aceves, Antonio Rodríguez Luna, Enrique Climent, Casal Chapí, Castro y tres miembros de las Brigadas Internacionales.

De Carcasona se les traslada a una antigua fortaleza llamada Castel Novel, propiedad de Arlette y Renaud de Jouvenel, un matrimonio de clase alta que había decidido auxiliar a los intelectuales españoles refugiados. Allí permanecerán casi un año, sin obligaciones y sin otra perspectiva que el exilio a América, puesto que desde septiembre de 1939, Alemania estaba en guerra con Francia, y se hacía improbable una vida rutinaria.

Aquel grupo de intelectuales (salvo Alejandro, que estaba allí en razón de parentesco) tuvo mucha fortuna, y poco sentido común (una vez más, salvo Alejandro). Gracias a sus influencias evadieron la obligación de integrarse en el ejército francés, que muchos refugiados españoles sin caché, hubieron de resignarse a aceptar. Y vivieron a cuerpo de rey, literalmente, hasta que la proximidad del ejército alemán les obligó a buscarse la salida más efectiva del país invadido.

Juan pasa de un plumazo sobre este año de ocio que vivió en Castel Novel. Nos cuenta que escribió a Ots y Capdequí, que había sido presidente de la AIDCV, residente a la sazón en Colombia como exiliado, que éste le consiguió un visado oficial, y que tras pasar unos días deliciosos en París, embarcó en Marsella para Argelia, y desde allí cruzó el Atlántico.

Alejandro es bien explícito sobre detalles muy vergonzosos para el amor propio de los intelectuales refugiados.

Por otra parte, nuestra conducta no era correcta y nos ponía en evidencia, haciendo que los razonamientos [las críticas] del administrador [de la propiedad] en muchos casos fueran evidentes y razonables. Recuerdo que estando un día tomando el sol, se dirigió a mí con una mirada de reproche, muy irritado, tumbó la cubeta de la basura delante de mí, diciéndome: “Quel gaspillage!” (¡qué desperdicio!). Había trozos de buen queso, con un solo mordisco, echados a la basura, también fruta entera y sabrosa, con un solo bocado, pedazos de carne casi sin tocar. Me dio vergüenza esa recriminación, comprendiendo que tenía toda la razón, me sentí muy molesto ya que se dirigía y me incluía a mí como participante, cuando en mi interior sentía repugnancia hacia los compañeros que se comportaban así. Se pensaba que éramos personas que habíamos pasado penurias y hambrunas, y nos estábamos comportando como inmerecedores de ayuda, saliendo de cada quien los egoísmos, frivolidades que marcadamente algunos llevaban dentro. A los que nos atendían les demostrábamos que no éramos merecedores de la ayuda que tan generosamente nos brindaban.

De todos nosotros habían salido los de más valía. Por otra parte, también me sentía incómodo con algunos de mis compañeros, por su actitud de abuso, algunos de ellos eran los clásicos acomodaticios, que durante la guerra tuvieron la habilidad de enquistarse en la retaguardia apoltronados en sillones de algún despacho. Eran tipos de mesa de café, buenos para “nada”. Hacía todo lo posible por integrarme a algún trabajo, pero era rechazado sistemáticamente por el administrador, porque pensaba que todos nosotros éramos incapaces para hacer algo.

Un día nos llegó una carta del comité de París, encargado de nosotros, recriminando muy duramente a todo el grupo, sin hacer excepciones. Nos hacían una agria crítica de nuestra conducta, y nos evidenciaban su decepción, por haber traído “de todo” menos combatientes. Esto levantó una polvareda muy grande. Todos se sintieron muy ofendidos. Salieron a flote los egos de cada quien. Todo menos reconocer que todo lo que nos decían era verdad, y tratar de rectificar…

Se convocó una reunión de “ofendidos”, para acordar una respuesta, donde cada quien dio su opinión. Como la carta planteaba exactamente todo lo que yo pensaba de ellos y que era justo, al preguntarme mi opinión les dije que todo lo que decían era justificado, y aun se habían quedado cortos. Decir de mi parte lo contrario hubiera sido una hipocresía. Esto levantó hacia mí un general reproche, según dijeron, por mi falta de solidaridad. Pero por mi parte no se trataba de solidaridad, sino de razón.

He lamentado y aun lamentaré toda mi vida el incidente que tuve con un allegado mío, cuya actitud de entonces no quiero calificar y mejor trato de olvidar.

Es evidente que Alejandro se refiere a su hermano Juan. Es de imaginar la violenta escena que tendrían entre ellos. El caso es que Alejandro se puso a trabajar, en la granja, así como los intelectuales. Pero como Alejandro estaba familiarizado con la mecánica de los motores, se le dio muy bien, y pronto empezó a ahorrar. Algo que le vino de perlas en el momento de huir de Francia.

Las circunstancias de su partida, desde Burdeos, con el ejército alemán a las puertas de la ciudad, constituyen no un capítulo, sino una novela de aventuras. Alejandro tuvo que desplazarse con anterioridad desde Castel Novel a Burdeos para comprar el pasaje para él y su mujer, con quien se había reunido en la granja. Para ello viajó clandestinamente en un tren, sobrevivió sin papeles en Burdeos refugiado en una casa de citas, el único lugar donde no le pedían documentación, y regresó a por su esposa atravesando un país en desbandada, con los blindados alemanes a tiro de cañón.

Esto debió ser en junio de 1940. Su hermano mayor se encontraba ya en Méjico, donde fue a parar Alejandro. ¿Cómo había llegado el fotomontador a América?

En las cintas de Manfred Schmidt, Renau lo cuenta así.

Al terminar la guerra yo tenía la oportunidad de ir a la URSS o de quedarme en Francia. Pero no me podía quitar de la cabeza a Siqueiros. Y dije, pues a Méjico, con la mayoría de los intelectuales, porque con Méjico hay una unidad cultural tremenda, más que con cualquier otro país de Iberoamérica. Méjico es como si fuera España. De Méjico me atraía la pintura mural.

En otro momento dice:

Yo he recurrido a la pintura de caballete después de situaciones malas que he pasado yo, como una forma de desintoxicación, un recurso terapéutico. Después de la guerra de España, en el campo de concentración en Francia, cuando salí y me esperaron ese matrimonio judío, Raquel Cohen y su marido. Se portaron muy bien conmigo, me compraron materiales y empecé a hacer en su casa pintura de caballete, surrealista, sin relación con la política, tenía necesidad de hacer algo libremente, ajeno a todo aquello en lo que había estado envuelto, la guerra la lucha contra el fascismo… Hice cinco o seis cuadros de los mejores que he realizado en mi vida.

Además de mitigar su tristeza con la pintura de caballete, Renau no dejó de hacer gestiones para su salida de Francia.

A Manfred Schmidt se lo contaba así en 1977:

Pero mi opción estuvo a punto de frustrarse. Yo había salido de España con una familia numerosa: mi mujer, un hijo y una hija, más mi suegra y dos cuñadas, muy jóvenes aún (siete personas en total). La embajada de México en París me comunicó que no estaba autorizada a sufragar los gastos de viaje de mi familia. Me vi forzado a renunciar a mi viaje a América. Mas, al cabo de dos días, todo se arregló.

En 1981, un año antes de morir, escribía unas notas para la revista valenciana Espill, y en ellas daba detalles de los meses que pasó en Francia, entre febrero y mayo de 1939. Decía que en abril, a iniciativa de la embajada de Méjico en París, formó parte de una Junta de Cultura Española constituida por 19 personas con la misión de facilitar el viaje de los intelectuales republicanos españoles, a quien el presidente Cárdenas había abierto de par en par las fronteras mejicanas. Según Renau, aceptó por dos razones, la obsesión que se había apoderado de él sobre el movimiento muralista mejicano, y la solemne promesa que le hizo a Siqueiros de formar parte de un colectivo de pintores mejicanos y españoles. En realidad era la misma razón.

La Junta decidió que una idea práctica sería que parte de ella viajara a Méjico inmediatamente para asesorar a las autoridades sobre “la condición y características de la ingente cantidad de intelectuales españoles que se vieron obligados a abandonar la patria”.

A finales del mismo mes de abril del 39, once de los diecinueve miembros de la Junta (a los cuales se unieron cuatro intelectuales que no formaban parte de ella, hasta completar el número de quince) recibimos de la embajada la invitación de trasladarnos a Méjico –con las familias respectivas – en una especie de primera expedición simbólica, que abriría el camino a muchas otras posteriores. Los gastos de esta primera expedición correrían íntegramente a cargo del gobierno mejicano.

Mi familia era la más grande de la expedición, compuesta por Manuela Ballester (mi mujer), Ruy y Julia (mis hijos), Rosa Vilaseca (mi suegra), Rosita y Josefina Ballester (mis cuñadas). No teníamos ningún documento de identidad. Y cuando llegó la hora del papeleo, la embajada se negó a hacerse cargo del viaje de mis cuñadas y de mi suegra, alegando que no eran miembros directos de mi familia. Por mi parte, yo quería a mi suegra (viuda desde hacía años) como si fuera mi madre, y a mis cuñadas – todavía en edad escolar – como a hijas mayores mías. Yo no podía dejarlas tiradas en Francia. Pero como la objeción de la embajada era incuestionable, me vi en la obligación de dimitir como miembro de al Junta y a renunciar a la invitación al viaje. La situación de Francia hacía impensable la permanencia legal de una familia numerosa. Y opté por el asilo que la Unión Soviética ofrecía también a los emigrados españoles… Pero a los dos días de enviar la renuncia, recibí una comunicación de la embajada mejicana aceptando pagar los pasajes de mis cuñadas y mi suegra.

Es dudoso que el cambio de actitud de la embajada fuera un acto espontáneo de generosidad, aunque Renau lo da a entender. En nota adjunta informa de que el gobierno republicano ya en el exilio había depositado una cantidad de pesetas oro en Londres, en una cuenta abierta por el gobierno mejicano, para sufragar estos gastos. La administración española del fondo corrió a cargo del SERE, Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles.

También se intentó financiar el SERE con el cargamento de objetos de valor expropiados en los primeros días de la guerra, transportados por el buque «Vita». El jefe de gobierno Negrín lo había encomendado al doctor José Puche Álvarez, ex rector de la universidad de Valencia. Pero al llegar al puerto mejicano de Tampico, se apropió del cargamento un grupo de hombres enviados por Indalecio Prieto, que se había trasladado a América como embajador extraordinario antes del final de la guerra, y lo dedicó a financiar la JARE, Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles. Esta dualidad de organismos respondía a los intereses contrapuestos de los políticos republicanos, que a grandes rasgos se reduce al enfrentamiento entre el PSOE y sus aliados y el PCE y los suyos, que eran más bien pocos.

Esta rivalidad se mantuvo a lo largo del exilio, en perjuicio notable de los comunistas. Con el paso de los años, y tras el ostracismo de la guerra fría, el PCE se erigió en agente activo casi único de la oposición interior, pero el conflicto entre el resto de republicanos y los comunistas se mantuvo.

Esto forma parte dela tercera parte de esta biografía, la etapa mejicana de Renau. Él y su familia embarcaron en el puerto de Saint Nazare el 6 de mayo de 1939 en el transatlántico holandés Vendamm. Pudieron hacer una travesía cómoda, al contrario que aquellos que, como su hermano Alejandro, tuvieron que viajar después, ya estallado el conflicto, cuando los submarinos alemanes se adueñaron de las aguas atlánticas.

Llegaron a Nueva York el 17 de mayo, cuando Renau cumplía, según sus propios cálculos (recordemos que en su partida de nacimiento figura la fecha del 18), treinta y dos años.

Deja un comentario

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.