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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. La temeraria salvación del Museo del Prado. Capítulo 8

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Segunda parte. Dosis de marxismo contra el desasosiego

Los cuadros se van de viaje a Suiza

La personalidad de un ser humano se despliega ante los demás como un haz de luz blanca, que suma los colores del espectro de los que está compuesto. Una biografía ha de mostrar la variedad cromática del hombre o la mujer que describen, y para eso el investigador echa mano de las fuentes documentales más variadas a su disposición. Pero en ciertos casos no existe tanta variedad.

Es el caso de Renau. Escribió y habló mucho sobre sí mismo, pero como es natural protegió su intimidad, a veces exagerando, a veces velando, a veces confundiendo. Además, las cartas personales que escribió (solía hacer copias) y las que recibió fueron entregadas al fuego por su esposa, Manuela Ballester, tras la muerte del artista, aunque se conservan algunas, quizá por descuido, y ciertos familiares poseen otras de altísimo interés, todavía por investigar.

El brillo profesional de una celebridad suele deslumbrar, y oculta las sombras de su vida.

¿Cómo era el Renau doméstico de aquellos tiempos tormentosos? Desde luego, el hecho de que fueran turbulentos, no facilitaba la normalidad y el equilibrio de las relaciones humanas. Sabemos que, en otras épocas más tranquilas, convivir con él no era cómodo: coinciden en ello todos sus familiares, pero apenas conservamos detalles. Así que no tenemos otra fórmula que la de deducir de testimonios indirectos para reconstruir su variopinto ser.

El 17 de mayo de 1934 nació su primer hijo, Ruy. Julia o Julieta vio la luz el 23 de marzo de 1937. Totli nacerá ya en Méjico, en 1940, mientras su madre trabaja en un mural diseñado por Siqueiros. Teresa, en 1943. Y el último, Pablo, en 1946. Ambos también en el exilio mejicano.

Cinco hijos no son una bagatela en ningún matrimonio, y menos en un matrimonio de intelectuales exiliados. Pero Renau jamás sufrió problemas de subsistencia o de empleo, y pudo mantener a su familia sin agobios extremos. Vivió instalado cómoda y sólidamente en la clase media a la que se había encaramado su padre, y nunca se apeó de ella, porque incluso en la Alemania Democrática careció de privaciones y disfrutó de comodidades poco comunes en aquella sociedad.

¿Cómo era la relación entre José Renau y Manuela Ballester? No exenta de conflictos. Esto es como no decir nada. Pero de los comentarios que he ido recabando de la familia Renau, de hijos y sobrinos, se deduce que los conflictos entre José y Manolita no se parecían a los de la mayoría de las familias de clase media españolas, y en concreto valencianas, de la época.

Renau sedujo a Manolita por completo. De ello son testimonio los versos aludidos en el capítulo anterior, que ésta escribió durante su noviazgo o los primeros años del matrimonio. Vea el lector una prueba de este afecto absoluto e incondicional de Manolita.

Luz siempre viva.

Él la ve en mi camino hacia la fuente

de donde le traigo el agua

para apagar su sed.

Más alto construye.

Con la tarde descendemos.

Él va hacia donde muere el sol

para comprender la noche.

Yo hacia mi hogar para esperarle

comprendiéndolo.

Renau había dedicado a su amada dos libritos de versos fervorosos. Podría decirse que Manuela le devolvió el cumplido, comprometiendo mucho de su libertad y de su personalidad, como se desprende de las estrofas reseñadas.

Por los hijos, sabemos que Manuela se dirigía a Renau por su apellido. Para ella jamás fue José o Pepe. Este hipocorístico sólo lo empleaban los miembros de la familia Renau, sus hermanos, sus sobrinos, y sus amigos más próximos de la década de los años 30. Solo a la vuelta del exilio después de 1976, algunos viejos amigos y muy pocos nuevos empezaron a llamarle Pepe.

¿Hubo algún momento en el que la Manolita enamorada llamara a su novio y marido por un apelativo cariñoso? Si lo hubo, debió durar poco. Porque enseguida que empezaron a vivir juntos (antes de casarse, pues ya hemos visto que lo hizo por “imposición política”) nació una rivalidad casi siempre latente entre ellos. Una rivalidad profesional, pero sobre todo personal. Los especialistas que conocen la obra de Manuela Ballester coinciden con sus hijos en el extraordinario talento pictórico de la valenciana. Si se hubiera podido dedicar a la pintura, dicen, habría sido una de las artistas españolas más renombradas. Lo mejor eran sus retratos.

[Como hemos advertido en nota añadida en capítulo anterior, en 2021 han publicado los diarios de Manuela Ballester de México. En ellos se encuentran muchas de las claves que en esta biografía se sugieren por falta de documentos fidelignos]

Pero Manolita no estaba en condiciones de competir profesionalmente con su marido. Es muy probable que ni siquiera se lo propusiera. El problema quizá estaba larvado en el subconsciente, y eso lo hizo tortuoso hasta que en la madurez estalló como un obús escondido. Según los testimonios de la familia, la mayor ocupación de Manuela desde que se casó con Renau fue poner límites a los desbordantes compromisos de su marido. Tuvo que ser el freno de una pareja que amenazaba con desbocarse por el empuje arrollador del varón.

La capacidad de trabajo de Renau debía ser formidable. En el artículo publicado en la revista Sonntag de 1974 mencionado anteriormente, decía, refiriéndose a la época anterior a la guerra civil:

La participación activa en las luchas reivindicativas de la clase obrera fue muy intensa: casi ocho horas diarias de trabajo político durante unos cuantos años, y menos de cuatro en el ejercicio profesional para mantener una familia, generalmente en trabajos publicitarios de rutina.

Cuatro horas, pero muy bien aprovechadas. Si ganaba dinero para comprarse un coche y para sufragar una revista es porque no paraba de realizar encargos. A veces, en abierta contradicción con sus convicciones políticas e ideológicas. Es muy posible que, tal y como ocurriría en Méjico, Manuela Ballester ayudara a su marido en los trabajos publicitarios.

Lo que sí tenemos claro es que varios dibujos de Manuela Ballester aparecen en sucesivos números de Nueva Cultura. Es decir, obraba independientemente de Renau, aunque fuera en la revista en la que ambos estaban comprometidos. También realizó Manuela portadas de libros y otros trabajos remunerados.

En una página sin fecha de La Semana Gráfica, revista valenciana de los años 20 y 30, que se conserva en el archivo Josep Renau, aparece una fotografía de Manolita con este titular: “La señorita Manolita Ballester, joven pintora valenciana da el primer paso firme en su carrera artística.” En un texto ditirámbico se cuenta su proeza, y se la relaciona con Renau, aunque no se dice que ya eran novios.

Ayer Renau, casi un niño, triunfador en Madrid con su exposición de dibujos admirables, y hoy esta dulce y bella Manolita Ballester, cuyo nombre suena en el mundo del arte por primera vez (…) Esta joven artista acaba de alcanzar el primer premio en el concurso de portadas abierto por la editorial Zénit para elegir la destinada a la novela Babbitt, de Sinclair Levis.

Para subrayar el mérito de Manolita, se informa que el segundo premio se lo llevó el famoso dibujante Rafael Penagos.

En lo que respecta al cuidado de Ruy y de Julieta, que nació en plena guerra, siempre contó con su madre, Rosa Vilaseca, que había quedado viuda. Además le echaban una mano sus dos hermanas, adolescentes entonces, Rosita y Josefina.

Al parecer, la casa de la calle Flora en Valencia también fue un centro de reunión de intelectuales y políticos, sobre todo de estos últimos.

El escenario familiar de Renau había variado desde su matrimonio. Se produjo una especie de distanciamiento de los suyos, los Renau, y una aproximación a los Ballester. Piénsese que la rivalidad y las disputas entre don José y José habían constituido la base de la relación padre-hijo. Por mucho que se hubieran apaciguado, los caracteres de ambos eran incompatibles precisamente por ser tan parecidos, a ninguno se le podía llevar la contraria sin crearse un problema. Los Renau mayores se habían mudado de la calle Baja a la calle Cirilo Amorós, situada en un barrio emblemático de la nueva clase, en el entonces ensanche de la ciudad. Don José, que desde 1927 era académico de número de San Carlos, había conseguido ser miembro efectivo de la apreciada clase media.

Con sus hermanos, Renau mantuvo la relación. Pero cabría decir que debido más a la buena disposición de Alejandro y Juan, que a la de José, desapegado de la parentela y centrado en su mundo revolucionario.

Pero el centro de la nueva familia Renau era la abuela, Rosa Vilaseca, la única persona que hacía callar al artista. Sencilla, de gran naturalidad, sin cultura, una modista, pequeña de estatura, muy trabajadora, pero de un aplomo que se imponía con una frase: Xe Pepe, ací, mentre estem dinant no se parla de política. Fes el favor de callar. (Che, Pepe, aquí, mientras estamos comiendo no se habla de política. Haz el favor de callar.) Y Pepe callaba. Para algunos que conocieron bien a los Renau-Ballester, Rosa Vilaseca es el personaje central de la familia, y uno de los pocos ajenos a la familia Renau que le llamaba Pepe.

Renau asumió riegos muy fuertes con Nueva Cultura, tanto en su primera etapa como en la segunda, a partir de marzo de 1937, aunque en ésta no podía estar tan encima de ella debido a sus obligaciones de gestión política en la Dirección General de Bellas Artes. NC se había convertido (esta vez sin tapujos) en el órgano de expresión de la Aliança d’Intel·lectuals en Defensa de la Cultura a València (AIDCV), organización que había sustituido a la AEAP, también con unas supuestas pretensiones de pluralidad ideológica, que chocaban contra el muro de la realidad política de la República en guerra. Aunque la proyección de NC seguía siendo, nominalmente, de dimensión estatal, centró más su punto de vista o de observación de la realidad en lo que había empezado a llamarse País Valenciano. La denominación procedía de los nacionalistas pro catalanistas como Emili Nadal y Carles Salvador, que contribuyeron repetidas veces con artículos escritos en valenciano sobre este tema ya entonces polémico, aunque periférico en relación al núcleo de problemas graves que tenía la República. Acció d’Art, un club de artistas de convicciones nacionalistas valencianas, se integró en la AIDCV.

Esta visible reducción de las perspectivas de NC fue debida o compensada, o las dos cosas a la vez, con la publicación de otra revista de naturaleza parecida a NC, y también vinculada al PCE, El Mono Azul, dirigida por Rafael Alberti, que así consumaba uno de sus deseos. El Mono Azul se editaba en Madrid y su tono era más comprometido, sin filigranas ni barnices de independencia.

La posición de Renau en este panorama intelectual debió ser firme, y sus intervenciones en la vida cultural incesantes, tanto institucional como personalmente.

También resulta curioso que en los estudios que se han hecho sobre la época, la figura de Renau tenga tan poco relieve, salvo en los ensayos escritos por valencianos como Manuel García, Francisco Agramunt y Albert Forment, que sitúan a Renau en un lugar destacado de la escena intelectual española. La principal razón de la escasa proyección del artista valenciano es el énfasis con el que siempre antepuso su militancia a su oficio.

El cliché de Renau es el de un comunista ortodoxo e implacable. Un cliché que esconde (o evidencia) un reproche. No se dan mucha importancia a sus contradicciones personales, a sus servidumbres o a sus defectos. Se considera a Renau históricamente intrascendente y prescindible, precisamente porque fue un comunista ortodoxo e implacable. Un cliché.

Uno de los pocos que mencionan a Renau en sus investigaciones sobre la época es Gregorio Morán. En su enjundioso Miseria y Grandeza del PCE. 1939-1985, destaca las “profundas convicciones dogmáticas” del valenciano, y asegura que nadie hacía caso “de su carácter fallero ideológico”. Se refiere Morán al exilio mejicano. Las palabras de Morán confirman que se le hizo el vacío por cuentas pendientes de su época de director general.

Para Andrés Trapiello, autor del notable Las armas y las letras, Renau fue “un comunista tan ortodoxo como implacable”. Más adelante reconoce que “Renau, comunista de la más ortodoxa cepa, era toda una institución en Valencia.”

¿Lo era en el resto de España?

El Renau que en el invierno de 1934 acude a Madrid por segunda vez en su vida con el proyecto de una revista político-cultural bajo el brazo tiene poco que ver con el hombre seguro de sí mismo, con poder, con despacho oficial (probablemente no se sentó en él más de diez minutos seguidos), del otoño de 1936. Se hizo con un equipo de colaboradores, entre los que destaca un hombre que fue amigo suyo hasta que Renau abandonó Méjico: Antonio Deltoro. Gracias a ellos pudo desplegar una serie de actividades verdaderamente notables que afectaban a diversas disciplinas artísticas, no sólo las plásticas.

Las referencias a nuestro hombre, bien como director general de Bellas Artes, bien como militante comunista, bien como cartelista, menudean en las publicaciones de la época, pero siempre en un contexto de información institucional. A título de ejemplo, Renau hace un mitin en el Quinto Regimiento en noviembre de 1936, agradeciendo la protección que éste había dado a las caravanas de intelectuales que abandonaron Madrid, camino de Valencia. En ese mismo mes se efectúa el traslado de muchas obras del Prado, también protegidas por el Quinto Regimiento.

Renau tiene igualmente la responsabilidad de la custodia de miles de pequeñas piezas de arte guardadas en la Iglesia de San Francisco el Grande de Madrid por la Junta Delegada de Salvamento del Tesoro Artístico. La procedencia de estas obras era diversa, iglesias saqueadas o en peligro de sufrir un saqueo y propiedades particulares en las mismas circunstancias. Según testimonios de Renau, en San Francisco el Grande había “más de 10.000 lienzos, 300 tapices preciosos y unos 100.000 objetos artísticos de diferente índole.” La agenda del artista valenciano debió de ser muy apretada en esos meses. Él mismo dice que robaba horas al sueño para satisfacer su instinto creativo.

La misión de la que más orgulloso se manifestó siempre fue el traslado de una selección de los mejores cuadros del Museo del Prado a Valencia. La decisión la tomó el gobierno de la República simultáneamente a su desplazamiento, también de Madrid a Valencia, a principios de noviembre de 1936. Azaña quiso que el tesoro artístico acompañara la derrota (en todos los sentidos) del gabinete, porque de esta forma, entendía, estaba asegurada una completa protección. Esta mudanza del gobierno fue muy mal saludada por lo que podríamos llamar la opinión pública de la época. Sin duda estuvo motivada por el miedo a que la capital cayera en manos de las tropas de Franco, el gobierno de la República fuera apresado y la institución disuelta o tomada en las manos de los sublevados.

La primera expedición salió de Madrid el 8 de noviembre, al finalizar con éxito la contención de la primera ofensiva franquista sobre Madrid. El subdirector del museo, Sánchez Cantón, había confeccionado una lista de 250 obras que debían ser retiradas de las salas y protegidas en los sótanos a la primera señal de alarma. El comienzo de los bombardeos sobre Madrid apresuraron la decisión del doble traslado, el del gobierno y el del tesoro, cosa esta última a la que Sánchez Cantón se oponía con el argumento de los azares del camino, tan peligrosos si no más, que los aviones alemanes e italianos de Franco.

Las fuentes de información de este episodio son limitadas, un informe del arquitecto del museo, Lino Vaamonde, la conferencia que dictó Renau en París para expertos internacionales, basado en el texto anterior, y los testimonios de Sánchez Cantón tras la guerra. A este respecto, merece la pena ver la película Las Cajas españolas, de Alberto Porlán y José del Río, aunque ignora el papel que jugó Renau en esta aventura y presta una atención exagerada a Rafael Alberti.

Imagen tomada de la página web de publico.es

Renau sostuvo que los bombardeos eran más que una amenaza. De hecho es el argumento que el gobierno utilizó ante la prensa internacional y las cancillerías extranjeras cuando ocho bombas incendiarias cayeron el 16 de noviembre sobre el museo del Prado, afectando en otras oleadas a la Biblioteca Nacional y al Museo Arqueológico, situado a la espalda de éste, en el paseo de Recoletos, al norte de Cibeles.

El informe de Lino Vaamonde dice que los bombarderos alemanes e italianos determinaron los lugares donde debían dejar caer los explosivos ese día 16, gracias a una avanzadilla aérea que tiró bengalas. El objetivo de este ataque era el hotel Savoy, situado frente al museo, en el lado opuesto del Paseo del Prado. En este hotel pernoctaban oficiales rusos. Los aviones soltaron bombas explosivas, muy pesadas, y bombas incendiarias, más ligeras, siguiendo el rastro de las bengalas. Tres bombas explosivas cayeron en las inmediaciones del museo, y ocho incendiarias impactaron en él, sin causar daños a los cuadros, que estaban en los sótanos, pero sí destrozos de consideración en algunas salas.

Las imágenes dramáticas que el gobierno captó de inmediato fueron distribuidas con celeridad en una formidable campaña de prensa, con la que pretendían contrarrestar la fama de barbarie que habían dejado los saqueos en zona republicana de los primeros días de la sublevación franquista, y que habían afectado a iglesias, palacios e incluso residencias de personalidades de derechas no siempre prominentes.

El traslado de los cuadros, según estos argumentos, estaba más que justificado.

En cualquier caso, el movimiento de grandes cuadros por una ciudad y un frente cuyas acciones de guerra eran poco predecibles, convertían una operación de salvamento en otra de alto riesgo, como sostenía Sánchez Cantón.

Renau asegura que la solución de situarlas en los sótanos blindados del Banco de España fue descartada, porque anteriormente se habían guardado en él unos lienzos de El Greco traídos de Illescas, y la humedad los había deteriorado. Sin embargo, el propio Renau asegura que uno de sus primeros deberes nada más hacerse cargo de la dirección general de Bellas Artes fue la incautación del palacio de Liria, propiedad del duque de Alba, ocupado por el Quinto Regimiento, en una zona muy próxima al frente de Moncloa. “A excepción de los retratos de Goya –que el propio duque había depositado en las cajas fuertes del Banco de España antes del levantamiento – todo estaba en su lugar y en el mejor estado.” Cabe preguntarse si esos retratos de Goya corrieron la misma suerte que los lienzos del Greco.

Lo más espinoso del traslado lo cifran los críticos a él en un nunca documentado propósito de servirse de las obras como moneda de cambio para comprar armamento. Esta posibilidad, sin embargo, fue sugerida explícitamente en Madrid por algunos noticiarios propagandísticos, ya en verano del 36, alegando que había que sacrificarlo todo para adquirir armas. Otra de las propuestas sacrificiales era fundir las estatuas de la capital para fabricar balas.

Renau nombró al pintor Timoteo Pérez Rubio responsable de la protección y traslado del tesoro, cometido que llevó a cabo con eficacia irreprochable, ayudado por un abnegado equipo de técnicos. El director general de Bellas Artes atribuyó la fortuna y eficacia del salvamento al hecho de que quienes estaban encargados del mismo actuaron movidos por una fuerza especial, no por simple inercia funcionarial, y por la convicción de sentirse depositarios de la salvaguarda de bienes culturales del pueblo español.

A solicitud de sus jefes, Renau tuvo que redactar un informe para leerlo ante un panel de expertos en París, en junio de 1937, cuando todavía el traslado de cuadros no había acabado. Su título era “La organización de la defensa del patrimonio artístico e histórico español durante la guerra civil”. El objetivo era demostrar ante una audiencia internacional muy selecta que la República estaba trabajando a fondo en la protección y conservación del patrimonio histórico artístico español. Sin duda, las noticias y reportajes ilustrados que se publicaron sobre todo en Francia, Reino Unido y los Estados Unidos sobre la barbarie desatada en la zona republicana contra la vida y la propiedad de las personas, indujeron al gobierno a programar una contraofensiva en la que hacía valer uno de sus méritos indudables: el trabajo de un grupo de profesionales de las artes y la arquitectura en la protección de un número ingente de obras maestras famosas en los cinco continentes.

Renau vertió en su informe toda su experiencia personal y colectiva en un asunto que interesaba a los directores de museos de toda Europa por su envergadura, por el valor histórico y crematístico de las obras afectadas, y por lo bien que había salido hasta la fecha de la conferencia, cuando todavía se encontraban en Valencia.

El mayor empeño del director general fue ofrecer una relación de hechos dando detalles técnicos, que es lo que importaba. Y tuvo que morderse la lengua al mencionar el trasfondo y la trascendencia política del tema, e incluso retocar algunos párrafos en los que se le había escapado la emoción que tan poco le gustaba en los carteles, algo que veremos más adelante en este mismo capítulo.

Empieza Renau por exponer la acción del gobierno en la organización y tareas de las Juntas de conservación y protección del tesoro artístico. Pasa como sobre ascuas por encima de los “disturbios civiles” que dañaron parte de ese tesoro, explica las medidas de traslado a sótanos de todo lo que se pudo guardar para preservarlo de los bombardeos de la aviación y de la artillería, da cuenta de la construcción de refugios para proteger edificios y monumentos. También cita la custodia gubernamental de “gran número de objetos provenientes de colecciones particulares, eclesiásticas, etc.”

Resume luego los decretos que sustentan estas actividades. El primero, en julio de 1936, dando cobertura legal a las juntas que se habían constituido espontáneamente para impedir los asaltos, y el segundo en agosto ampliando los miembros de la Junta de Incautación y Protección de Patrimonio Artístico. En enero de 1937 un nuevo decreto formaliza la responsabilidad de la Dirección General de Renau en otros temas como el traslado de obras de arte a paraderos más seguros. En febrero se crea un Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico dependiente de Renau, intentando coordinar una serie de tareas ingentes.

Renau proporciona una serie de datos estadísticos sobre las actividades de su departamento y sus ramas en la protección de las obras de arte y los monumentos.

Tras la decisión del gobierno de salir de Madrid acompañado del tesoro, se constituyeron a toda prisa dos equipos de técnicos, dirigidos por Timoteo Pérez Rubio. Los detalles que da Renau en este sentido manifiestan la gran preparación de los profesionales españoles, que fueron capaces de embalar convenientemente dos mil lienzos de primera categoría, transportarlos cuatrocientos kilómetros y volverlos a colocar en Valencia en unas condiciones de seguridad inmejorables. Obviamente no pudo realizarse el traslado en las mejores circunstancias. Algunas fotografías muestran camiones que cargan cuadros valiosísimos al descubierto, sujetos con cuerdas. Dos piezas maestras, «Las Meninas», de Velázquez y el «Retrato Ecuestre de Carlos V», de Tiziano, tuvieron que ser extraídas de los camiones en el puente de Arganda porque daban con el armazón metálico de la construcción, y fueron desplazadas sobre rodillos hasta la otra orilla. Renau da cuenta de las inquietantes condiciones en que se efectuó el traslado:

No hay que olvidar que estos transportes tuvieron que efectuarse en plena guerra y bajo la constante amenaza de los aviones: fue preciso aprovechar las noches más oscuras, parar los motores y apagar los faros a la más mínima alerta (…) Once días después de esta memorable expedición, la carretera que atraviesa el río Jarama estaba bajo el fuego enemigo. Fue preciso, luego, utilizar una carretera secundaria, lo cual aumentaba muy sensiblemente las serias dificultades que teníamos ya en la evacuación de las obras de arte.

De esta operación en concreto fueron responsables María Teresa León y su marido Rafael Alberti. Desde su casa en Madrid siguieron el movimiento, recibiendo llamadas telefónicas de los expedicionarios al pasar por las localidades más importantes, hasta que a las siete de la mañana, los cuadros llegaron a Valencia. Una y no más, debieron pensar la pareja de intelectuales, porque de inmediato renunciaron a su responsabilidad, que consideraban insoportable. No obstante, Alberti dejó un poético testimonio de su participación, de la que el lector puede desprender que, sin él, el museo del Prado se habría perdido.

El tesoro del Prado encontró dos albergues en Valencia, las Torres de Serranos y el Colegio e Iglesia del Patriarca. Ambos edificios fueron preparados concienzudamente por ingenieros y arquitectos para el caso de sufrir un ataque. No fueron los únicos edificios valencianos que guardaron tesoros artísticos. Una testigo ocular recuerda haber visto trasiego de cajas llenas de objetos valiosos por las calles del barrio del Carmen. Se trata de Carmen Ferrés, de la familia que poseía Casa Insa, un negocio de ropa y disfraces de la calle Baja, en la que vivió Renau.

Enfrente del 48 estaba el Monte de Piedad… En el Monte metieron durante la guerra mucho material de la Casa Real, plata y otras cosas. Recuerdo las cajas grises con el sello de la Casa Real. Yo vi sacar las cajas y meterlas en camiones y llevárselas.

Otro testimonio inédito es el de Miquel Francés, responsable del Departamento Audiovisual de la Universitat de València al redactar este capítulo. La familia de Francés procede de Fontanars dels Alforins, donde el joven Renau veraneaba con sus padres y hermanos. Cuenta Francés que el propio Renau, a quien conoció en 1977, le reveló que los cuadros más valiosos, según su criterio, del Prado le acompañaron a Fontanars, donde el director general instaló su oficina durante parte de la guerra. De este hecho no quedó constancia en ningún sitio. Es decir, de ser cierto, Renau lo mantuvo en secreto. Miquel Francés hizo averiguaciones entre sus parientes en Fontanars, y corroboró que en un caserón de familia de alcurnia, ocupado por las autoridades republicanas, se vieron entrar cajas al comienzo de la guerra, y también salieron del casón poco antes de que finalizara.

Ante la falta de precisión cronológica, y dando por buena la fecha de entrada de las cajas, cabe preguntarse si la salida coincidió con el traslado del convoy del Prado de Valencia a Figueras, antes de que la comunicación terrestre con Barcelona quedara cortada por la ofensiva del General Yagüe, cuyas tropas entraban en Vinaroz en abril de 1938

El director general de Bellas Artes explicaba a los sesudos académicos de París cómo protegieron el tesoro de los cuatro peligros más graves que le amenazaban: 1.- Acción directa de las bombas de aviación y artillería. 2.- Acción de la expansión del aire por efecto de la explosión de bombas aéreas de gran potencia. 3.- Acción de las bombas incendiarias. 4.- Posibles cambios de ambiente y temperatura.

Renau desplegó un gran lujo de detalles técnicos, fotografías, planos y otros documentos ante los interesados ojos de los expertos internacionales. De ello se desprende que la experiencia de los técnicos españoles era notable, y que contaron con materiales relativamente sofisticados para proteger los lienzos del fuego, de la humedad y del efecto de las explosiones. La audiencia de Renau quedó no sólo satisfecha con su exposición, sino que tomó buena nota, porque no pasaría mucho tiempo sin que se vieran ellos en la circunstancia de hacer lo propio para proteger el patrimonio artístico de sus países.

Las memorias de Azaña reflejan las terribles circunstancias en que se efectuó el traslado definitivo de los cuadros hasta la frontera francesa, que atravesaron a hombros de carabineros. “Desde París les enviaron una recompensa en metálico, pero algún intermediario se guardó el dinero, y los pobres hombres, en recompensa por su servicio, han ido al infierno de un campo de concentración.”

La generosa mano que enviaba estos fondos pudo haber sido la de David David-Weill, un rico coleccionista de arte, judío franco norteamericano, que por aquella época presidía la Mesa de Directores de Museos Nacionales franceses, y que organizó un comité internacional para salvar las obras del Prado.

“En enero de 1939, veinte camiones realizaron setenta y un viajes entre los lugares de almacenamiento y la frontera. Desde allí, las obras se embarcaron en un tren que las llevó a Ginebra, donde permanecieron hasta el final de las hostilidades.” Es lo que dice Héctor Feliciano en su libro El Museo Perdido, dedicado al saqueo de obras de arte efectuado por los nazis durante la guerra europea. Una precisión a este dato es que desde la frontera francesa a Perpignan, los cuadros también fueron llevados en camiones y autobuses. Por fin, desde la ciudad francesa viajaron en tren hasta Suiza.

Finalmente, la baqueteada colección regresó a España desde la Sociedad de Naciones, que la custodiaba. Lo hicieron en el verano de 1940, también en tren, y amenazados por el avance y los ataques aéreos de los alemanes, que habían invadido Francia. Una vez más, la suerte protegió los cuadros.

Renau menciona en su libro Arte en Peligro, publicado en 1980, unas palabras del marqués de Lozoya sobre este asunto: “Afortunadamente nada se ha perdido y las colecciones del Estado se encuentran hoy íntegras como antes de 1936”. Es evidente que el valenciano se sentía orgulloso de la responsabilidad que le tocó en la integridad del tesoro. Renau hace una nota a pie de página sobre el Marqués de Lozoya, todo un caballero, que conoció y trató en el taller de restauración de su padre. El sorprendente texto de la nota dice así:

En 1951, la dirección del PCE en México me pidió un corto trabajo sobre este mismo tema. Se publicó en el nº 1 –segunda época- de la revista «Nuestro Tiempo», correspondiente a septiembre de 1951. Me sorprendió sobremanera el que diversos puntos de mi escrito hubieran sido modificados y arbitrariamente tergiversados, llegándose a injuriar incluso al marqués de Lozoya. Protesté enérgicamente entonces, y conservo pruebas documentales de ello.

Debido a su cargo de director general de Bellas Artes, Renau tuvo que conocer, tratar, negociar, llegar a compromisos con muchas personas de talento e influencia. Es muy probable que su nombre sonara en el ámbito de la intelectualidad española, y también de la extranjera. La impresión que causó en unos y otros debe estar sepultada en la montaña de testimonios que hablan de la República y la Guerra Civil. Buscar y seleccionar lo que de Renau se pensaba es una tarea digna de tesis doctoral. Animo a los jóvenes académicos a que se atrevan. Descubrirán cosas interesantes. Uno de los pocos que quedan lo dejó escrito el mismo Renau en un ensayo sobre Siqueiros.

Al hablar de su huida a Francia en enero de 1939, Renau rememora al pintor mejicano.

No me quedé en Francia por la cosa de Siqueiros. Siqueiros llegó a España en 1937 con la idea de hacer un colectivo [de muralistas]. Yo era director general de Bellas Artes y le dije, “Mira, Siqueiros, eso no es posible ahora. Nuestros mejores artistas están movilizados en labores de educación en el ejército, en la milicia, y de agitprop, y no podemos desmovilizarlos para hacer arte. A mí me entusiasma producir arte, y tampoco puedo dedicarme a ello. El problema prioritario es la guerra.” Él lo comprendió, y entró también en el ejército como militar, no como artista, fue comandante. Y al terminar la guerra yo tenía la oportunidad de ir a la URSS o de quedarme en Francia. Pero no me podía quitar de la cabeza a Siqueiros. Y dije, pues a Méjico, con la mayoría de los intelectuales, porque con Méjico hay una unidad cultural tremenda, más que con cualquier otro país de Iberoamérica. Méjico es como si fuera España. De Méjico me atraía la pintura mural.

Mi interés en la pintura mural data de 1933 ó 34, cuando hice un mural dentro del pabellón de los sindicatos anarquistas del puerto de Valencia. Se destruyó después de la guerra, no tengo ni fotos. Era un mural antifascista.

Yo invité a Siqueiros a dar una conferencia en el Paraninfo de la Universidad de Valencia. Tuve que convencer a los jefes militares para que dejaran asistir a la conferencia a los pintores. Fue un escándalo. Había un grupo de estetas, algunos homosexuales, criaturas histéricas que llamaban a Siqueiros gorila y orangután, porque era un hombre con mucha fuerza. Y allí va el tío, alzando la voz… Yo no conocía de antes a Siqueiros. Sí conocí a Diego Rivera. Quedé sorprendido por la conferencia porque descubrí que [en el mural del Grao] había usado los mismos materiales que él. Una de las cosas que dijo, y a las que yo no había dado importancia, era una tesis contundente: en los murales el pintor tiene que dejar los materiales tradicionales, y adaptarse a los productos industriales de hoy, que es lo que yo había hecho intuitivamente, lógicamente. Yo había pintado el mural del puerto de Valencia con pistolas, no con brochas.

En el artículo “Mi experiencia con Siqueiros”, publicado en la Revista de Bellas Artes, de Méjico, en 1976, Renau daba más detalles sobre su relación con el muralista.

Siqueiros dio dos conferencias en la Universidad de Valencia. La segunda trataba sobre la Escuela de París, y fue la más comentada, porque entraba a saco en el debate entre arte puro y arte socialmente funcional. Ya hemos visto la opinión que tenía Renau de los esteticistas. Que execrara a algunos de ellos aduciendo su condición homosexual debe ser una de las paradojas del carácter de nuestro hombre, porque Juan Gil Albert fue uno de sus mejores amigos y a Renau no pareció importarle en absoluto su inclinación sexual.

Cuenta Francisco Agramunt que en la segunda conferencia de Siqueiros “el poeta Rafael Alberti abandonó airadamente el Aula Magna donde se desarrollaba el debate porque el moderador – Josep Renau- no le había otorgado la palabra”. Es evidente que los camaradas no se caían simpáticos.

La primera idea de Siqueiros al desembarcar en la España en guerra fue “organizar un colectivo de pintores españoles y mexicanos que se encargara de producir materiales pictóricos y gráficos para las necesidades políticas de la guerra”, y para instruir a los pintores españoles en la técnica del muralismo. Al no poder realizar esta tarea pedagógica, Siqueiros puso a disposición del gobierno su experiencia militar, tan larga como la de muralista. Renau le ofreció la posibilidad de dictar una conferencia a los jóvenes artistas sobre “El arte como herramienta de lucha”, que tuvo lugar en febrero de 1937 en el Paraninfo de la Universidad de Valencia. La mayoría de los asistentes quedaron fascinados. Salvo el grupo que reaccionó “con escenas de histerismo”.

El más impresionado fue Renau (tanto que no pudo cerrar la conferencia), al descubrir su identificación estética, técnica e ideológica con Siqueiros. Le satisfizo la conferencia de Siqueiros especialmente “dada la marginalidad y relativo aislamiento de mi práctica pictórica e intelectual en el ambiente artístico español de entonces.”

A fines de 1937 Siqueiros le invitó a comer en compañía de Hemingway, a quien Renau había conocido en el frente de Madrid, gracias al cineasta holandés Yoris Ivens, que rodaba el documental propagandístico Spanish Earth. La comida se desarrolló en un restaurante de la playa de Valencia, en el que consumieron una paella y cantidades ingentes de vinos y licores. A Hemingway le interesó la experiencia de Siqueiros (un comunista) con su brigada de milicianos anarquistas. Hablaban en inglés, que Renau entendía bastante bien. Renau se limitaba a escuchar. Hemingway, de afecciones anarquistas

…trazaba un paralelo psicosimbólico entre la radical afirmación del fuero individual en éstos [los anarquistas] y la gratuidad del trágico enfrentamiento a vida o muerte del torero con el toro. Desarrollaba toda una metafísica individual alrededor de la violencia individual como comportamiento tipo del hombre en situaciones extremas, que trata de forzar los factores de su destino individual considerándolo, sin embargo, como vulnerable y, por tanto, como un posible no destino.

Hemingway insistía en que no estaba teorizando sino intentando formular un paralelismo entre sus vivencias personales y diversos casos ajenos, que había vivido directa e indirectamente  en la guerra civil de España. Decía sentirse emocionalmente muy próximo al “temperamento violento y gratuitamente temerario de los españoles”. En su opinión, gran parte de estos y, lo que es más significativo, de las capas más humildes de la sociedad, trataban frenéticamente de forzar una situación revolucionaria capaz de producir la liberación total del individuo. En relación con otras crisis revolucionarias que había conocido, era eso –concluyó– lo más interesante y original de la situación que se estaba viviendo en España.

Siqueiros le contradijo cortésmente: esa forma de ser y de actuar no era exclusiva de los anarquistas españoles, sino de todos los anarquistas, que se comportaban igual en todas partes, debido a la unidad de su ideología. Aunque era cierto que los italianos, los españoles y los mejicanos se parecían bastante. Siqueiros contó a Hemingway anécdotas personales que explicaban el comportamiento anarquista, su tendencia al cantonalismo, su indisciplina, su resistencia a formar un ejército regular, cosa que no ocurría entre los comunistas o los socialistas, que eran tan españoles como los anarquistas, y le preguntó a Hemingway cómo podía explicarlo. El americano no respondió y se dirigió a Renau: «And you, Renau, what do you think about?» Llevaba la cabeza vendada, con una mancha de sangre en el parietal derecho. Salió del restaurante y regresó con una botella de whisky, “un gesto de sutil cordialidad”, para Renau. La conversación duró siete horas. El norteamericano relató experiencias vividas por él en Madrid, por ejemplo que la gente no se metía en los refugios en los primeros bombarderos, sino que se quedaba en la calle mirando los aviones. Un miliciano, ciego de rabia y con una navaja en la mano le gritó a un avión, “¡Baja aquí, cobarde!” Renau aseguró que le parecía evidente que era necesario que ese hombre cambiara de actitud, insertando su violencia individual en un marco colectivo, si no quería quedarse en un gesto de teatralidad suprema.

Luego habló Renau de su idea de que en la guerra de España se estaba experimentando lo qué él llamaba “acero contra carne humana”. Le contó la terrible escena que había vivido en Madrid, al distinguir en el frente un tanque que llevaba en sus orugas trozos de carne humana. Renau reprochaba a los dadaístas que no hubieran utilizado esta paradoja en sus trabajos, y volvió al motete de los deberes de los pintores revolucionarios en una época así, sobre la inmoralidad del mercado del arte y otros tópicos muy queridos para él.

Hemingway le interrumpió: “Usted sigue con la navaja en la mano… ¡Cuidado con las bombas!” Al quedarse solos Hemingway y Siqueiros, el primero comentó que Renau le parecía un anarquista renegado, con muchos rescoldos aún, y que sus ideas le sonaron un tanto ingenuas y demasiado “ideologizadas”, pero que le había caído bien.

Cuando Renau ya estaba establecido en Méjico en 1939, Siqueiros le ofreció trabajar con su equipo en la realización de un mural en el Sindicato Mexicano de la Electricidad llamado Retrato de la Burguesía. Las imágenes que iban a constituir la base de su contribución al mural dieron vueltas en la cabeza de Renau durante varios días.

Tanques fascistas allanan las alturas abisinias; Adis Abeba: gases asfixiantes otra vez… Manchuria: festín nipón de sangre china… Confusión y terror en los Balkanes: asesinatos políticos casi a diario… España: desfile de moros con cabezas de mineros asturianos clavadas en las bayonetas… Turbios manejos imperialistas por doquier y manos santas que bendicen los cañones… Niños muertos de Getafe: primera estampa de la tragedia española; bombas incendiarias sobre el Museo del Prado… Piratas nazis frente a las costas de Almería: masacre en la población civil, el blanco y el azul salpicados de sangre… Bombas aéreas de 500 kilos en la calle de Aribau, en pleno mediodía: por primera vez los cadáveres de transeúntes colgados de los balcones y tejados de las casas… Cadáveres, cadáveres, cadáveres… Sangre, sangre y explosiones de color de azufre y llamas que suben hasta el cielo… Y brazos, brazos, millones de brazos desnudos y tensos que luchan y mueren contra le ley de la selva, contra la miseria y la atroz dictadura del capital.

Antes de seguir adelante es interesante señalar que Siqueiros no menciona ni de pasada a Renau en sus exuberantes memorias Me llamaban el Coronelazo. La ausencia es difícil de interpretar. De la lectura del libro se deduce que la vida de Siqueiros fue una verdadera feria de atracciones violentas, algunas de las cuales se desarrollaron en España, donde él mismo cuenta que, en el frente de Extremadura, remató con su pistola a un prisionero ejecutado. El muralista mejicano retrató en sus memorias a una galería de personajes excéntricos, entre los cuales no encajaba José Renau, quizá un hombre demasiado normal para su gusto.

De 1936 a 1939 Renau fue un hombre con autoridad. Esto siempre suscita enemigos, sobre todo entre gente de cultura, más vulnerables a la vanidad que el resto de los mortales.

El político-artista fue consciente de sus errores. Uno de ellos le supo especialmente mal y lo manifestó varias veces a lo largo de su vida. Depuró a un funcionario de su departamento por considerarle hombre de poca confianza, de inclinaciones facciosas. Luego, se lo encontró en el campo de Argelés-sur-Mer, padeciendo las mismas penalidades que él. Y se llevó la sorpresa de que el antiguo depurado le procuraba un cazo de caldo. Esto era un acto más de abnegación que de generosidad, porque la comida era un lujo casi extravagante en aquel infierno, y Renau, como tantos refugiados, tenía una tremenda diarrea, de modo que el caldo fue una bendición para él.

El pintor valenciano, cuarenta años después de acabada la guerra, la evocaba en el libro Arte en Peligro.

Algunos intelectuales republicanos no se hallaban a su gusto en el tumulto democrático que suponía la reacción popular contra el golpe militar. Nosotros nos hallábamos como peces en el agua. En medio del tumulto percibíamos una nueva claridad.

La mayoría de los intelectuales republicanos no eran comunistas, aunque los comunistas supieron captar a muchos de ellos para su causa con ingenio y diligencia. La diferencia entre unos y otros la deja bien clara Renau en ese comentario: los intelectuales comunistas se hallaban como peces en el agua, porque en medio del tumulto percibían esa nueva claridad que llevaba casi veinte años alumbrando en la URSS.

La experiencia de un enjambre de intelectuales reunidos en una ciudad “provinciana” fue una novedad absoluta. Un año de ebullición cultural que se conoce poco y que se ha tratado entre la hagiografía y el estereotipo. Se les ha observado como una tribu de filósofos y científicos agarrados a los restos de un naufragio intelectual, como si en el bando de los sublevados no hubiera existido una partida semejante. Pocas veces se ha contado su peripecia personal, y menos todavía se ha investigado su intimidad, no tanto por pudor sino por miedo a dejar en evidencia a figuras venerandas y casi heroicas, víctimas como cualquier otro ser humano de las miserias que acarrea la guerra y la revolución.

Aparte de las memorias de unos y otros, Andrés Trapiello es de los pocos que han hecho un esfuerzo erudito y analítico por ofrecer, desde su particular punto de vista, como es natural, un fascinante kaleidoscopio en Las armas y las letras. Nos permite ver que cada intelectual y cada artista había creado su propio mundo, teñido a veces de ideología, otras de desesperación y otras de pura ansia de supervivencia.

Un ejemplo del reñidero de intelectuales que fue la Guerra Civil lo saca a colación Trapiello, con dos protagonistas conspicuos. Juan Ramón Jiménez criticó a León Felipe porque gritaba “¡A las trincheras!”.

Yo creo que un hombre fuerte todavía, si tiene vocación peleona, debe pelear con los que pelean sin vocación y a la fuerza. Si no, debe quitarse de en medio y no estorbar. No debe ver y llevar a los extranjeros a que vean, como turistas, la guerra y la cuenten como teatro; no debe celebrar con banquetes los triunfos de la muerte; debe alejarse, hacer lo que pueda por todos sin mermarle pan y abrigo ni lugar al que lo hace todo.

Rosa Chacel se “exilió” prematuramente a París, porque el ambiente que se respiraba en Valencia perjudicaba sus pulmones espirituales. Mucho debía sufrir la escritora, porque su marido, Timoteo Pérez Rubio, quedaba en España, con el espinoso encargo de velar por la seguridad del tesoro artístico. La misma reacción tuvo Cernuda. Buñuel, en Francia al estallar la guerra, no tuvo el menor impulso de echar una mano en los frentes. Gregorio Marañón, en cuanto pudo, se metió en un barco en Alicante, y desde Francia manifestó su decepción con la República y también su apoyo a la rebelión franquista. Desde Valencia se le execró debidamente, destacando que había huido aprovechando la protección de la República. Las autoridades republicanas le protegían, efectivamente, por las amenazas que sufrió, al igual que a Ortega y Gasset, que había firmado contra su libre voluntad un manifiesto de apoyo al gobierno republicano, pero que en cuanto se encontró a salvo en Francia, denunció las presiones a que había sido sometido durante su refugio en la Residencia de Estudiantes de Madrid, y criticó a Einstein que había manifestado su apoyo incondicional a la República; Ortega le acusaba de hablar al dictado, porque el físico no tenía ni idea de lo que estaba pasando en España, además de no conocer en absoluto nuestra historia.

En Valencia –dice Trapiello– los alojaron durante unos días en el hotel Palace (calle de la Paz), al que los valencianos comenzaron a llamar «El Casal dels Sabuts de tota mena». Había allí investigadores, juristas, matemáticos, pintores. Los pintores Moreno Villa, Arteta y Solana empezaron también a hacer litografías en los talleres del cartelista Renau, un comunista tan ortodoxo como implacable, obras que se publicarían en una nueva revista, titulada «Madrid» y subtitulada como «Cuadernos de la Casa de la Cultura».

Esta revista, ajena al control de la ortodoxia, se convirtió en un dolor de cabeza para los rectores de la intelectualidad.

La mayoría de aquellas mujeres y aquellos hombres debían su subsistencia al erario público. Esto constituye un antecedente de lo que sucede hoy a escala general. Un intelectual, ahora como antes, o vive de su sueldo de funcionario (casi siempre profesor), o de alguna empresa o renta familiar, o come de la mano del Padre-Estado. La Valencia de 1936-37 fue el laboratorio de lo que hoy es un fenómeno generalizado, cuando el número de los intelectuales que no pueden vivir de la venta de sus productos y elaboraciones en el mercado libre es incontable.

El instrumento de cohesión de los intelectuales fue la «Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura», la AIDC, y su sede, la Casa de la Cultura, en la calle de la Paz de Valencia. La Alianza valenciana (Alianza d’Inte·lectuals per la Defensa de la Cultura) estaba presidida por el catedrático José María Orts y Capdequí. Su acta de nacimiento fue el documento de adhesión al gobierno de la República de 9 de agosto del 36, firmado por 33 intelectuales. La nueva institución procedía de una consigna aprobada en el I «Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura», celebrado en París, en 1935, por gente de letras próxima al PCF. Renau se había adherido como “dibujante”. Esto revela que o bien él o bien quien le inscribió valoraba más su categoría de cartelista que su calidad de pintor y profesor de Bellas Artes.

La «Unión de Escritores y Artistas Proletarios «de Renau se integró en la AIDCV, al mismo tiempo que el club Acció d’Art, compuesto por artistas plásticos de confesión nacionalista valenciana. El desembarco fue un hecho natural, y volvió a dar el dominio de una organización profesional a los partidarios y clientes de Moscú, como se vio enseguida en el II Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura.

Esta Alianza organizó cantidad de actividades culturales, para tener ocupados a los intelectuales desplazados. Nunca Valencia conoció tanta programación cultural, comparable a la de hoy, salvando las distancias y las proporciones. No queda mucha constancia del efecto que esta acción de los intelectuales ejerció sobre la población poco instruida. Es de suponer que no faltaba público a los actos, estando la ciudad repleta de refugiados con una formación más bien alta. La referencia de Renau a la audiencia que escuchó a Siqueiros, nos permite deducir qué tipo de personas acudían a las conferencias.

La Alianza organizó el «II Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura», un acontecimiento que tuvo lugar en Valencia en el mes de julio de 1937. Juan Renau hace una breve referencia a él.

En mi calidad de Secretario General de la Alianza de Intelectuales, reúno en el domicilio social de la entidad [un palacete de la calle Trinquet de Cavallers] a un nutrido grupo de intelectuales y escritores que han acudido, procedentes de diferentes partes del mundo.

El idioma oficial del Congreso, para los extranjeros, es el francés. Aunque lo traduzco y lo comprendo casi a la perfección, la falta de práctica en el habla me dificulta extraordinariamente la misión cerca de ellos. En un salón Luis XV nos citamos. Acuden Juan Marinello, Jef Last, Ilya Ehrenbug, Tristán Tzara, Anna Seghers, Pablo Neruda, André Malraux, José Marcisidor, Nicolás Guillén, Stephen Spender, Theodor Balk, José Bergamín, Egon Edwin Kish, etc…

En esta asamblea previa se esbozan los lineamientos  del Congreso, que obtiene un éxito admirable. Terminado éste, los congresistas se presentan en Madrid. Animan a los rudos defensores de la ciudad que lleva casi un año de resistencia. Recorren la capital derruida. Palpan en carne viva el tremendo drama del pueblo español y lo proclaman a los cuatro puntos cardinales.

La visión que Juan Renau ofrece del congreso está edulcorada. La de Trapiello es más ácida. Por ejemplo, el joven poeta británico y comunista Stephen Spender se preguntaba cómo los fotografiados en los periódicos eran siempre Alberti, Neruda o Malraux. Un Neruda que, según parece, se peleó con todo el mundo debido a su desbordante ego.

El Congreso tuvo lugar en el Ayuntamiento de Valencia, muy bien publicitado en España y en el extranjero. Debía ser la primera vez en la historia que se invitaba a un grupo de intelectuales de izquierda de varios continentes a una guerra. La idea funcionó estupendamente. El francés Julián Benda instó al intelectual a salir de su torre de marfil para defender la justicia pisoteada por los bárbaros. No podemos decir que le hicieran mucho caso, porque si es verdad que hubo intelectuales que se alistaron en las Brigadas Internacionales, y que incluso perdieron la vida en el frente, los más famosos limitaron a breves paseos por el frente de Madrid su fugaz salida de la torre de marfil acorazada.

Francisco Agramunt, en La vanguardia artística Valenciana de los años treinta resume algunas de las actividades.

La Alianza se encargó de facilitar alojamiento y manutención al nutrido grupo de artistas, escritores e intelectuales foráneos. En una asamblea previa celebrada en su local social se esbozó el programa de actividades y el orden de intervención de los asistentes a las sesiones del Congreso. En los primeros días de estancia en Valencia los congresistas realizaron diversas excursiones por lugares turísticos y centros de interés histórico, y fueron obsequiados con diversas comidas en las que no faltaron los discursos y los homenajes de hermandad y solidaridad internacional.

Más o menos, la rutina que se sigue en los congresos y seminarios internacionales que tienen lugar hoy en casi todas partes.

Las conclusiones del evento reflejaron la conciencia atormentada de los intelectuales. Saludaban a quienes se encontraban en las trincheras, cuyo pensamiento y sentimiento interpretaban, y les prometían acudir a su lado pronto. Pero el tema más debatido fue el del significado del arte, en especial del arte de vanguardia. Se establecía una división muy nítida entre la vanguardia formal y estética y la vanguardia revolucionaria. Los artistas de verdad deberían comprometerse con la revolución. Nadie puso en tela de juicio esta elaboración del marxismo: el arte como avalancha transformadora.

De lo que quedan pocos testimonios es de la participación de los intelectuales no comunistas que residían en Valencia, un buen puñado. Parece que se mantuvieron distantes, sobre todo porque no les gustó la actitud de los intelectuales reunidos en relación con el escándalo Gide.

El escritor francés André Gide, significado defensor del comunismo, había sido invitado antes del Congreso de Valencia por las autoridades de la URSS a un viaje, que luego glosó en su opúsculo Regreso de la URSS. El crítico de arte Francisco Agramunt hace un resumen del mismo.

Sacó a la luz la indolencia de los trabajadores y ponía en duda los datos oficiales sobre los resultados económicos y la vida que se desarrollaba en las granjas comunales. Encontraba conformismo en los comportamientos de la gente y vanagloria en todas partes. Denunciaba que sus propias declaraciones habían sido censuradas y relataba el gran culto que se tenía a la personalidad de Stalin. Y sobre todo criticaba cómo el arte estaba subordinado a las necesidades propagandísticas del estado. Se percató, en fin, de la falta de libertad y del conformismo impuesto desde arriba, que eliminaba todo espíritu crítico, junto a la espantosa ignorancia del mundo exterior y un renacer del espíritu de clase en provecho de una burguesía democrática.

Es fácil deducir el impacto que debieron causar estas noticias impertinentes entre intelectuales al servicio de una causa orientada hacia la luminaria soviética. Gide fue excluido del congreso, y los delegados rusos y otros que no lo eran dedicaron largas peroratas a llenarle de imprecaciones, casi tantas, se dice, como las que se dedicaron a Franco, a Hítler y a Mussolini.

En las extensas referencias al Congreso que publicó Nueva Cultura no hay la más mínima mención al escándalo.

Otro escándalo inmediato fue el que se organizó en torno a la «Casa de la Cultura», sufragada por el Ministerio de Instrucción Pública, y cerrada tras un corto aviso inmediatamente después del Congreso de Intelectuales. A mi entender, la relación entre ambos acontecimientos es evidente. Fortalecida la fracción intelectual proclive a los comunistas, que se habían constituido en el espinazo de la resistencia al lento pero imparable avance de las tropas sublevadas, decide quitar a la facción más o menos liberal y anarquizante, la base económica de la que disfruta “sin merecerlo”, desde el punto de vista de los procomunistas.

La “Casa de la Cultura” fue creada para facilitar a un determinado número de intelectuales su evacuación de Madrid. Ha venido funcionando durante ocho meses. Agotada la consignación con que se sostenía, ha sido necesario proceder a su disolución.

El argumento del Ministerio de Instrucción Pública, no hay dinero para los intelectuales y artistas, es inapelable. Por si acaso, recalca que “conviene que la opinión pública conozca que la casi totalidad de los alojados en la ‘Casa de la Cultura’ conservan sus sueldos oficiales y no han dejado de percibirlos ni un solo día.”

Wenceslao Roces, subsecretario de Instrucción Pública, camarada de Renau y, entonces, amigo suyo, se defendió con energía del reproche que los expulsados del paraíso le hacían. En una especie de proclama firmada por una de las afectadas, Lucía Sánchez Saornil, publicada en Fragua Social el 15 de julio de 1937, fecha señalada para la clausura del Casal dels Sabuts de tota mena, se dice

Siempre hemos creído que había intereses tan altos, zonas tan superiores que no sería nunca posible que en su atmósfera se atreviera a infiltrarse, ni a insinuarse siquiera, la especulación política. Hoy, con dolor, confesamos nuestra candidez. El cáncer lo corroe todo.

Si una cualidad distingue a los intelectuales del resto de los mortales es su falta de candidez. Después de calificar a la «Casa de la Cultura» de pequeño paraíso, Lucía Sánchez asegura que habían sido “complacientes rubricando cuantos documentos se les ponían a la firma”. Como ejemplo de colaboración desinteresada cita un homenaje al general Miaja en la revista Madrid, que también fue clausurada, y “una ofrenda autográfica al caudillo Líster”. Sobran comentarios al calificativo que se da al estratega comunista. Manifiesta luego la razón (a la que no quieren dar crédito los afectados) del cierre de la «Casa de la Cultura»: “que los sabios se han mostrado reacios a pasar por el aro del proselitismo que, en aquella casa, como en muchos otros lugares, se ha intentado por el Partido Comunista”.

Antonio Machado salió al paso de estas críticas en la revista Frente Rojo. Está por verificar si motu propio o aconsejado por alguien. Previamente, Fragua Social había publicado una carta del doctor Gonzalo Lafora en la que se hacía portavoz de otros residentes “que por tener cargos dependientes de dicho Ministerio [el de Instrucción Pública] no pueden suscribir este documento mientras no se les garantice la inmunidad”. Fuera una exageración o no el peligro que corrían estos residentes anónimos, la cosa tiene su trascendencia. El especioso argumento de Lafora es que quiere denunciar

…el grave perjuicio que el subsecretario de Instrucción Pública, señor Roces, está infiriendo al Partido Comunista en primer lugar y a la política del Gobierno secundariamente, por sus métodos de venganza personal, de opresión política y de vejámenes sobre los que no siguen dócilmente sus indicaciones, no atendiendo ni respetando nombres ni largas historias de actuación democrática o política.

Finalmente, en agosto de 1937, la “Casa de la Cultura” volvió a abrir sus puertas, aunque con otra misión y con nuevos dirigentes. Roces definía las nuevas funciones: “en esta fase en que la ‘Casa de la Cultura’ va a ser un taller, va a ser un hogar, una comunidad de trabajo, la ‘Casa de la Cultura’ va a dar frutos magníficos.”

La suspensión de este pequeño paraíso de intelectuales fue posterior al conflicto armado entre anarquistas-poumistas y comunistas en Barcelona, saldado a favor de los segundos. Es muy probable que la consolidación del PCE en el nuevo gobierno formado en mayo de 1937, presidido por Negrín, decidiera a los comunistas a dar una lección a los intelectuales refugiados en Valencia, que no tuvieron muchas opciones de resistir, sobre todo visto lo que había sucedido con los dirigentes del POUM, eliminados sin contemplaciones bajo la acusación de ser agentes de Franco y de Alemania.

No aparece el nombre de Renau en el escándalo valenciano. En aquellos días estaba todavía en París o acababa de regresar de dar su conferencia sobre el salvamento de los cuadros del Prado. ¿Se enteró a tiempo o sólo cuando la suerte estaba por completo echada? En cualquier caso es improbable que estuviera involucrado en el conflicto, del que todos hacen responsable a Wenceslao Roces, subsecretario de Instrucción Pública.

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