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Ana Karenina, una lectura veraniega

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León Tolstoi. Imagen tomada de la página de la Biblioteca Nacional de Cuba

Siente el columnista que cada vez lee menos, y no padece lesión visual significativa. Pero tiene siete décadas y media encima, y se ha desinteresado por la literatura del presente. Está convencido de que no se ha escrito nada mejor desde que empezó a envejecer.

Segismundo Bombardier

Me resulta penoso a los 74 años un defecto que no he sabido nunca remendar: la memoria.

No me refiero a los acontecimientos de mi vida, a medida que me alejo de ellos, sino a lo rápidamente que olvido sucesos intrascendentes y lecturas que no lo son tanto.

No he sido un lector compulsivo, pero me he aplicado lo suficiente como para considerarme un tipo culto. Sin embargo, cuando necesito recuperar datos de algo leído, no los encuentro: una especie de alzheimer focalizado.

Un médico especializado en la dolencia la comparaba con una biblioteca de la que se van cayendo volúmenes al suelo, y dejan huecos en las estanterías. Eso es lo que me pasa literalmente a mí con lo que leo. Eso me obliga a releer lo que necesito.

Otro de mis defectos es mi formación cultural desde la juventud: desordenada, a trompicones, caprichosa, basada más en la curiosidad que en un propósito académico o curricular.

No sé si ha remediado algo mi alzheimer focalizado en las letras la costumbre de hacer reseñas de libros, y series divulgativas sobre algunos temas literarios o históricos, que he adquirido en Agroicultura-Perinquiets, esta revista digital que se renueva todas las semanas.

En verano he leído de cabo a rabo Ana Karénina, de León Tolstoi. La había empezado tres o cuatro veces en los últimos meses. Como me iba de viaje vacacional y no quería cargarme de papel, me llevé el libro electrónico, donde guardo un montón de textos.

Acabo de terminar la novela, que he disfrutado leyendo poquito a poco.

De Tolstoi he leído la Sonata a Kreutzer, y no me debió entusiasmar porque no me acuerdo nada de ella.

Al prepararme a escribir sobre Ana Karénina, me puse a repasar (en mi mente) otras lecturas de rusos decimonónicos: varios novelones de Dostoievski, algunos relatos de Chéjov, también de Gógol (en unos folletones de mi padre, que desgraciadamente he perdido), a Turguéniev, y algún otro.

Leo en una página de Internet (no wikipedia) Las atormentadas obras de sus grandes escritores (Pushkin, Dostoievski, Tolstoi) reflejan la complejidad de una sociedad sometida al despótico y represor gobierno de los zares y marcada por la miseria de sus campesinos, sometidos como siervos a la nobleza.

Son estereotipos, pero también hechos reales. ¿De qué otra cosa va a escribir un autor comprometido consigo mismo si no es de los problemas más sangrantes de su sociedad?

Lo que va a continuación son mis reflexiones sobre Ana Karénina, las reacciones que ha provocado en mi conciencia y en mi razón. Acaso parezcan paradójicas en relación a la tesis de la novela: La única manifestación evidente e indudable de la divinidad es la ley del bien, que el mundo conoce gracias a la revelación y que yo siento dentro de mí.

Se lo sentencia a sí mismo Levin, el terrateniente justo (contrafigura de Tolstoi), al final de la novela, después de pasar cientos de páginas confuso y atormentado como cliché ruso. El hombre acumula en su cabeza (mucho mejor que la mía) cientos de libros de filosofía, de religión y de ciencias aplicadas. Y como Fausto al inicio de la tragedia de Goethe, no ha aprendido nada de la vida.

¡Ay!, he estudiado ya filosofía, jurisprudencia, medicina, y luego teología, también para mi desgracia, con caluroso esfuerzo, hasta el extremo. Y aquí me veo ahora, pobre loco, y sigo sin saber más que al principio.

Es decir, el tema clave de Ana Karénina no es original, es viejo. Pero la novela es tremenda. Afirma el profesor Jesús Maestro que Dostoievski es el inventor de la novela naturalista europea. Maestro es un hombre estudioso y juicioso, y hay que hacerle caso. Pues a mí me parece que el inventor del naturalismo ruso limpio es Tolstoi, al menos el naturalismo que describe la alta sociedad de aquel país en el siglo XIX.

Leo en una introducción a dos novelitas de Tolstoi en una edición de Editorial Juventud de 1958: Ana Karenina es la historia de una mujer que dio oído a los dictados de su corazón y de sus pasiones y olvidó sus obligaciones morales. Es evidente que los editores están quitando mordiente al hecho motivador de la historia (que no su tesis), el adulterio.

El adulterio debe ser el tema más frecuente y popular en la literatura, el teatro, el cine y las teleseries. Tan manido, que rara es la película de hoy que no contiene una o varias escena de sexo, casi siempre gratuito e inmoral, la representación visual del adulterio.

El siglo XIX de las letras europeas es fecundo en adulterios en todas sus variantes.

A modo de ejemplo: en España, Galdós (Fortunata y Jacinta) y Clarín (La Regenta). En Francia, Stendhal (El Rojo y el Negro) y Flaubert (Madame Bovary), en Portugal, Eça de Queirós (Los Maia y El Primo Basilio), en Alemania, Theodore Fontane (Effi Briest).

Me limito a citar las novelas que he leído, y que abordan el tema en distintos escenarios, desde la pobre y abnegada Fortunata a la egoísta, ambiciosa y estúpida Bovary, desde el zángano niño bonito Carlos de Maia al fanático barón Von Innstetten, ambos astados por méritos propios.

He dicho que la tesis de Ana Karénina no la representa la mujer, sino Nikolai Levin, el terrateniente severo y moral que somete su vida desde la juventud a intensas introspecciones, que décadas después sancionaría el psicoanálisis. Freud y sus colegas tuvieron material sobrado para elaborar sus hipótesis, hoy moneda común devaluada. El alivio moral permanente que Levin dice haber encontrado al final de la novela queda bastante cojo.

«Como la razón no puede entender esa cuestión, no es lícito que me interrogue al respecto». Aunque nunca lo sabremos, cabe suponer que Levin, con su carácter inquieto y ese afán obsesivo por ponerlo todo en tela de juicio, no conseguirá detener el flujo imparable de dudas con un razonamiento tan poco sólido.

El autor de esta cita es Víctor Gallego Ballesteros, traductor y anotador de la novela, y también de un excelente prólogo. Luego advierte:

La anhelada comunión espiritual entre marido y mujer se convierte en un logro inalcanzable, en una suerte de quimera, como Levin no puede dejar de reconocer al final del libro, cuando concluye: “Es importante sólo para mí”.

Uno de los argumentos que se empleaban para explicar la desdicha de los matrimonios, hoy parejas, es que la responsabilidad del fracaso no está en los cónyuges, sino en la premura en la decisión, en no calcular las debilidades propias y del contrario, en esperar una felicidad ininterrumpida, y cosas así.

Hoy, dominados por los programas audiovisuales y los influencer internáuticos, nos hemos acostumbrado a que la vida en pareja de un hombre o de una mujer no sea duradera, y que más vale divorciarse (o separarse, en el caso de que no haya vínculo legal de por medio) que sufrir en vano. En suma, en el curso de la vida de muchos seres humanos del presente hay una sucesión de intentos de ser feliz, con la colaboración nada inocente de la autoayuda sicaria y la ayuda terapéutica, que desengañan siempre por la sencilla razón de que la felicidad es un estado muy transitorio.

Es evidente que sufrir por sufrir es una tontería, muy común en la literatura, sobre todo la realista y al naturalista auténticas. Pero encerrarse en una burbuja de felicidad es imposible. El adulterio de antes tiene que ver con todo eso. Hoy ya no hay adulterios, hay bromas y aventuras.

En mi lectura de Ana Karénina empecé a pensar cómo había evolucionado la técnica narrativa en los últimos ciento cincuenta años. Me acordaba de las novelas de Thomas Mann, de Dickens, de Proust, y así hasta llegar a la actualidad. Fui a la biblioteca municipal, tomé algunos libros de autores españoles reconocidos del presente, los abrí al azar y, como esperaba, me desengañé. Lo que en Tolstoi se presenta con una fluidez maravillosa, hoy es un amasijo de sentimientos artificiales, aventuras a base de introspecciones aburridas.

Es duro reconocerlo como novelista, pero el clasicismo es insuperable. Hay autores que se libran del fracaso, y es porque no quisieron seguir el camino de los maestros. Por ejemplo, Pío Baroja. Y en España, para de contar. La literatura francesa del siglo XX, que leo con gusto de tarde en tarde, son versiones del tremendo Balzac, del rotundo Víctor Hugo, del carnicero Zola. En busca de lo auténticamente moderno quemó su vida James Joyce, para escribir un bodrio que consideró una epopeya, él y los profesores de literatura en inglés más cursis.

Regreso a Ana Karénina.

No es cierto que todas las familias felices se parezcan, y que las desdichadas lo sean de un modo diferente. Es, eso sí, una frase feliz para iniciar una novela. Pero la realidad suele desmentirla. Primero porque no hay familias felices, sino familias estables y que han encontrado el secreto de para aguantarse y seguirse queriendo. Y luego porque la desdicha tiene habitación en cualquier domicilio.

Tolstoi nos describe la psicología de sus personajes de un modo humorístico muy leve, como si no quisiera burlarse de quien lo merece. Y a pesar de los esfuerzos que hace por parecer objetivo (según él, una virtud del novelista), le salen retratos formidables. Del alto funcionario con el que empieza la novela y el conflicto, porque es un mujeriego simpático, dice:

Stepán Arkádevich recibía un periódico liberal, no de tendencias extremas, sino acorde con la opinión de la mayoría. Y aunque, en realidad, no le interesaba la ciencia ni el arte ni la política, defendía con firmeza los puntos de vista que sobre esas cuestiones expresaban tanto la mayoría como su periódico, y sólo cambiaba de opinión cuando lo hacía la mayoría, o mejor dicho, no cambiaba él, sino que eran las mismas opiniones las que iban modificándose de manera imperceptible. Él no elegía sus puntos de vista y opiniones, sino que unos y otras venían por sí mismos, de la misma manera que tampoco elegía la forma de su sombrero o el corte de su levita: llevaba lo que estaba de moda.

Un individuo de opiniones flotantes, que constituye la mayoría de la población en todas las épocas y en especial en la nuestra. Luego añade un trazo más: La mitad de los habitantes de Moscú y de San Petersburgo eran parientes o amigos de Stepán Arkádevich. Había nacido en medio de ese círculo de personas que han detentado y detentan el poder en el mundo.

Me llamó la atención eso que Gallego Ballesteros llama objetividad del autor, que para mí es humor fino. Coincido con él en que Tolstoi habla bien de todos los personajes, al margen de su condición moral, salvo algún elemento guiñolesco.

Es pasmosa la habilidad del autor para retratar a la sociedad de su tiempo sin usar la ironía, sino una visión amable de cada persona, pero que en conjunto muestra una sociedad de cartón piedra, me refiero a la clase social en la que se desenvuelve la acción, la aristocracia rusa. Por cierto que da la impresión de que era numerosísima. Algunas familias estaban al borde de la quiebra, aunque tuvieran propiedades con campesinos a su cargo, pero no podían dejar de gastar para no desacreditarse, para no desentonar en ese decorado. Queda evidente en la novela que esa sociedad vive sus privilegios pendiente de un hilo, claro que nosotros ya sabemos lo que le esperaba.

Tosltoi deja que sus personajes se describan a ellos mismos.

Los rusos siempre acabamos igual. Puede que esa capacidad para ver nuestros propios defectos sea un rasgo positivo de nuestra naturaleza, pero exageramos y nos consolamos con la ironía, que tan pronto acude a nuestros labios. Sólo te digo que, si se concedieran los derechos de que gozan nuestras instituciones locales a cualquier otro pueblo de Europa, por ejemplo a los alemanes o a los ingleses, encontraría el modo de alcanzar la libertad; en cambio, nosotros no hacemos más que tomárnoslos a broma.

A juzgar por los subrayados y las notas que he ido haciendo de Ana Karénina, la novela empieza a adquirir una fuerza de arrastre ineluctable en la quinta parte, en progresivo aumento en la sexta y en la séptima. Es el nudo del conflicto, la decepción de Ana Karénina con su amante Vronski.

Me entero por el traductor y prologuista de que la última parte, la octava, en la que Levin sale de dudas y acepta la divina providencia, causó problemas a Tolstoi porque deja en evidencia el falso patriotismo eslavo con motivo de la guerra de Serbia contra Turquía. A la gente le importaba un pimiento lo que sufrían los serbios (dirigido por una banda de facinerosos crueles, esto no tiene nada que ver con la novela). Sólo los borrachos, los desempleados y los desesperados por razones personales, se apuntaban a una guerra que el gobierno zarista trataba de evadir.

Pero voy a dejar los comentarios sobre esta ebullición literaria para una segunda parte de esta lectura veraniega de Ana Karénina.

1 Comentario

  1. rafael escrig fayos 29 septiembre, 2024

    No hace falta que espere a leer esa segunda parte, para dar mi opinión sobre Ana Karenina y la novela del XIX. Aunque no soy la persona adecuada, ni tengo la formación para juzgar y hacer la crítica de una novela, sólo puedo decir que la novela me gustó mucho cuando la lei. Recuerdo la muerte de ese mozo de la estación atropellado por el tren. Un detalle que enlaza con la futura tragedia de Ana. Hemos de darnos cuenta de que el tren es un personaje más de las novelas del XIX. Ello habla de la importancia y el impacto que el invento causó en la sociedad y sus gentes. En este caso, es el agente que mata al pobre empleado y que después matará a la protagonista. San Petersburgo es otro personaje que los novelistas rusos, orgullosos de su belleza, ensalzan. Lo vemos también en los cuentos de Gogol o de Chejov. En cuanto al protagonista Vronsky, es el prototipo de militar alto y rubio, bien parecido que vemos en Bel Amí de Maupassant o el mismo Álvaro Mesía, de la Regenta. En resumen, la novela es una tragedia con todos los ingredientes de una sociedad como son todas las sociedades. Donde hay pasiones, frstración, engaño, ruina y amor. Un retrato de una sociedad con una víctima que es Ana Karenina, como no podía ser de otra forma. En cierto modo, el moralista Tolstoi le hace pagar el adulterio.
    En cuanto a los adulterios, eran algo común entre la clase alta. Incluso aceptados en cierta forma. Se tenía una esposa y una amante a la que ponían un hotelito en las afueras para sus escarceos. Y los maridos astados, como dices, consentían y buscaban como contrapartida, aventuras con la criada, como podemos ver en tantos casos. Coincido contigo en la enorme distancia entre las novelas del XIX (el siglo de la novela) y la novela actual.

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