El papel de la indolencia en la historia de los pueblos
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Me dice un pariente, “das a la política una importancia que no tiene, la mayoría de la gente no se interesa nada en lo que pasa en el gobierno y en el parlamento”. Y acompaña sus palabras de un gesto conmiserativo irritante. Y luego suelta: “lo que te pasa es que echas de menos a Franco”.
Fernando Bellón
El primer reproche es una falacia. El segundo, un hecho. Y el tercero, una injuria
Preocuparse por algo que no puedes remediar es una pérdida de energía. Pero algún espacio necesita la mala leche para salir del cuerpo.
Interesarse por las resoluciones del gobierno y la actividad parlamentaria es la obligación de todo ciudadano sensato en una democracia representativa. No obstante lo cual, la mayoría de la población prefiere la indolente insensatez a la conciencia de una realidad inquietante.
Me doy cuenta de que publicar argumentos políticos como la calidad de la democracia en la que vivimos llega a ser aburrido. Pero un gobierno que se dice soberano sobre las Cortes lo pide a gritos
¿Es la democracia un mito? ¿Es su materialización un imposible? ¿Cual es el papel de quien suprime las signos e interrogación a estas afirmaciones? Los indolentes pensarán que es un obseso, un moralista, un sectario.
Los europeos y americanos llevamos dos siglos deliberando y discutiendo sobre la democracia. Da la impresión de que no vamos a ponernos de acuerdo en el asunto, y también que no existe una democracia mejor que otra en términos absolutos, no hay modelo ni molde, cosas que, al aplicarse, han dado con frecuencia resultados dolorosos y antidemocráticos.
¿Entonces?
Lo más práctico es atenerse a la realidad política en la que cada uno vive (hay tantas como naciones) y participar en ella.
Esto significa que buen ciudadano es quien intenta intervenir, del modo y la forma a su alcance, en el mejoramiento de la ciudad, la región, la nación o el continente en el que habita.
¡Qué fácil es decirlo! ¿Y cómo se hace eso?
Usando la libertad de expresión y de imprenta con serenidad, y ahorrando clasificaciones inaplicables y evitando condenar a los que piensan de manera distinta a la suya.
Según la idea de mi pariente y las encuestas de opinión, un porcentaje abrumador del censo (excluidos menores y extranjeros sin ciudadanía), se desinteresa de aquello que redunda en su propio interés, porque suponen que está inscrito en el papel mojado de la política.
Me parece algo inaceptable, una muestra de que la dejadez, la comodidad, la incuria, dominan el curso de la sociedad. Eso lo saben los políticos y lo utilizan con éxito vergonzoso.
El alcalde, el ministro, el jefe del partido se interesa lo imprescindible por el bienestar de sus ciudadanos: para conservar su vara de mando. ¿A quién van a rendir cuentas, y de qué manera? El político experimentado y astuto sabe cómo dar continuidad a su puesto de gobierno o de aspirante a él, y se aparta de sutilezas y de compromisos que no sean con sus superiores. Es lo común en las partitocracias.
Nuestras sociedades consumidoras no sienten ningún atractivo por algo que es un verdadero berenjenal: ¡Dar cuenta!¡Responsabilizarse!
Todo el mundo huye de la responsabilidad. Es un término sin valor, y además sonroja. El buen gobierno es un berenjenal. Lo decisivo es que el consumidor no se quede sin objetos de consumo, sean los que sean, víveres, vestido, vivienda, transporte barato, turismo, cañita y tapa, jubilación, educación y sanidad universal y gratuitas, que para eso pago impuestos.
El político moderno conoce lo que precisa el votante despreocupado: tener el riñón cubierto a cambio de nada. Falso, de su silencio.
Todo esto quedaría así si las incidencias económicas y los azares políticos (emigración, paro, seguridad, independentismo) no existieran o fueran minucias. Pero la realidad, la vida social es de otra forma.
“Si los hombres pudieran conducir todos sus asuntos según un criterio firme, o si la fortuna les fuera siempre favorable, nunca serían víctimas de la superstición. Pero como la urgencia de las circunstancias les impide muchas veces emitir opinión alguna y como su ansia desmedida de los bienes inciertos de la fortuna les hace fluctuar, de forma lamentable y casi sin cesar, entre la esperanza y el miedo, la mayor parte de ellos se muestran sumamente propensos a creer en cualquier cosa”. Es el primer párrafo de Benito Espinosa en su Tratado Teológico-Político (1670), cuando las multitudes amenazaban con colarse en el escenario de la historia; un siglo más tarde terminó estallando la bomba de la Ilustración, ésta empezó a alterar el humor de la gente, y los abusos y privilegios se convirtieron en dinamita y hojas de guillotina.
Aunque, enfocando más el telescopio, retrocedemos veinte siglos y nos metemos de rondón en la caverna platónica, donde unos felices esclavos se contentaban con ver protopelículas y protoseries de sombras en la pared.
Y así en todas las épocas, apocalípticas y firmes, sangrientas y con coros de adultos castrados y vírgenes alimentadas con fondos buitre de agua bendita.
¿Veintitantos siglos de pensamiento político occidental y elucubraciones asiáticas para nada?
Eso es lo que sucede cuando a los pesimistas se les mira con conmiseración. Mal está que los parientes nos perdonen la vida avisándonos de que tenemos acidez de estómago mental, de que “siempre negatifo, nunca positifo”. Y “¡Qué fácil eso de señalar los vicios y no exponer las soluciones virtuosas!” Y “Vosotros lo ensuciáis todo de fango ideológico”, y “Sois víctimas (o voluntarios) de la derecha y de la extrema derecha”, y “Sois nostálgicos de Franco”.
Pues, nada. ¡Viva el fandango postmoderno!
Hay hoy mucho votante de izquierdas en su tercera edad que en la primera permaneció mudo durante la dictadura de Franco. Y el partido que entonces se escondió y no dio la cara ahora gobierna y reclama con desfachatez una memoria que, si se ejecuta con rigor, le condena a él a la sima de los cobardes.
P.S. Recomiendo el libro El PSOE en la historia de España: Pasado y presente del partido más influyente en los últimos cien años, de Pío Moa. Próximamente publicaremos una reseña.