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Cultura y comunicación

El camino portugués

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Caserío de Mogadouro.
Caserío de Freixo de Espada a Cinto

Un apunte de Fernando Bellón

Cuando el urbanita pasa por un pueblo, se detiene en él y recorre sus calles, lo primero que advierte es la ausencia casi total de tráfago humano. Pasa por delante de una puerta con la persiana levantada y una mujer barriendo la calle o vaciando un cubo a la redonda. Se cruza con un hombre mayor, con otro más joven que conduce un tractor. Pero no hay niños, no hay jóvenes; quizá estén en la escuela, si ese pueblo tiene escuela.

Esto mismo pasa cuando la localidad, en lugar de tener cien habitantes cuenta con tres o cuatro mil, incluso si tiene una pequeña industria, una cooperativa agrícola que produce idas y venidas.

Un pueblo ibérico a mediodía confunde nuestra percepción, y nos hace ver una localidad fantasma. Uno se pregunta en qué ocuparan sus horas quienes lo habitan. Y si el visitante hace el esfuerzo de situarse como un habitante más, siente una comezón de inquietud, porque no se cree capaz de adaptarse a tanto sosiego, a tanto no tener nada que hacer ni en qué entretenerse.

No sé dónde estará el límite demográfico tras el cual el pueblo empieza a habitarse. Es decir, cuando sus vecinos pasan por las calles andando o en vehículos, camino de sus quehaceres, del mercado, del médico, a cualquier hora. ¿10.000, 15.000 personas?

Paisanos de Freixo charlando con 'cómicos' españoles.

En esos rasgos España y Portugal se parecen. Pero en casi todo lo demás difieren.

Por ejemplo, los pueblos y las pequeñas ciudades portuguesas raramente tienen edificios de pisos, esas colmenas humanas que en las ciudades son una escenografía abrumadora. ¿Por qué ocurre esto? Yo no lo sé. Quizá habría que recurrir a un sociólogo de la España vacía, para averiguar por qué, estando vacía, tiene casas de cinco o seis pisos, y un aspecto urbano feo, que produce ganas de salir corriendo de allí cuanto antes.

La apariencia de los pueblos y pequeñas ciudades portuguesas es amable, simpática, acogedora. Las dos fotografías que ilustran este comentario reflejan el paisaje urbano de Freixo de Espada à Cinto y de Mogadouro, cada una con una población de en torno a los 1.500 vecinos. Se ha de tener en cuenta que Freixo tiene 4 freguesías, parroquias o pedanías que suman unos 3.800 habitantes, y que Mogadouro, a cosa de 20 kilómetros al norte, tiene 21 aldeas que suman más de 11.000.

En el caserío de Freixo dominan lo que en España se denominarían chalés u hotelitos, muchos de ellos con jardín delantero o huerto trasero. Son de construcción moderna, y es donde vive la mayoría de la población; el casco antiguo se precia de ser un ejemplo de arquitectura manuelina, del tránsito de la edad Media a la Moderna, y el folleto turístico municipal lo atribuye a las familias judías acomodadas. Pero el núcleo histórico tiene solares, edificios poco habitables y casas abandonadas y derrumbadas. En esto no hay diferencia con multitud de pueblos españoles. El vaciamiento del campo portugués es similar al español.

Una hermosa manera de habitar una ciudad.

Freixo, Mogadouro y las aldeas respectivas por las que he transitado cuentan con los servicios necesarios para la población. Las cabeceras del municipio están mejor dotadas. Escuelas para niños. Biblioteca. Auditorio municipal. Servicio médico. Correos. Servicios sociales. Polideportivo y piscina. Varios jardines. Y en el caso de Freixo un atractivo turístico llamado Praia Fluvial da Congida, en el río Duero, con alojamientos y jardines bien cuidados, y un Museu da Seda que recuerda su pasado protoindustrial.

Sobre la educación, algo que llama la atención en la página de la Câmara Municipal (ayuntamiento) son los circuitos de transporte escolar, de las aldeas a Freixo, que mueven de sus casas al colegio a 53 chavalitos. La educación secundaria se realiza en Mogadouro.

No es ninguna cosa baladí esta cooperativa agrícola industrial. Produce buen vino y aceite y da trabajo a los habitantes de la zona.

Freixo tiene una cooperativa vinícola y de aceite. Como puede verse en la fotografía no es una bagatela, sino una industria muy bien montada. Los vinos de la zona son excelentes, y si el lector duda de mi palabra, deténgase en la tienda de la cooperativa y compre una selección de caldos cuando pase por allí.

Las laderas de los montes que suben desde el Duero están plantadas de viñas cuidadas con esmero. Pero también se encuentran en los bancales olivos, almendros y manzanos. Otra fruta que allí se da es la naranja, pero no se explota para el consumo. Por fin, el Museu de la Seda es prueba de esta industria artesana que existió durante siglos, como se ha mencionado antes, en manos de familias judías que se enriquecieron y adornaron sus casas.

Al mirar a la orilla oriental del Duero, la española, desde Portugal, se observa que no hay viñedos ni olivares ni almendros. O puede que sí, pero a muy baja escala. En las llanuras de Salamanca abunda el cereal, el girasol y las dehesas para las reses bravas.

Una saludable población infantil.

Si se compara el modo de vida y los servicios de los pueblos leoneses no se observa gran diferencia con respecto a los portugueses. La única y más escandalosa es la arquitectura y el urbanismo. ¿Es el alma portuguesa más sensible que la española?

La población es la misma, procede el mismo tronco hispánico o ibérico (hasta el siglo XIX Portugal no tenía reparo en considerarse parte de España, es decir de un territorio común). Hay viejos que se sientan en los bancos de piedra o de obra de las plazas y jardines, hay niños que alborotan, y jóvenes con el mismo aspecto de estereotipo de serie de superhéroes; eso tanto a uno como a otro lado del Duero.

Sin embargo en los pueblos portugueses (y también en las ciudades medianas como Braga, por ejemplo) se ve, se huele, se palpa, se degusta y se escucha a Portugal. Quiero decir que la contaminación europeísta, la modernidad o la posmodernidad se ve poco. Solo en los bares, que también son diferentes a los españoles, más acogedores me parece a mí.

En todos los que he entrado en Freixo y en Mogadouro, uno o dos aparatos grandes de televisión escupen videos musicales insoportables (evidentemente es una hipérbole o un fracaso, porque no causan el menos impacto ni reacción en la parroquia), o la programación de alguna de las cadenas portuguesas, tan menospreciable como la española, la italiana o la belga.

Esto es lo más curioso. La televisión es el agente propagandístico con que se ahorman poblaciones extrañas a la comida basura o al entretenimiento salvaje. Pero en los pueblos portugueses no tiene efecto. Las familias portuguesas siguen a lo suyo. Parece importarles un pimiento lo que les digan desde Europa. Si es así, ¡qué envidia! Es la sensación más optimista que me ha evocado Portugal desde siempre: los portugueses están libres de contaminación europeísta, o es tan escasa que apenas se nota.

He pensado sobre este hecho desconcertante. Debe de ser que los portugueses (y portuguesas) no necesitan llenar su vida de fiestas, de algarabía, de los narcóticos industriales que se consumen en España. Dos causas me han parecido responsables de esta circunstancia estupenda de Portugal. Sólo tienen una lengua (el mirandés no cuenta, es un rastro del viejo leonés, como el castúo extremeño). Ninguno de sus territorios, regiones, antiguas provincias siente agravios insoportables contra nadie.

Por eso me resulta curiosa el antiguo complejo de inferioridad de los portugueses, hoy por fortuna borrado de su psique, y el complejo contrario de los españoles, que temo que se mantiene. Portugal tiene menos que aprender de España que España de Portugal.

Y no baso mis reflexiones en la experiencia de cuatro días en dos pueblos de Tras-os-Montes. Conozco Guimarães, la cuna de Portugal, Póvoa de Lanhoso, Fafe, Oporto, Viseu, Braga y Lisboa, los primeros, lugares donde mi mujer y yo hemos ido casi siempre invitados por Moncho Rodríguez, para participar en encuentros teatrales de raigambre popular. He visitado Portugal desde 1974, y me ha dado tiempo a conocer su sólida naturaleza, su riqueza cultural, su inteligente manera de «adaptarse a la modernidad», por decirlo de un modo tópico.

En España nos hemos americanizado a fondo, europeizado a conciencia desde la muerte de Franco, y hemos sido tan torpes para identificar nuestros valores que ahora España es una palabra incómoda para muchos españoles entontecidos con la plurinacionalidad, el derecho a la secesión y la expulsión del español de algunas regiones.

En eso, de momento, los portugueses van por el buen camino, y no sienten vergüenza ni de su país ni de su historia.

Viñedos portugueses

Corolario.

Freixo de Espada à Cinto tiene un significado singular. Situada a siete kilómetros del Duero y frontera con el antiguo reino de León, sus pobladores estaban autorizados a llevar armas, por si a los leoneses les entraba la ambición de cruzar el río. Alguien tuvo la ocurrencia de ceñir con un cinturón un viejo fresno y cruzarlo con una espada. Hermosa leyenda.

Tercera edad real y representada.

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