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El nacimiento de Alándalus General Series

Espada, hambre y cautiverio (y cinco)

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De las conquistas de los valíes al colapso

Una serie de Waltraud García

La imagen de presentación es «Don Pelayo en Covadonga», lienzo de Luis de Madrazo.

En esta última entrega de la serie vamos a resumir los tres capítulos finales del libro de Yeyo Balbás: “Las conquistas de los valíes”, “Covadonga, el origen de un reino” y “El colapso”, refiriéndose este último al inicio de la recuperación de territorio por los cristianos cantábricos ante la impotencia musulmana. Un colapso que duró siete siglos, pero que sin la reacción de Pelayo y los suyos, quizá no se habría producido. Es preciso recordar a este respecto la respuesta que se daba Balbás en el prólogo de su libro a la pregunta “¿Por qué resistieron?”

Lo normal, lo sensato hubiera sido integrarse. No lo hicieron. Y tengo para mí que no lo hicieron porque no se conformaban con dejar de ser lo que habían sido. No sólo no se conformaron, sino que, al poco, lo “mitificaron”.

Al asesinado Abd al Aziz ibn Musá en 716 sustituyó un nuevo gobernador, al-Hurr al Rahman al Taqafi, nombrado por el valí de Ifriqiya, no por el califa Suleymán. Ostenta el título no de emir sino de valí. Venía acompañado por una fuerza militar considerable, cuatrocientos nobles árabes del Magreb con sus familias y clientes, varios millares de hombres. De Sevilla trasladó la capital a Córdoba, decisión que supuso la preeminencia de Córdoba durante tres siglos.

Se auxilia Balbás de la arqueología moderna para situar el estado mayor de al Hurr en un palacio episcopal bizantino. Su contingente se pudo alojar en el castellum que dominaba el puente romano. Según la Crónica Mozárabe, el valí estableció un tributo extraordinario “a cambio de la paz”. Castigó a bereberes que ocultaban botín, para usarlo también para pagar a sus hombres. La política de al-Hurr era terminar de dominar el sudoeste peninsular, y luego el territorio más septentrional.

En la primavera de 717 inició la campaña hacia el norte por el Itinerario de Antonino, en dirección a Zaragoza, con la idea de seguir hasta Tarragona, pasando por Lérida. Repasa Balbás las instalaciones militares visigodas de la zona pirenaica y de Barcelona y Gerona. Eran formidables y estaban concebidas para contener invasiones del norte, y situadas en lugares estratégicos para detener ataques francos.

Para al-Hurr no constituyó problema grave avanzar hacia Huesca, que resistió siete años, según algún cronista, y se rindió mediante tratado. A Balbás este asedio tan largo le parece exagerado. Se conoce que al-Hurr siguió hacia Lérida, cuya conquista no citan las fuentes. A lo largo de la Vía Augusta se encaminó a Tarragona, una plaza fuerte bien protegida, pero que había perdido vitalidad en favor de Barcelona. No sabemos cómo se tomó la ciudad. Gerona era la última urbe ambicionable antes de los Pirineos. Se la supone en mano árabes en un arco de fechas muy amplio, entre 717 y 785, por falta de precisión en las crónicas. Existe una necrópolis islámica del siglo VIII, con un estudio genético que arroja un cadáver bereber, otro del Golfo Pérsico y otros de locales convertidos.

El límite de las conquistas de al-Hurr debió ser los Pirineos, en la primavera de 719, porque el anónimo mozárabe atribuye la toma de Narbona a su sucesor. Lo que quedaba de poder visigodo, un rey llamado Ardo, se refugió más allá de los montes divisorios, vigilando los pasos pirenaicos.

Según la Crónica Mozárabe, el 7 de junio de 718, en una amplia zona de la Península, cuyo centro se hallaba en Toledo, el sol se ocultó durante unas horas y, en pleno día, se pudieron contemplar las estrellas. Esta señal celeste marcaba el ocaso del Regnun Gothorun Spaniae, y coincidía con el año 100 de la Hégira”-

El asedio a Constantinopla

Para situarnos en un terreno más amplio, donde podamos comparar la conquista musulmana de Alándalus con otras acciones militares contemporáneas de los mahometanos, Balbás nos traslada a Constantinopla, la nueva Roma, objetivo de los califas, para ocupar el lugar que había perdido el Imperio Romano.

Muerto al Walid en 715, el trono recayó en su hermano Sulaymán, y los ulemas o propagandistas del momento aprovecharon para afirmar que el conquistador de la capital romana tendría nombre ilustre, Salomón, y no por casualidad. Décadas antes los árabes habían fracasado en la toma de Constantinopla, y estaban decididos a conquistar la ciudad, que suponía cercenar la cabeza de la cristiandad.

En aquellos momentos los ejércitos islámicos eran invencibles, y habían alcanzado los confines de China. La propaganda escatológica del momento vaticinaba que la toma de Constantinopla marcaría el fin de los tiempos, tema que nunca ha perdido fuerza, a pesar de haberse repetido tanto. Lo cierto es que Bizancio se había vuelto agraria y rural, después de ser despojada de los territorios que producían grano, y ser acosada por bandas de eslavos y búlgaros por el norte.

“Desde la deposición de Justiniano II en 695, en apenas veinte años, el trono bizantino había cambiado siete veces de manos de forma violenta, y las continuas purgas de este emperador propiciaron que las tropas aclamaran a un general armenio llamado Bardanes”, dice Balbás. Resume esa sucesión de emperadores, envuelta en traiciones, algaradas militares y codicia personal. El asedio musulmán y el eslavo hacían tambalear el imperio.

Las líneas de defensa bizantinas se hallaban en las cordilleras del Tauro y el Antitauro, ambas al oriente de la meseta anatolia, protegida luego por una serie de fortalezas o kastron. En todos ellos se hallaban themata o regimientos militares.

El nuevo emperador duradero fue León III, nacido y criado en una antigua ciudad imperial romana de Siria tomada por los árabes. Conocía el talante y la doctrina musulmana. León había ayudado a Justiniano II a instalarse de nuevo en el poder en 705. Después, Justiniano se enemistó con él y urdió un complot contra el militar. Finalmente, León fue recuperado por un nuevo emperador, y se convirtió en el jefe militar apropiado para defender Bizancio de los árabes, a los que conocía bien.

Se enfrentaba a Maslama, familiar de gobernantes e hijo de una esclava, por tanto tenía que ganarse su derecho de acceder al califato por sus éxitos con las armas. Tomó la ciudad de Militele en 714 con el propósito de ocupar los pasos centrales de los montes Tauro. La ofensiva islámica comenzó en 716, con Sulayman por un camino, Maslama por otro y una flota recorriendo la costa mediterránea camino de Constantinopla.

Sulayman intentó atraerse a León, todavía un militar al servicio de Anastasio II, opuesto a Teodosio III, y proclamarle emperador, para colocarle en sus manos. Sulaymán había cercado la mayor ciudad anatolia en mitad de la península, Amorión, bien defendida y amurallada. León logró entrar en ella y convencer a sus defensores de que no era aliado de los árabes. Mientras tanto, las dos columnas y la flota islámica proseguían su camino hacia occidente, para reunirse frente a Constantinopla.

León, como se acaba de decir, se enfrentaba por su parte al emperador Teodosio III, y en una batalla derrotó al hijo de éste. Con el imperio Bizantino a merced de los musulmanes, la elección de León como emperador se hizo inevitable. Masdama se alegró, confiando en que León le entregara Constantinopla, como habían hablado previamente. Masdama se presentó en la orilla europea de los Dardanelos, y de noche la caballería búlgara le atacó. Salvó la vida de milagro. Dice Balbás que el sentido común le hace sospechar que el oro romano estuvo detrás del asalto nocturno. Pero Masdama continuo hasta las puertas de la capital, que cercó con un foso, y protegió su retaguardia con varios regimientos, para defenderse de los búlgaros y ávaros.

Los constantinopolitanos habían preparado una defensa muy sólida de la que Balbás da cumplida cuenta, incluida una enorme cadena que cerraba (o abría, hundiéndose) el puerto. Es preciso saltarse los detalles para no perderse en esta batalla que dejó a los musulmanes sin ganas ni medios para volver a imaginar la conquista de Constantinopla. El caso es que la flota de León hundió la cadena, salió del puerto y diezmó a la islámica gracias al “fuego griego”, un líquido inflamable que se lanzaba con complicado ingenio desde la proa.

La derrota fue humillante y paralizadora, pero no total. El asedio continuó. Pero León negoció con los musulmanes y les engañó con arriesgada astucia. Cuando parecía que el bizantino iba a entregar la ciudad, los islámicos se dieron cuenta de que habían caído en una trampa fatal, se habían quedado sin provisiones. Suleyman se suicidó temiendo que el fiasco se le atribuyera a él. Le sucedió en el califato, su primo y consejero Umar ibn Abd al-Aziz

Durante el invierno el campamento omeya fue azotado por un viento gélido con granizo y aguanieve. El ejército árabe se alojaba en tiendas de campaña y tuvo que improvisar cabañas más cálidas. Se quedaron sin alimentos, y comían literalmente madera. Llegaron las epidemias, y entre ellas y las salidas del ejército bizantino, los  muqatila o guerreros caían como moscas. Su moral también estaba por los suelos. En primavera, Masdama envió un informe engañoso al nuevo sultán, Umar II. Pero el emisario contó la verdad de los hechos. Desde Alejandría enviaron a los sitiadores cuatrocientas naves de guerra y de transporte. Llegaron al litoral asiático del Mármara trescientas sesenta. Pero las tripulaciones, cristianos egipcios reclutados a la fuerza, se sublevaron y huyeron a territorio cristiano. León aprovechó para enviar naves con fuego griego que destrozaron la flota árabe. El califa ordenó la retirada. El sitio a Constantinopla se levantó el 15 de agosto de 718, el 100 de la era islámica. La nueva Roma seguía sin conquistar.

La retirada la facilitó León, a pesar de lo cual los árabes saquearon el territorio por donde pasaban. Por su parte la flota islámica sufrió tormentas y ataques romanos, y quedo por completo destruida. De dos mil quinientos barcos movilizados por los árabes, solo cinco regresaron a sus puertos de origen.

Advierte Balbás que las principales fuentes para estos hechos son Teófanes y Nicéforo de Constantinopla, mientras que las árabes se alejan del núcleo de la derrota, y hacen disquisiciones morales. Otras más tardías cuentan la historia al revés, la toma de la ciudad por Masdama. “La realidad fue muy distinta y la mayoría de especialistas incluye este fallido asedio entre las batallas más decisivas de la historia.”

Todo esto sucedía en Constantinopla, mientras al extremo occidental del Mediterráneo, los contingentes árabes y bereberes ocupaban el reino godo de Spania. Alguna importancia debió de tener la catástrofe en Bizancio para la estrategia del califato. De hecho, Balbás dice que esta monumental derrota hizo que el califa Utmar II decidiera abandonar los territorios recién conquistados de Cilicia, Tranxoniana y al-Ándalus.

El califa Umar II

Dos corrientes políticas se enfrentaban en el califato. Una había apostado por una política expansionista y el estricto monopolio árabe sobre la comunidad islámica. La segunda facción defendía la estabilización de las fronteras y la integración de los maulas o neoconversos dentro del Estado Islámico. Maslama pertenecía a la facción belicista, y el califa a la integradora.

“Los triunfos militares ya no aportaban un botín tan cuantioso como antaño y, para hacer frente a la crisis financiera, Umar trató de limitar el número de campañas y suprimir los estipendios a los príncipes omeyas. A nivel territorial quiso centralizar el gobierno y suprimió las superprovincias gobernadas por emires, al tiempo que repartió los cargos de valíes entre figuras de probada honradez”.

Umar ha pasado a la historia como un dirigente capacitado y honesto, y dictó decretos minuciosos sobre el vestido y la relación con los dimies o cristianos y judíos. Se empeñó en asimilar a los neoconversos con los musulmanes árabes, y realizó reformas en la tributación en un sentido racional. El objetivo de Umar era integrar a los neoconversos en el ejército y en la administración califal. El imperio era cada vez más amplio y necesitaba recursos para su gobernación.

No obstante, estas decisiones políticas del califa no provocaron la retirada de los islámicos de Alándalus. Adujeron que las conversiones habían sido numerosas, y los ejércitos habían ocupado extensas regiones.

En marzo-abril de 719 llegó un nuevo valí a Alándalus, Al Samh ibn Malik al-Jawlani, piadoso y honesto, escogido por Umar. Llegó a la península con un ejército, y creó un censo fiscal que distinguía los territorios sometidos por capitulación de los tomados por la fuerza, restituyendo la propiedad a dimies que la habían visto arrebatada a pesar de su rendición. El anónimo mozárabe no escatima elogios hacia Umar.

Apunta Balbás que esta política fue acompañada con acuerdos con las elites hispanogodas, y supusieron el final del reino. Señala Balbás sellos de plomo que atestiguan estos hechos. Pero también las conquistas violentas. A continuación expone diferentes versiones de unos hechos difíciles de verificar.

Empieza citando a Eduardo Manzano, supongo que profesor o historiador. Presenta la conquista de Spania como una mezcla de acciones violentas y pactos de capitulación. Basa su hipótesis en estudios arqueológicos que evidencian cómo en algunos lugares conquistados aparecen arrasados y otros, no: fuertes rupturas y continuidades. Balbás confirma y amplía esta hipótesis.

Utiliza como paradigma las excavaciones del Tolmo de Minatera, en Albacete. Allí se hallaba una importante ciudad visigoda, Eio. Pasó a llamarse Iyyuh, pero sin destrucciones, gracias al pacto de capitulación de Teodomiro o Tudmir con Abd al-Aziz. De civitas visigoda pasó a ser una medina árabe con transformaciones urbanísticas en favor de la nueva cultura instalada, pero no con destrucciones violentas.

Presenta Balbás otros ejemplos para confirmar la misma hipótesis. Uno de ellos se encuentra en la vega sur de Madrid, entre los ríos Jarama y Guadarrama, donde surgió un buen número de granjas y aldeas. La mitad de los enclaves fueron abandonados a inicios del siglo VIII. Dice Balbás que el emirato Omeya creo en esa zona una serie de ciudades-fortaleza para frenar las avanzadas cristianas, que llegaban bastante lejos de Asturias.

“Veintiséis aldeas tardoantiguas de la cuenca del Duero aportan una perspectiva territorial aún más amplia. La desintegración del Estado romano y las invasiones bárbaras conllevaron importantes transformaciones en este territorio.” Fueron abandonadas suntuosas villas (de alguna de ella surgió el emperador Teodosio) a lo largo del siglo V. Las ciudades como centros de articulación del territorio entraron en crisis en toda la meseta norte, y a lo largo del siglo VII se produjo la expansión de una red aldeana bastante próspera, como atestiguan los silos. En la primera mitad de siglo VIII este poblamiento sufre una fuerte fractura. Los yacimientos se encuentran abandonados hacia mediados de la centuria. En las zonas más próximas a la cordillera cantábrica aparecen castillos y fortificaciones que más tarde se integraron en el reino asturiano.

Esta fuerte disrupción está asociada a la conquista islámica, y a las disensiones entre árabes y bereberes. Pero advierte Balbás que todos estos datos han de tratarse con cautela, porque a lo largo del siglo VIII se registran en toda Europa profundos cambios en las pautas de poblamiento.

“En territorios relativamente ricos y urbanizados, donde no se asentaron las tropas arabo-bereberes, la aristocracia fundiaria, provista de séquitos armados, pudo negociar tratados que garantizaban su autonomía y statu quo, al menos de un modo temporal, como el dux Teodomiro. Otras regiones caracterizadas por una nebulosa de aldeas y granjas con algunos centros de poder laicos y eclesiásticos, dispersos a modo de machas de leopardo, debían resultar muy vulnerables a las incursiones musulmanas. El abandono masivo de aldeas, así como el éxodo hacia enclaves de altura o núcleos urbanos, no significa que fueran arrasadas, pero sí constata un evidente clima de inseguridad asociado a la conquista islámica”.

Ahora Balbás repasa dos formas de abordar la invasión musulmana y la reconquista. La primera, de los cronistas y luego historiadores, que conciben los hechos como una desgraciada plaga de langosta que se echa sobre la Península. En los años setenta del siglo XX, algunos historiadores marxistas aportaron estudios y cifras en relación con la economía, la fiscalidad y la estructura social andalusí. Pero tal análisis contribuyó a la creación de una doctrina sobre la confrontación entre el feudalismo visigodo y el sistema tributario andalusí, de carácter mercantil e igualitario. “Al ándalus se había convertido en una utopía marxista, la conquista islámica en un motor del progreso social y cualquier agente que se opusiera a la implantación del régimen tributario-mercantil era caracterizado como reaccionario”.

Véase, apunto yo, cómo la ideología distorsiona la realidad, porque es palmario que la invasión y conquista musulmana no impuso en Alándalus el socialismo colectivista.

Ejemplo es Pedro Chalmeta: “No se puede firmar que España fuera conquistada, sino que habría que hablar de entrega por capitulaciones.” Para probarlo publicó una obra con un listado de pactos entre conquistadores y autoridades hispanogodas. Los ilustró con un mapa. Balbás avisa que va a hacer un repaso para disputar esta tesis. El curioso puede consultar el libro de Pedro Chalmeta Invasión e islamizació. La sumisión de Hispania y la formación de Al Ándalus. Madrid 1994.

Chalmeta sigue la invasión musulmana en las crónicas que hemos citado en el capítulo anterior. Básicamente la de al-Razi. Balbás le acusa de insertar pasajes de otras fuentes cuando mencionan algún pacto, y de mezclar agua con aceite, metiendo de rondón algún pacto dudoso. Es decir, con el fin de llegar a una conclusión preestablecida, Chalmeta selecciona las capitulaciones de las crónicas que las mencionan. Pero omite que en otras crónicas sitúan las mismas conquistas como violentas.

El avance de las tropas de Musa y de Tariq fue un paseo militar al que los hisanovisigodos no se atrevieron a oponer resistencia, según Chalmeta. El Moro Rais y la Crónica de 1344 dan cuenta de un recorrido a sangre y fuego hacia la Aquitania, y atribuyen a los primeros en cruzar el Estrecho la conquista de Barcelona, Narbona, Aviñón y Lyon, que realizaron valíes posteriores.

En definitiva, Balbás vuelve a recurrir al anónimo de la Crónica Mozárabe para recalcar que “y así, con la espada, el hambre y la cautividad” devastaron “no sólo la Spania ulterior, sino también la citerior hasta más allá de Zaragoza…”, cita que Chalmeta omite, le reprende Balbás. Después remite el repaso de Chalmeta a la Gallaecia. Donde “no quedó iglesia por derribar ni campana por quebrantar”, que Chalmeta interpreta en sentido metafórico, deduciendo que toda la región se sometió mediante un solo pacto. Esto es absurdo en una región poco poblada, con pocas ciudades, orográficamente heterogénea y llena de aldeas.

Argumenta Balbás que las ciudades y territorios que no podían detener a los árabes pero se resistían a su avance sin conseguirlo, eran tomados a la fuerza para apropiarse de tesoros y tierras. Sólo cuando la resistencia era sólida y el asedio prolongado o el obstáculo era menor y retrasaba el avance, se producían pactos.

Esta lógica, dice Balbás queda evidente en la conquista de Jaybar un siglo atrás por las tropas del mismo Mahoma, que sentaron las bases jurídicas del sulh o capitulación. El Profeta asaltó una tras otras las aldeas del oasis, las saqueó y esclavizó a la población, salvo dos fuertes que no pudieron tomar, lo que propició un tratado de capitulación con los judíos que ocupaban la plaza fuerte. Cita también el autor otras situaciones de parecida naturaleza en el avance musulmán por Palestina.

Lo cierto es que “la realidad de la guerra medieval esboza un panorama complejo en la relación entre los niveles de violencia de una conquista y el estatus legal de una población una vez que esta hubiera finalizado”. “No existe nada objetivo que nos induzca a pensar que la conquista islámica de Spania fuera sustancialmente distinta tantas otras acometidas en la Antigüedad y el Medievo.”

Por parte de esta recopiladora, debo de confesar que me extrañó el rejoneo magistral de Balbás a Chalmeta, frente al olvido de las tesis de González Ferrín de que no hubo conquista, sino una filtración sostenida de musulmanes en la Península que terminó por imponer por convicción el islam. Imagino que la razón está en la condición académica de González Ferrín, que no es profesor de historia, sino de religión comparada y otras materias especulativas, que nuestro autor, Balbás, no debe considerar dignas de rigor científico.

La conquista de Septimania

El califa Umar murió en 720, y fue sucedido por Yazid II que no tardó en revertir algunos de los cambios introducidos por su antecesor. Coincide este cambio con la ofensiva musulmana en la Septimania. Pero Balbás opina que se había iniciado poco antes, de forma que no es un cambio en relación a la contención expansiva decretada por Umar. “No debe atribuirse a Umar II un candoroso pacifismo, sino un prágmático deseo de racionalizar las conquistas”, dice. Se resiste a considerar la descripción que se ha hecho de la Septimania como un territorio despoblado. Era un territorio militarizado, jalonado por una sucesión de fortalezas. La mayoría de la población se acumulaba en la costa, y había sufrido bastante con la gran epidemia de 693.

Balbás entiende que los límites entre la Septimania goda y el norte franco están muy definidos arqueológicamente.

Todas las crónicas atribuyen a al-Samh la conquista de ese territorio, partiendo de Gerona y ascendiendo por la Vía Domitia, El hallazgo de monedas musulmanas y otros efectos  cerca de Narbona sugieren un campamento islámico. El yacimiento que más información aporta es el de Ruscino, un poblado próximo a Perpiñán: cuarenta y dos sellos de plomo para las sacas de botín.

Según la Crónica de Moissac al-Samh sitió y tomó Narbona, antigua capital de Septimania, matando a los hombres y enviando a mujeres y niños a Hispania. Luego dejó una guarnición para que realizara correrías por las campiñas. Los geógrafos árabes consideraron Narbona el  límite septentrional de Al-Ándalus.

Septimania estaba gobernada por el último rey godo, un teal Ardo, que aguantó siete años. No es mencionado por las crónicas árabes. Pero Balbás dice “su descendencia desempeñó un importante papel en la expansión carolingia al sur de los Pirineos y en el origen de la marca Hispánica”.

El territorio contiguo al recién conquistado por los musulmanes era Aquitania, y su rey, Eudes. Balbás emplea una página para explicar el origen de este reino enemistado con los francos, que al final se tuvo que aliar con Carlos Martel para enfrentarse a los árabes en Poitiers. En aquel momento histórico la actual Francia era un mosaico de reinos y condados enfrentados unos a otros, que unificaría durante algún tiempo Carlomagno décadas después.

Pero antes de Poitiers está la batalla de Tolosa, en 721. Eudes logra reunir un ejército “multinacional” y consigue vencer y matar a Al-Samh. Esta derrota árabe supone el principio del fin del dominio musulmán en Francia. El Liber Pontificalis atribuye a los cristianos la matanza de 375.000 enemigos, por mil quinientos soldados cristianos, algo que explica de un modo mágico, por determinada alimentación bendecida por el Papa.

La Crónica Mozárabe dice que los árabes debían el éxito militar a las formaciones en cuña, que Balbás explica con referencias a tácticas bélicas existentes. “El avance en cuña posibilita una mayor área de saqueo, lo que paliaba la dependencia de una hueste que vive sobre el terreno, en especial entre los pueblos nómadas que llevan consigo un alto número de monturas y dependían de las zonas de pasto”.

Anbasa, nuevo valí, dedica mucha energía a estas incursiones, tanto en la Galia como en Hispania, lo que da lugar a un flujo  de refugiados hacia las montañas cantábricas. Carcasona y Nimes en la Galia son ciudades las tomadas por Anbasa, que sigue su carrera destructiva y vuelve a Hispania con un caudaloso botín. Nimes se mantuvo en poder musulmán hasta 759, hasta que Pipino el Breve liberó la Septimania.

Concluye Balbás el capítulo de los valíes con una mención a la obsesión recaudatoria de los musulmanes en todos los escenarios, para contribuir a las pérdidas derivadas del asedio fallido a Constantinopla. La presión fiscal dio lugar a levantamientos en diversos lugares, como la revuelta bereber de Alándalus de 740-743. El valí de Ifriqiya fue asesinado por un guardia barbar o bereber irritado por las humillaciones árabes.

Covadonga, origen de un reino

Recuerda Balbás que los cronistas medievales no distinguían entre lo natural y lo sobrenatural. Hay varios ejemplos en la evolución de la Reconquista, como el pastorcillo de la batalla de las Navas de Tolosa  (1212), que algunos transforman en ángel, la batalla de Simancas (939) donde aparece san Millán asistiendo a Ramiro II, u otro ángel que sustituye a Fernán Antolínez en San Esteban de Gormaz, y desde luego el apóstol Santiago, que intervino en una veintena de ocasiones a partir de la batalla de Clavijo (844).

Pero el episodio inicial de esta serie tiene lugar en Covadonga, poco después de la cabalgada árabe a través de la Península. Han de pasar casi cien años para que el hito glorioso aparezca en textos. En concreto en el Testamento de Alfonso II, fechado el 16 de noviembre de 812. El cronista afirma que Cristo eleva al rango de príncipe a su siervo Pelayo, que abate y vence a sus enemigos, para gloria del pueblo cristiano. Todo esto sin mencionar de forma explícita la batalla de Covadonga

Setenta años después, en la corte de Alfonso III el Magno se desarrolla una intensa labor para elaborar la historia oficial del reino asturiano.

La Crónica Albeldense o Epítome ovetense amplia el relato en un lenguaje sencillo carente de elogios y de hipérboles. Pelayo llega a Asturias expulsado de Toledo por el rey Witiza, y es el primero que inicia la rebelión contra los musulmanes, derrotando y matando a Munnuza, enviado por el valí de Córdoba, establece el reino de Asturias en Cangas de Onís, donde reina hasta su muerte en 737. El cronista yerra en el tiempo de la rebelión, que sitúa en el gobierno de Yusuf ibn Abd ad-Rahman al-Fihri; sabemos que este valí se mantuvo en el poder entre 746 y 756.

Por su parte, la Crónica de Alfonso III, dedica más extensión a los hechos. Este tipo de trabajos no eran obra de una sola mano, y tampoco eran exclusivos de clérigos.  Unas se basaban en las anteriores. Fija Balbás la Rotense como la más extensa y fiable.

La narración tiene una gran fuerza, y merece la pena leer el original. He encontrado una página digital con la crónica en latín y su traducción al español

https://www.condadodecastilla.es/cultura-sociedad/fuentes-historicas/cronica-rotense/

En resumen, el texto pretende ser una continuación de la Historia de los Godos de San Isidoro. Comienza con el rey Wamba y termina con Ordoño I, padre de Alfonso III. Pelayo, cuenta, era un espatario (cargo palatino militar) de los reyes Witiza y Rodrigo. Huye a Asturias y es apresado por Munuza, que le envía a Córdoba con una falsa comisión, para hurtarle a la hermana del godo. Al regresar Pelayo, como en las tragedias griegas, jura vengarse y organiza la sublevación. Intentan los musulmanes cogerle en una trampa, pero Pelayo se escapa advertido no por un ángel sino por un colega. Se refugia en una cueva del monte Asueva. Hace correr la voz de su decisión, y se le unen hombres de todas las condiciones, hispanos, asturianos y godos. El valí envía tropas de todas partes para sofocar la rebelión, 170.000 hombres de armas, según la crónica. Al llegar a la cueva plantan sus tiendas, y el obispo Oppas, uno de los rufianes de la historia, intenta convencerle de que se rinda. Pelayo refuta sus argumentos con otros de carácter teológico. Balbás califica esta parte de la crónica de plúmbeo diálogo.

Los islamistas arrojan saetas y piedras mediante sus fustíbalos (catapultas), sin darse cuenta de que todo eso va a rebotar en la roca y a caer sobre ellos mismos. Salen de su refugio los pelagianos, los árabes se desbandan y Pelayo captura y mata al obispo Oppas. En la persecución tiene lugar la matanza de musulmanes.

En virtud del rigor histórico Balbás hace una serie de apreciaciones sobre estudios de esta y otras crónicas, de las que deduce que fuera verdad o leyenda la batalla de Covadonga, se constituye en el necesario arranque de un hecho con pocos precedentes o subsecuentes, la recuperación de un territorio inmenso por un grupo de desesperados refugiados entre montañas.

Sea como fuere, “en el siglo XIII, las obras históricas de Lucas de Tuy y Jiménez de Rada, seguidas por la Primera Crónica General de Alfonso X conformaron el relato canónico en torno a la rebelión pelagiana y el surgimiento del reino de Asturias como germen de Castilla.”

Las crónicas musulmanas también citan a Pelayo como un bárbaro despreciable, un asno salvaje, que resistió con treinta hombres y mujeres. Los árabes les dejaron en paz porque eran pocos y confiaban en que murieran de hambre. “Y, sin embargo, su fuerza y número han aumentado desde entonces en tal magnitud que ya no se puede ocultar”, dice Isá ibn Ahmad al-Razi.

La Crónica Mozárabe tampoco menciona a Covadonga. Balbás lo atribuye a la simpatía de su redactor con Witiza. Lo cierto es que los mozárabes del siglo IX apenas prestan atención al reino de Asturias. “La relación entre los reinos cristianos del norte y sus correligionarios bajo dominio musulmán no debía de ser tan estrecha como los prejuicios modernos nos pudieran hacer pensar, y la ideología de la Reconquista, presente en las crónicas alfonsíes, es difícil que pudiera tener origen mozárabe.

Asturias y Cantabria en los albores del siglo VIII

La batalla de Covadonga fue considerada un mito por muchos historiadores (independientemente de que con el paso de los siglos se convirtiera en un mito fundacional). En la década de los 70 del siglo pasado, Barbero y Vigil, aplicando un método etnomarxista, dice Balbás, volvieron a incidir en la teoría del mito. Según estos autores, astures y cántabros habrían permanecido ajenos a la romanización y al resto de los procesos que transformaron el occidente europeo. Organizaban su vida en una estructura social gentilicia, un matriarcado paleolítico y una economía basada en la propiedad comunal. “Bajo el prisma de una Edad del Hierro eterna, el relato alfonsí carecía de sentido, unos astures y unos cántabros indómitos jamás habrían asumido el caudillaje de un godo.” Estas tesis preconcebidas de sabor marxista valían más que las crónicas, trufadas de falsedades. Estas inflexibles deducciones no permiten entender que surgiera un reino a partir de treinta individuos enriscados en un monte”.

Sucede que desde la década de 1990, el estudio de los orígenes del reino de Asturias se divide entre los que defienden una continuidad institucional visigoda y los que Balbás llama “indigenistas” que se distancian de la interpretación marxista.

“La obra de los herederos de Barbero y Vigil ha estado tan impregnada de tribalismo irredento y ha tenido tan amplia difusión que nos obliga abordar la situación del sector central de la cornisa cantábrica a principios del siglo VIII.”

Vamos a intentar resumirla, cosa que no es fácil.

Los argumentos de Balbás se remiten a los testimonios de los geógrafos romanos. Según estas fuentes, astures y cántabros contaron con una organización social basada en gentilidades o tribus. Cartularios de entre los siglos IX y X (algo parecido a títulos de propiedad) documentan la existencia de tierras comunales que dependían de concejos de valle o aldea, formados por hombres libres que con el tiempo quedaron sometidos a vínculos de vasallaje con los centros monásticos y los emergentes poderes señoriales. La articulación basada en vínculos de parentesco se fue transformando entre los siglos IV y IX otra basada en relaciones de vecindad, que más tarde experimentaron un proceso de feudalización. No sabemos cómo ocurrió tal cosa, nos basamos en conjeturas.

Balbás sitúa a los cántabros en un territorio mayor que la actual Cantabria, a ambos lados de la cordillera, cuyo imite occidental estaría en el río Sella. A partir de allí comenzaba el territorio astur, también a ambas vertientes de la cordillera, y extendiéndose por la meseta hacia el Duero. La economía se basaba en el cultivo de cereales en la parte sur, protegidos por oppida o castros, y ganadería, mijo o panizo en la parte atlántica, aposentada en pequeñas aldeas. Balbás provee menuda información histórica y arqueológica para fundamentar estos argumentos.

La conquista romana, algo anterior al inicio del siglo I consistió en el asedio de los oppida. Cruzaron la cordillera por el actual puerto del Escudo en el territorio cántabro, defendido por castros. Los testimonios arqueológicos son evidentes en este sentido, y revelan que el avance romano fue parecido al del francés en la Guerra de la Independencia, en el sentido contrario. Los romanos dispusieron guarniciones en los pasos y establecieron puertos para el comercio en el Cantábrico, Portus Victoriae (Santander) y Flabióbriga (Castro Urdiales).

El sometimiento de los astures fue análogo. Desde el interfluvio del Bernesga y el Esla bajaron hasta la bahía de Gijón. Al sur de la cordillera quedan como testimonios León (Legio) y Astorga (Asturica Augusta). La economía urdida de modo eficaz en torno al comercio y la minería, fue transformándose en modelo económico de producción local a lo largo del Bajo Imperio. “Durante el Bajo Imperio, las aristocracias de Cantabria y la Asturia transmontana se habían convertido en possessores de unas haciendas cada vez más empobrecidas.”

Esta nobilitas provincial adquiere una creciente autonomía, aunque no tan prospera como la aristocracia bética. Se mudan a poblaciones fortificadas o a centros eclesiásticos. Mientras tanto la población no dependiente habitaba aldeas o caseríos, ajenos a magnates o a autoridad estatal.

Tenemos que saltarnos las referencias en detalle de aspectos militares sobre el emplazamiento y objetivo de las legiones romanas, dedicadas a contrarrestar el bandidaje en ubicaciones clave. Poco a poco, con el retroceso del Imperio, se convierten en ejércitos de potentiores o potentados. Balbás se apoya en yacimientos arqueológicos.

Llegan los vándalos asdingos en el 411, asolan la parte meridional del territorio astur y cántabro, pero son derrotados por los visigodos federado a Roma. Llegan los suevos y se establecen en la actual Galicia y en Asturias (provincia Gallaecia). “Cantabria parecía ajena a cualquier poder estatal, y la aristocracia local se organizó en un ’senado’ con sede en Amaya, al sur de la cordillera.” San Millán acude a convertir a los bárbaros, pero prácticamente le echan de allí. Les vaticina tiempos peores, que llegan cuando Leovigildo, en 574 restaura la provincia a su dominio, según Juan de Biclaro. El uso del verbo “restaurar” contradice a San Isidoro, que sostiene que Leovigildo “se apoderó de los cántabros”. Sea como fuere, cuando en 585 Leovigildo conquista el reino suevo, todo el norte peninsular se encontraba bajo la autoridad de Toledo. Especula Balbás con la fundación de una provincia de Asturia, con sede en Astorga, al igual que antes hay constancia de la constitución de la provincia Cántabra, como contención de los rebeldes vascones. Quedan testimonios de sublevaciones de astures y cántabros por razones fiscales. No obstante, de esto no puede deducirse que estos pueblos tuvieran naturaleza levantisca durante siglos. Entre de la intervención de Wamba contra los vascones, de laque se habló en el primer capítulo, en 673 y la de Rodrigo en 711, no hay constancia de una perpetua rebeldía. Sí puede pensarse que “la desintegración del Estado romano y la nueva posición de Vasconia como espacio de fricción entre el reino visigodo y el franco, debieron de posibilitar que las elites locales consolidaran su poder.”

Los orígenes de Pelayo

Según la fuente a la que acuda el curioso, la figura de Pelayo varía. Para la Crónica Albendense era hijo de Vermudo y nieto de Rodrigo. Otra versión le hace hijo del duque Favila, y la Rotense añade que había sido espatario de Witiza y de Rodrigo.

Que los godos emigraron de la meseta hasta más allá de los Picos de Europa es algo que confirma la arqueología, los cementerios del siglo VIII incrementan sus enterramientos.

Advierte Balbás también que las crónicas escritas por encargo contienen arbitrariedades evidentes. Por ejemplo, la de Alfonso III relata que el futuro rey Witiza asesinó al duque Favila, padre de Pelayo de un estacazo en la cabeza por causa de su esposa, y que ya en el trono expulsó a Pelayo de Toledo. La crónica de sucesos y la violencia de género son frecuentes en las crónicas medievales. Ve Balbás mala intención en el relato, fabricado para dañar la memoria de Witiza, y que permite sospechar una falsedad en este episodio. También resulta dudoso el motivo de la revuelta de los cántabros y astures dirigidos por Pelayo. Ye hemos referido antes la historia de Munnuza, relatada por un correligionario árabe, enviando a Pelayo a Córdoba para desposarse con su hermana.

El último objeto de duda es la fecha.

Sobre el motivo los historiadores modernos suponen que fue de origen fiscal, aumento de impuesto, y sucedió en otras regiones del califato.

La creciente presión fiscal sobre la población procede de que “la conquista de un territorio solo se afianzaba con la instauración, de un sistema fiscal que permitiera a la elite invasora de una parte de los excedentes agrícolas y ganaderos… Para la nobilitas asturromana el reconocimiento de una nueva autoridad no debía suponer un gran cambio. No obstante, cuando el califato inicia una política de ocupación mediante guarniciones para imponer su sistema fiscal la hostilidad hacia el poder islámico debió de incrementarse”. Añade una vez más Balbás que “la recaudación fiscal resultaba casi indistinguible del botín de guerra, pues sólo se hacía efectiva manu militari.” E insiste “en caso de que sus recursos militares estuvieran comprometidos en otras acciones, o que los poderes locales acrecentaran el suyo, surgían revueltas.”

Hasta Abderramán III no se solventó el asunto mediante una mezcla de poder militar y legitimación religiosa, “algo que sólo fue posible tras un paulatino periodo de aculturación.” Que duró casi tres siglos, añado yo.

Destaca una fórmula de “aculturación” inasequible a los cristianos: la posibilidad de un musulmán de tener varias esposas, sin que la religión de ellas fuera obstáculo, garantizaba una descendencia masculina musulmana, por imposición de la ley. Los linajes árabes gozaban de ventaja “biológica” en sus eventuales relaciones matrimoniales con las familias indígenas.

Esto me hace pensar en la fecundidad de las familias musulmanas que residen en esta Europa de hijos únicos. Los varones musulmanes no tienen necesidad de casarse con varias mujeres, les basta con una que sea fértil.

Semejante problema era todavía inexistente en los albores de la invasión. Entonces, el abuso consistía en que el patrimonio de la mujer cristiana pasaba a manos árabes. Por lo que “los motivos de la rebelión pelagiana, en definitiva, pudieron ser múltiples e incluir factores como las identidades étnicas y las diferencias de credo. La aparición de un enemigo externo pudo servir para afianzar la jefatura de Pelayo entre asturromanos y visigodos.”

Por eso Munnuza se deshace de Pelayo enviándolo a Córdoba, según una de las fuentes musulmanas. Escapa, regresa y encabeza la sublevación. El dato del envío a Córdoba no lo mencionan las fuentes cristianas, porque quizá restaba lustre al nuevo héroe. Una contradicción surge al comprobar que la fuente musulmana que narra este hecho se basa en la crónica alfonsí. Fuera como fuese, el hecho es que Pelayo encabeza la rebelión.

También subraya Balbás que las descripciones de las crónicas de la primera acción de los rebeldes están confirmadas por la arqueología. Se detiene en el análisis de los restos arqueológicos de murallas en los pasos montañosos, que proceden de época romana y visigoda. Argumentos que damos por buenos y dejamos fuera de este resumen que no puede ser tan minucioso.

Estas consideraciones sobre la penetración musulmana hasta la costa cantábrica, que requería el dominio de las fortificaciones en unas montañas de difícil paso, las hace con detenimiento Balbás para discernir una polémica en los estudios sobre la conquista musulmana.

“Un debate persistente acerca de la conquista islámica de Spania intenta dilucidar si estuvo protagonizada por una reducida élite de guerreros, ya fueran árabes o bereberes, que tomaron mujeres locales, o si supuso la llegada de un elevado número de población norteafricana. Cabilas enteres con mujeres y niños.”

Se han realizado estudios genéticos en enterramientos, y aunque la presencia de norteafricanos es manifiesta, no es determinante.

“Esta desconcertante mezcla de violencia y aculturación temprana desafía los prejuicios tanto de quienes establecen fronteras nítidas e infranqueables, fruto de proyectar sobre el pasado las identidades nacionales modernas, como de aquellos que fantasean con una beatífica conquista.”

La rebelión pelagiana y el santuario de Covadonga

De la Crónica de Alfonso III puede desprenderse que Pelayo mantenía negociaciones con los musulmanes. Estos le citan en Brece con el propósito de apresarle. Pelayo escapa a uña de caballo, cruza un río Piloña crecido y embravecido, y se mete en los Picos de Europa. Cuando vuelve a aparecer es un guerrero con hueste numerosa que termina con los musulmanes en Covadonga.

Balbás recuerda la orografía del terreno, usando la descripción minuciosa de la batalla que hiciera Sánchez Albornoz en sus Orígenes de la Nación Española. Yo he leído el primero de los tres volúmenes con un Atlas al lado y Confieso que me perdía en cada página. Voy a ver cómo me las apaño para ser breve y clara.

La crónica alfonsí menciona Cangas de Onís como locum Canincas, cien años después de ser la primera capital del reino de Asturias seguía careciendo de rasgo urbano. Pero la comarca debía de estar romanizada a juzgar por el conjunto epigráfico que alberga. Tambien hay restos visigodos, entre ellos estructuras defensivas. Una ojeada al mapa muestra que Cangas se encuentra hoy en la nacional 625, que la conecta con Arriondas y Ribadesella en el Cantábrico, siguiendo el río Sella hacia el norte; y hacia el sur la carretera llega a Riaño, al lado meridional de la cordillera. Me parece más gráfica la señalización moderna, pero está claro que hoy y hace mil años supone el camino más sencillo entre la Valladolid, Palencia o Burgos y el Cantábrico, en concreto Gijón, donde tenía su cuartel del moro Munnuza. También se llega a Gijón desde León por Oviedo por la nacional 630 y luego la A 66. Pero este recorrido nos aleja de Cangas y de Covadonga, el escenario de la acción.

También en términos generales sirve recordar que los picos de Europa, un macizo formidable, se hallan al este de Covadonga, y más allá de ellos la comarca de Liébana, la menos accesible de esa parte.

Es en Liébana donde nos recuerda Balbás que hay restos de campamentos y castros romanos de las guerras cántabras. Es posible que, debido entre otras cosas a la aspereza del terreno se refugiaran allí hispanogodos. Décadas después de Covadonga aparece en un ceo bio de Liébana el célebre Beato, por su comentarios al Apocalipsis y por la defensa de la divinidad de Cristo frente a los unitaristas del arzobispo Elipando de Toledo, como hemos visto en anterior capítulo. Según el archivo monacal de La Hermida, cercano al cenobio de Santo Toribio, se constata la existencia en los siglos VIII y IX de una sociedad campesina apenas jerarquizada. Aldeas como el actual Potes contaban con fortificaciones.

Dada esta geografía, dice Balbás, no resulta extraño que Pelayo buscara refugio en torno a los Picos de Europa. La comarca del río Güeña que, para hacernos una idea cartográfica, corre paralelo (o al revés) de la carretera AS 114 de Cangas de Onís hacia el este, por el sur de los Picos. Pues bien, esta comarca contiene evidencias de poblamiento tardoantiguo, y sus lugareños se reunían en concilium o conventus publicus vicinorum, donde se debatían problemas cotidianos o extraordinarios a toque de cuerno.  Del mismo modo pudo Pelayo reunir a quienes formaron luego sus huestes. Contando con la animosidad tradicional de vascones, cántabros y astures, dice Balbás, citando  a Hugh Kennedy, es natural que el campesinado de toda esta zona montañosa estuviera en cierta forma paramilitarizado.

Balbás deduce de la Rotense que la hueste de Pelayo estuviera formada por “hombres libres con armamento ligero o de fortuna, junto a un reducido núcleo de magnates con sus séquitos armados”. También podía haber guerreros más o menos de oficio.

La leyenda habla de un militar musulmán, Alqama. Balbás le supone jefe de la guarnición de Astorga, situada a 165 kilómetros al sur de Gijón. Al enterarse de la sublevación de Pelayo en esta zona, se encamina con tropa a Gijón por el camino de la Mesa, más o menos, y sólo para entendernos geográficamente, por la Nacional 630. También habla la leyenda del envío de tropas desde Córdoba, algo improbable porque la fuerza más importante de los musulmanes se hallaba en el mediodía galo, y sólo habría sido enviada en el caso de una rebelión de gran entidad, que no era el caso.

Pelayo se repliega hacia Cangas de Onís, y luego por el río Güeña va a ocultarse  en Covadonga por la senda del monte Auseva. Ya estamos en el escenario glorioso.

Covadonga se encuentra al fondo de un valle en una angosta depresión cerrada por las empinadas estribaciones del monte Auseva. En la pared noroeste se halla la Santa Cueva, y bajo ella un lago donde se acumula el agua de una cascada de veinte metros. Si se asciende entre robles, fresnos y arces, se accede al macizo occidental de los Picos de Europa.

No se conserva documentación sobre los orígenes del santuario. Una cita de 1789 habla de documentos que atribuyen la construcción a Alfonso I, pero es una falsificación. En algún momento del Medievo se construyó un templo de madera, luego renovado. Pero se quemó. Hasta 1868 no se inició la construcción gracias al empeño del obispo de Oviedo.

La Crónica de Alfonso III la denomina cova Dominica, cueva de la Señora. Pero el origen más antiguo es Cova d’onnica, del céltico “fuente”. Otro nombre gaélico puede ser el del río Deva, que significa “diosa”. Balbás señala otras coincidencias geográficas en la zona cántabra y astur sobre deidades celtas, y también iberas en sitios más alejados. Luego entra en un discurso etnográfico sobre la diosa Diana y la supuesta destrucción de templos y santuarios paganos después del edicto de Teodosio, que fue menor de la que se dice.

Los manantiales sagrados y el agua como elemento purificador a través del bautismo los cita asimismo Balás, y el esfuerzo de los concilios toledanos por extirpar el paganismo rural.

La cueva Santa está llena de exvotos, una tradición también pagana, probablemente anterior a la batalla de Covadonga. “La ermita de Socueva [no muy alejada de Covadonga] nos permite constatar que esta labor de transformación de cuevas sagradas en templos cristianos se estaba llevando a cabo en la época de la rebelión pelagiana incluso en comarcas muy apartadas.” En definitiva, lo que viene a decir Balbás es que es muy posible que la cristianización de esas remotas montañas cántabras y astures fuera poco efectiva.

A continuación se centra en Alqama. Ante la llegada del ejército musulmán, Pelayo y su gente se refugian en los valles angostos donde pueden acceder a los pastizales para los rebaños que llevaban con ellos. Alquama, dice, no debió perseguirlos siguiendo el mismo itinerario para no caer en una celada, y debió seguir el camino que avanza por la sierra.

Sobre el número de la hueste sarracena, Balbás rebaja los 185.000 guerreros a unos mil, entre bereberes y árabes. Razona que resulta errado y tendencioso hablar de “escaramuza”, que es un choque sin consecuencias, porque la mayoría de las batallas durante la Reconquista estaban protagonizadas por un número no numeroso de combatientes, por razones tácticas. Precisa que los fundibalus de los musulmanes no eran catapultas, sino hondas atadas a un asta de madera que lanzaba piedras. Tampoco pudieron los atacantes “rodear” la cueva, porque es imposible.

“La batalla de Covadonga, en definitiva, pudo consistir en un intercambio de proyectiles seguido de un ataque a la parte central o posterior de la columna musulmana que avanzaba por la sierra. Lo que explica que la vanguardia huyera atravesando los Picos de Europa.”

Existe hoy una Ruta de la Reconquista (GR-202) que sigue el detallado relato de Claudio Sánchez Albornoz. En la reproducción del mapa de Balbás se observa el itinerario musulmán por el río Güeña, en persecución de las huestes de Pelayo. Más allá de Cangas, Alqama sube a las cumbres para atacar desde arriba a los no tan cristianos como creíamos, y al ser derrotados en el primer empuje, huyen por arriba hacia el terrible macizo de los Picos de Europa.

En general Balbás da crédito a Sánchez Albornoz, descontando su retórica, pero encuentra lógica y natural la ruta de huida, que pasa por verdaderos infiernos, cuya sola mención pone la piel de gallina: la garganta del Cares, canal de Culiembro, el murallón de Almuesa, Bulnes, localidad que hoy solo es accesible por funicular. Y eso que no mencionamos el itinerario hacia oriente por la hoya de Liébana. Después de tres jornadas de huida, a los fugitivos se les echa encima un alud en el monte Subiedes. Desde luego a los sobrevivientes no les quedaron ganas de regresar en busca de venganza.

Al conocer la derrota, Munnuza se apresuró a abandonar Gijón con los restos de la guarnición. Se supone que camino de Astorga o León. Pero sufrió una emboscada y pereció. Las crónicas no se ponen de acuerdo en la ubicación de esta batalla, posiblemente a veinte kilómetros al sur de Oviedo. Décadas después, las tropas de Alfonso II emboscaron a las del emir de Córdoba que regresaban a la meseta después de asolar Oviedo. A partir de entonces los musulmanes evitaron la cordillera Cantábrica en sus incursiones, y las efectuaron desde Galicia. La montaña se convirtió en barrera defensiva esencial para la supervivencia de los cristianos, o ese agregado étnico del que surgió siglos después la nación española.

Covadonga, mito fundacional

Dedica Balbás el último tramo de este penúltimo capítulo a una reflexión documentada sobre la interpretación y el uso que se ha dado a la batalla de Covadonga en el transcurso de los últimos años.

“En el ‘rearme ideológico’ cristiano ante al-Ándalus, iniciado en el siglo VIII, parecen surgir diversas tradiciones en pugna. La Crónica de Alfonso III no menciona la polémica adopcionista protagonizada por Elipando y Beato de Liébana, que supuso la independencia doctrinal asturiana con respecto a Toledo, ni tampoco el ‘descubrimiento’ del sepulcro de Santiago… Un documento de donación del siglo XI, redactado de la sede compostelana de Iria Flavia, incluye un breve texto histórico que no hace mención alguna a Covadonga.”

Los capitulares emitidos por Carlomagno en relación con la conquista de Barcelona justifican las campañas al sur de los Pirineos con las peticiones de auxilio de los hispani, que aceptan voluntariamente la soberanía franca.

La ideología de la Reconquista aparece por primera vez en la Chronologia regnum gothorum, compuesta entre 774 y 800. Un siglo después, la llamada Crónica Profética anuncia que el rey Magno está llamado a restaurar el reino de los godos. Este supuesto, la restauración del reino visigodo, fue un entramado ideológico para justificar las campañas militares contra Alándalus, con independencia de sus objetivos reales y concretos; se trataba de una causa común y legítima.

Recuerda Balbás que la Historia Silense (1109-1118) señala que la victoria de Covadonga se debió a la intervención de la Virgen, invocada por Pelayo. Esto supone el inicio de una “feminización de la piedad”, que culmina con las Cántigas de Santa María de Alfonso X. En este siglo aparecen tres crónicas históricas que constituyen “el relato canónico acerca de la rebelión pelagiana y el surgimiento del reino de Asturias como germen de Castilla.” De este modo, la batalla de Covadonga se alzó como el mito fundacional de la nación española, “una visión etnopatriótica plenamente plasmada, a finales del siglo XVI, en la monumental Historia General de España, de Juan de Mariana”, tema que asumen los “intelectuales” que se sucedieron al cabo de los siglos.

Precisa Balbás que aunque se otorgue función etiológica a un supuesto pretérito no significa necesariamente que se trate de un mito en el sentido de algo ficticio, sino atribuir a un hecho histórico un significado específico. Algo parecido hacen los borbones, dice Balbás, en el siglo XVIII cuando se establecen en España, para sustituir la “corrupción” de los Habsburgo. Luego Covadonga se convertiría en símbolo de disputas entre conservadores y liberales. Y menciona obras literarias del siglo XIX en las que se trata la heroicidad de los resistentes.

La estrecha vinculación entre Iglesia, Monarquía y Covadonga hizo que los liberales se distanciaran del “mito”, en especial después de la revolución de 1868. Construido el santuario de Covadonga gracias al celo del obispo de Oviedo tras la restauración borbónica, Covadonga fue perdiendo “fuelle fundacional”. En las últimas décadas, los estudios en relación con Covadonga han tendido a considerar la batalla como una simple materia prima del ‘relato nacional-católico’ antes que un hecho histórico en sí mismo”.

Lamenta Balbás la identificación que algunos historiadores hacen de Covadonga con el franquismo, soslayando los problemas que algunos de sus investigadores notables, como Menéndez Pidal, tuvieron con la dictadura, o el hecho incontrovertible de que Claudio Sánchez Albornoz, gran propagandista de Covadonga, fuera presidente de la República en el exilio. Equipara la actitud de los “deconstructivistas” de mitos a los terraplanistas. Y ofrece una larga cita de dos historiadores que aseguran que el mito de Covadonga aparece, tal cual, en las Guerras Médicas de los griegos o en la misma Biblia. Balbás desmonta estos argumentos con datos bastante sólidos de la historia que los deconstructivistas confunden interesadamente.

Otra larga y conveniente cita:

“El relato de Covadonga, insertado en la crónica de Alfonso III, no es un parte de guerra, sino la interpretación del desarrollo y desenlace de una batalla a partir de los recursos lingüísticos y referentes culturales de un autor medieval. Para quienes poseían una visión mitológica de la realidad, un hecho histórico sólo era relevante en la medida en que servía para establecer una lectura moral que afectase a la acción del presente para alcanzar una realidad futura.”

El lector interesado en el libro que resumimos tiene también una base documental en las notas que el autor coloca al final de cada capítulo, a veces subcapítulos brillantes.

El colapso

Regresa Balbás a Oriente, y nos recuerda que el califa ibn Abd al-Malik, que sucedió a su impetuoso hermano Yazid II fue un gobernante codicioso de riquezas, según le conceptúa la Crónica Mozárabe. La consecuencia fue la tercera fitna o guerra civil entre árabes. La dinastía Omeya fue derrocada por la abasí. “El fracaso al integrar a los maulas o neoconversos en la estructura política del califato, junto con otras corrientes islámicas, como los chiítas y los jariyíes acabaron conformando un poderoso frente antiomeya.” A esto hay que añadir una sucesión de derrotas de los omeyas en sus diversos frentes de conquista, que mermaron su fuerza. Una de ellas fue la victoria de Carlos Martel en Poitiers en 732. Otra, la gran rebelión bereber de 740. Un error considerable del último califa omeya fue la inexistencia de una estrategia diplomática, su objetivo era el dominio universal, basado en el convencimiento de que la paz verdadera sólo podía alcanzarse cuando el enemigo aceptara el islam o un estatus vasallo.

El islam había derrotado a dos imperios merced a su potencia militar y a circunstancias adversas para los antiguos poderes como la peste y la sequía. Se habían acostumbrado a financiar cada campaña con el botín de la anterior, de modo que detener las conquistas suponía un desastre fiscal.

La dinastía abasí se resignó a cortar las prolongadas campañas en los confines del imperio musulmán contra los bizantinos, vencidos en varias ocasiones por estos. La acción del califato se limitó a algazúas en verano.

Otro frente que se deterioró fue el jázaro, en el Cáucaso. En 730, en Azdarbil, un contingente jázaro derrotó a los musulmanes dentro de las fronteras del califato. Siguió una contraofensiva musulmana, que consiguió paralizar a los jázaros. Según la tradición islámica, se convirtieron al islam; según la historia lo hicieron al judaísmo, para distanciarse tanto de cristianos como de musulmanes.

Balbás cita al historiador inglés del siglo XVIII Edward Gibbon, que confirma que la derrota musulmana en Poitiers frenó la expansión islámica, que podría haber llegado a Polonia y a Inglaterra y cambiado la historia. Ironiza de inmediato Balbás: “Como suele ser habitual, el hipercriticismo moderno ha llegado incluso a negar que se tratara de una victoria franca.”

Detalles como el que sigue revelan lo intrincado de las relaciones políticas y religiosas en aquella época: un militar musulmán bereber llamado Munnuza, jefe de la Cerdaña, se alió con el duque Eudes de Aquitania para combatir a sus correligionarios que procedían de Córdoba.

Detalla las incursiones árabes en el actual sur de Francia, llegando hasta Lyon. Para ello utiliza a la Crónica Mozárabe, redactada veinte años después de la batalla de Poitiers, en la que murió el valí, y la tropa musulmana abandonó el campamento por la noche, con muchas de sus pertenencias. Después de este fracaso árabe, Carlos Martel siguió tomando ciudades conquistadas por los islamistas, y asentó el poder franco sobre un territorio que luego permitiría a su nieto el emperador Carlomagno adentrarse al sur de los Pirineos.

La rebelión de los bereberes

El postrer intento del valí de Córdoba por extender los dominios musulmanes al norte de los Pirineos se vio frustrado por la rebelión de los bereberes en África. Ibn al-Hajjaj al-Saluli se encontrabab con una formidable hueste en Zaragoza cuando recibió noticias de una gran revuelta en África.

La rebelión estalló en agosto de 740 liderada por un tal Maysara al-Faqir, un maula de la Tingitania, que se proclamó califa. Aprovechando la ausencia de tropas en la península y de una expedición naval musulmana contra la Sicilia romana tomó la guarnición de Tánger y aniquiló a la guarnición árabe. Luego siguió hacia el sur, atacando otro campamento omeya, que también exterminó, y se apoderó de la zona del Magreb equivalente al actual Marruecos.

Un ejército enviado por el gobernador de Ifriqiya también fue vencido, y la rebelión se extendió por todo el norte del continente. Las batallas se sucedieron, con bajas en los dos campos enemigos.

En Alándalus, al Saluli fue depuesto y liquidado por una insurrección de tropas árabes.

El califa de Damasco envió un ejército de árabes, yemeníes y sirios al mando de Kutum ibn-Iyad al-Qasi, que recorrió el mismo itinerario que las primeras tropas árabes camino de occidente, recogiendo refuerzos en Egipto y en Tripolitania. Pero a pesar de su ingente número fueron derrotados. Asegura Balbás que la batalla de Wadi Sebú supuso “una catástrofe de enorme magnitud para el ejército sirio, los cimientos del régimen omeya, y acarreó unas consecuencias de primer orden para al-Ándalus.”

Refugiados los árabes en Ceuta reclamaron la ayuda del valí de Córdoba, que se desentendió de ellos, hasta que la revuelta bereber contagió a la península. Las guarniciones bereberes de Gallaecia y de los pasos del Sistema Central se sublevaron y expulsaron a los árabes de Astorga. Varias columnas bereberes se dirigieron a Córdoba. Fueron derrotadas por los árabes en Talavera, y otra columna que se dirigía a Algeciras también fue vencida por los sirios de Ceuta, que habían desembarcado en Alándalus.

Estos árabes se dirigen a Córdoba y desposeen al gobernador. Refugiados en Mérida y Zaragoza los hijos de éste, forman un frente antisirio con bereberes. Por ahorrarnos más complicaciones de nombres y batallas, a principios de 743 llegó a la Península un nuevo valí, que restauró el orden.

Pero los caprichos impenetrables del destino, dicho esto también por resumir, derrumban la dinastía Omeya en Damasco en una cruenta guerra civil que dura dos años, añadiéndose a las desgracias una sequía y una hambruna.

La génesis de un reino

Señala Balbás que “el palatium de Pelayo y su hijo Favila en Canicas es posible que estuviera construido con madera y zarzo”. Ortro monumento todavía persiste, la basílica de la Santa Cruz, en Cangas de Onís, capital del nuevo reino, edificada sobre un dolmen del tercer milenio antes de Cristo, el año de la muerte de Pelayo.

“Además del núcleo de resistencia en las Primorias [territorio entre Asturias y Cantabria], había surgido otro en la antigua provincia de Cantabria, gobernada por un duque provincial llamado Pedro”. La muerte prematura de Favila o Fáffila, atacado por un oso, colocó en el nuevo trono a Alfonso, hijo de ese Pedro, casado con Ermesinda, hija de Pelayo, en una alianza política para resistir mejor las embestidas de Córdoba.

Dice Balbás que este cambio de dinastía, porque según alguna crónica Favila tenía hijos menores, pudo provocar algún conflicto entre linajes, ausente en las crónicas alfonsíes.

Asturia era el nombre del territorio de los astures, que en las crónicas ovetenses pasa a ser Asturias, acaso para englobar territorios más amplios.

Alfonso fue “elegido rey por todo el pueblo”, dice la Crónica Rotense. “Por ese tiempo se pueblan Asturias, Primorias, Liébana, Transmiera, Sopuerta, Carranza, las Vardulias, que ahora se llaman Castilla, y la parte marítima de Galicia. Fue un varón grande, querido por Dios y por todos. Construyó muchas basílicas. Vivió en el trono dieciocho años. Falleció de muerte natural.”

Esta ofensiva sobre la meseta norte la testimonian también los Ajbar Maymua y la Crónica Albeldense.

De ellas se deduce Claudio Sánchez Albornoz que la intención de Alfonso fue dejar desiertas de poblamiento las tierras del Duero, para que los musulmanes no pudieran abastecerse. No obstante, la arqueología demuestra que algún poblamiento hubo en la zona entre los siglos VIII y X, pero sin articulación política. La clase dirigente de esa zona debió de marchar al norte con Alfonso. Añade Balbás que las circunstancias que hicieron posible esta estrategia de Alfonso fueron el abandono de las guarniciones bereberes del Duero como consecuencia de la gran rebelión bereber que hemos citado ante.

“Este contexto geopolítico resulto clave para la consolidación del núcleo de resistencia norteño: del mismo modo que Tariq sacó partido a los conflictos internos del Estado visigodo para destruirlo, Alfonso hizo lo propio para fraguar los cimientos de un nuevo reino”.

Y concluye su ensayo Balbás con una referencia a la llegada de Abd al-Rahman ibn Muawiya, escapado de Damasco, uno de los pocos omeyas que sobrevivieron. La  aparición del último omeya se complace en las leyendas, si bien es evidente que el periplo del joven Abderramán debió ser en extremo complicado.

Resume Balbás el cambio de dinastía. El golpe de Estado contra un califa licencioso, al-Walid ibn Yaziz, en 743. La guerra por la sucesión fue cruel y tuvo sucesivos protagonistas. En 744 Marwan ibn Muhammad, gobernador de Armenia entró en Damasco y se proclamó Califa. El conflicto se mantuvo, esta vez con un protagonista ajeno a los Omeya, Abú Muslim al Jorasán, un maula cuya figura está rodeada de misterio, con un estandarte negro. Jorasán era un territorio fértil para todo tipo de conflictos, con árabes, yemeníes, maulas iranios, y descendientes de matrimonios mixtos. De este lío violento surgió Abú al-Abbás, que se decía descendiente de un tío de Mahoma, y prometía una vuelta al espíritu del islam primigenio y la equiparación de derechos entre todos los musulmanes, sin importar su origen étnico.

Vencidos los Omeyas en la batalla de Zab, los abasíes se dedicaron a eliminar sistemáticamente a todos los Omeyas. Sólo se salvó el que conocemos en España por Abderramán I. Escapó de Damasco y con la ayuda de un maula fiel viajó por el norte de África apoyándose en que su madre era una bereber de la tribu Nafda. “El Magreb se había convertido en un mosaico de emiratos e imanatos, el azar le condujo a la Cabilia, con su linaje materno, y sólo entonces puso los ojos en la Península, el finis terrae islámico.”

En septiembre de 755, tras varios viajes de sus emisarios a Alándalus, entraba en la Península “dispuesto a fundar la dinastía que, durante casi tres siglos, rigió el destino de al-Ándalus”.

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