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Cultura y comunicación

La prodigiosa memoria histórica de Ramón y Cajal

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Un comentario de Fernando Bellón, editor de Agroicultura-Perinquiets

Conservo en mi casa parte de la biblioteca de mi padre, casi todos libros de bolsillo de la colección Austral, muchos impresos en Argentina. Mis hermanos y yo crecimos entre ellos. Son de una variedad enciclopédica, reflejo de la inquietud lectora de su comprador. Ignoro si mi padre los leyó todos, imagino que no; pero sí los hojeó y ojeó, porque en bastantes se encuentran trocitos de papel que utilizaba como marcadores y, en algunos, subrayados.

Se lee mucho al cabo de una vida, y queda poco en la mollera, a no ser que uno sea un erudito con memoria o se auxilie de subrayados y fichas. Sin embargo, el rico depósito que dejan los libros hace un efecto de estiércol cultural, y estimula la producción de frutos valiosos entre las neuronas.

De vez en cuando algo me lleva a las estanterías o a las cajas donde guardo esos volúmenes de pequeño formato, extiendo la mano y tomo uno de ellos.

El otro día aparté de un montoncito El mundo visto a los ochenta años. Impresiones de un arterioesclerótico, de Santiago Ramón y Cajal, uno de los primeros sabios españoles del siglo XX, premio Nobel en 1906 por sus descubrimientos histológicos del cerebro.

Lo abrí al azar y me tropecé con un tema hirviente. «Inquietudes actuales ante las amenazas, veladas o explícitas, del separatismo», uno de los apéndices de un capítulo XII que no tiene desperdicio: «La atonía del patriotismo integral».

La lectura me dejó perplejo. Si yo fuera un filósofo mundano, espontáneo, aficionado a hacer literatura en lugar de atenerme a sistemas de ideas y conceptos, daría crédito a la teoría de los ciclos históricos, al mito del eterno retorno, la serpiente cronológica que se muerde la cola.

Durante un rato anduve desconcertado, hasta que se me ocurrió mirar la introducción del libro. Está fechada por el autor en 1934, pocos meses antes de su muerte, que fue en octubre, coincidiendo con la infausta revolución de Asturias y de otras regiones sublevadas, por ejemplo, Cataluña. Quizá el sabio murió de pena.

Ramón y Cajal estaba convencido con muchos españoles de su generación, masones como él y cultivadores del pesimismo ibérico caldeado por la Institución Libre de Enseñanza, de que España tenía poco remedio si no era haciendo volar los Pirineos y entregándose en los brazos de la sabiduría europea. Lo curioso es que se sentían y eran patriotas, y además personas de calibre cultural y científico. Pero el pesimismo había calado en ellos como un virus con la pérdida de Cuba y Filipinas. Ramón y Cajal empezó su carrera como médico militar y pasó un año en la Cuba revolucionaria e infestada de paludismo, contagiándose él y volviendo hecho un trapo a la Patria. La idea regeneracionista jamás le abandonó.

La biografía que cuelga Wikipedia ofrece un escenario español sucio, rácano, paleto, clerical, pendenciero, incompetente, apartado de la ciencia y de la cultura. (Que no me vuelvan a pedir mi óbolo).Y se desprende que si no llega a ser por la constancia y el altruismo de Cajal, que se pagó su primer microscopio, habría sido un buen médico, pero sin horizontes, porque el medio ambiente era un erial. Confundir las virtudes personales con la realidad social es uno de esos delitos intelectuales a que nos tiene acostumbrados la «intelligentsia» española

Comparar España con Francia o con Alemania como se comparan dos plantillas de zapato es ejercicio vano, incluso contando las guerras que han asolado Europa como horma igualatoria. Pero observar las diferencias nos aproxima a la realidad. Salta a la vista que la industrialización centroeuropea (que Cajal envidiaba) y el estampado institucional de la ciencia y de la cultura eran superiores en la Europa transpirenaica. Pero la diferencia no era abismal. De haber sido así, el salto hasta lo que hoy somos habría sido imposible. Es decir, el tránsito fue evolutivo y a un ritmo semejante al de Francia, Inglaterra o Alemania, y sin plan Marshall.

Insiste mucho Cajal en sus impresiones de arterioeclerótico en los defectos y limitaciones de su patria, que es la mía. Habitamos un páramo, somos pobres, poco responsables, inconstantes… Es un discurso que yo he escuchado mucho en mi juventud, dentro de mi familia y en la escuela. Toneladas de pesimismo, que hunde la perspectiva de la realidad, de modo que mirar al futuro es mirar la terraza de un rascacielos desde la acera de enfrente.

Vuelvo al capítulo XII. Empieza analizando el patriotismo de ayer, y utiliza los argumentos de la Institución Libre. La «incomprensible exención de cargas contributivas del clero y la nobleza, en cuyas manos estuvo casi toda la riqueza de España, contribuyeron decisivamente a nuestra postergación internacional. Las continuas intromisiones en la política de países extraños, con que agotamos nuestras fuerzas y dilapidamos los tesoros de América». Y más adelante, «De acuerdo con eximios historiadores, estimo que la evolución genuinamente nacional terminó con Fernando el Católico y el cardenal Cisneros, los reyes sucesivos trabajaron pro domo sua». No era historiador Ramón y Cajal, pero sí lo eran otros eximios institucionalistas para quienes los males de España eran el clero, la nobleza privilegiada y las guerras europeas de los siglos XVI, XVII y XVIII. ¿No hubo clero y nobleza en Francia, en Alemania, en Inglaterra? ¿Las guerras que libró la corona de España no fueron en defensa de su solar ibérico o de su territorio imperial?

España no fue un desierto ni científico ni cultural, y tampoco industrial. Fue la primera nación europea en darse una Constitución, mantuvo una guerra de liberación contra un ejército imbatido, que le costó sangre y destrucción, y creó una industria que compitió con las de sus vecinos.

A propósito de esto último vienen a cuento otros epígrafes del capítulo sobre la Atonía del patriotismo integral. Recuerda Cajal su juventud, las guerras carlistas y las guerras africanas del siglo XIX. Y evoca el patriotismo de generales y pueblo de consuno, incluidos catalanes y vascones. «Todos estábamos orgullosos de nuestros soldados», dice don Santiago. Más adelante, con ocasión de la guerra de Cuba, sucedió otro tanto en Cataluña y Euzkadi (la z es de Cajal).

Y antes de entrar en el tema de la desafección separatista se aferra al sentimiento patriótico.

«No; digan cuanto gusten derrotistas y augures pusilánimes, el ímpetu de nuestra raza no se extingue fácilmente. Padecerá eclipses, atonías postraciones como las han padecido otros pueblos. De su letargo actual, contristador y deprimente, se levantará algún día, cuando algún taumaturgo genial, henchido de viril energía y de clarividente sentido político, obre el milagro de galvanizar el corazón descorazonado de nuestro pueblo, orientando las voluntades hacia un fin común: la prosperidad de la vieja Hispania.» Leído casi ochenta años después de escrito, ciertos españoles poco enterados de nuestra historia creerían que Cajal era un protofranquista o un fascista como la copa de un pino. Pues, no, y encima fue nuestro primer premio Nobel de la ciencia. Era, eso sí, un patriota sin vergüenza de serlo.

Luego entra en el tema del 98 y habla del «desastre colonial», que fue expresión de la época, confundiendo colonia con territorio del antiguo imperio. Y se queja de que «Inglaterra, con su inmenso Canadá y su Jamaica, Holanda, Francia y Britania con sus Guayanas se mofaban de nuestro absurdo quijotismo». Por cierto, siglo y pico después, las Guayanas siguen siendo francesas, holandesas y británicas, ¿colonias o provincias extraterritoriales? Y Canadá y Australia, mal que les pese a los canadienses y australianos, son un reino. Y eso sin entrar en la colonia de Gibraltar.

Una de las deplorables consecuencias del «desastre colonial» fue la génesis del separatismo disfrazado de regionalismo, afirma sin cortarse un pelo Cajal, y larga un resumen histórico de las traiciones y perversiones del separatismo desde el fin del siglo XIX hasta el momento de escribir su libro, 1934. Cajal es lúcido y consciente de lo que se está poniendo en juego en esos momentos.

Leer sus consideraciones desde nuestra perspectiva histórica nos ayuda a entender la trapacería y demagogia del presente (y viejo) separatismo catalán y vasco. Nuestra visión está «lastrada» por el peso brutal de la Guerra Civil y su resultado. Pero Cajal escribe en medio de los agónicos bandazos de una República que hoy muchos consideran ejemplar, virtuosa y pacífica. Cajal abomina de una guerra civil en ciernes, que no atribuye a las derechas, sino a los separatistas. Se pregunta que sucedería si Cataluña y Euskadi se separaran, y se contesta que si tuviera 25 años reclamaría «la reconquista manu militari cueste lo que cueste», según la recomendación de Gracián, contra malicia, milicia. Pero a sus ochenta y dos arterioescleróticos años recomienda «la separación de las dos regiones rebeldes», acompañada de, prepárese a leer algo desconcertante: «industrializar España todo lo más rápidamente posible, intensificar la producción agrícola, la implantación de fábricas de maquinaria, rieles, vigas, cristal , producciones textiles, papel automóviles…»

Es posible que usted se pregunte, ¿Y qué hay de malo en ese programa? Algo horrible para los defensores de la memoria histórica democrática. Eso es precisamente lo que se dedicó a hacer el franquismo, incluida la construcción de pantanos, que Cajal llama la hulla blanca de nuestros ríos. Con el añadido de que las regiones que más ayudas y privilegios obtuvieron de los gobiernos abominables de Franco fueron Cataluña y las Vascongadas.

Santiago Ramón y Cajal, el premio Nobel, el masón de la Institución Libre de Enseñanza, quiere ser optimista, pero desconfía de «las masas fanáticas» independentistas y de «los avispados caciques que las sugestionan». Recuerda que el separatismo catalán tiene su origen en la crisis del 98, cuando se produjo «la pérdida irreparable del espléndido mercado colonial. En cuando a los vascos proceden por imitación gregaria.» Y también pone de relieve que «el alzamiento antimonárquico [14 de abril de 1931] se produjo en Cataluña a los gritos de ¡Viva la República catalana! Aún hoy se profieren con cualquier pretexto hsta en plena Generalitat.» ¿No resultan palabras proféticas? Pues, no, son palabras de quien tiene ojos y oídos no sujetos a presiones ideológicas insoportables.

En otro apéndice, «La actitud incomprensible de los vascos, los niños mimados de Castilla», Cajal dice que «Euzkadi y Navarra constituyen de hecho feudos vaticanistas.» Se escandaliza de que las capitales de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa reciban dinero del Estado a manos llenas, al margen de sus privilegios fiscales. Recuerda «el arancel prohibitivo para las industrias textiles y fabriles extranjeras» establecido por Primo de Rivera en beneficio de los empresarios catalanes.

Añade que el País Vasco francés y el Rosellón también francés son sumisos al centralismo del país vecino, que además, arrebató el último a la corona española, y especula si Navarra sería tan belicosa con Francia si Fernando II de Aragón, el Católico, no la hubiera unido al solar hispánico.

Acaba Cajal con un arrebato de pesimismo. Ve el horizonte político muy oscuro, y ahora sabemos que con toda razón. Y lo atribuye al espíritu nacional: «somos incoherentes, indisciplinados, apasionadamente localistas, amén de tornadizos e imprevisores. El todo o nada es nuestra divisa.» Acepta, «con ciertas restricciones» «la teoría racista defendida ingeniosamente por el ilustre don José Ortega y Gasset para explicar, en parte, las causas de que España haya quedado estacionaria», Aunque reconoce que árabes y judíos «iniciaron una civilización brillante que se frustró a causa de la rudeza e intolerancia de los cristianos de la reconquista».

Suerte tuvo don Santiago en nacer en Petilla de Aragón en lugar de hacerlo, pongamos, en Fez o en Cairuán. Su pesimismo es el que cultivó y expandió una Institución Libre de Enseñanza de cuya existencia se privaron todos los países musulmanes, porque habría sido exterminada nada más nacer.

Y concluye «Cuando se tiene la desdicha de vivir demasiado, se confirma la teoría de los ciclos históricos.»

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