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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. El falansterio libertario de Toledo y el embrujo de París. Capítulo 7

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Segunda parte. Dosis de marxismo contra el desasosiego

Un director general de Bellas Artes a la altura de una guerra civil

A mediados de los años 70, Renau ofreció en Berlín Este, ante un público de camaradas alemanes, una charla titulada “Goya y las Mujeres”. En realidad hablaba más de él mismo y de las tremendas jornadas de julio de 1936. El título venía a ser una excusa para contar un episodio trascendental de su vida. Renau no fue un hombre vanidoso, como puede parecer a quien lea sus escritos no ensayísticos, en los que habla casi siempre de sí mismo. Lo hacía por el escrúpulo de no separarse de la realidad vivida. Cuando escribía sobre historia del arte o sobre estética utilizaba como referencia su experiencia profesional y la bibliografía que había leído, reunida por él sin un método académico. La primera la sacaba a colación en cuanto podía, porque los ejercicios académicos no eran su fuerte, y le salía un estilo algo enrevesado. Hasta su regreso a España, en 1976, no empezó a novelar determinados episodios de su vida.

Además, Renau sostenía que para entender a un artista hay que conocer su obra y tener todos los datos posibles sobre su vida y su época.

Esta conferencia sobre Goya en Berlín la transformó años después en un artículo que publicó en catalán la revista valenciana Trellat, editada por Eliseu Climent.

La otra fuente documental es la evocación de ese domingo 17 de julio de 1936, grabada por su amigo Manfred Schmidt.

Después del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, yo estaba sumamente fatigado. Llevaba muchos años dedicado a la lucha política, y había soñado con tomarme unos meses de descanso para volver a pintar. Un día, estaba yo en mi estudio, al atardecer. [En la calle Flora, hoy «Volta del Rosinyol», que linda con los Jardines del Real o de Viveros.] Mi estudio era un lugar maravilloso, un sueño, con grandes ventanas de cristal. No había ningún edificio delante. Se veían todos los jardines de flores, toda la huerta, los naranjos, las palmeras, la playa, el mar Mediterráneo. Era un día de verano, muy caluroso, con un sol muy fuerte. Yo estaba apoyado en la ventana mirando al mar y soñando, con varios cuadros empezados. Y en ese momento sonó el teléfono. Era un camarada que me dijo que los militares se habían sublevado en África, y que los soldados en toda España estaban acuartelados en todos los cuarteles. Serían las siete y media de la tarde, hora solar, del 17 de julio. Cuatro horas y media después de ese sueño, yo era responsable de uno de los grupos de asalto de uno de los cuarteles. Había cinco cuarteles en Valencia. El Partido se reunió urgentemente y se nombraron a los cuatro camaradas de más experiencia, cada uno responsable de un grupo para vigilar y si era posible asaltar los cuarteles. [Renau aclara que no se trataba de camaradas dirigentes, sino “de confianza”, y que él ya no era del “Comité” entonces.] A mí me tocó el cuartel de uno de los barrios más pobres de Valencia. Era el cuartel de Zapadores, ingenieros militares, por lo tanto tenía caballería y artillería ligera. [Situado en la carretera de la Fuente de San Luis, al sur de la ciudad, en aquella época rodeado de huerta.] El plan era convocar a todos los comunistas del barrio, reunirlos urgentemente para que ellos movilizaran a los simpatizantes, a los conocidos del barrio para que nos ayudaran en esa lucha. Nuestro armamento era irrisorio, cinco pistolas automáticas y once escopetas de caza con bala, no con perdigones. Todo eso contra un cuartel. Por fortuna, uno de los camaradas era hijo de la portera de un edificio que había delante del cuartel. Las ventanas de la portería estaban casi al nivel de la calle. Eso facilitó mucho mi tarea de dirección. Muy rápidamente, ordené a los camaradas armados que se situaran en las ventanas de la portería, y que si salía la tropa, dispararan contra los oficiales a caballo. Y dos grupos de camaradas en las esquinas del cuartel, sin armas, con la misión de mezclarse con los soldados si salían, confraternizar con ellos y armar confusión. Esto que estoy contando ahora es lo que pasó después de la reunión con los responsables de las células del Partido Comunista de ese barrio.

En este punto acaba la cinta de Berlín. A continuación, las referencias escritas en el artículo mencionado

La reunión comunista había tenido lugar en la sede del partido, en la calle del doctor Romagosa, en el mismo centro de la ciudad. Uno de los objetivos del plan era prepararse para un asalto del cuartel, una vez congregada frente a él una multitud armada. Pero esto era más un sueño que una posibilidad, porque carecían de armas. Apostados en la penumbra de la única calle que daba al cuartel, porque los otros lados eran huerta, observaban, escuchaban y esperaban. En estas circunstancias de tensión extrema, una mujer comunista se plantó y dijo muy exaltada: “Las mujeres nos encargamos de que no pasen de la puerta: veremos si se atreven a disparar contra nosotras. Yo me encargo de ir a buscarlas.”

Dice Renau que en pocos minutos una docena de mujeres paseaban frente al cuartel. Al cabo de media hora, ya eran treinta. Y la cantidad fue aumentando hasta los dos centenares.

El barrio, un suburbio de Ruzafa, era uno de los más pobres de la ciudad. Llegó un camarada visiblemente alarmado, para anunciarnos que todas las putas de un burdel próximo, con la gobernanta a la cabeza se paseaban también “con las mujeres”. Le contesté secamente que las putas eran también “mujeres”, y que cuantas más, mejor.

Sin embargo, aquella multitud femenina se paseaba en silencio, como mucho, entre murmullos. De pronto, Renau pensó que eso no era bueno, que necesitaba escándalo. La mejor manera de provocarlo fue toda una ocurrencia renaudiana: pegarle un pellizco a la mujer que tenía más cerca, una conocida, eso sí. La chica dio un grito, y las otras mujeres se arremolinaron en torno a ella y a Renau, que aprovechó para instruirlas políticamente. Nunca una fingida “agresión de género” tuvo mejores resultados. Dice en el artículo de Trellat:

Les hablé severamente: tenían que romper aquel silencio de muerte, hablar alto, gritar, reírse, cantar, hacer ruido y armar barullo para que las oyeran desde dentro: para poner en alerta a los soldados y animar a los oficiales vacilantes de la sala de banderas. Al poco, aquello parecía una verbena. El cuartel estaba verdaderamente “sitiado”.

Al romper el día todavía llegó más gente, y algunas personas proponían el asalto. Pero las mujeres impusieron el sentido común.

Renau se marchó a la ciudad a informar al partido. Y lo hizo en su coche. Es la primera noticia de que tuviera coche. De ello se deduce que ganaba una buena cantidad de dinero con sus trabajos de imprenta y cartelismo. Suficiente como para mantener a su familia, incluidas su suegra y dos cuñadas pequeñas, para subvencionar Nueva Cultura y para sus gastos personales.

El relato de Renau acaba horas después, cuando dos soldados consiguen escapar del cuartel e informan de la situación en el interior. La reflexión final regresa al tema del título.

Goya vivió intensamente lo que pintaba. Los que no hayan vivido situaciones como la que me tocó vivir aquella noche, difícilmente entenderán, por eruditos que sean, la distancia que hay entre los bellos retratos de la duquesa de Alba y la esplendorosa Lechera de Burdeos. Y menos todavía, la enorme diferencia entre las miserables hembras de Los Caprichos y las airadas mujeres de Los Desastres, luchando contra los invasores en plano de igualdad con los hombres… Goya fue el primero que vislumbró el problema. Y lo anotó en la parte inferior de aquellos aguafuertes: Qué valor, Son fieras, Las mujeres dan valor.

Fotografía de fecha y lugar sin especificar. Tomada del portal https://losojosdehipatia.com.es/cultura/historia/la-republica-y-las-mujeres/

Según los testimonios históricos, los cuarteles valencianos que se sumaron a la sublevación de Franco no se rindieron hasta el 31 de julio o el 1 de agosto, algunos tomados al asalto por multitudes dirigidas por un Comité Ejecutivo Popular constituido de urgencia a raíz del alzamiento, ante la incertidumbre que se cernía sobre la ciudad, porque muy pocos militares se habían manifestado públicamente a favor o en contra.

El gobernador militar, general Martínez Monje no se sumó a la sublevación, pero tampoco hizo un gesto determinante por salir al paso de los militares proclives al levantamiento en Valencia. Se limitó a acuartelar las tropas. Se ha dicho que si el general Manuel González Carrasco, encargado a última hora por los conspiradores para hacerse cargo de la acción en Valencia, hubiera obrado con resolución, la mayoría de la oficialidad le habría secundado, aunque también podría haberse sucedido una carnicería entre la población civil.

El 19 de julio, lunes, los sindicatos UGT y CNT proclamaron la huelga general. Grupos de exaltados pegaron fuego a varias iglesias en la ciudad. Y en los descampados empezaron a aparecer cadáveres de personas de derechas secuestradas y fusiladas sin contemplaciones. Para intentar acabar con unos desmanes crecientes, el 20 de julio, el capitán de la Guardia Civil Manuel Uribarry instituye las Milicias Valencianas. Dos días después se forma el mencionado Comité Ejecutivo Popular, integrado por sindicatos y partidos políticos y presidido por José Benedito. El PCE era uno de los partidos representados, de los menos significativos. Inmediatamente, el gobierno de Madrid envió al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, junto con otros diputados, con el objeto de averiguar qué sucedía en Valencia. Este organizó una Junta Delegada del Gobierno y destituyó al Comité Ejecutivo Popular. El CEP no hizo el menor caso de Martínez Barrio, que tuvo que salir de la ciudad por razones de seguridad.

El CEP se mantuvo hasta 1938, incluso cuando el gobierno republicano se había instalado en Valencia, pero poco a poco fue perdiendo fuelle e influencia. Sin embargo, en las primeras semanas de la guerra, la impresión que dio Valencia fue la de haberse convertido en una especie de república soviética independiente.

Franz Borkenau, que recorrió los escenarios de la guerra y plasmó sus impresiones en caliente, antes de que acabara el conflicto, en The Spanish Cockpit (El reñidero español), dice que en Valencia se instauró en agosto de 1936 un sistema casi soviético dominado por los anarquistas, aunque “tras la pantalla de un régimen revolucionario, permaneció completamente pequeñoburguesa y no revolucionaria”.

El 22 de agosto de 1936 Borkenau estaba en Valencia. Llegaba de Barcelona, donde a Valencia se la consideraba “la ciudad donde mandan los trabajadores”, dominada por una singular dictadura del proletariado. In situ, Borkenau modificó esta impresión.

La idea que adquirí en Barcelona acerca de la situación en Valencia estaba completamente equivocada. Constitucionalmente, Valencia puede ser hoy casi una república soviética independiente. Pero socialmente es mucho menos soviética que Barcelona y sigue siendo una ciudad completamente pequeñoburguesa. Hay muchas menos milicias armadas que en Barcelona, menos expropiaciones y menos control de los trabajadores en las industrias, menos banderas rojas y más banderas españolas y de los colores valencianos. Más coches pertenecen a algunas administraciones del Estado que a los comités de los trabajadores y a los sindicatos. Por las calles se ven a más personas vestidas a la moda; y también hay un número significativo de mendigos, mientras que en Barcelona casi no se ven, gracias a los recién creados comités de asistencia. Valencia no ha sufrido un levantamiento social como el de Barcelona, sino sólo una breve lucha con la guarnición, que por razones de política local ha conducido a esta suerte de independencia regional. Y eso es todo.

Otra conclusión a la que llegó Borkenau fue que todas las formaciones políticas y sindicales de Valencia estaban reñidas con el PCE. En la sede comunista, Borkenau vio enormes carteles de Stalin colgando de las paredes. A su lado podían leerse estas consignas: “Respeta la propiedad del pequeño agricultor” y “Respeta la propiedad del pequeño industrial”. No consta en ningún sitio que los carteles fueran obra de Renau. El austriaco empezó a conversar con el líder local del partido, que admitió que los comunistas eran los únicos que apoyaban a la Junta Delegada del Gobierno de Martínez Barrio. También se quejaba el comunista valenciano de que los socialistas estuvieran escorados hacia una revolución salvaje, dirigidos por Largo Caballero, que toda su vida había sido un reformista.

Después de esta visita, y de otras a diversas localidades agrícolas, Borkenau llegó a la conclusión de que “el vacío entre ideales y realidad es a veces grotesco en España, la gente se siente satisfecha con sus buenas intenciones, sin preocuparse de llevarlas a efecto.” Se refería a las proclamas anarquistas de eliminación de la propiedad y de la intermediación comercial, cuando la realidad era diferente, gracias a lo cual, por otro lado, funcionaban las cosas.

Los comunistas no eran así. Renau no era así. Por eso, poco a poco fueron saliendo del rincón en el que las circunstancias les habían situado, y se hicieron con la dirección de la política y de la guerra. Con la pequeña ayuda, obviamente, de los camaradas soviéticos.

Borkenau definía así a los comunistas:

El Partido Comunista es hoy, en gran medida, el partido del personal militar y administrativo, en segundo lugar, el partido de la pequeña burguesía y de ciertos grupos campesinos bien situados, en tercer lugar, el partido de los empleados, y sólo en cuarto lugar el partido de los empleados industriales.

Borkenau atribuía esta situación a la política de alianzas del PCE, aunque dos años antes “la Internacional Comunista no concebía ningún avance político por otro medio que no fuera la lucha contra otras organizaciones hasta su desactivación.”

Renau dejó claro que el alzamiento militar le sorprendió mientras pintaba relajadamente, para reponerse de la campaña de las elecciones que ganó el Frente Popular en febrero de ese año. Advierte que el hecho político no le cogió desprevenido, que lo esperaba, pero quizá no a esas alturas de un verano tórrido.

Solía contar que tras la constitución del gobierno frentepopulista en la primavera, llegó a hacerse “unos planes quiméricos a largo plazo” de su trabajo y de su vida. Una vez completada la victoria electoral de las clases populares, empezó a soñar con asegurar su empleo en la Escuela Superior de Bellas Artes. Para ello, había presentado una litografía titulada Homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer a la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid, que se inauguraba en julio de de 1936. Conseguir una medalla en esta exposición era, dice Forment, una fórmula segura de obtener una plaza fija en una de las escuelas de Bellas Artes. Además, siguió diseñando carteles de películas. Su trabajo político se centraba en la revista Nueva Cultura, después de haber abandonado en 1934 la dirección del PCE de Valencia. Ignoramos por qué razón dejó el cargo. Pero no parece descabellado que con ese gesto intentara desprenderse de la etiqueta de comunista que con tanta dedicación él mismo se había labrado. Esto convenía a la salud y a la credibilidad de una revista que estaba adquiriendo influencia en el panorama intelectual español de izquierdas.

Renau se permitió una vez especular sobre lo que habría sido su vida si no se hubiera sublevado Franco. Su vida y la de millones de españoles. Es un supuesto muy tentador para un equipo de guionistas, aunque es posible que terminara acabando mal, con la Segunda Guerra Mundial. Pero, en cualquier caso, revela que a Renau, como a muchos intelectuales de izquierda, la victoria del Frente Popular le había dejado la sensación del deber cumplido. Al menos, de momento. Semejante estado de la conciencia se aleja de los hechos violentos que se estaban sucediendo en las calles, sobre todo en las calles de Madrid, con asesinatos y algo parecido a la guerrilla urbana. La conciencia del intelectual es una de las cosas más desconcertantes vistas desde fuera, y quizá también desde dentro. Hasta un marxista incombustible como Renau tenía necesidad de olvidarse del combate cultural y recrearse en su “espíritu”.

El caso es que la sublevación militar le saca de esta inercia de relajo y le empuja a la trinchera política y casi real. Su partido le nombra codirector del nuevo diario Verdad, junto a Max Aub. Verdad era un diario editado por los partidos comunista y socialista, aliados por encontrarse en minoría frente a la preponderancia anarquista.

Pero antes de que Valencia se convirtiera en la capital de la República, en noviembre de 1936, Renau sería llamado a Madrid para ejercer el cargo de director general de Bellas Artes. Fue el 7 de septiembre. Viajó a la capital en el tren nocturno, y se presentó en el ministerio de Instrucción Pública, que dirigía el comunista Jesús Hernández, sin saber lo que iban a proponerle. Pedro Checa, también camarada suyo, le sacó de dudas. Renau lo cuenta en “El oro del silencio”, un capítulo de su libro Arte en Peligro.

Me había imaginado que se trataría de alguna discusión de asuntos culturales, y quedé desconcertado: le dije que había personas mucho más aptas y prestigiosas que yo para desempeñar un tal cargo. Checa me explicó que la cosa había sido discutida y que lo que hacía falta en aquellos momentos no era una “fachada”, sino un camarada con disciplina militante y con experiencia de organización.

Cuando Renau hablaba de “personas mucho más aptas y prestigiosas” se refería en especial a lo segundo. Al camarada Checa el prestigio le importaba un rábano, buscaba a alguien “con disciplina militante y con experiencia de organización”. La tarea que esperaba a Renau era ingente, cuidarse de proteger el patrimonio histórico artístico en la zona republicana y organizar una política cultural para la música, el teatro y las bellas artes. Por política cultural se ha de entender política propagandística, que era lo más necesario en aquellos momentos de resistencia a la sublevación, y el control de los desmanes que el populacho perpetraba contra iglesias, conventos, palacios y museos. Había que convencer a la gente de que quemar iglesias, mutilar santos y destruir cuadros religiosos era una barbaridad que se volvía contra el prestigio del gobierno legal.

El intelectual de prestigio que aspiraba al cargo que acababa de asumir Renau era Rafael Alberti. Es la segunda vez en su vida que Renau tropieza con Alberti, y ambas sin habérselo buscado. Después de la toma de posesión, el poeta dijo al pintor que había estado convencido de que le iban a nombrar a él director general de Bellas Artes, hasta el extremo de que había ido apuntando en un cuaderno ideas y proyectos que, con más menosprecio que generosidad, le pasó a Renau. Una de ellas, según el propio pintor, era la de nombrar director del museo del Prado a Picasso, cosa que se llevó a efecto de inmediato, por medio de un decreto firmado por el presidente de la República, Manuel Azaña, el 19 de septiembre.

Esta frustración de Alberti no es una simple anécdota, sino algo que marcó a sangre y fuego la conciencia de Renau para el resto de sus días. Pocas veces entró en detalles sobre las disputas que tuvo con los intelectuales de izquierda durante la guerra civil, pero existieron y fueron sonadas. Hay una referencia indirecta en una de las conversaciones que Manfred Schmidt grabó. En sus palabras se observa que el impacto de la envidia de sus colegas tuvo efectos similares a los que le supuso la mezquindad de los intelectuales del café Pombo en 1929. Renau se refiere al vacío que le hicieron en el exilio mejicano, de raíces políticas muy evidentes.

Todos los colegas, pintores, críticos, estaban contra mí o no me hacían caso, me despreciaban como artista. Más tarde entendí que en parte se debía a una revancha de la cosa de Madrid, a mi etapa de director general de Bellas Artes durante la guerra. Es difícil contentar a todo el mundo. Cometí errores, hubo problemas, y había gente que me tenía mucha envidia, hasta poetas muy conocidos, y no quiero citar nombres. Me clasificaron de una manera despectiva como artista agitprop. Me discriminaban.

El nombramiento de Renau fue utilizado por los tribunales franquistas constituidos tras la guerra para las depuraciones, como una prueba de cargo contra el ex director general. En el expediente número 37.113, fechado en 1945, que se guarda en el Archivo de la Guerra Civil de Salamanca, se informa al juez de la noticia dada en el órgano del PCE, Mundo Obrero, el 8 de septiembre del 36. El titular era “En Valencia produce gran satisfacción el nombramiento del insigne artista Renau para la Dirección de Bellas Artes”.

Otra prueba de cargo para los perseguidores de «enemigos» de España es la noticia que publica el diario Verdad de Valencia el 9 de septiembre del 36. Esto decía el periódico:

Apenas constituido el nuevo gobierno de la victoria, los ministerios han comenzado a designar los nombres para las vacantes de los altos cargos. José Renau es el nuevo director general de Bellas Artes. Su nombramiento es lo suficientemente expresivo, en cuanto a la orientación que desde el ministerio de Instrucción Pública se está dispuesto a marcar en ese atolladero de incompetencia y favoritismo que ha sido en los últimos cincuenta años la deplorable realidad de la vida artística española. Renau es la garantía más firme de que este estado de cosas se liquidará inexorablemente, como inexorablemente nuestro pueblo en armas acaba en las peñas con la purulenta reacción avivada por el fascismo. Hombre joven, impuesto, capaz, que ha mantenido su robusta naturaleza a salvo de las delicuescentes deformaciones espirituales de su momento, es sin duda ninguna el artista español en quien concurren las máximas disposiciones intelectuales par la actividad de su cargo.

Lo primero que tuvo que hacer Renau en su nuevo cargo fue acercarse a Toledo en una misión casi imposible: asegurar el patrimonio artístico, amenazado por los combates en torno al Alcázar, ocupado por tropas sublevadas. La ciudad estaba al borde del abismo por la desidia y la incompetencia de los anarquistas que dominaban la ciudad. Cabe pensar que a Renau le sacaron de Valencia para ponerle a prueba en Toledo y medir su utilidad al PCE y a la defensa de la República.

Cartel de Renau, conservado en su fundación (IVAM Valencia)

Este episodio de Toledo podría ser la base de una novela de ese género tan de moda hoy que combina la intriga con la historia, todo envuelto en el celofán de una imposible verosimilitud. Sólo que lo que vivió Renau fue bien real y bien peligroso.

Resumiré su propio relato, hecho en el libro Arte en Peligro, aunque la viveza del original es recomendable para los lectores curiosos.

La misión de Renau consistía en poner a salvo el tesoro de la catedral de Toledo, los vitrales de la misma, y todas las pinturas del Greco que pudiera encontrar. Tenía muy pocas horas para conseguirlo, porque una unidad de zapadores del ejército republicano estaba excavando una profundísima mina bajo el Alcázar con el propósito de llenarla de explosivos y hundir el edificio, que un grupo de sublevados defendían heroicamente. Se hace preciso afirmar que la ideología no puede empañar el hecho de que la guerra civil española dio lugar a acciones heroicas en uno y otro bando; la defensa de Madrid fue también heroica.

Para empezar, Renau se enteró de que en Toledo no funcionaba ninguna Junta de Defensa del Tesoro Artístico. De hecho pronto comprobó in situ que en Toledo no funcionaba casi nada, salvo los comedores comunales.

El pintor Mariano Rodríguez Orgaz, que había escapado de un Toledo tomado por el cantonalismo anarquista (el calificativo es de Renau), le había puesto al corriente sobre el estado de los tesoros artísticos, que en general era bueno. Los anarquistas habían suprimido el dinero y colectivizado todos los servicios de la ciudad. El hecho resultaba sorprendente porque, apunta Renau, Toledo y su provincia arrojaron uno de los índices más bajos de votación por el Frente Popular en las elecciones de febrero. Al parecer, la población se había quedado estupefacta por la acción de los radicales, que además hicieron una verdadera escabechina de ciudadanos de derechas, vengada cruelmente por las tropas franquistas cuando tomaron la provincia y la ciudad. Nadie se había atrevido a tocar nada, aunque la ciudad era un escenario de escombros, bajo los que habían sucumbido ya algunos tesoros, debido a los encarnizados combates.

El Comité de Defensa de Toledo actuaba por su cuenta, negándose a reconocer la autoridad del gobierno de Madrid, de ahí el calificativo de cantonalista que le aplica Renau. Después de la “república soviética” de Valencia en julio-agosto de ese año, Renau debía estar bastante harto del voluntarismo anarquista. La misión del flamante director general consistía en asegurar el tesoro, soslayando un enfrentamiento directo con el Comité de Defensa, que podía acabar como el rosario de la aurora y condenar a la destrucción a las obras de arte y a las iglesias amenazadas. Renau no se hacía ilusiones acerca de “la capacidad de realismo de los anarquistas, cuya simplicidad – en el mejor de los casos – conocía bastante bien.”

Después de repasar el informe de Rodríguez Orgaz y de calcular sus posibilidades, Renau se fijó como objetivos imprescindibles salvaguardar El entierro del Conde de Orgaz, del Greco, sito en la iglesia de Santo Tomé, y proteger los vitrales de la catedral. El plan para lo primero era envolverlo en mantas, cubrirlo de tablones y dejarlo en el suelo del templo, de modo que, incluso si la tremenda mina del Alcázar derribaba los muros, el lienzo resultara indemne. Para los vitrales catedralicios, Renau había previsto el desmontaje de algunas piezas con objeto de permitir la salida del aire a presión de la onda expansiva, que era el principal peligro.

Fueron unos días tan intensos que, al evocarlos décadas después, no consiguió precisar las fechas. Sus cálculos fueron: puesto que la mina estalló el día 18 de septiembre, él fue nombrado el 7 y no pudo salir de Madrid antes del 14, la misión se tuvo que desarrollar en el espacio de cuatro días, aunque recordaba haber pasado sólo dos noches en la ciudad asediada.

Provisto de un salvoconducto del ministerio de la Guerra para circular libremente por los frentes, se desplazó a Toledo con un chófer y en compañía de un experto en arte antiguo y en orfebrería que se hacía pasar por su secretario, para evitar las suspicacias de los cantonalistas.

El primer control lo tuvieron en un altozano próximo a la capital llamado El Pinedo. Allí había una batería del ejército popular servida por militares profesionales. Un oficial de carrera advirtió a Renau del caos creado en Toledo por el “falansterio libertario”, y le permitió observar con prismáticos el impacto de los obuses sobre las torres del Alcázar. Algunos de ellos, dice el pintor, entraban limpiamente por las ventanas y estallaban en el interior.

El segundo control estaba a las puertas de la ciudad. “Varios milicianos con fusil rodearon el auto a cierta distancia. Uno se adelantó. Era de los barbudos de pañuelo rojo al cuello”. El individuo llevaba pistola y bombas de mano colgadas del cinturón. Renau explica que el tipo de barba hirsuta con pañuelo rojo respondía a un estereotipo de disfraz, usado por muchas personas, algunas de derechas, para pasar por lo que no eran.

Mientras examinaba los documentos, hizo una seña y otro miliciano se acercó al chófer y le pidió que abriera la cajuela del coche. Pegué un brinco y salí: “Este auto no lo registra nadie: yo respondo de él”. El del control me devolvió los papeles y me gritó insolentemente: “Den la vuelta y váyanse!… Aquí no obedecemos al gobierno de Madrid…”

Renau sabía por propia experiencia que a un chulo sin personalidad lo mejor es responderle con su misma medicina. Se puso a gritarle para que le escucharan desde la garita. Los reproches del flamante director general fueron que si eran milicianos antifascistas o aduaneros, que si Toledo era una potencia extranjera en medio de España, que él era representante de la República, no de Madrid, y que si no le dejaban entrar en coche lo haría andando. Explicó que debía entregar urgentemente un documento oficial al Comité de Defensa, y finalmente le dejaron pasar con automóvil y todo.

El Comité de Defensa estaba en el edificio de Correos, y Renau enseñó las credenciales al responsable que le recibió. Los anarquistas se lo tomaron con calma. Renau, nervioso y de mal humor, descubrió en una pared unos pasquines.

Y entre ellos, cuatro o seis fotomontajes juntos de la serie Los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, que yo había hecho años atrás para una revista libertaria… Me levanté súbitamente de la silla, haciéndola sonar adrede, y me planté ante las láminas, a espaldas del responsable. Y oí una voz casi de perro: “¿Qué hace usted ahí?” No contesté ni me moví, seguí mirando. Luego me volví tranquilo. Los dos hombres me miraban fijamente. “Con lo que hace”, dije con falsa sorpresa, “que no veía estas cosas”. Silencio. Hasta que el responsable me preguntó: “¿Las ha hecho usted?” Señalando enfáticamente los papeles que había encima de la mesa, le grité: “¡Coño! ¿No sabes leer?” Era otra persona la que me respondió: “Haberlo dicho, compañero! Creía que eras otro Renau!” El miliciano sacó una botella y tres vasos de vino. […] Lo duro no quita lo valiente. En mis tiempos, los buenos anarquistas solían ser sentimentales. Y yo también, de cuando en cuando. Aquel compañero sabía que yo era comunista y me ayudó en lo que pudo.

Roto el hielo, el buen anarquista se ofreció a ayudar al comunista ficticiamente sentimental. Le proporcionó un salvoconducto del Comité y vales para comer y dormir. Hay que recordar que el dinero se había suprimido en Toledo. De todos modos, le dijo a Renau que no se hiciera muchas ilusiones. Le citó a la caída de la tarde para tener tiempo de prevenir a otros responsables de la ciudad de la misión del director general, y preparar un plan de trabajo.

Antes de presentarse en el gobierno civil, el artista decidió dar una vuelta por las ruinas de Toledo. La plaza de Zocodover era un amasijo de escombros con un largo parapeto a un lado. Allí había de guardia un miliciano de los barbudos, con un fusil y sentado en una mecedora, que le advirtió que no asomara la cabeza por encima del montículo. Para ilustrar la prevención, clavó un muñeco de trapo en la bayoneta, la levantó, y enseguida sonaron unos disparos que desprendieron el muñeco del pincho. Procedían de tiradores de precisión apostados en las ventanas del Alcázar. Renau se metió por las callejas. Algunas tenían una cuerda de pared a pared, con un trapo rojo atado en el medio. Un niño le explicó que esos lugares estaban batidos desde el Alcázar. Finalmente Renau se sentó en un poyo, a la sombra, y se quedó dormido. Tuvo un rápido sueño en el que se le aparecía el escultor Alberto, nacido en un pueblo de la provincia de Toledo, y le preguntaba qué hacía allí, que no había ningún tesoro artístico que salvar porque toda la ciudad era un tesoro. Se despertó pensando que la belleza de Toledo era venenosa, y extrañado de que no hubiera más locos sueltos por la ciudad.

Luego de fijar una cita con el gobernador para la tarde, se fue a comer con sus acompañantes. Lo hicieron en una plaza, al aire libre, en unas mesas alargadas en las que se sucedían los comensales por riguroso turno. Servían unas mujeres jóvenes muy aseadas y diligentes. Un miliciano les explicó que se trataba de prostitutas de los pueblos cercanos que estaban regenerándose y ganándose la vida. El menú era ensalada bien aliñada y lentejas con patatas y chorizo. Les sirvió una muchacha delgada y de ojos grandes que llamaba la atención de los comensales. “Nos levantamos y fui a darles las gracias a las chicas. La bella del cucharón me respondió con desparpajo y voz alta: ‘¿Eres compañero también? ¡Qué raro, aquí nadie le agradece a una nada!’ ”.

Cuarenta años después, Renau escribió una poesía de contenido suavemente erótico dedicada a esta muchacha. Venía a ser un trabajo paralelo a los fotomontajes sobre la mujer y la naturaleza que realizó entre 1975 y 1982, año de su muerte. Es un hecho emotivo, de viejo comunista en este caso auténticamente sentimental.

La entrevista con el gobernador fue desalentadora, porque el hombre se declaró impotente, sin autoridad, para que Renau pudiera contar con ayuda y colaboración. Recuerda el pintor que aquella persona tenía los nervios destrozados. Sacó un sobre de una caja fuerte. Dentro había un Greco despedazado cuidadosamente con una cuchilla, efecto de los días de confusión que había sufrido la ciudad. El director general de Bellas Artes quiso hacerse cargo del expolio para repararlo, pero el gobernador le quitó bruscamente el sobre de las manos. Alegó que si le registraban a la salida del Toledo y se lo encontraban, le podrían fusilar, y al “gobernador” también, porque los cantonalistas tenían constancia de la existencia de aquel cuadro cortado y en posesión de la supuesta autoridad.

Luego trazaron un plan de actuación en la catedral para desmontar partes de las vidrieras. Tendrían que hacerlo de noche, sin que los anarquistas se dieran cuenta.

Todo esto parece irreal, advierte Renau, pero es rigurosamente cierto.

Junto con el oficial de la guardia de asalto, afecta al gobernador, y el orfebre, planearon entrar en la catedral de madrugada.

Resuelto este punto, Renau se centró en el salvamento de las obras de arte, que pretendía sacar de Toledo. Se reunió con un alto responsable anarquista de la ciudad, que se negó en redondo a permitir que saliera de ella “ni un alfiler”. Entonces planteó el pintor y director general el tema de El Entierro del Conde de Orgaz. A los anarquistas les pareció bien, y quedaron en visitar la iglesia de Santo Tomé a primera hora del día siguiente.

Después de la medianoche penetraron en la catedral por el puente que la une al palacio arzobispal, sede entonces del desautorizado gobierno civil. Se alumbraban con linternas amordazadas para no producir reflejos. El guardia toledano contó una historia fabulosa, según la cual la puerta principal de la catedral tenía siete llaves, sólo cuatro de las cuales poseían los anarquistas, lo que garantizaba que no pudieran entrar.

Por los vitrales entraba un tenue fulgor nocturno y se empezó el trabajo casi a tientas. Lo realizaron el joyero y el chófer. Yo sólo ayudaba, desde abajo, a sostener las escaleras y a cambiarlas de lugar. El oficial se paseaba sigilosamente por las naves, como un gato, con la oreja parada al menor rumor de fuera… Tal como se recuerda en sueños: al claror naciente, las naves de la Catedral iban dibujándose con una vaguedad fantástica, y por el transparente barroco comenzaba a fluir una luz cenital, lechosa y difusa, como en ciertos grabados de Doré…

La escena es de una fuerza brutal. Un director general arrastrando con precaución una escalera por las naves en tinieblas de la catedral gótica, hasta el amanecer. Desmontaron una cantidad de fragmentos de vitral insuficiente a juicio del joyero, pero no pudieron hacer más. Numeraron los trozos de cristal y los guardaron convenientemente. También verificaron el inventario del tesoro de la catedral, descubriendo que las piedras preciosas de la custodia de Arfe era sencillos cristales pegados con plata de envolver bombones. El gobernador les dijo después que lo más verosímil era que los propios canónigos las hubieran desprendido poco antes del alzamiento o enseguida de producirse.

Sin descansar, Renau se preparó para su segunda misión. Para llegar a Santo Tomé tuvo que atravesar una de aquellas calles batidas desde el Alcázar. Lo hizo primero el miliciano que le conducía. Al instante tirotearon la descubierta. Luego, saltó Renau, tras el cual volvieron a llover balas. El pintor dice que no había necesidad de cruzar por allí para llegar a la iglesia, y que fue una broma pesada del cantonalista, para hacerle pasar una emoción fuerte.

Una vez en Santo Tomé, el director de Bellas Artes explicó su plan.

Dado el gran tamaño de la obra, tenía que quedar cerca de donde estaba, mas en el suelo. El buen estado del pavimento era un factor de seguridad de primer orden: el lienzo quedaría acostado sobre cuatro montones de mantas, a ser posible de lana, de igual grosor y sin costuras ni bordes; el lienzo, sin marco, con la superficie de la pintura en contacto directo con las mantas, y el dorso de ella rellenado igualmente con mantas hasta el nivel del bastidor. Le expliqué que ello era indispensable para suprimir los huecos, cuyo aire hermético podía vibrar peligrosamente con la detonación de la mina y ocasionar serios desperfectos a la pintura. Apoyándose sobre el bastidor, una fila compacta de tablones lo más gruesos posible, en sentido longitudinal, de unos cuatro metros (la pintura tiene 3,60), cargando sobre el bastidor todo el peso de los sucesivos elementos protectores; nueva capa de mantas (podían ser de algodón) y nueva cubierta de tablones gruesos, ahora latitudinalmente, excediendo la anchura del lienzo; otra capa de mantas y otra cubierta de tablones longitudinales, etc.

Así se hizo y así se salvó El Entierro del Conde de Orgaz, aunque la iglesia no llegó a derrumbarse y la protección del cuadro no tuvo afortunadamente que actuar de colchón.

Todavía permanecería Renau ese día y la noche en Toledo, para asegurarse de que sus instrucciones se habían llevado a cabo correctamente. Pero tuvo que regresar a Madrid con las manos vacías porque el Comité de Defensa se negó a entregarle “ni un alfiler” del tesoro artístico almacenado en Toledo.

El periodo más bajo de la productividad artística de Renau fue, por razones evidentes, el de su gestión como Director General de Bellas Artes. Nada más estallar la guerra tuvo que abandonar sus tareas en Nueva Cultura para hacerse cargo de la codirección del nuevo periódico socialista y comunista Verdad. No obstante, pocas semanas después del 18 de julio, la redacción de NC se reunió para ver qué hacían. Dice Renau que todos estaban agotados por los múltiples trabajos de apoyo a la guerra, y que su propuesta de realizar un “manual del miliciano” fue en principio descartada. Pero tras una discusión sobre la utilidad de la idea, ante “la caótica situación creada por la proliferación de los grupos de Milicias Populares”, se aprobó la propuesta. Dos militares profesionales elaboraron los textos, Rafael Pérez Contel, los dibujos y la tipografía, en forma de aleluya, y se imprimieron 40.000 ejemplares.

Otra de las realizaciones del grupo de NC fue una edición especial de la revista dedicada a los agricultores. Esto no fue ningún capricho ni una digresión pastoril de los intelectuales valencianos. Obedecía a una necesidad tan urgente como la de instruir a los milicianos. El campo murciano y valenciano era el sustento de la España Republicana, su despensa, y

…la evidente nocividad de las expropiaciones y las colectivizaciones forzadas (tierras, aperos, ganado…) por los anarquistas y otros extremistas de la región, en una estructura socio-económica de pequeños y medianos campesinos, desorganizaba y reducía gravemente la productividad agrícola. No se trataba, pues, de “veleidades agraristas” por nuestra parte, que sabíamos muy bien que el problema tenían que resolverlo los organismos competentes; mas había que reforzar esta necesaria acción llevando a los productores del campo el calor y la simpatía de los intelectuales revolucionarios y la solidaridad realista de los luchadores antifascista.

Renau insistía en 1977 en que Nueva Cultura y la Aliança d’Intel·lectuals per la Defensa de la Cultura (transformación provocada por la guerra de la Unión de Escritores y Artistas Proletarios) no fueron una correa de transmisión del PCE. En la forma no lo eran, pero en el fondo, como muestran los comentarios de Borkenau, la huella de la política del PCE estaba en todas las propuestas encabezadas por Renau y sus intelectuales valencianos: protección de la pequeña propiedad, defensa de una concepción “ordenada” de la cultura. Asegura el pintor que, hacia 1938, NC y la AIDC aglutinaban el 70 por ciento de la intelectualidad valenciana, algo bastante verosímil si se admite que el restante treinta por ciento podía estar constituido por personas que no deseaban adscribir su creatividad a ningún bando y por bohemios más o menos anarcoides, algunos de los cuales eran artistas de considerable valía.

El último trabajo de Renau como cartelista cinematográfico antes del pronunciamiento franquista fue, curiosamente, Tchapaieff, una película soviética sobre las hazañas de un famoso guerrillero durante la guerra civil de los rusos blancos contra los bolcheviques, tras la revolución de 1917. Luego de la sublevación, hizo otro para Los marinos del Kronstadt. Esta película la cedió la embajada soviética para levantar la moral de los defensores de Madrid. Renau lo contaba a Manuel García así:

Era como un western político. La estrenamos con gran aparato de propaganda y la ayuda del Altavoz del Frente. También pegamos muchos carteles por la calle. Todos los organismos del gobierno de la República española nos ayudaron en la difusión de esa película. La presentación del filme la hicimos para los combatientes del frente de Madrid. Fue en el cine Callao de la capital española y se llenó de milicianos. La gente salió electrizada con la película. Era una pieza maestra en el género de la agitación y la propaganda.

Y tan maestra. Según le contaba el pintor al catedrático Facundo Tomás, la película dio lugar a la formación de una escuela de “antitanquistas”.

Un tal Carrasco, un tío muy bruto, de un pueblo castellano, fue el mejor antitanquista. El sólo se cargó seis tanques por el mismo procedimiento. Me cuentan que se mete en un hoyo, y cuando pasa el tanque le echa la bomba. Sale otra vez del hoyo y ve el tanque ardiendo […] Con la pistola golpea tranquilamente en la portezuela del tanque. Se abre, baja el capitán, el conductor, y todos los tripulantes con las manos arriba. Los llevó andando hasta el puesto que estaba a tres kilómetros de allí […] A veces piensas, ¿puede tener una obra de arte tales consecuencias? Las ha tenido.

La Guerra Civil fue la confirmación de todas las teorías estéticas de Renau. El arte al servicio de una causa, la del pueblo español, en el que se integraba el proletariado. Un argumento más para pensar que si no hubiera habido levantamiento militar, nuestro artista posiblemente no habría desarrollado el fotomontaje ni se hubiera empeñado en hacer murales a la mejicana. Sea o no el arte esclavo de una utilidad social, lo cierto es que la guerra civil española confirmó las teorías de Renau.

En el archivo de sus papeles conservados por la Fundación, hay un borrador de una carta suya en respuesta a alguien que está escribiendo cosas sobre él. Le precisa datos.

En 1936 no hizo una docena de carteles, sino menos: El Comisario, para el incipiente Comisariado General de Guerra, uno para el PCE, otro sobre la Independencia de la España Republicana que no llegó a reproducirse, y otros perdidos sobre la reforma agraria y diversos organismos.

En 1938, cuando ya era Director de Propaganda Gráfica en el Comisariado General del Estado Mayor Central, en Barcelona, diseño más de treinta carteles, pasquines y diarios murales, casi todos en dos colores (negro y rojo) por falta de tinta. Debido a la acumulación de trabajo, reconoce que se nota el bajo nivel artístico de su producción. A veces, por pura urgencia, trabajaba directamente sobre las planchas, sin dibujo de referencia.

También asegura que nadie le encargó Los 13 puntos de Negrín, fue una iniciativa suya, propuesta a Manuel Sáchez Avens, subsecretario de Propaganda de la República. El Gobierno de Juan Negrín, formado en abril de 1938 formuló un programa político con trece puntos, en los que detallaban los objetivos de la guerra, definiendo a la vez unos principios de acuerdo con los que luchaban contra la República.

Los Trece Puntos que Renau transformó en fotomontajes magistrales eran: 1. La independencia de España. 2. Liberarla de militares extranjeros invasores. 3. República democrática con un gobierno de plena autoridad. 4. Plebiscito para determinar la estructuración jurídica y social de la República Española. 5. Libertades regionales sin menoscabo de la unidad española. 6. Conciencia ciudadana garantizada por el Estado. 7. Garantía de la propiedad legítima y protección al elemento productor. 8. Democracia campesina y liquidación de la propiedad semifeudal. 9. Legislación social que garantice los derechos del trabajador. 10. Mejoramiento cultural, físico y moral de la raza. 11. Ejército al servicio de la Nación, libre de tendencias y partidos. 12. Renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. Y 13. Amplia amnistía para los españoles que quieran reconstruir y engrandecer España

El programa era mucho más moderado que el del Frente Popular. Desde el mismo momento en que asumió las funciones de jefe de gobierno, Negrín se había propuesto alcanzar una paz negociada, para lo cual contaba con la aprobación del PCE. Pero Franco, que veía cada vez más cerca su día de la victoria, no hizo el menor caso de la propuesta.

Estos fotomontajes no se editaron nunca como carteles porque no dio tiempo, y también porque lo que ofrecían no tardó en devaluarse. Pero forman parte de la febril actividad cartelística desplegada por los servicios de propaganda republicanos. Muchos de los carteles que se hacían y se distribuían carecían de gracia y de valor efectivo. Los hacían aprendices de buena fe. Según dijo Renau a Facundo Tomás:

Como sabes, en Valencia había solera, tradición cartelística. Eso produjo un fenómeno curioso: muchos que a lo mejor eran analfabetos, hijos de labradores, de les barraquetes de per ací, de Quart de Poblet… trabajaban en litografías, y se las ingeniaban como nadie. Yo conocí a muchos, y todos tenían su cartel. Por eso, muchas veces, veía un cartel y me preguntaba “¿De quién será?”, porque no había visto nunca un dibujo suyo.

Así pues, el flamante Director General de Bellas Artes, un cartelista, encuentra primordial unificar los criterios de elaboración de carteles, en la medida de lo posible. Y no se le ocurre otra cosa que dar una conferencia en el Paraninfo de la Universidad de Valencia, a la que asisten grafistas y tipógrafos, artistas y artesanos de la imprenta. La titula “Función social del Cartel”. Lo hace en diciembre de 1936, antes de viajar a París para hablar con Picasso sobre su participación en la Exposición Internacional del año siguiente en la capital francesa.

La conferencia se ha publicado en forma de libro, pero originalmente salió en dos números consecutivos (abril y mayo de 1937) en las páginas de Nueva Cultura.

Renau no había preparado un acto institucional ni buscaba presumir de cargo delante de sus paisanos. Era uno más de los conferenciantes de un ciclo informal organizado por la Casa de la Cultura, institución reciente instalada en la calle de la Paz de Valencia, donde vivían un buen puñado de los intelectuales que habían escapado, junto al gobierno de la República, del Madrid asediado. Había un jardín de inteligencia tan grande en Valencia que resultaba indecente no poner sus frutos a disposición del público general.

De un modo concienzudo y minucioso escribió un texto que luego fue leyendo con su desconcertante tartamudeo. Se basaba en su consolidada experiencia como cartelista publicitario, y en la que había adquirido realizando carteles y portadas de libros de naturaleza política o ideológica. El otro cimiento de las ideas de Renau sobre el cartel era la teoría marxista que había ido acumulando desde que se hiciera comunista.

Su información eran sus conocimientos de los trabajos de Cassandre y de otros cartelistas internacionales, y de la propia tradición cartelista española y en concreto valenciana, la más fértil en España. Del desarrollo del cartelismo en todos los rincones del planeta, muy avanzado en los años 30 como sabemos ahora, tendría una idea derivada de lo que había visto en revistas ilustradas europeas. A juzgar por sus afirmaciones, carecía de referencias documentales o de ensayos escritos por estudiosos del fenómeno, que tampoco abundaban.

Este primer trabajo teórico de Renau es clave para entender la evolución de sus convicciones estéticas. Por eso merece dedicarle una glosa algo extensa.

Resumo las conclusiones que a mi juicio se obtienen de la lectura de La función social del cartel: utiliza el materialismo dialéctico como dogma conductor de sus razonamientos, y lo hace de un modo simplista, aunque eficaz; en segundo lugar, se apoya en argumentos de carácter moral basados, creo yo, en su formación católica y conservadora; y por último, valora en unos términos poco habituales entre los intelectuales de izquierda la tradición pictórica clásica española, que pone como ejemplo a su variopinta audiencia.

La primera parte del ensayo o de la conferencia es de difícil comprensión, sin duda porque Renau cedió a la tentación de usar un lenguaje sesudo y académico, quizá por el escenario de su intervención.

Empezaba con una cita de Adolphe Mouron Cassandre, (“el artista más representativo y actual de la plástica publicitaria”) sobre la feliz elección de los artistas jóvenes, que habían abandonado “el aire enrarecido de los museos y de los salones”, y habían perdido el contacto con los estetas de las academias, pero recobrado la relación con los hombres.

De un dogma marxista partía Renau: el hombre nuevo creará un arte nuevo. Y como el hombre nuevo se estaba pariendo en España con gran derramamiento de sangre en ese momento de guerra, el arte que se hacía con una finalidad política, sostiene, es el más adecuado a las circunstancias y el único con el derecho a llamarse arte nuevo. Todo lo demás es arte burgués, arte capitalista, algo cadavérico, repugnante.

La mayor expresión del arte nuevo es el cartel. Si ese mismo cartel se exhibiera en las serenas paredes de un Salón de Otoño, sería tan poco atractivo para el pueblo sin cultivar, como un lienzo de cualquier pintor de la época. Es en las paredes carcomidas por la metralla donde el cartel tiene su sitio, su función.

Inmediatamente después de este discurso en la Universidad de Valencia, Renau coge un tren y se planta en Toulouse. La meta del viaje es París y su objetivo hablar con Picasso, que es director emérito del Museo del Prado desde septiembre. El artista se refirió innumerables veces a este episodio que, según él, constituyó uno de los acontecimientos más importantes de su vida. En 1981 redactó un texto verdaderamente enrevesado: Albures y cuitas con el ‘Guernica” y su madre, parte del cual se publicó en la revista valenciana de arte Cimal en mayo de 1982.

El escrito que el lector tiene a la vista es el que ha consumido la mayor extensión de mi tiempo literario. […] Sus primeras líneas fueron escritas hace ya cerca de 45 años (fines de diciembre de 1936) en el aeropuerto de Toulouse, durante la larga espera de un avión de línea. Y en unas circunstancias triplemente excepcionales para mí: la primera vez que salía de España, la primera que visitaba París y, lo más inefable, la perspectiva de conocer personalmente a Pablo Picasso, algo entonces inverosímil para mí hasta el momento mismo de estrechar su mano…

Renau insistió por activa y por pasiva en que él no había ido a París a encargar a Picasso el Guernica, entre otras razones porque el bombardeo de Guernica no se produjo hasta varios meses después. El Guernica fue el resultado de esa visita, pero no su causa directa. Sobre la gestación de esta obra universalmente conocida se ha escrito y discutido mucho, sobre todo a raíz de la vuelta “a casa” de la obra, una vez asentada la democracia en nuestro país.

En primer lugar, se discutió si Picasso habría autorizado la entrega de su trabajo a una monarquía, cuando a él se lo había encargado una república. Luego, se puso en duda su propiedad, si pertenecía al pueblo español, vía la Administración del Estado, o si nunca se compró formalmente el cuadro. Y también se gastó mucha tinta en resolver el enigma de quién hizo el encargo, Renau, Director General de Bellas Artes, Luis Lacasa y José Luís Sert, arquitectos del pabellón, o José Gaos, comisario del pabellón español.

En una nota del libro Arte en Peligro, Renau es bien explícito, hablando de su primer viaje en diciembre de 1936 “con el fin de invitar oficialmente a Picasso y a otros artistas españoles residentes en París a participar en el pabellón de España en la Exposition International del año siguiente”. Fuera de ese texto, del antes citado que publicó parcialmente Cimal, y de algunas declaraciones a periodistas españoles a la vuelta del exilio, Renau fue tan misterioso en el tema del Guernica como luego lo sería en el de su implicación (si es que la hubo) con el asalto frustrado a la casa de Trotski en México efectuado por David Alfaro Siqueiros en Méjico en 1939.

Sea lo que fuere, Renau ofreció pocos detalles de sus entrevistas con Picasso. Y los que dio, los envolvió en el celofán de la anécdota cuidadosamente fabricada. Manuel Vicent, periodista y escritor barroco, publicó una entrevista con Renau en El País el 10 de octubre de 1981. El episodio del encuentro de los dos artistas adquiere un color literario en la pluma de Vicent.

Poco después tuve ocasión de conocer personalmente a Picasso cuando fui a París, en viaje oficial, a pedir a los artistas que colaborasen con la causa de la República mandando obras al pabellón español, en la Exposición Internacional. No fui a contratar el Guernica, como se ha dicho, sino a realizar una labor exploratoria. Llegué a París y el embajador Araquistain me dijo que yo iba muy mal vestido para ser director general, que su obligación era equiparme según el protocolo de mi categoría si quería presentarme en regla en el estudio de Picasso. Y allí, en la Embajada, me vistió con pantalón de rayadillo, guantes amarillos de cabritilla, cuello de pajarita, corbata de plastrón, bombín, zapatos con media caña de paño con botones, y bastón corto, como de bailarín de claqué. Me miré al espejo y casi me desmayo. Parecía un payaso. En la Embajada me dieron la dirección de Picasso en la rue de la Boetie. Era diciembre y estaba lloviendo. Había anochecido. Totalmente avergonzado por la indumentaria, me eché a la calle y entonces vi con sorpresa que el número que yo llevaba en el papel correspondía a un bistró. Miré por el ventanal y allí dentro había unos tipos que bebían y jugaban a las cartas bajo una pantalla verde. Todo me pareció muy misterioso, y yo estaba allí, mojándome en la acera, hecho un cromo y corrido. Desde un tabac llamé a la Embajada. Se puso Luis Buñuel, que se había enchufado de funcionario allí para huir de la guerra. Me confirmó que esas eran las señas exactas que había dado el pintor. Entonces, en un portal, vi un cubo de basura y tiré el bombín, la pajarita, el paño de los zapatos y la bengala de bailarín. Me quedé en gabardina y con la bufanda enrollada, como si estuviera resfriado. Entré en aquel bistró canalla y en la penumbra alguien me dio unos toques en la espalda y me preguntó: «¿Usted es Renau? Yo soy Picasso. Venga, que quiero presentarle a dos paisanos suyos. Tómese un pernod con nosotros». Jugando a las cartas con Picasso estaban dos tipos de Corbera de Alzira, valencianos, asentadores de frutas en el mercado de París. Parecían tres apaches. Y Picasso, que era un currutaco, más bajito que yo y con ese ojo de brasa, comenzó a soltar animaladas y chistes verdes con sus compinches. Y para no quedarme atrás les conté aquella vez que iba yo, de niño, con mi sombrerito, el caballete, los pinceles y el lienzo bajo el brazo con mi profesor de paisaje por una senda entre naranjos y había un grupo de muchachas recogiendo fruta. Una de ellas me gritó: «Señorito, señorito, ¿es usted pintor?» Todo ilusionado, le contesté que sí. «Pues pínteme el culo a cuadros». Picasso se rió a carcajadas. «Qué valenciana más bestia, debería tener el coño cubista». Después me dijo Max Aub que Picasso me había citado en aquella taberna con los dos apaches de Alzira para hacerme un honor, En el tiempo libre que me permitió aquella visita a París solía acudir al café Le Select, del bulevar de Montparnasse, a la tertulia de Louis Aragón, Paul Eluard, Tristán Tzara, Sadoul y de los españoles Luis Lacasa y Sert, el escultor Alberto, Juan Larrea, Óscar Domínguez y Hernando Viñes. Me hice muy amigo de Tristán Tzara, que era muy abierto y extremadamente simpático. En cambio, Aragón me miraba por encima del hombro. Con Oscar Domínguez exploré los bajos fondos de París. Yo era el más joven de todos, aún no había cumplido los treinta años. Y por primera vez en mi vida, no sé por qué, me dio un frenético tic por jugar al futbolín en las máquinas tragaperras del café. Mis rivales eran el escultor Alberto, Sert y Tristán Tzara, sobre todo. Pero jamás nadie me ganó. Me convertí en el campeón del bulevar. Hasta que la mujer de Larrea me reconvino sobre el escándalo que se armaría si un reportero pillaba al director general de Bellas Artes del Gobierno rojo jugando al futbolín en pleno barullo de un café.

En Albures y cuitas con el ‘Guernica’ y su madre Renau habla de casi todo, pero muy poco de su relación con Picasso.

En realidad lo único que deja claro Renau es que el malagueño se encontraba en un periodo crítico existencial y artístico, y que la guerra civil española y el encargo de participar en el pabellón español de la Exposición Internacional de París le sacaron del letargo. Así como que Picasso nunca dijo que su cuadro se llamara Guernica, y que una serie de investigadores y críticos del arte, entre los que destaca Santiago Amón, juzgan con atrevimiento e ignorancia las circunstancias en las que se gestó el Guernica.

Renau declara haberse sentido obligado media vida a ser discreto, igual que lo fue Max Aub, que entregó 150.000 pesetas a Picasso para sufragar los gastos de su trabajo, a cambio de un recibo que se perdió junto con muchos otros papeles durante la huida del gobierno republicano en 1939. Aub dejó claro en un intercambio epistolar con Renau en 1965 que en el contrato con Picasso se hacía constar que la propiedad del cuadro seguiría siendo del artista tras la exposición. El escritor era entonces agregado cultural en la embajada española en París, y uno de los muchos que intervinieron en la organización del pabellón español. Tanto él como Renau recibieron “de altas instancias la recomendación de guardar una estricta discreción en todo lo referente al aspecto financiero del asunto”, dice Renau.

La explicación más plausible de esta solicitud puede cifrarse en el temor del gobierno republicano a que se organizara un pequeño escándalo en torno a si dedicaba mucho del escaso dinero que había para pagar obras de arte a pintores millonarios.

En las grabaciones de Manfred Schmidt, Renau hace unas cuantas menciones a Picasso, casi todas sobre su papel fundamental en la historia del arte. Sólo en una ocasión habla, de pasada, de la relación del malagueño con el gobierno de la República. Schmidt le pregunta cómo se tomó Picasso su nombramiento como director del museo del Prado. Renau contesta así:

Lo tomó con mucho cariño pero no quiso venir a España a tomar posesión, porque tenía un miedo… Preguntaba sobre los bombardeos; yo le decía que viniera a oírlos. Se le perdonó. Tenía pánico a las bombas, igual que Buñuel, que estaba escondido en la embajada española. Era antifascista, trabajaba para nosotros, pero no estuvo ni un día en España. Eso es el intelectualismo…

En la entrevista que le hice en Berlín en 1976, Renau evocaba así aquellos primeros meses de director general de Bellas Artes.

En aquella época era director del museo Sánchez Cantón. [Según la Gaceta de Madrid de 13 de septiembre de 1936, el director era Ramón Pérez de Ayala Trápaga, que fue destituido por medio de un decreto publicado ese día.] Y él se negaba al traslado [de los cuadros]. Decía que los fascistas no iban a bombardear un museo. ¡Y vaya si lo bombardearon! ¡Ya lo creo que lo bombardearon! Pero los cuadros estaban en otro sitio ya, en las Torres de Serrano, de Valencia, y en otros lados. Tuve que destituir a Sanchez Cantón. Entonces Alberti me sugirió que por qué no nombrábamos director del museo a Picasso. Lo hicimos. Yo fui a París a visitar a Picasso y le entregué el nombramiento. Le dije que se viniera a Madrid, pero él me miraba con los ojos recelosos y me preguntaba: “¿Y no es peligroso Madrid con los bombardeos y todo eso?”. A Picasso le encargamos el Guernica algo después. Yo le llevé el cheque de cien mil pesetas, que era el precio del cuadro. Pero esto no puede considerarse un precio excesivo. A Picasso le había salido cara España. Ayudó mucho durante la guerra. Y después de la derrota éramos muchos los españoles que recibíamos dinero todos los meses de Picasso, en Francia y en Méjico.

En ninguna parte aparece otra vez este cheque de cien mil pesetas que supuestamente llevó Renau a Picasso. Quizá sea una simplificación de los hechos realizados ante un periodista curioso. Al fin y al cabo, Picasso recibió 200.000 pesetas por su trabajo, 50.000 pagadas en un principio por Lacasa, y 150.000 después por Max Aub.

En su texto Albures y cuitas con el Guernica y su madre, hace referencias a las gestiones que realizó en París con otros pintores españoles. Una de ellas fue, involuntariamente, con Dalí. Tomo la cita de un ensayo de Miguel Cabañas Bravo, publicado en el catálogo de la exposición de la Universidad de Valencia Renau. 1907-1982. Compromís i Cultura, octubre de 2007, porque en el artículo editado en Cimal no aparecen estas líneas.

Cumplí la misión con un solo incidente, que estuvo a punto de terminar con un escándalo diplomático […] Mi plan consistía en visitar personalmente a cada uno de los artistas invitados por riguroso orden de prelación, tal como ya había hecho con Picasso. Dalí ocupaba el segundo lugar en mi lista. Con el fin de preparar estas entrevistas, la embajada puso a mi disposición un pequeño gabinete con teléfono y una secretaria-mecanógrafa. Poco después de mi segunda entrevista con Picasso, y estando dictándole algo a la secretaria, irrumpió inopinadamente Salvador Dalí en el gabinete. A primeras de cambio, y sin miramiento alguno, se puso a increparme a voz en grito: que si el gobierno no sabía nada de lo que pasaba en París; que si Picasso estaba ya acabado y era un “grandísimo” reaccionario…; que si el único pintor español comunista [sic] en París era él…; que si le dejábamos en primer lugar… La “visita” me cayó como una piedra. Por aquel entonces yo era bastante impulsivo, y me falló la sangre fría. Me levanté de un brinco de la silla para decirle que no estaba acostumbrado a que nadie me gritara: que si tenía algo que reclamar podía hacerlo desde allí mismo – señalándole el teléfono – a mi ministro, al Jefe del Gobierno y hasta a la propia Presidencia de la República… Busqué nerviosamente mi agenda de direcciones (que estaba en mi gabardina, sobre un perchero detrás de la mesa). Cuando volví la cabeza con la libreta en la mano, Dalí había desaparecido… La secretaria me dijo que se había puesto lívido. Semanas después – no recuerdo cuántas – tomó parte en un virulento mitin organizado en París por el POUM y la FAI contra el gobierno de la República Española.

No podemos cerrar este capítulo sin dedicar unas líneas al papel de Renau en el pabellón español de la Exposición de París.

Como hemos citado antes, fue a la capital francesa en diciembre de 1936 a proponer a algunos pintores españoles que residían allí, lejos del fragor de las batallas en territorio hispánico, su participación en un pabellón que se convertiría (para ello fue concebido) en un potente instrumento de propaganda a favor de la República.

Hay estudios monográficos sobre el asunto, a los que remito al lector interesado. El último de ellos está en el mencionado catálogo de la exposición de la Universidad de Valencia Renau.1907-1982. Compromís i Cultura, octubre de 2007. En el documentadísimo artículo del profesor Miguel Cabañas Bravo, se proporcionan detalles del trabajo de Renau en el pabellón español de la Exposición Internacional de París.

Pasó el director general de Bellas Artes varios meses de 1937 en París. Desde finales de mayo hasta el veinte de junio, ultimando el pabellón español, que permanecía cerrado, aunque la Exposición se había inaugurado el 24 de mayo. Allí se dedicó a hacer fotomontajes, preparar carteles y también a instalar físicamente lo que iba a exhibirse. A su regreso a Valencia, el director general se preocupó de agilizar las gestiones de una comisión creada en abril con el objetivo de recoger las obras de los artistas españoles residentes en el país en guerra, que deberían exponerse en el Pabellón. La Comisión editó un folleto con detalles sobre las dimensiones de las obras, dirigido a todos los creadores plásticos a través de sus organizaciones sindicales. Volvió a París en julio, para la inauguración del Pabellón, que se produjo el día 12. Allí permaneció, redactando un informe técnico sobre el traslado de los cuadros del Museo del Prado a Valencia, del que hablaremos en el próximo capítulo, y pendiente a la vez de la renovación del material gráfico expuesto en el Pabellón.

No actuó como un director general burócrata, sino como un hombre implicado manualmente en un encargo que él mismo había hecho. Se había propuesto que el público se hiciera una idea de los valores de España, de los sufrimientos causados a la población por la guerra y de la heroica reacción del pueblo ante la amenaza del fascismo.

El método, invención relativa de Renau, aunque basado en las experiencias de los constructivistas rusos, como indica Albert Forment, se llamaba lecto-visual, y consistía en grandes paneles con fotografías, datos estadísticos, gráficos y tablas que mostraban la realidad española. Esta idea de lo lecto-visual sería desarrollada varias veces por Renau a lo largo de su vida, tanto en los fotomontajes de la serie American Way of Life, como en los murales interiores y exteriores que realizó en Méjico y en la República Democrática Alemana. El método lecto-visual consiste en contar gráficamente una historia épica o manifestar unos hechos de trascendencia social, o denunciar una conducta política indigna. Era algo así como llevar las posibilidades del cartel a unos territorios nuevos, que llegaron a incluir el documental televisivo, cuando Renau trabajó este tema en Berlín Este en los años 60.

Tan absorto estuvo en la urgente puesta a punto del pabellón español, que olvidó una cita con su homólogo francés en la dirección general de Bellas Artes, que se presentó un día con una delegación, todos vestidos “de punta en blanco”. Renau les recibió “sin afeitar y con un mono de trabajo, sucio de polvo, cola y manchas de color.”

A última hora de la tarde, el español buscaba esparcimiento en los cafés de Montparnasse, donde pudo encontrar a la flor y nata de la vanguardia artística francesa, que no le causó la misma mala opinión que le había producido en 1928 y 1929 la intelectualidad madrileña.

Dice que con quien mejor se entendió fue con Tristán Tzara y con Óscar Domínguez, el surrealista canario, “que algo más tarde me sirvió de experto cicerone en mis incursiones por los altos niveles y los bajos fondos de París”. Se podrá acusar a nuestro hombre de muchos defectos, pero nunca del de pretenciosidad. Cuando quería conocer algo, no se encerraba en una biblioteca a leer sobre el tema o buscaba información en fuentes indirectas: se implicaba en ello y sacaba sus propias conclusiones.

Estas fueron algunas de las que obtuvo en París, según recordaba ante el magnetófono que sostenía Manfred Schmidt, en Berlín en 1977.

Cuando yo fui a París a hablar con Picasso sobre el encargo del gobierno, conocí a muchos pintores: Braque, Leger, y a pintores españoles en París; uno de ellos se llamaba Mauricio de la Serna, era un poco surrealista, de la llamada escuela de París, más joven que Picasso; era madrileño, pero vivía en París desde hacía muchos años; en el estudio había cuatro caballetes, cada uno con un cuadro empezado, ninguno acabado, todos en violetas y grises; yo tenía 30 años, mucho más joven que él; me extrañé de que estuviera pintando esos cuadros, me dijo que los pintaba a la vez; quise saber por qué tenían todos la misma paleta, porque había visto cosas suyas que no tenían el mismo color; me dijo que eso era una cosa de su marchante, “porque vendí dos con esa entonación, y me ha dicho que le haga diez más en el mismo tono”. Picasso también lo hacía. Algo típico, llegan amigos míos entendidos, yo oigo lo que dicen de lo que más les gusta, y la mayoría de los pintores invita a su estudio a los amigos, a los críticos de arte, etc. y están muy atentos a ver qué cuadros llaman más la atención, y hay discusiones y tal, y ellos sacan una conclusión operativa. Yo nunca he hecho eso.

Si la manipulación que pretendía elevarle a la fama en Madrid en diciembre de 1928 le provocó una reacción de asco, lo que vio en París ocho años después, la entraña de la vanguardia, los intestinos del arte, no le escandalizaron, pero reforzaron su convicción de que los artistas eran frágiles engranajes del mercado, algo que él no aceptaba bajo ningún concepto, y contra lo que luchó con la teoría como arma, en diversos ensayos, y con la práctica de ofrecer su trabajo a la única causa noble según sus convicciones, el comunismo.

Otras de las pocas informaciones sobre sus entrevistas con Picasso las dio en su texto Albures…. El malagueño había pegado unos papeles polícromos en el Guernica, y finalmente decidió arrancarlos, cosa que realizó ante testigos, entre otros el director general de Bellas Artes. Entonces éste tuvo una idea repentina y la lanzó espontáneamente a Picasso.

–¿Qué le parecería –le dije– si terminada la guerra preparásemos en el Prado una sala especial en que se expusieran juntos Las Meninas, su Guernica y Los Fusilamientos de la Moncloa? Me miró fijamente por unos instantes con profunda simpatía, volvió la cabeza y siguió trabajando. Nos despedimos cordialmente como siempre.

La impresión que el malagueño le dio a Renau fue la que prácticamente recogen todos sus biógrafos. Picasso era un hombre sin pretensiones intelectuales, enemigo de la pedantería, tímido y de gustos nada aristocráticos. “Picasso era un hombre de una sencillez tremenda. Si no sabías que era un pintor, no te enterabas. Hemingway y Siqueiros eran unos intelectuales, Picasso, no”, le contaba a Schmidt.

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