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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. En la línea de fuego ideológica. Capítulo 16

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Cuarta parte. Un ácrata en el socialismo moderno

Contra la supercheria del arte moderno

Es muy posible, como arguye Teresa, que el abandono afectara sólo relativamente el ánimo de Renau. Aquel púgil del arte recibió otro directo en la mandíbula, pero no cayó a la lona porque, aunque chiquito, era un peso pesado de la lucha por la vida. Además, entre combate y combate, se recuperaba a toda prisa en su rincón del cuadrilátero.

El año de su separación tenía razones profesionales para estar ilusionado.

El 5 de abril de 1962, la DFF emitía a las 21:20 horas, prime time, el documental The American Way of Life. Acaso la realización de este documental marque la “reconciliación” de Renau con la televisión alemana, después de la salida de Walter Heynowski. También puede que fuera una compensación a su vanidad herida por el retraso en la publicación del libro.

El documental dura 25 minutos. Muestra a Renau en su estudio, trabajando y dando explicaciones a la cámara sobre su obra de fotomontador. Se utiliza la contraposición de imágenes filmadas sobre aspectos miserables de los Estados Unidos, con ráfagas de imágenes de prosperidad, según el modelo de paradojas. Contiene también una cumplida explicación política e ideológica del AWL con numerosas ilustraciones. Especial énfasis se pone, sin duda a solicitud de Renau, en el fotomontaje basado en la Melancolía de Durero, ilustrado por una galería de objetos pop, fotomontaje que el Catálogo Razonado de Renau fecha en los años 50.

Renau está dejando claro ante todo el mundo que no sólo conoce a fondo la evolución del arte moderno, sino que es capaz de utilizarla y de ponerla en solfa. Llevaba preparando la publicación de sus fotomontajes desde su llegada a Berlín. De hecho, hemos comprobado que su trabajo en la televisión fue un sustituto del que creía le iban a dar en Eulenspiegel. Así pues, cabe especular que de haber sabido que iba a enfrentarse a tantas dificultades para sacar el libro, quizá no hubiera viajado a la RDA, y acaso habría aprovechado la revolución cubana para instalar su estudio en La Habana, poniéndose al servicio del nuevo gobierno, como hicieron el escultor valenciano Enrique Moret, también exiliado político, y el propio Ruy Renau. Pero las imprevisiones, los fallos de cálculo y el azar construyen la fachada del edificio de la existencia, arraigado en los profundos (o endebles) cimientos de la personalidad.

La posibilidad de editar el libro en la RDA era (o parecía ser) real, al iniciarse la década de los 60. En una carta dirigida a su hijo Ruy (quizá en el otoño de 1961), ya residente en Cuba, dice el fotomontador:

Lo más importante es que ahora trabajo en la preparación de la edición (¡al fin!) del ciclo The American Way of Life, cincuenta láminas a ocho colores en offset y más de otras tantas páginas en blanco y negro en gran formato (30×25 cm.). Ya creo que os dije que estaba terminando la serie (interrumpida varias veces desde que vine) para ir ahí a exponerla. Mi proyecto queda en pie, y como he de dejar el libro listo en lo que resta del año (está ya firmado el contrato), con mucha mayor razón convendría exponer ahí la obra antes de que aparezca aquí el libro. Tanto más por cuanto la editorial proyecta imprimir una edición en castellano con el gobierno cubano. Y la exposición contribuiría considerablemente a ello. Ya veremos…

Es evidente que Renau está hablando de exponer su obra en Cuba, donde aquellos tremendos fotomontajes, concebidos para debelar los peores vicios del capitalismo norteamericano, serían acogidos con fruición por el gobierno de Castro y con algarabía por el entonces incondicional pueblo cubano. Por qué no lo hizo es algo que merecería la pena investigar.

Al parecer, Renau tenía otros planes para los que necesitaba estar en su casa de Berlín, donde había reunido sus papeles y biblioteca:

Además de esto, tengo comprometida la edición en alemán de otro libro mucho más importante para mí, que estoy escribiendo sobre las experiencias artístico-políticas de mi vida. No es nada semejante a un ‘diario’. Naturalmente que no sé cómo saldrá el asunto. Juro que no se parecerá nada a ninguna otra cosa hasta ahora publicada, está ya claro, y no para mí, sino para quienes conocen los fragmentos ya escritos.

Este libro tampoco llegó a publicarse, y quizá ni siquiera a completarse. A lo largo de su vida Renau no paró de escribir sobre sus experiencias artístico-políticas, pero nunca hizo un trabajo de síntesis, depuración o edición de sus “obras completas”. No se daba tanta importancia a sí mismo. Dedicaba una buena parte de su energía a las batallas estratégicas en la guerra contra el capitalismo, con escritos que golpeaban como un martillo donde más le dolía al enemigo. Sintetizar sus escritos autobiográficos sólo habría servido a su ego, que Renau supo siempre controlar y satisfacer muy bien por otros cauces.

En 1977, al redactar la introducción a la edición facsímil de la revista valenciana de los años 30 Nueva Cultura, dedicó un esfuerzo excepcional a la tarea de resumir su vida, pero se limitó a su época de formación. El resto de su existencia está llena de cabos sueltos (y hasta de leyendas) en entrevistas y en artículos variados. Prueba de su desordenada (por escasa) preocupación por “pasar a la historia” son las grabaciones que le hizo Manfred Schmidt, también en 1977. Se supone que eran para componer un libro que incluyera la biografía del artista valenciano. Pero la conversación de Renau divaga como un río por un cauce lleno de obstáculos, se aleja, se convierte en torrente, se remansa, sin el menor propósito o voluntad de orden, planeando en reflexiones estéticas, recuerdos de sus amistades, críticas, valoración de sus hijos, chascarrillos, confidencias, y raptos de ira ante las intromisiones de su intérprete Marta Hofmann. En realidad, esas cintas son una de las bases de esta biografía que el lector tiene entre sus manos. Así que no sé de qué diablos me quejo. Del trabajo que me han dado, supongo.

Durante el año 1962, Renau toma nota en sus cuadernos de toda clase de asuntos interesantes. Sin duda, una de las fórmulas de compensar su fracaso matrimonial. De nuevo, el trabajo. Entre ellos sobresalen los apuntes de lo que luego será la batalla dialéctica con Fernando Claudín, publicada en la revista del PCE, Realidad.

Pero antes de entrar en semejante berenjenal, hay que detenerse en la vida que llevaba Renau con su hijo Pablo en el caserón del barrio de los rusos, en Karlshorst. El artista valenciano se explayaba así ante Schmidt sobre su hijo varón más joven.

Pablo es el más tranquilo de mis hijos, modesto… no es tonto. Llegó aquí cuando tenía 12 años y aprendió el alemán en la escuela. Es mejicano, como Teresa. Tengo tres hijos mejicanos, el otro es Totli. Pablo es el último… Pablo empezó a estudiar mecánica, en una gran industria de Berlín, donde hay torneros y mecánicos y eso, en Marzahn, hacia Pankow. Aprendió allí con buenas notas de tornero e ingeniero mecánico, que le tiene mucha afición. Pero de pronto empezó a traer malas notas, perdió casi un año, porque se juntó con un grupo de amigos… Y yo perdí la esperanza… Un día me dijo, “Papá yo no quiero ser ingeniero. Quiero estudiar arquitectura.” Yo le dije que eso era muy difícil… Y podía trabajar como especialista, era un buen tornero, con buenas notas… Empezó a trabajar para comer, y vivía conmigo cuando se separó mi mujer, cuando se fue de casa, él se quedó conmigo. Durante un año Pablo estuvo en Weimar. Yo tenía amigos allí, el profesor Paulick, de la Bauhaus… [Organizada por Walter Gropius en Weimar en 1919, que al cabo de las décadas, con el régimen socialista se convirtió en Escuela de Arquitectura.] Yo podía haber recomendado a Pablo. Pero no quise. Y lo echaron. Yo creí que se le había acabado eso de estudiar. Pero como tenía ya un oficio… Pero él dijo que quería seguir adelante. Yo dije, otro año. Y me dijo, voy a probar otra vez. Y yo me dije, cuando prueba tres años es que tiene verdadera vocación. Y le ayudé… Para mí es contraproducente maleducar a los chicos… Yo dije, esta tercera vez te voy a ayudar. Se puso muy contento. Hablé con Bach y con Paulick. Él ya tenía cierto prestigio en la escuela como hijo mío. Yo di varias conferencias en la escuela. Yo no tenía mucha fe en mi hijo, pero… ya es un hombre… nunca me ha dicho nada. Ha venido aquí… Y fueron sus condiscípulos que venían aquí quienes me dijeron que Pablo era Wunderbar (maravilloso). Fue una sorpresa para mí. Acabó como número uno en todo, el número uno de su promoción.

La casa de la Ehrlichstrasse y su jardín, ya limpio de hollín gracias al filtro colocado en las chimeneas de la industria aledaña, se convirtieron en un mundo de hombres. Allí organizó Renau las primeras tertulias con españoles de toda laya y origen. Es de imaginar que a las autoridades alemanas se les erizara el pelo al ver aparecer por allí a un tal Federico Fries, novelista en desgracia en los círculos intelectuales de la RDA.

Federico Fries es un alemán hijo de española, nacido en Bilbao. Al estallar la Segunda Guerra Mundial su padre, un industrial establecido en la España de Franco, fue movilizado. La familia se trasladó a Leipzig, donde les cogió el fin de la contienda, en la que el cabeza de familia había muerto en la batalla de Montecasino. Fries estudió Filología y entró a trabajar en la Academia de Ciencias de Berlín Este. Hombre de costumbres sosegadas y familiares, pero de un gran mundo interior, escribía relatos. El día que decidió publicar una novela se convirtió en aciago, porque el aparato cultural consideró que la narración dibujaba personajes que “no existían” en la RDA, jóvenes de rasgos existencialistas que visitaban el Berlín Occidental (antes de la construcción del Muro, es evidente). La realidad incómoda no existe para los aparatos en los que se sustenta el despotismo. Fries, que no era comunista ni sintió jamás deseos de serlo, envió su manuscrito a una editorial de la RFA, que terminó publicando la novela.

Renau era capaz de componer estos alegatos ideológicos contra el capitalismo y a la vez dejar el dogmatismo en el perchero cuando se reunía con los amigos.

De modo fulminante fue despedido de la Academia y se convirtió en un Arbeitverbot, alguien a quien no hay que dar trabajo. Casado y con varios hijos, y encima propietario de una casa en el idílico suburbio de Köpenick, al Este de Berlín, Fries pasó una temporada espantosa, de la que acabó por recuperarse sufriendo peripecias que dan para otra biografía. A través de Carlos Rincón, un colombiano residente en Berlín Occidental, que conocía a Renau, entró en contacto con la tertulia del pintor.

The Big Parade, del AWL

Renau, lejos de considerarle un peligroso traidor, se indignó por la faena que, según el valenciano, la “burrocracia” le había jugado, y le acogió en su casa y en otras reuniones que había organizado en la cafetería del Deutsche Theater, el Teatro Alemán, situado cerca de la estación de Friedrichstrasse, famosa por su Tränenpalast o Palacio de las Lágrimas, ominoso edificio de cristal donde los visitantes occidentales se despedían de sus familiares orientales antes de regresar a Berlín Oeste. Es importante que el lector se haga una idea de los escenarios de estas peripecias.

A estas tertulias también acudía Karlheinz Barck, ya amigo de Renau además de su intérprete. Por ellas pasaban españoles no vinculados con el PCE, así como muy pocos que sí lo estaban, todos más jóvenes que el artista valenciano. Quim Vilar, el estudiante perseguido por la policía franquista era uno de ellos, posiblemente quien sugirió el uso de la cafetería del Deutsche Theater, donde él hacía prácticas.

Otro de los contertulios era Octavi Pellisa, huido de Barcelona unos años antes. Como Vilar, era estudiante, y había participado en las actividades antifranquistas de principios de los años 50. Era un comunista convencido, refundador del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). Había pasado algunos años en París, y al final de la década se había trasladado a la RDA para continuar sus estudios.

Una de las pocas mujeres asistentes a las tertulias era la estudiante de pintura Nuria Quevedo, que había nacido en Barcelona durante la guerra civil, hija de una catalana nacionalista y de un andaluz entre anarquista y comunista, cuya vida también da para una novela de trepidantes aventuras internacionales. Nuria encontró en el círculo de Renau, una fuente de información para sus estudios y un recreo personal.

Eran tertulias a la española, predominantemente culturales, se hablaba de todo y de nada, se polemizaba y se ironizaba. El dogmatismo estaba ausente de ellas. Renau no se alteraba lo más mínimo cuando alguien le llevaba la contraria, sino que disfrutaba de la polémica. Los camaradas del PCE coetáneos de Renau, obviamente, no participaban.

Esto tiene una explicación, y da lugar a interesantes conclusiones. Karlheinz Barck sostiene que Renau puede que fuera un comunista pintor, pero en su vida de relaciones privadas ponía la amistad por delante de su ideología, de modo que en el círculo de sus íntimos su actitud ante la cultura y el arte era la de cualquier artista liberal, basada en la especulación, en el intercambio de ideas. Por el contrario, a sus camaradas españoles de Berlín la cultura y el arte les importaba sólo como campo de discusión teórica, si es que llegaba a interesarles algo, porque pocos de ellos poseían la formación necesaria, ya que no habían tenido tiempo ni oportunidades para cultivar el gusto. Renau, dice Barck, era un “artista”, con todo lo que la palabra implica de informal e intelectualmente promiscuo.

La conclusión más chocante que producen estas tertulias vistas a distancia es que ni siquiera el régimen más intransigente puede asegurar controles absolutos sobre la sociedad; o deliberadamente deja espacios para la libertad crítica, después de haberse asegurado de que no suponen un peligro. Es como los chistes, una válvula de escape.

Quizá en una de las tertulias se contara uno famoso en la RDA. “¿En qué se diferencia el Capitalismo del Socialismo? En que en el primero se da la explotación del hombre por el hombre, y en el segundo, todo lo contrario.”

Renau se explayaba en estas tertulias con su optimismo y su alegría naturales, estimuladas por un cóctel Tom Collins, que el pintor sabía preparar con experiencia de barman. Tenía acceso a buen licor en las tiendas reservadas a personas con divisas.

A veces, Renau hacía una paella en el jardín. Muy de tarde en tarde, dice Karlheinz Barck, entre otras cosas porque prepararla le costaba una o dos semanas. Y no porque el pintor fuera un perezoso o le tuviera miedo al reto culinario, sino porque reunir los ingredientes para una paella en el Berlín Oriental de los años 60 era ponerse en una coyuntura muy azarosa, al borde de lo imposible. Un día podía conseguir tomates, pero quizá debería esperar una semana para las verduras; el pollo no siempre se encontraba en el mercado; los pimientos eran un bien casi imposible. Y el azafrán, o se lo traían de España o cocinaba sin él.

Fries subraya que Renau y sus contertulios tenían otro concepto de la izquierda, más fresco y abierto que el oficial en la RDA. Los conceptos de arte en la RDA, evoca, eran estalinistas y atrasados, mientras que el aire que venía de los emigrados era nuevo. Además, éstos, como luchadores contra el fascismo tenían un estatus especial, podían expresarse con mayor libertad, no se les ponían cortapisas. Se les permitía publicar cosas y discutir con funcionarios en unos términos que habrían sido inaceptables en un ciudadano de la RDA, aunque también sufrían los efectos de la estupidez burocrática. Los jóvenes de la RDA tenían mucho aprecio a los que venían de fuera como amigos, su conciencia era más abierta, más liberal.

También confirma Fries algo a lo que ya hemos hecho referencia, que la pesadilla de los dirigentes alemanes era que los ciudadanos díscolos entraran en contacto con los exiliados. A Renau no sólo se lo permitían, sino que él mismo hacía casi ostentación de su libre albedrío. Federico Fries recuerda a dos personajes de relevancia, Hermann Accent, miembro del Comité Central del SED dedicado a los extranjeros, y Stefan Hermling, que combatió en las brigadas internacionales en la guerra civil española. No acudían a las tertulias, ni mucho menos, pero servían de pararrayos a Renau. Éste confesó a Manfred Schmidt que en más de una ocasión habría estado a las puertas de la cárcel o de la expulsión del país, de no ser por sus contactos y amistades en el aparato.

Uno de los temas favoritos de conversación de Renau era Picasso. El segundo, Siqueiros. Barck asegura que el valenciano tenía un especial pique con el malagueño. Decía que se le sobreestimaba, que no era el principio de una era, sino el fin de una época en la historia del arte. Con Siqueiros, por el contrario, empezaba otra época. Otro asunto que llegó a incluso a obsesionar a Renau fue el Ángel de la Melancolía de Durero. Para el valenciano, este grabado representa la angustia del hombre renacentista ante el inicio de lo que acabaría siendo la revolución de la ciencia y de la técnica durante los siglos XIX y XX. La ciencia, lejos de servir al enriquecimiento espiritual del ser humano se empleaba para destruirlo; el talento de los protocientíficos se entregaba al perfeccionamiento de las recientes armas de fuego, de la artillería, de la defensa militar. El Ángel de la Melancolía se sume en graves reflexiones sobre este fenómeno que está contemplando en pleno Renacimiento, y en un silencioso pavor ante lo que se avecina en los siglos posteriores. Uno de los últimos fotomontajes de la serie AWL representa este asunto, sustituyendo las armas por el arte pop, el arte moderno que ha perdido su rumbo y entristece al ángel. Su título en el AWL es Photogenic Melancholy, y el Catálogo General lo data en 1955.

La tartamudez del valenciano no era óbice en las tertulias y desaparecía por completo en sus conferencias. En realidad, unas y otras venían a ser lo mismo, con la única y significativa diferencia de que en las primeras el alcohol y el café se servían desde el comienzo, y en las segundas, había que esperar a la conclusión del acto.

En la RDA existía una institución al servicio de los intelectuales adictos o semiadictos, que servía también para controlarlos a todos. Se trata del Kulturbund o Asociación Cultural, y tenía una red que llegaba a casi todos los núcleos más importantes de población de la república de los trabajadores. Los invitados más preciados eran los intelectuales y artistas extranjeros. Renau supo explotar la oportunidad de recorrer el país, acompañado de Karlheinz Barck, dando charlas. Recuerda Barck que tenían un par de conferencias modelo. A los arquitectos les hablaba de sus experiencias mejicanas con Siqueiros. Al público en general, del arte contemporáneo y de su contribución a él por medio del fotomontaje. A base de preparar y corregir estas conferencias, fue forjando sus conceptos estéticos e históricos, que se atrevía a oponer a los de reconocidos académicos.

Renau no necesitaba títulos. El “profesor Renau”, Herr Professor Renau, (tratamiento del que gozó en la RDA, basado en su categoría de tal en la Escuela de Bellas Artes de Valencia), tenía miedo a pocas cosas. Era capaz de discutir, en la tierra que más estudios les ha dedicado, sobre Marx, Engels, Lukacs o Walter Benjamín. De este último conocía a fondo su trabajo teórico sobre el arte seriado, y además contaba con su propia rica experiencia vital para contrastar las ideas del brillante judío alemán. También había leído a Marcuse lo suficiente como para hacer una valoración crítica; no encontraba en él ninguna aportación teórica de interés, salvo su aproximación a “los problemas sexosociales”. Ya hemos visto que para Renau el sexo no fue algo baladí, y mucho menos un tabú.

Bruno Flierl, profesor universitario, apreciaba mucho las conferencias de Renau sobre el muralismo mejicano, al igual que su hermano Peter Flierl, el arquitecto que había encargado a Renau el mural frustrado de la industria electrónica de Adlershof. Apunta Bruno que durante los primeros años de la RDA (fundada en 1949), el muralismo mejicano se había convertido en un tema de discusión entre los arquitectos encargados de reconstruir el devastado país. Este interés procedía en parte de los exiliados alemanes que volvían de América. Pero pronto se impuso el criterio de Moscú, importado por otros exiliados que no habían cometido la frivolidad de refugiarse en el capitalismo, y el riguroso realismo socialista versión soviética arrinconó la energía muralista mexicana. Flierl dice que Renau llegó a la RDA en el momento más inoportuno, cuando incluso el realismo socialista empezaba a declinar, y a ser sustituido entre los artistas jóvenes por el expresionismo alemán, mucho más familiar, y además un producto con denominación de origen propio.

A Renau se le otorgaba el trato de artista invitado de valía internacional, que compartía con los italianos Renato Guttuso y Gabriele Mucchi. A diferencia de ellos, era un refugiado político, no podía regresar libremente a su propio país, y esto pesó como una losa en su carrera. Puede decirse que Picasso también fue, en cierta forma, un exiliado, pero cabe recordar que esa fama se la fabricaron los comunistas, aprovechando su consolidada reputación como uno de los valores internacionales de la pintura moderna. Picasso explotó su condición de antifranquista, Renau, por el contrario, le dedicó lo mejor de su talento.

Renato Guttuso había nacido en 1911 en Sicilia, hijo de un artista. Debió de adquirir una formación académica semejante a la de Renau. Llegó incluso a afiliarse al PCI, lo cual, dicho sea de paso, no le impidió recibir importantes galardones oficiales durante el Fascismo. Pero nunca entregó su vocación a la causa del proletariado, se limitó a ser un pintor “comprometido” y de caballete, sobre todo en Milán, donde contribuyó al movimiento realista Corrente. En 1943 se unió a la resistencia antifascista. Al acabar la guerra visitó París y se hizo amigo de Picasso. Recibió en Varsovia el Premio Mundial de la Paz, y es muy posible que Renau y él llegaran a conocerse. Desde luego, el valenciano conocía bien la obra del siciliano. En 1972 le dieron el Premio Lenin de la Academia de Arte de Moscú. Una de sus últimas obras trata el tema de la melancolía, Malinconia nuova. Quizá algún día un experto en ambos artistas pueda establecer si esta coincidencia de temas entre Renau y Gattuso tiene algún significado, y si uno de ellos influyó sobre el otro.

Gabriele Mucchi, milanés nacido en 1899, estudió ingeniería civil, y también se dedicó a pintar. Se formó estéticamente en París y en Berlín. Trabajó como arquitecto y diseñador y tuvo que ver con el muralismo interior. Hombre comprometido con la izquierda comunista, permaneció fiel a ella durante la guerra fría, fue académico en Berlín Este y uno de los artistas extranjeros más exhibidos en la RDA.

Como se ve, las distinciones y el reconocimiento oficial que recibieron estos dos italianos en el mundo socialista fueron superiores a las de Renau. No viene al caso comparar a los tres artistas con el propósito de verificar cual de ellos ha contribuido más a la historia del arte, si es que eso puede hacerse sin perspectiva. Pero, se observa el viejo fenómeno de que a los de la familia se les trata siempre peor. Eso es algo que tanto Bruno Flierl como Barck observan con cierta melancolía angélica, porque estiman que el valenciano es uno de los grandes fotomontadores de la historia, cuyo talento es universalmente desconocido.

Marta Hofmann comenta sobre este asunto:

La cuestión está en que Renau era de otra categoría. Mucchi y Gattuso se movían dentro del marco de lo que la sociedad espera de un artista. Renau también era un artista en el socialismo, pero innovador, y por eso tuvo problemas, tanto con las “cabezas de hormigón” como con los artistas de la Kunstlerverband [sindicato de artistas]. Renau era un enemigo del mercado del arte porque es elitista, y quería que el arte fuera para todos. “El arte tiene que verlo la gente donde va comúnmente, y no en el museo”, decía. En resumen: el arte tiene que buscar a la gente y no al revés.

Renau conocía muy bien las fallas del socialismo real, pero estaba convencido también de que era el sistema más justo, por eso lo apoyaba. En lo que se refiere a su trabajo distinguía claramente entre posiciones elitistas y buenas. No admitía mediocridades, y sobre todo falta de sinceridad y de honradez en el arte.

En diciembre de 1963 a Renau le dan la oportunidad de presentar su obra en la universidad de Rostock, una ciudad portuaria del mar Báltico. Era quizá la tercera vez en toda su vida que exponía, después de la tumultuosa y decepcionante exhibición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 1928. Esta precisión la hace él mismo al hablar del acontecimiento, ignorando alguna exposición personal que hizo en Méjico y la del Kulturbund de la Jaeggerstrasse de Berlín nada más llegar en 1958. Está claro que aquellas muestras tuvieron más de privado que de público. Pero la de 1963 se hacía a bombo y platillo en el marco del segundo seminario estudiantil latinoamericano organizado por el Instituto de Lenguas Románicas de la Universidad de Rostock, del cual formaba parte el intérprete de Renau, Karlheinz Barck.

Renau llevó a Rostock básicamente sus fotomontajes y algunos de sus carteles de la Guerra Civil, pero también unos lienzos pintados en Méjico y posiblemente el cartón del frustrado mural de Adlershof.

Sin embargo, el acontecimiento que marcaría la presencia de Renau en el Báltico fue una conferencia titulada «Rango Universal de la Pintura Mexicana», pronunciada el 4 de diciembre. Merece la pena detenerse en ella, porque es el fruto de una larga elaboración teórica del artista en su melancólico hogar de Berlín, desierto de mujeres, y ofrece lo que los críticos llamarían “una serie de claves” sobre el pensamiento histórico artístico del fotomontador. Claves inaceptables para muchos, discutibles para otros, pero con un significado profundo de enorme validez, que se ha ignorado injustamente.

El Ángel de la Melancolía

En resumen, Renau viene a decir que la tremenda influencia de la llamada “Escuela de París” en el arte de vanguardia es una exageración manipulada por los intereses del mercado artístico capitalista; mientras, al otro lado del Atlántico, los muralistas mejicanos están dando en los mismos años una lección magistral de creación al servicio de la causa popular, cuyos frutos y consecuencias son inestimables. Una de las ventajas de Renau era su posición como observador y como vanguardista en ambos movimientos.

Establece la Comuna de París (1871) como punto de partida de sus observaciones:

En las últimas décadas del diecinueve se inició en el Occidente europeo una rebelión pictórica antidogmática –antiacadémica – que ha afectado toda la evolución ulterior de la pintura en escala mundial…Todos disfrutamos, en una u otra forma, de sus beneficios, que se manifiestan en los más insospechados objetos cotidianos y modos del vivir de nuestros tiempos…

Esta rebelión antiacadémica se escinde, por decirlo esquemáticamente, entre el dandismo purista de Baudelaire y las tendencias sociales de Courbet. Las bayonetas versallescas aniquilaron el realismo social.

Encarcelado Courbet y después desterrado, y destruido el núcleo de sus camaradas y discípulos, los más eminentes pioneros de la pintura moderna cuentan entre los ausentes, inhibidos y tránsfugas del París Communard: Manet, Degas y Renoir viven el acontecimiento movilizados en el ejército, Monet y Pissarro emigran a Inglaterra; Cézanne se refugia en L’Estaque… Este “complejo de deserción” del París popular marcará muy sensiblemente el devenir pictórico moderno. En adelante, todo lo que suene a “social” o a “político” producirá una indecible alergia en los artistas, críticos y usuarios del plasticismo moderno. Para el burgués bon vivant todo realismo pictórico huele a poudre communarde.

Una serie de circunstancias y azares históricos reúnen en Francia, en el quicio de los siglos XIX y XX, a una elite de literatos y artistas que crean el caldo de cultivo de lo que luego ser llamará la “Escuela de París”, epicentro de una revolución artística cuyo denominador común será un formalismo fuertemente antirrealista y, en el plano social, minoritario.

Paralelamente, al otro lado del Atlántico, se produce un terremoto político. Renau cita a Siqueiros, que cifra en una serie de etapas la toma de conciencia de los jóvenes artistas mejicanos. Primero, las huelgas de los estudiantes de la Escuela Nacional de Bellas Artes, en 1911, contra el academicismo; aparentemente sus reivindicaciones eran sólo pedagógicas, pero en el fondo eran profundamente políticas. Luego, la transformación de los estudiantes en conspiradores contra la dictadura militar del usurpador Victoriano Huerta, en 1913. Y por fin, su incorporación al ejército, en 1914, lo que les permite recorrer Méjico y conocer su geografía, su historia y sus gentes. Subraya Renau que la juventud pictórica mejicana se curtió en el fragor de la lucha revolucionaria. Se apoya en la autobiografía de José Clemente Orozco, que indica que “la pintura mural se encontró en 1922 con la mesa puesta”. La Secretaría de Educación Pública convocó a todos los artistas e intelectuales a colaborar. Se constituyó el Sindicato de Pintores y Escultores, que asumió las ideas socialistas contemporáneas, con la consigna: socializar el arte, destruir el individualismo burgués, repudiar la pintura de caballete y cualquier otro arte salido de los círculos “ultraintelectuales” y aristocráticos. Y sigue Renau:

El carácter de movimiento de la pintura mexicana no está determinado por una concepción formal única, como sucede en los ‘istmos’ europeos, sino por la denominación común de un contenido revolucionario identificado con una revolución social y por la índole mayoritaria, popular, de la función social que cumple la pintura mexicana en su conjunto.

Renau no estaba inventando nada, sino dándole un sentido a ciertos hechos históricos. Se podrá argüir que se ciñe a un esquema marxista. Pero esto, en sí mismo, no es un defecto, sino una aproximación académica más.

La pluma de Renau no es nítida y asequible, sin embargo su lucidez es apabullante.

Razona, volviendo al muralismo mejicano:

La concordancia y coherencia objetivas de estos factores (mercado artístico –industria editorial- crítica de arte) se manifiesta en la tendencia a aislar los hechos artísticos antitéticos, muy particularmente el hecho pictórico mexicano, mediante un verdadero ‘cordón sanitario’ de reticencias metodológicas excluyentes, como después veremos… Es esto lo que en último análisis explica que el movimiento pictórico mexicano, en tanto que tal movimiento, sea perfectamente ‘desconocido’ por la crítica y la bibliografía ‘científicas’ de la estética occidental.

El debate de la crítica burguesa de arte, asegura el fotomontador, omite el movimiento mejicano, y reduce el arte actual al enfrentamiento entre arte occidental y arte soviético. Señalemos que Renau habla de los años 60, cuando el expresionismo abstracto y el informalismo estaban dejando paso al pop y al torrente de istmos que vinieron después. Y Renau continúa: «La crítica marxista debe de penetrar críticamente en la esencia de las contradicciones profundas, internas y externas, de los fenómenos sociales, como es la pintura para transformar los hechos».

La pintura occidental, debido a las condiciones de alienación del capitalismo, está llena de contradicciones. Pero el muralismo mejicano supo adaptarse a la revolución, a las exigencias políticas, a los gustos del pueblo. «La gran hazaña de los pintores mexicanos consiste en haber sabido integrar creadoramente las conquistas plásticas occidentales, incluso las más abstrusas y herméticas, a las exigencias de un arte revolucionario asequible a las grandes masas».

En Occidente, renovación plástica y renovación social son categorías antagónicas. En Méjico, no. A Renau le subleva que significados críticos de arte marxistas desconozcan el muralismo mejicano. Manifiestan una estrechez estética, dice, al considerar el arte como instrumento obligado a reflejar exclusiva, directa y revolucionariamente la lucha de clases, pasando a continuación, “xino xano, a la inefable estética de las formas”. La expresión Xino Xano significa en valenciano “despacito”, sin llamar la atención: los críticos marxistas se contradicen sin que se note.

La pintura mejicana ha influido en todo el arte plástico latinoamericano, con la excepción de Cuba, cuya expresión plástica ha acusado en el pasado inmediato fuertes influjos de las corrientes occidentales. Incluso en los EEUU influyeron los muralistas mejicanos, durante la etapa progresista del New Deal, truncada y desmantelada por la etapa macartista, que se dedicó a apoyar el informalismo y el abstracccionismo. El mercado artístico, asegura Renau, sufre una concentración monopolista financiera paralela a la económica, gracias a la intervención de los USA.

La renovación pictórica actual (de los 60) es anterior a la formación del actual mercado artístico. Arranca del romanticismo antiburgués y se manifiesta en la rebelión frente a la alienación académica. Hoy (también los 60) la alienación es mayúscula, las castas usuarias del arte reivindican la otrora maldita vanguardia como propia. Se ha producido un extrañamiento en la obra plástica de toda implicación moral, social y política, transmutando la creación plástica de acto de comunicación social en objeto de delectación intelectual y sensual, en algo equiparable a una joya u objeto precioso, objeto de una especulación financiera desaforada.

Se mete Renau en el berenjenal de la alienación, citando a Hegel, a Feuerbach y a Marx, para concluir que la “desalienación” está en manos del hombre, utilizando la resistencia, la oposición y la rebelión a dejarse alienar. Por ejemplo, el muralismo mejicano. No obstante, esto no quiere decir que el muralismo mejicano sea el ejemplo a seguir en todas partes. Funciona sobre todo en Méjico, donde apareció debido a una serie de causas concretas que no tienen por qué repetirse en otros lugares.

Dice Renau que el socialismo no está todavía, ni en países tan avanzados como la URSS, a la altura del capitalismo en aspectos culturales como las artes plásticas. Claro que las superestructuras culturales tienen vida propia. Ahora bien, las superestructuras del capitalismo son cualitativamente distintas a las superestructuras de los países socialistas.

Se muestra en desacuerdo con aquellos críticos marxistas que sostienen que la creación plástica sin más, sin propósitos de rebeldía, es lo contrario de alienación. Por ejemplo, hay cantidad de creaciones plásticas de temática religiosa, y la religión es la alienación máxima. Entonces, ¿por qué nos gustan? Porque despiertan en sus contemporáneos y en nosotros la conciencia de diversas formas de alienación. Es decir, porque nos descubren “la trampa” que las originó.

Las obras de Dalí, Max Ernst, Tapies, Picasso, Moore, etc. quedarán en la historia del arte, según su análisis, como testimonios de la alienación capitalista.

Aun hoy (es mi propia experiencia) la contemplación de algunas de estas obras provoca un indefinible estado de desasosiego, de rechazo de su inefabilidad metafísica, una necesidad imperiosa de romper los inquietantes términos de la alienación que expresan y contienen en tanto que creaciones plásticas…

Lo que tendría que hacer la crítica marxista, en lugar de dejarse arrastrar por los cantos de sirena del arte occidental, sugiere Renau, es criticar el lenguaje plástico de hoy en día, los hallazgos plásticos consagrados por el mercado. Sin embargo, pretende con estulticia eliminar el abismo entre el arte minoritario y las masas “elevando el nivel artístico de las masas”, cosa estúpida e inoperante, porque las masas no son imbéciles y tienen criterio.

Renau sostiene que se puede emitir un juicio de valor estético objetivo, susceptible del análisis científico materialista: este juicio debe contener “la suma de los rasgos históricamente transitorios de un determinado conjunto de hechos artísticos concretos, más los rasgos permanentes de estos hechos”, que dependen de la existencia material de la sociedad.

Renau hacía una penetrante observación sobre el mercado del arte, que su evolución internacional no ha hecho sino confirmar. Un mercado dominado por las corporaciones industriales y financieras, por las grandes casas de subastas y por un puñado de galerías, todos estos elementos interrelacionados estrechamente. Mi opinión es que Renau se cogía a este clavo ardiendo de la doctrina marxista porque, de otra manera, su compromiso con la construcción del hombre nuevo no habría tenido sentido. Todo artista necesita una base teórica para sentir que su trabajo tiene sentido (Marcel Duchamp fue una excepción, y los dadaístas se desvanecieron merced a su nihilismo), en especial en estos días que corren, donde no hay exposición sin catálogo lleno de retruécanos o de vaciedades filosóficas.

El marxismo dogmático de Renau irritaba a sus colegas occidentales. Y, a su vez, a los orientales les hacía poca gracia que un artista de fama internacional les leyera una cartilla que sonaba como la de un vulgar académico de Moscú. He aquí una de las razones de que el aprecio a Renau en los medios intelectuales de la RDA fuera minoritario. Sólo los que le conocían bien se daban cuenta de que su dogmatismo era una coraza protectora. En la RDA no había artista que se atreviera a llevar la contraria al discurso oficial, pero sí lo ignoraban de manera más o menos sutil en su trabajo, en sus obras. Exactamente igual que Renau.

Este asunto no se limita al ámbito de lo estético, sino que invade de un modo estridente el de lo político. Es el antecedente de la polémica que Renau mantuvo con Fernando Claudín en varios números de la revista de los intelectuales del PCE, Realidad, entre el otoño del 64 y el invierno del 65.

Una polémica estrictamente intelectual, una discusión sobre el concepto del arte moderno, pero enmarcada en el conflicto entre Claudín y Semprún por un lado, y Carrillo por otro.

En la distancia, bastantes discusiones políticas que han sembrado de víctimas (a veces mortales) el territorio de la izquierda, sobre todo de la izquierda en el poder en los países sedicentemente socialistas, se ven como lo que en realidad eran, meras pantallas de conflictos entre ambiciones personales, sobre un telón lleno de sombras ideológicas.

Lo curioso, y también dramático, es que personas como Renau que carecían de ambiciones de poder, se vieran involucradas, y que además lo hicieran de grado, convencidas de que estaban prestando un servicio más a la causa del proletariado. La única explicación es que nadie puede abstraerse de las circunstancias en las que vive, a no ser que se encierre en una torre de marfil. A veces estas circunstancias ponen a las personas ante la espada y la pared, y cada uno escapa del trance echando mano de una desigual combinación de astucia, conciencia, oportunidad y fortuna. Si Renau hubiera deseado salir de aquel campo de minas, lo habría hecho. Tomó el partido que tomó porque le dio la santa gana; si en algún momento tuvo dudas, las resolvió confirmando a su alrededor un día tras otro que la pintura de caballete era un riesgo demasiado alto en un mercado selvático que había abandonado a los 20 años. Además, él donde se sentía a gusto era en el laboratorio fotográfico y en el andamio de los murales. Eran su medio, su circunstancia “natural”.

Las circunstancias “artificiales” en 1964 eran la crisis de la dirección del PCE ante la ineficacia de sus esfuerzos por socavar el régimen franquista, las continuas detenciones de sus mejores líderes (una de las más sonadas, la de Julián Grimau, a quien Renau dedicó un sobrecogedor dibujo, en la campaña para denunciar su fusilamiento), y la indiferencia de la mayoría aplastante de los españoles a las consignas de los comunistas. Los problemas internos del PCE se veían agravados por la ruptura entre Pekín y Moscú, y la aparición de disidentes “izquierdistas” que hablaban abiertamente de revisionismo y acusaban a la dirección de Carrillo de haberse olvidado de su compromiso con la clase trabajadora en beneficio de su estabilidad en el aparato y de las imprescindibles subvenciones del PCUS para hacer funcionar ese aparato.

Entre los papeles de Renau hay uno fechado en febrero del 64, redactado por uno de los asistentes a cierta conferencia extraordinaria del PCE, un militante madrileño que hace reflexiones estremecedoras: la revolución ha de ser violenta. Es decir, que la marea era fuerte, aunque invisible.

Al final de la polémica, Renau se sintió utilizado por Carrillo, aunque sólo lo admitió entre sus próximos. Llegó a protestar porque hubieran cercenado uno de sus artículos, que se publicó en lo más arduo de la batalla política, como un ariete más de ella. Sin embargo, también es cierto que a Renau no le pareció mal que Claudín y Semprún fueran castigados a regresar a la base (ambos pertenecían al Comité Ejecutivo), para que recuperaran el sentido de la realidad. Una realidad, las contradicciones del socialismo real, que el artista aguantaba estoicamente.

Renau siempre utilizó su pluma y su pincel movido por un combustible ideológico que procedía de las fuentes canónicas del marxismo leninismo. Pero otros no lo hicieron así. Por el contrario, las actuaciones de ciertos personajes se debieron a motivos políticos, en el peor sentido del término, pero no ideológicos.

Alejandra Soler recuerda en su biografía La vida es un río caudaloso… una asamblea de pesadilla.

En el invierno de 1947, llegaron a Moscú Vicente Uribe y Fernando Claudín, miembros ambos del Comité Central, y representantes de la generación de los viejos dirigentes del Partido y de la generación más joven respectivamente. Venían a conversar con la emigración comunista de los españoles y a conocer, como dijeron, su moral y su actitud hacia la URSS. En consecuencia convocaron una asamblea que duró tres días, en los que Uribe en su parlamento nos tachó, sobre todo a los intelectuales (por así llamarnos a intelectuales, traductores y artistas), de gente que había perdido el sentido revolucionario, que nos habíamos aburguesado, y que hacia la URSS teníamos una actitud más bien tibia.

Vicente Uribe y Fernando Claudín acabaron destituyendo a José Antonio Uribes, un valenciano amigo de Renau, de su puesto de dirigente del partido en la emigración. A eso, y no a otra cosa, iban, por razones que ahora ya carecen de importancia. Sigue Alejandra Soler:

Aquellas reuniones eran como una pesadilla, y aunque los que asistíamos a ellas teníamos conciencia de que nuestra actitud y nuestro comportamiento, tanto en la guerra como en la posguerra, había sido y era intachable, salíamos de ellas con un regusto de tristeza y de irritación. Se acabó la pesadilla de las reuniones, se marchó Uribe, y fue depuesto Uribes de su cargo. No fue rehabilitado hasta años más tarde, al ir a trabajar a Radio España Independiente (la Pirenaica). En el puesto de José Antonio Uribes se quedó Fernando Claudín.

Viene a cuento esta cita en descargo del “dogmatismo” de Renau. En 1947, Claudín no había encontrado ningún reparo en esgrimir la acusación de pequeñoburgués a un camarada para ocupar su puesto. Poco más de diez años después, se había convertido en un hombre abierto a las corrientes estéticas del capitalismo; o sea, en términos de su antigua ortodoxia, se había hecho un pequeñoburgués. Renau no había variado ni un milímetro su posición. Y además, no había traicionado a nadie. Cuando escribió el ensayo que a continuación se glosa, Renau debía tener presentes esos días infernales de 1947, que sin duda le habría mencionado Alejandra Soler en las visitas del artista a Moscú.

El ensayo de Renau Auditur et Altera Pars (Que se escuche también a la parte adversa), publicado en dos entregas en la revista Realidad, fue redactado en el verano de 1964, en respuesta a otro de Claudín sobre la problemática actual de la pintura.

Al abordarlo, nos encontramos con un texto filosófico de interés limitado a los interesados en la materia. Se ha tildado a este ensayo de poco notable, escasamente sistemático y sin brillantez intelectual, lo cual es falso e injusto. No es más arduo o pesado que los de filósofos venerados en sus cátedras y evitados como la peste fuera de ellas. Sobre el estilo del valenciano ya hemos tratado en sus escritos de juventud, en concreto su conferencia sobre la Función Social del Cartel, que contiene pasajes indescifrables al lado de otros llenos de lucidez.

A lo largo del siglo XX, muchos pintores han intentado definir el arte moderno o ilustrar sus trabajos con un cuerpo teórico, y el resultado han sido libros abstrusos. A Renau, a veces cuesta entenderle porque se deja llevar por una elocuencia marmórea, quizá imitando un estilo de cátedra que le parecía apropiado para la ocasión, pero no dice trivialidades ni hace discursos vacíos. Domina la bibliografía y las referencias. El hecho de que coincida con Georg Lukacs en la identificación entre arte de vanguardia y decadentismo burgués hace pensar que conocía sus textos, aunque también es posible que, siendo ambos marxistas ortodoxos, hubieran empleado el mismo razonamiento, tanto más cuanto que Renau no sólo había estudiado la vanguardia sino que la había vivido y había decidido abandonarla por el malestar que le producía el “decadentismo burgués”.

Renau, mal que les pese a algunos, fue un intelectual de talla. Duro, reiterativo, a veces retórico. Es decir, uno más de la caterva de los intelectuales que han sido y serán. Pero su preparación era sólida, y su compromiso con el ideal comunista, incondicional. No obstante, sus ideas sobre el arte del presente y en especial del futuro no fueron monolíticas, evolucionaron a lo largo de su vida. Otra cosa es que no se atuviera a los cánones de la crítica dominante. Nunca se atuvo. Ser marxista y ortodoxo es algo que dejó de estar de moda en los 60. Por eso, observar a Renau desde fuera del marxismo y con un punto de vista ajeno a las modas académicas es un ejercicio tan entretenido como saludable.

El escándalo que se organizó a raíz de este ensayo del fotomontador traspasó fronteras y océanos. Y le dejó marcado para siempre. Renau no tenía la cintura y las tragaderas de los profesionales de la política. Esto se manifiesta en el borrador de una carta dirigida a la redacción de Realidad en septiembre de 1965.

En ella se queja de la manipulación que ha sufrido su contribución a la polémica con Claudín sobre al arte moderno. Arguye que al escribir aquel artículo arriesgaba mucho, pues Claudín era entonces miembro del Comité Ejecutivo, y que él ofreció su dimisión del Comité Central si el Comité Ejecutivo compartía el punto de vista estético de Claudín.

Menciona a Pepe Ortega, pintor residente en Moscú y también miembro del CC. La relación de éste con los conflictos político-estéticos es imposible de determinar en la documentación de Renau. No sabemos si José Ortega pertenecía al sector claudinista o a otro. Algo claro hay, no obstante:

Meses antes de lo de ahí, recibí de Moscú a través de una camarada de aquí ‘un abrazo’ de Dolores y el encargo de que me dijera de su parte que ‘después de tantos años de haber creído en FC [Fernando Claudin], (yo) le había demostrado que era un ignorante.

Otra camarada llamada Irene, en cuya casa pasó unos días de espera “ahí” (se supone que en Praga, donde se celebraban las reuniones del CC) manifestó una gran circunspección hacia Renau, en contraste con la antigua familiaridad. El pintor ensayista dice que se debe a la manipulación que sufrieron sus artículos contra Claudín.

Concluye afirmando que pone término de modo irrevocable a su cada vez más precaria y aleatoria participación en la política intelectual del partido. Esto venía a ser una ruptura de relaciones. El divorcio entre Renau y sus camaradas españoles en la RDA será un hecho a partir de entonces.

Eva Maria Thiele, estudiosa de los trabajos del artista, recuerda que una tarde de verano se encontraba con Renau en el jardín de su casa. Un exiliado y camarada del PCE por quien Renau no sentía ninguna simpatía apareció por allí. Renau hizo un aparte y se disculpó con él, tras lo cual, el visitante salió corriendo. Eva Maria Thiele todavía no dominaba el español, y preguntó a Renau de qué habían hablado. Este le dijo que había explicado a su camarada que mantenía una interesante conversación con una mujer de la Rote Armée Fraktion, la Fracción del Ejército Rojo, organización terrorista en la RFA apoyada por la Stasi, y que el hombre había escapado de aquella diabla a toda prisa.

Finalizaremos el capítulo reseñando el cambio de domicilio de Renau. Del barrio de los rusos, Karlshorst, se mudó a otro más hacia el Este, Mahlsdorf, completamente alemán, a una casa de Kastanienallee (la avenida de los Castaños). Mahlsdorf es vecino al idílico distrito de Köpenick, con su inmenso lago de Müggelsee rodeado de bosques, su palacio con jardines versallescos y su ayuntamiento modernista. Semejante escenario encajaba más en el arquetipo idílico del artista al que se resistía Renau. Era un lugar muy poco poblado, casi una reserva de altos funcionarios, a donde el español fue a parar por casualidad.

Esta es la historia, basada en el relato del pastor Hanfried Müller, un viejecito vivaz encorvado sobre su bastón, que vive hoy en el caserón de la calle “Honrada” de Karlshorst.

Hanfried Müller y su esposa Rosemarie Streisand eran en los años cincuenta estudiantes de Teología en la universidad de Göttingen, situada en Alemania Federal. Hacia 1952 ó 53 participaron activamente en manifestaciones muy ruidosas contra la “remilitarización” de la RFA. Era el punto álgido del enfrentamiento de las dos Alemanias, empujadas y sostenidas cada una por una de las dos grandes potencias en competición. Cabe recordar que si en la RDA cualquier actividad contra el recién nacido estado socialista era perseguida despiadadamente, al otro lado de la frontera el menor atisbo de actividad comunista o la mera defensa de esta ideología originaban la fulminación del osado.

Hanfried y Rosemarie serían o no agentes comunistas, pero el caso es que incurrieron en un pecado político inaceptable en aquellos momentos, identificarse con una consigna de Moscú, y fueron expulsados de la universidad de Göttingen. Estimulados por las promesas de la otra Alemania se trasladaron a Berlín Este, donde pudieron matricularse con todos los honores en la Universidad Humbolt, que debe su nombre y su prestigio al botánico y filólogo del siglo XIX, Alexander von Humbolt.

Al llegar a Berlín, los Müller fueron alojados en un piso del único edificio de tres alturas de la calle “Honrada” de Karlshorst. Cuando Renau se instaló en su caserón, los Müller le observaron con (santa, luterana y teológica) envidia, porque habían empezado a tener prole y suspiraban por una vivienda más amplia. La solicitaron, y la obtuvieron años después, siendo ya Hanfried profesor de Teología en la Humbolt Universität.

Se trataba de una casita unifamiliar en la Kastanienallee de Malhsdorf. El único inconveniente era que se encontraba demasiado lejos del centro de Berlín, y además estaba muy mal comunicada, mientras que la Ehrlichstrasse se halla a un tiro de piedra de la estación del ferrocarril suburbano de Karlshorst, que por medio de un solo transbordo lleva hasta la misma Alexanderplatz.

Hanfried Müller cayó en la cuenta de que tenía buena relación con un español llamado Juan de Pablo, un militar republicano exiliado que había pasado algunos años en Francia y recalado en Berlín, donde era bibliotecario del Museo de los Hugonotes, en la catedral francesa de la monumental plaza Gendarmenmarkt.

La biblioteca de la Iglesia Reformada Francesa que dirigía Juan de Pablo contenía una selecta sección de libros antiguos en español, que hacían las delicias de especialistas como Karlheinz Barck. Recuerda el intérprete de Renau que Juan de Pablo y el pintor se conocían, y hasta es posible que acudiera a alguna de las tertulias. El teólogo Müller pidió al bibliotecario de Pablo que le presentara a Renau. Y una vez realizado el trámite, Müller propuso al artista el cambio del caserón de Ehrlichstrasse por la casita de Kastanienallee. Müller sabía que Renau no estaba a gusto en aquel palacete, y suponía que no teniendo un trabajo con horario fijo ni oficina a la que desplazarse a diario, le podría convenir la mudanza.

No se equivocó. Renau inspeccionó la casa de Kastanienallee y vio que podría instalarse en ella con su hijo Pablo y montar en las habitaciones libres un taller. Además, el alquiler le salía más barato. Según Hanfried Müller la mudanza se realizó en 1965.

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