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Renau: La responsabilidad del arte Cultura y comunicación Series

Renau. La espinosa Hispanidad de Cuernavaca. Capítulo 12

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Tercera parte. El estilo de vida americano

Manolita Ballester, una artista silenciada

En 1945 Renau había realizado una serie de pequeñas pinturas murales en un restaurante de Ciudad de México llamado «Lincoln». Era propiedad del empresario español Manuel Suárez, un hombre que invertía en diversos tipos de negocios. Son trabajos de carácter decorativo. Según Forment, Renau no quería hablar de ese asunto porque le avergonzaba.

Vuelvo a referirme al espléndido dibujo de las sirenas en torno a una roca, una copia del cual Teresa Renau conserva en su casa de Berlín, que aparece también en alguna fotografía de la familia Renau en una de sus viviendas en Méjico, y que los “críticos más exigentes” consideran una obra kitsch. Desde luego, no es un trabajo original ni comparable a otros muy apreciados por el artista. Pero no debía avergonzarse tanto de él si lo colgaba del salón de estar de su casa, tan frecuentada por intelectuales de lengua y pluma afilada como una navaja de afeitar.

Las pinturas del restaurante Lincoln, al parecer hoy en mal estado, representan, según Forment, que las ha visto y estudiado, un “tipismo regional, fascinación por los paisajes naturales, vistas provincianas, etc… Situadas entre la pintura costumbrista y el paisaje romántico, responden a una voluntad decorativista.”

Da la impresión de que intenta pillar a Renau en renuncio, como si su compromiso revolucionario (o estético, depende de quien le juzgue) le procurara por arte de magia techo y sustento para él y su familia. Decorar restaurantes era una de las formas que tenía el pintor de ganarse la vida. Estaba acostumbrado por sus trabajos publicitarios a atender las demandas del cliente, por poco que las compartiera. Con los frescos del restaurante Lincoln debió hacer lo propio, los realizó pensando en el tipo de comensales que lo frecuentaban, de clase alta, con ganas de relajarse y de disfrutar de un ambiente agradable, al igual que había hecho con las pinturas murales para casas de la alta burguesía valenciana en los primeros años 30.

Manuel Suárez y Renau debieron de hacer buenas migas, porque en 1946 el gachupín le ofreció la posibilidad de realizar un gigantesco mural en un hotel que poseía en Cuernavaca, la ciudad de la eterna primavera, según el lema turístico. Se trataba de un lugar llamado Casino de la Selva, un atrevido edificio parte del cual fue diseñado por el arquitecto español Félix Candela.

La construcción del Hotel del Casino de la Selva se inició en 1929 por la Compañía Hispanoamericana de Hoteles, y en 1931 fue abierto al público de altos recursos con servicios de restaurante y alojamiento limitado a 20 habitaciones. Como casa de juego funcionó hasta 1934, pero una deuda que tenían los empresarios con Manuel Suárez, por 350 mil pesos de entonces, además de la prohibición del juego implantada por el gobierno de Lázaro Cárdenas, cambiaron el destino original de este sitio de recreo.

En la página de Wikipedia dedicada al Casino de la Selva de Cuernavaca se encuentran interesantes referencias.

Manuel Suárez no podía dedicar a casino el así llamado de la Selva, y por alguna razón decidió emplear una suma no muy onerosa a la decoración de las paredes por pinturas murales. En el documental “La batalla del casino de la Selva” se narran los avatares que sufrió el edificio. En una información sobre él encontrada en la página de Internet de Ediciones Pentagrama se dice:

En el documental podemos ver a Marcos Manuel Suárez, descendiente del dueño del hotel, diciéndonos cómo don Manuel Suárez, allá por los años cincuenta, se propuso convertir su hotel en un importante sitio cultural. Mientras nos habla de los trabajos de Félix Candela, José Renau, Francisco Icaza, Reyes Meza y Jorge Flores, quienes acudieron con entusiasmo al llamado de Suárez levantando interesantes construcciones y plasmando hermosos murales de cientos de metros cuadrados (murales que llevaron al gran Neruda a decir que el Casino de la Selva era la Capilla Sixtina mexicana).

Los tres últimos citados eran pintores muralistas mejicanos que realizaron sus propios trabajos en el edificio, al igual que Renau. Su mural se ha titulado de varias maneras: España hacia América, El nacimiento de la Hispanidad o Mural de la conformación hispánica.

Tonico Ballester, el cuñado de Renau, estuvo a punto de intervenir en el embellecimiento del complejo. Realizó la maqueta de una fuente ornamental que nunca llegó a construirse.

En “El Pintor y la Obra”, artículo publicado en noviembre de 1946, Renau se refería ya a su trabajo de Cuernavaca, parte del cual aparecía ilustrando el texto.

En el mural que estoy realizando en Cuernavaca (5m x 28m) espero realizar un primer intento en gran escala de este concepto dinámico en el asunto general que titulo España hacia América, considero la etapa histórica a que me refiero, más que como una suma o sucesión de personajes y anécdotas, como un impulso dinámico en el tiempo en el que las personas y los hechos mismos no son más que la expresión episódica del movimiento general, considerándolo como protagonista. Mi empeño fundamental en esta obra es que ese impulso de España hacia América considerado en sí mismo sea tan visible como elemento abstracto primordial, en su calidad de movimiento, como los mismos elementos concretos que animan a la composición desde el punto de vista representativo.

El propósito de Renau está, a juicio del resultado, plenamente conseguido. En sus veintiocho metros de anchura por cinco de altura se observa, sin solución de continuidad, una representación simbólica de la historia de España, desde la invasión romana de la península hasta la llegada de Cortés a México.

Al parecer esto último causó cierto escándalo entre los muralistas e intelectuales mejicanos, que reprochaban a los españoles no plasmar en su obra los obligados remordimientos que debían sentir porque sus antepasados se hubieran adueñado de todo un continente a sangre y fuego.

De nuevo la “crítica más exigente” considera este trabajo de Renau casi como un desatino, porque expresa una concepción imperial o imperialista inaceptable, en especial por su iconografía de un figurativo exaltador de los valores tradicionales de la España Eterna. Y no se atreven a calificarla de “obra menor” debido a sus dimensiones. Sin embargo Neruda, que fue muy exigente cuando le interesó serlo, bautizó aquellos murales como “la Capilla Sixtina mexicana.” Dudo que lo hiciera por el mero hecho de complacer la amistad que podría tener con Renau y de los otros pintores mexicanos que habían contribuido con sus propios murales al Casino de la Selva.

Fotografía extraída de la página http://amigos-del-polyforum.blogspot.com

El valenciano empleó en su mural toda la experiencia adquirida con Siqueiros. Desde luego no utilizó ninguna técnica vanguardista, como las que se ven en el Retrato de la Burguesía. Pero no estaba trabajando para un sindicato ni escenificando un mensaje revolucionario.

Algunos se han preguntado cómo podía sentirse Renau orgulloso de este mural, España hacia América, siendo un marxista ortodoxo. El argumento de que es una obra coherente con el realismo socialista puede resultar aceptable. Otro, más incómodo para los progresistas fundamentalistas, es que Renau se creía lo que estaba haciendo, aunque no supo explicarlo.

Además, según Manuela Ballester, Renau estaba compitiendo con Rivera y con Siqueiros, que eran mexicanistas acérrimos. Por orgullo, por amor propio o por celos, el español estaba convencido de que su obra era tan valiosa estéticamente como la de los mejores muralistas mexicanos. Y lo quiso demostrar, aunque probablemente no le hacía falta, después de su intervención en el Retrato de la Burguesía. Tampoco hay que olvidar que los mexicanos tuvieron que hacer obras de encargo como Renau, según él mismo “denuncia”, al acusar a Siqueiros de tener una visión “arqueológica” del imperialismo, centrada en las atrocidades que cometieron los españoles, y restando importancia al expansionismo norteamericano. Pero, subraya Renau, Siqueiros tenía miedo de perder sus clientes americanos.

Sobre el mural de Cuernavaca hay una desconcertante referencia en un artículo firmado por J.E. Casariego en un número de ABC del año 60, cuando Renau ya vivía en Berlín Este. Pone los murales por las nubes (por su veracidad y escrupulosidad históricas), habla de otros en preparación, explica que se deben al mecenazgo de Manuel Suárez, empresario mexicano de origen español, que sale retratado bajo uno de los murales. Y lo más chocante es que los atribuye a “dos jóvenes artistas puros” a quienes se brindaba la ocasión de hacer una obra perenne: José Renaud [sic] y José Reyes Meza. Este último fue uno de los muralistas del Casino de la Selva, aunque no en colaboración con Renau. El cambio de apellido de éste quizá se deba a que Casariego no quería comprometerse con la censura franquista y se inventó la bola de un “joven pintor puro”, cuando en ese momento ya tenía 53 años, y era un artista empeñado en distanciarse del esteticismo.

Ruy Renau resume de esta manera la llegada de la familia a Cuernavaca

Fue durante nuestra estancia en Mixcoac que mi padre estableció vínculos con Manuel Suárez, un millonario gachupín que era dueño de media costa de Veracruz, a más de que poseía terrenos en Cuernavaca y el DF. Era también dueño de una empresa, como se diría ahora, líder en la industria de artículos de asbesto–cemento: “Techo Eterno Eureka”. Este empresario dio trabajo a un montón de refugiados y, entre ellos, a mi padre, sobre todo para “promocionar” sus “fraccionamientos” (algo así como Marbella, pongamos por caso, pero sin control alguno) en las playas de Veracruz. A la sazón, ya era dueño del hotel Mocambo, en Veracruz, un colosal hotel en la playa de Mocambo que, en aquel tiempo, jamás llegó a cubrir el cupo planificado. Se llamaba “El Corsario”, mi madre pintó un conjunto de “escenas marinas” o algo parecido. Lo mejor, para mí, de esta relación era que podíamos disponer de un “bungalow”, situado frente a una lamentable imitación de “La Torre del Oro”, en las vacaciones, que por entonces eran en invierno, y solíamos irnos a Veracruz a disfrutar en grande de las playas y de la ciudad, que sigue siendo, en mi opinión, una de las más agradables de este país.

Como dicen en los enredos sexuales de la TV, una cosa llevó a la otra y don Manuel Suárez, que había construido el hotel “Casino de la Selva”, en Cuernavaca, “el más grande de América Latina”, encargó a mi padre la pintura de un mural en una pared de, si la memoria no me traiciona, seis por veintiocho metros, o sea, un mural en serio. Este hotel, en una ciudad que tendría poco más de ocho o diez mil habitantes y que, pese a ser “la ciudad de la eterna primavera”, definición que suscribo, jamás llegó a funcionar como tal. Según le explicó a mi padre un administrador del hotel, resultaba más costoso abrirlo al público que mantenerlo en “stand by”. Esto resultó ser una bendición para nosotros que pudimos disponer de cuatro bungalow, cada uno con dos habitaciones y un baño, unidos en un bloque y que funcionaron, por orden de importancia, como cocina, comedor y cuarto de la yaya; biblioteca y habitación de mis padres; dormitorio de los hermanos, en una habitación, y de las hermanas en la otra. El restante hacía las veces de estudio y cuarto oscuro. Pero esto que te cuento requiere de una retrospectiva, puesto que el traslado a Cuernavaca no fue de golpe sino por “aproximaciones sucesivas”.

Ruy continúa su historia de las “aproximaciones sucesivas”.

En esa época, la de Mixcoac, yo solía ir a la empresa “Techo Eterno Eureka”, algunos sábados, a cobrar 500 pesos, que era lo que mi padre recibía por sus trabajos publicitarios, además de aprovechar el viaje, de vez en cuando, para acompañar a Julieta a sus clases de ballet, donde también me “enamoré” de un montón de chicas y, en especial, de su maestra.

En algún momento del año 45 o 46, surgió el proyecto del mural en el Casino de la Selva. Según reza un letrerito, en la esquina inferior izquierda del mural, “José Renau empezó a pintar este mural en 1946”. Pero, evidentemente, a la pintura del mural precedieron una serie de bocetos, esquemas, retratos de personajes, escenas de batallas, vestimentas, etc, que se ajustaran en lo posible a la historia que cuenta el mural, una tarea ingente y que requirió de mucha dedicación y entusiasmo. El producto final fue una maqueta en carboncillo y, lógicamente, cuidadosamente cuadriculada, para después transferirla al muro. En esta primera etapa, durante la que mi padre disponía de un pequeño bungalow, junto a una espectacular piscina olímpica, fue que yo empecé a meter mano, en mis vacaciones escolares, en lo que pudiera corresponderme: Mi primera colaboración consistió en sujetar firmemente un cordel, previamente embebido en un colorante rojo, para trazar una cuadrícula en el muro que correspondiera a la del esquema previo. Para ser justo, te diré que esas temporadas que pasé con mi padre, solos él y yo, me hicieron pensar en que él confiaba en mí mucho más de lo que yo había supuesto. A toro pasado creo que, en esas circunstancias no había razón para que hiciera gala de su autoridad y, es más, me mostró su faceta más noble y amorosa. Incluso empecé a “casi” olvidar el pavor que le tenía. Me he preguntado el porqué de su empeño en ocultar dicha faceta, en especial a la familia, de amor entreverado con despotismo. Supongo que, desde su óptica, mostrar sus “debilidades” tan humanas, socavaría el principio de autoridad que le correspondía. No lo sé. Ahora bien, esas sesiones en el pequeño bungalow no eran muy largas: mi padre se veía obligado a viajar con frecuencia entre el DF y Cuernavaca debido a que seguía haciendo carteles de cine y prospectos publicitarios, puesto que la familia tenía que comer y, por el momento, el mural no daba para mucho.

Durante bastante tiempo hubo un trasiego de gente del DF a Cuernavaca, hasta que en un momento dado, que me cuesta trabajo ubicar, toda la familia acabamos por instalarnos en el Casino de la Selva. Tengo un punto de referencia: yo había terminado el segundo de secundaria y me matriculé, para el tercero, en una escuela pública, o sea que tendría unos trece años, en el año 47, más o menos. Y aquí da comienzo un período de dolce vita para los hermanos. No en balde Teresa piensa que estuvo ahí durante ocho años. Hay un axioma que dice que, si la estás pasando bien, el tiempo se te va con inaudita rapidez. Este axioma se puede comprobar empíricamente por cualquiera que la esté pasando bien. Pero creo que, en el recuerdo, ese tiempo se alarga hasta lo indecible. Una de las virtudes de la memoria es su capacidad de seleccionar lo que nos interesa y desechar lo que nos molesta. Teresa, que tendría unos cuatro años, disfrutó como nadie de esa época dorada pero, como no sabía sumar, contó más años de los que habían pasado.

Intercalaré aquí algunas de las referencias que Teresa Renau me proporcionó sobre la vida en Cuernavaca, en las varias conversaciones que mantuve con ella en Berlín.

Teresa cree haber pasado allí más años de los que en realidad transcurrieron. Es el primer recuerdo nítido de su infancia. Confirma que era como habitar un paraíso. Como Renau pasaba parte de la semana en Méjico DF trabajando en el estudio, no tenía oportunidad de pelearse con Manolita. Estas treguas, debido a la ausencia del padre, son referencias llenas de significación que los hijos de Renau ofrecen sobre sus relaciones con él.

Ya hemos visto que Ruy le temía por su intransigente rectitud. Estamos en 1947 y comprobamos que la pareja se lleva francamente mal. Tras el nacimiento de Pablo, Manolita hizo un apunte en su diario, que Ruy ha tenido la amabilidad de enviarme:

Mi madre, tras acudir a la consulta de una comadrona en compañía de su hermana Rosita escribe: «No vullc tindre més xiquets, després de cinq, i als meus anys». Esto me parece que ilustra en cierto modo el por qué se mantuvo siempre en un “segundo plano”. No creo que tuviera muchas opciones.
Dice Teresa que tampoco se peleaban cuando estaban con invitados o en público, de este modo, los problemas del matrimonio pasarían inadvertidos para los que no eran íntimos. Al padre casi no le veían, sólo por la mañana, antes de ir a trabajar al mural, o cuando necesitaban algo e iban a buscar a la madre, que estaba con él al pie del andamio. Renau preparaba los dibujos necesarios, se iba a trabajar a México DF, y Manolita se quedaba encargada del mural.

En México, Renau dormía en el estudio, en una litera. En el edificio de apartamentos contiguo vivía la tía Rosa. Renau comía en casa de Rosita. Trabajaba en el estudio con dos ayudantes jóvenes, aprendices. La familia, mientras tanto, permanecía en Cuernavaca.

El mural lo hicieron sólo entre los Renau, padre, madre y Ruy. En realidad, los colores los daba sólo Renau y a veces Manolita. Al traslado del boceto a la pared, con plantilla, ayudaba Ruy, que tendría entre dieciséis y diecisiete años, y pasaba el tiempo en la escuela. Es decir, que el mayor trabajo es de Manolita, subida al andamio todo el tiempo, recuerda Teresa.

Los fines de semana, cuando llegaba el padre, los chiquillos se ponían contentos, porque siempre traía cosas. Pero, a veces, la alegría se enturbiaba porque comenzaban las discusiones entre Renau y el resto de la familia. Asegura Teresa que Renau no tenía ni idea de cómo educar a sus hijos. En Cuernavaca, donde vivían a lo salvaje en su ausencia, había dos piscinas, una olímpica.

Un aspecto del mural.

Habla Teresa.

Cuando venían visitas y se animaban, Renau se empeñaba en que los varones se subieran al trampolín más alto y se tiraran de cabeza. Quería hacer de los hijos unos valientes, lo que él tampoco era. Yo me resistía chillando y pataleando. Pero mis hermanos Ruy y Totli obedecían llenos de pavor. Renau pasaba poco tiempo con nosotros. Cuando llegaba de Méjico el fin de semana, le recibíamos con alborozo, pero en cuando empezaba a forzar a los niños a hacer cosas absurdas, estábamos deseando que se fuera.

Seguimos con la evocación de aquel episódico Edén desde la visión de Ruy.

Quiero hacerte una somera descripción de cómo transcurría nuestra vida cotidiana en ese paraíso. El hotel Casino de la Selva era, según la publicidad, el más extenso de América. Pues resulta que nosotros, la familia Renau Ballester, dispuso de ese hotel, que jamás llegó a funcionar como tal, como si fuera propio: una piscina olímpica, en la que aprendimos a nadar todos los hermanos; otra piscina para niños; canchas de tenis; caballerizas, que aunque no tenían caballos, utilizábamos para escondernos durante los juegos de persecución; un frontón para cesta punta que utilizábamos como frontón “normal”. Añádele a esto unos prados de verde hierba, entreverados con trébol, en que solíamos yacer en las noches de luna y también en las que no había luna. Durante el día todos íbamos a cumplir con nuestras obligaciones escolares, pero en cuanto volvíamos a casa nos poníamos un bañador y nos íbamos a la piscina. Cuernavaca, por entonces, cumplía con los parámetros que la definían como “la ciudad de la eterna primavera”. Ya te definí el significado de “zócalo” [plaza mayor]. Pues bien, en Cuernavaca había tres zócalos, unidos por sus vértices y que representaban tres tipos de relación social. Esto no tiene mucho que ver con lo que a ti te interesa, pero creo que podría ubicar en un cierto entorno las excepcionales condiciones en que mis padres y su familia nos dimos el lujo de vivir, literalmente, como marqueses.

Teresa aporta otros detalles de la época dorada.

En el Casino de la Selva había una familia española católica con 11 hijos, que pedía a Renau que vistiera a los niños. Mi madre se encargaba de este trabajo. El capataz era un tipo que a los niños nos parecía un nazi, con botas de montar y fusta. Pablito era una víctima de todo el mundo. Especialmente se metían con él y le asustaban el capataz y el jardinero, un tipo con una cicatriz tremenda en la cara.

Los niños nos dedicábamos a robar fruta de los huertos cercanos, y teníamos trifulcas con los propietarios. Era algo muy emocionante. Una vez nos descubrió uno de los dueños, un mejicano borrachín, que salió con una pistola, y Ruy me escondió en una conejera, donde permanecí aterrorizada hasta que se marchó el borrachín y Ruy volvió a rescatarme.

La maestra de Cuernavaca era una mujer muy indígena, muy relimpia y repintada y arreglada. Cuando se perdía algo, pegaba una vela en un plato, lo llenaba de agua y pedía a los niños que escribieran sus nombres en unos papelitos que echaba al plato. La única que no tenía que escribir su nombre era yo, porque era blanca y me creía incapaz de robar. El papel que quedaba pegado a la vela, era el del ladrón, y le castigaba, fuera o no fuera verdad. Un racismo al revés. Esta mujer me enseñó a bordar y a cocinar.

Manolita hacía reuniones de padres de chicos de la escuela para recoger dinero y dar desayuno a los niños que llegaban con la tripa vacía. El alumnado era indígena.

Había una colonia o barrio en Cuernavaca donde vivían algunas celebridades, como Sara Montiel. En una visita que hicimos a su casa, me dieron una fruta que no me gustaba, y tuve que fingir que me la comía. Me senté en una silla con respaldo abierto, metí el brazo y me quedé enganchada en él. Por no armar un escándalo ni molestar a los mayores que estaban muy entretenidos, hice esfuerzos brutales para sacar el brazo, y me lo herí. Como era muy obediente no solté la fruta, que acabé tirando al salir.

Una de las evocaciones más apasionantes de la hija de Renau son las visitas nocturnas a casa de una mujeruca mejicana que les contaba cuentos de miedo y de crímenes. Se escapaban de casa cuando los padres dormían, y regresaban a las tantas, sobrecogidos de miedo. Pero volvían a las sesiones de terror una y otra vez.

Dice Teresa que hoy utiliza algunas de estas historietas para los cuentos que actualmente escribe e ilustra en Alemania.

De niña escuchaba mucho el término “pequeño burgués”, y se preguntaba cual era su significado, porque, a primera vista ella también se creía dentro del orden de los pequeños burgueses por la forma de vida que llevaban, pero no veía nada malo en ello, frente a las implicaciones negativas del término. Hasta que descubrió que pequeño burgués era sinónimo de egocéntrico y mezquino. Esto la dejó muy confundida.

De nuevo damos la palabra a Ruy

Cuernavaca (Cuaunáhuac, en la traducción fonética de los conquistadores), era una ciudad pequeña y amable, y los años que pasamos en ella forman parte de nuestras más gratas añoranzas, y digo “nuestras” porque los hermanos nunca dejamos de evocar esa época con nostalgia, o saudade, como quieras llamarla. Por algo Teresa cree que vivió ocho años en un lapso de cuatro o cinco, a más dar. Teresa llegó a Cuernavaca a los cuatro años y, a partir de entonces, vivió como una salvaje, subiéndose a los árboles y dejándose caer confiando en que alguno de nosotros amortiguaría su caída.

Las fechas se me contrapean y solo soy capaz de establecer con aproximación el desarrollo de los eventos que subsiguieron a la instalación de la familia en Cuernavaca y, años más tarde, a su abrupta e inesperada expulsión del Casino de la Selva. Pues bien, la familia se estableció “definitivamente” en Cuernavaca por los años 47 ó 48. Aunque según el contrato, no sé si escrito u oral, que mi padre acordó con Don Manuel Suárez, disponíamos, como ya te conté, de cuatro bungalow y, por tanto, no había que pagar alquiler, sí había que pagar comida, ropa, escuelas, diversiones, etcétera, y si se tiene en cuenta que éramos ocho de familia (no olvidar a la yaya), mis padres tuvieron que arrimar el hombro y siguieron haciendo carteles, ilustraciones y publicidad médica y de la otra. El caso es que mi padre debía viajar con cierta frecuencia al DF para entregar los carteles de cine que le habían encomendado. Pero, dado que la medida de los carteles era más o menos de 70 X 90 cm., mi padre había diseñado un tablero que se podía fijar a un pie metálico y que al mismo tiempo le permitía trasladar el cartel de Cuernavaca al DF, o viceversa. El medio de transporte más utilizado por entonces eran unos autos grandes, con ocho asientos para pasajeros, por lo que había que contratar el espacio de tres para llevar el tablero. Entonces, en 1949, fue que mi padre compró su primer (y único) automóvil. Era un Dodge de 1946 que, tras finalizada la Segunda Guerra Mundial, resultó ser un verdadero tanque de guerra. ¿A que no adivinas quién fue el chofer de cabecera de mi padre? Incidentalmente, éste auto lo conservé yo hasta que me fui a Cuba.

La hechura del mural requirió del importante concurso de mi madre, principalmente en sus primeras etapas, o sea, trasladar al muro previamente cuadriculado el dibujo de la maqueta con carboncillo, que no era broma (6 X 28 m), y después ayudar a mi padre a pintar, sobre el dibujo y en color sepia, todas las figuras. Mis funciones se reducían a mezclar anilinas y empujar el andamio. Al mismo tiempo, ambos seguían haciendo trabajos de publicidad y algunas ilustraciones de libros que, lógico, requerían de viajar al DF con cierta frecuencia. Yo solía ser el correveidile, puesto que era el único capaz de conducir el Dodge. Mis padres lo conducían a veces pero, a sus más de cuarenta años, los reflejos ya no respondían como a los quince o dieciséis. Aquí, un poco al margen, supongo que te preguntarás cómo yo, a los quince años, tenía carné de conductor. Pues bien, y esto es parte del folclore mexicano, el carné te lo daban a los 18 años, pero resulta que mi padre era muy amigo de un médico que, a su vez, era médico del jefe de la policía de caminos. Mi padre le dijo al médico y éste le dijo al jefe que hacía falta que me otorgaran el carné de conductor. Ni tardo ni perezoso, el jefe cursó la orden de que se me concediera ipso facto el susodicho carné. Fue así que me convertí en el chófer oficial de la familia.
Mas todo lo bueno tiene un final. Las épocas de vivir en el paraíso son cortas como los suspiros que provoca la nostalgia.

Pero la buena vida se acabó algo abruptamente. Un día en que yo regresaba del DF, junto con un amigo, llegué al Casino de la Selva y pedí al portero que me abrieran la reja. En lugar del portero apareció un sujeto bajo y fornido, con cara de pocos amigos y vestido de traje y corbata, que me dijo que no podía entrar puesto que los trabajadores habían estallado una huelga. Los trabajadores del hotel, que yo recuerde, eran tres o cuatro jardineros, otros tantos vigilantes y el portero y su familia, que vivían en una casita adosada a la entrada. Me armé de valor y le dije al sujeto que yo vivía ahí, con mi familia. Entonces me respondió que la familia tenía que salir del hotel a la mayor brevedad posible, puesto que los trabajadores no estaban dispuestos a deponer su actitud. Me parece bien, le dije, pero el caso es que yo soy parte de esa familia que está encerrada y creo que podría ayudar a su traslado. Al cabo de unos minutos abrió el enorme candado que mantenía cerrada la reja y me dejó entrar con el coche, sólo para comprobar que era cierto, que teníamos que salir del hotel.

Fue un día de locura. En unas cuantas horas mi padre llamó a su hermano Alejandro, el rico de la familia, a algunos contactos que tenía en la CTM (Confederación de Trabajadores Mexicanos), por entonces omnipotente y omnipresente sindicato nacional, e incluso al líder de la CTM, que había apoyado a los muralistas mexicanos. No hubo manera: ese día, tras contratar algún camión de mudanzas, nos vimos obligados a salir a trancas y barrancas, sin tener un lugar a donde ir. No sé si me creerás pero de momento nos alojamos en una casa propiedad de Sarita Montiel. Sí, esa misma. Mientras mi padre se abocaba a resolver el problema, mi madre y yo nos dedicamos a buscar alguna casa en la pudiéramos alojarnos. No fue fácil pero al fin encontramos un piso en la calle Morelos, la avenida principal de Cuernavaca. Era un piso muy sui géneris. El primer piso estaba, como debe ser, a nivel de la calle, pero los pisos subsiguientes iban descendiendo, escalonados, conforme a una cañada en cuyo fondo fluía un río, a unos cincuenta metros bajo nuestro piso.

De nuevo, aquí se me solapan los tiempos y no estoy seguro de que mis evocaciones se ajusten a la realidad. El traslado de la familia al DF no fue de golpe. Por ejemplo, yo hice la “mili” en Cuernavaca, en 1952, pero ya parte de la familia vivía en el DF. En consecuencia, yo viajaba, en el inefable Dodge, del DF a Cuernavaca, donde aún disponíamos del piso en la calle Morelos. A la sazón, yo me había inscrito en el Instituto Luis Vives, en el DF, dado que mi bachillerato se había quedado colgado. Al mismo tiempo había ingresado en la JSU, a instancias de mis padres y de algunos amigos.

Obsérvese en esta colección del álbum familiar de Teresa algunos aspectos del "paraíso" del Casino de la Selva

El brusco abandono del Casino de la Selva se parece mucho a la expulsión del Paraíso Terrenal de Adán y Eva por el ángel de flamígera espada. En alguna declaración de Manuela Ballester, desmiente que se debiera a que Renau y Suárez riñeran. El caso es que ninguno de los adultos afectados ha sabido o querido aportar las razones. Debiéranse éstas a algún pecado original de los Renau o a una simple necesidad de Suárez de despejar su casino, tuvo que haberlas. Para encontrar más luz sobre este asunto habría que ir buscarla a Méjico. Esta es la visión de Ruy sobre aquellos malhadados días.

Nos habíamos quedado en nuestra expulsión del Casino de la Selva y sus secuelas. No creo que mi padre hubiera previsto semejante desenlace. Sin embargo, fue capaz de reaccionar y prever sus posibles consecuencias. Desde luego, nunca estuve al tanto de las gestiones que mis padres hicieron para paliar en lo posible la debacle. Por otra parte, creo que Albert dice algo que parece ser cierto. El asunto de la “huelga” organizada por cuatro gatos resultó muy confuso. Aunque no había pruebas fehacientes todo parecía indicar que don Manuel Suárez tuvo algo que ver en la bronca, es decir, que fue una maniobra para echarnos del hotel y a lo mejor no tuvo corazón para decirle a mi padre que ya estaba bien. El mural ya estaba terminado pero creo que había el proyecto de pintar otros dos paneles laterales. La verdad, yo no pude enterarme de primera mano pero, como soy tan listo, deduje que Suárez tenía intención de reabrir el hotel.
No me hagas mucho caso, son especulaciones. Lo único que sé de cierto es que ya no hubo más contactos entre mi padre y don Manuel.

Albert Forment, en referencia a testimonios recogidos por él de de Ruy y de Pablo propone que la expulsión se pudo deber a “presiones políticas, propias de la guerra fría, sobre Manuel Suárez”. Es decir, le forzaron a que se quitara de encima a un comunista. Por su parte, la historiadora y alumna de Renau en la República Democrática Alemana, Eva Maria Thiele, asegura que el propio Renau le confesó que se peleó con la dirección del hotel (por lo demás, no lo olvidemos, cerrado) a causa del boceto de la última pared, pues el proyecto constaba de tres lienzos de muro. ¿La “dirección del hotel” la llevaba Manuel Suárez, el capataz de botas altas o alguna otra persona?

Sigamos con el testimonio de primera mano de aquel Ruy adolescente.

Pudimos sobrevivir gracias a los carteles de cine que mi padre, que tenía un prestigio muy bien ganado, hacía durante la “Época Dorada” del cine mexicano, a más de otros trabajos que encargaban a mis padres. A raíz de nuestra salida del hotel mis padres se ocuparon de conseguir en el DF algún refugio para proseguir con sus actividades y hallaron, como ya te conté, un piso que consistía en una estancia (sala comedor) bastante amplia en la que se instaló la biblioteca junto con un rincón que hacía las veces de sala de estar o, cuando hacía falta, de estudio fotográfico; tres habitaciones, la mayor de las cuales se utilizó como estudio propiamente dicho; es decir, el lugar en que pintaban los carteles y demás; la más pequeña se habilitó como cuarto oscuro y la tercera como una suerte de saloncito donde, además de recibir alguna visita, mis padres pintaban a los modelos de sus cuadros. En esa habitación, abriendo la puerta “por accidente”, pude ver un par de veces a unas señoras que no tenían nada puesto, modelos de mis padres. Este piso fue el germen del Estudio Imagen y perduró como tal hasta que mi padre se fue a Alemania…
Te estoy hablando de los primeros años 50, años que se me confunden en la mente debido al un tanto aleatorio trasiego de evocaciones y sensaciones, que no consigo ordenar en el tiempo ni en el espacio. En ese período hubo tal cantidad de eventos que se me dificulta hacer una crónica más o menos ajustada a la realidad. Mi única referencia consistente es que en 1952 tuve que cumplir el servicio militar, en Cuernavaca, donde aún poseíamos el piso de la calle Morelos (piso que conservamos durante dos o tres años más).

(Por si te interesa, y como otra muestra del folclore mexicano, la “mili”, en ese tiempo y en ese lugar, consistía en un sorteo en el que podías sacar “bola negra”, que implicaba pasar un año entero en un cuartel militar o “bola blanca” que solo te obligaba a acudir todos los domingos al cuartel y hacer como que te sometías a los mandos militares. Yo tuve la suerte de que mi bola fuera blanca. Y la suerte de que, desde el primer domingo, llegué al cuartel en “el coche de papi”, lo cual hizo que mi coronel se enamorara de mí, habida cuenta de que el 90 % de los conscriptos eran campesinos e indígenas de las sierras aledañas y, para más, de piel oscura. Aquí habría material para escribir una novela o algún cuento, si yo fuera capaz de escribirlos).

Pues bien, una vez que se decidió que todos nos trasladáramos al DF, nos alojamos en el estudio y, algunos, como la yaya, en casa de Rosita y Ángel, que vivían en un apartamento en el mismo piso en que estaba el estudio (aquí puede haber alguna confusión dado que en España, un “piso” es lo que aquí llamamos un “apartamento”; cuando aquí hablas un de “piso”, en realidad quieres decir una “planta”: primer piso, etc.) Este período fue breve. Pronto nos mudamos a otro piso (apartamento) que no estaba lejos del estudio. A la sazón yo había reiniciado los estudios de bachillerato que se me habían quedado colgados. Al mismo tiempo me había convertido en un fiel y abnegado militante de la JSU. Te repito que en esta etapa no soy capaz de encuadrar con precisión los acontecimientos. Supongo que mi difícil transición de la adolescencia a la juventud en un período tan lleno de avatares acabó por confundir mi razón y nublar mi entendimiento.

Renau apenas mencionó los murales de Cuernavaca en las nueve horas de grabación que dedicó a Manfred Schmidt. Esto sugiere que no le interesaba hablar de ellos. Podríamos enredarnos en una larga especulación sobre el por qué, pero lo cierto es que tampoco parece que Schmidt insistiera en el asunto en sus preguntas. De lo que sí habló Renau fue del paraíso en el que se encontraron allí sus hijos. En especial, habla de Julieta, la hija mayor, una persona que tuvo una vida adulta bastante desgraciada, algo que a su padre (y a su madre) debía preocupar mucho, a pesar de esa coraza antisentimental que llevó puesta toda su vida Renau.

Informa el artista que había ilustrado en Méjico DF un llamado Libro del Mar, un encargo del biólogo español Enrique Rioja. En el Archivo de Valencia se conservan pruebas de imprenta y galeradas de este trabajo, al parecer nunca editado, y revelan la altísima cualificación de Renau como dibujante, así como el gusto con el que realizó el trabajo. Dice que fue una especie de compensación por su frustración marinera. También utiliza la evocación de este libro para hablar de la afición al mar de todos sus hijos. Ni Ruy ni Teresa me la han negado, pero tampoco han dicho que tuvieran la pasión que les atribuye su padre. Esto le decía Renau a Schmidt de su hija Julia.

La que más condiciones, más vocación hacia la biología tenía era Julia. Julia, ya de muy chiquitita quería a los bichitos: gusanos, arañitas, y no tenía miedo de ningún animal. Desde chiquitita. Tenía unos cuatro o cinco años, recién llegados de España, su mamá fue a acostarla, y al abrir la cama estaba llena de bichitos, todos durmiendo allí, con trapitos enrollados, escarabajos, de todo. Esa era su debilidad. Y cuando estábamos en Cuernavaca, que ya era más crecidita, tendría ya unos diez o doce años, llegó a agarrar con la mano un coralillo. A la media hora de que te muerdan, te mueres. Yo la vi. Con una sangre fría. Mucha serenidad. Yo iba al bungalow donde vivíamos desde donde estaba pintando, y la veo con la serpiente agarrada debajo de la cabeza, y me dice “Mira, papá”. Me agarró un susto que dije, “Estate quieta. No te muevas”. Llamé al jardinero, un indio, y con una hoz le cortó el cuello. ¡Qué susto! Ella estaba tan campante, tan tranquila. Por allí había tarántulas, de todo. El hotel no tenía jardín, era un trozo de selva, con bananos, etc. Yo le dije, “Pero no sabes lo que has hecho, Julia”, Y ella, “Ya, papá. Pero me fijé mucho cómo agarrarla” Julia explica que vio cómo se metía la serpiente entre la hierba (tienen la ventaja de que son rojas y se las distingue) por un tubo de desagüe, y esperó a que sacara la cabeza y se fue con ella por ahí.

A los siete años vino un día llorando con el dedo hinchado, le habían picado abejas. Y su madre dijo “es mejor que le pase esto, y ya verás como no agarra más bichos”. Estaba pintando yo un día en el andamiaje, y me llama. “Papá”, y me enseñó una abeja, y dijo que ya había aprendido cómo cogerlas. En la playa cogía cangrejos con total facilidad, sin miedo. Imagínate el complejo que tendría la chica, cuando eso se acabó… Y estudiaba con mucho interés. Yo le hice una biblioteca de biología en Méjico… libros americanos.

Teresa me decía que en casa Renau pocas veces hablaba de arte.

Renau nunca hablaba espontáneamente de arte ante la familia. Sí de temas científicos. Pero no de estética ni de historia del arte. La retórica sobre estética le molestaba o le provocaba ironías. Decía que eso de la época azul de Picasso era un invento de los académicos, que la explicación real era que por entonces Picasso sólo tenía dinero para comprar colores baratos.

Teresa también evoca las ideas de su padre sobre la ejecución de una pintura. La naturaleza como objeto de representación constituía un problema para él. No se ponía ante ella y la copiaba, pero Manolita, sí. Renau no era naturalista. Pintaba paisajes después de haber hecho fotografías de ellos, y de haberlos filtrado por su imaginación. Una de las broncas de Renau con Manolita fue por haberse traído a Alemania cuadros de Méjico. Pero en la vejez, al descubrir el respeto que causó en España, lamentó no haber conservado más lienzos propios. Fue una de las últimas paradojas de su vida.

La firmeza doctrinaria de Renau en torno a sus principios comunistas era equivalente a la de su padre don José Renau Montoro en sus convicciones católicas. Pero, como le ocurrió al primer Renau artista, el segundo fue amoldándose a los tiempos. Teresa recuerda una anécdota que a mí me resulta clave para entender los pasos hacia delante que dio Renau en sus fórmulas de fotomontaje político, al que dedicaremos el próximo capítulo. Porque, aunque coleccionaba revistas Life y otros mensuarios y semanarios ilustrados “del imperialismo”, es posible que ni se molestara en leerlos, o que lo hiciera a través del prisma del dogma marxista. Teresa, la mejor dotada de todos los hermanos para la pintura y el dibujo, de niña tuvo la ilusión de trabajar para Walt Disney, cuyas películas le encantaban. Cuenta lo siguiente.

Renau fue campeón del charlestón en su juventud en Valencia. Era la época que admiraba el modo de vida norteamericano, la informalidad. Le encantaban las camisas a cuadros. Renau se enfadaba conmigo en Méjico porque yo tenía todos los discos de Elvis Presley. Mi madre me defendía, recordando a Renau su época de filia americana, y cuando estaba ausente, me contaba con orgullo que había sido campeón de charlestón. Renau era un bailón, le encantaba el cha-cha-cha, la rumba; pero mi madre bailaba peor. Un día, sin venir mucho a cuento, me quitó los discos de Presley, y los rompió. Pero luego alguien le dijo que la música de Elvis venía de raíces negras. Se interesó en esa música, y convencido de su calidad ideológica, me compró discos nuevos.

Renau no soportaba que la familia le contradijera. Cuando estaba con amigos o con otras personas ajenas a la familia, admitía que le llevaran la contraria, aunque se le notaba que se estaba aguantando.

Sobre las relaciones familiares, Teresa recuerda que Renau solía pelearse en broma con Alejandro, que poseía una fábrica de lanas en Méjico, a quien llamaba “capitalista”. Pero cuando necesitaba dinero, le pedía, y Alejandro se lo prestaba. Dinero que no le devolvió nunca. Alejandro pagaba los viajes que hacían los Renau. Pero no le importaba, porque admiraba mucho el talento de su hermano.

También recuerda Teresa uno de los motivos de disputa entre sus padres: el uso del dinero tan costosamente ganado. Para Renau, el dinero no tenía importancia, lo gastaba sin considerar el valor de lo que compraba, y no ahorraba en absoluto. No tenía ni idea de lo que costaba el alquiler de la casa o la ropa o la comida. Cobraba un encargo y se compraba 20 discos, por lo general de música clásica, que Totli calificaba de “música de ultratumba” y que le encantaba. Manolita se enfadaba, le reprochaba que no ahorrara.

En esto, como en otras cosas, tenía una personalidad parecida a la de Siqueiros, salvo en lo referente a las peleas físicas y al gusto por la batalla. Ni el mismo Renau ni ningún otro han dado a entender que llegara a usar el pistolón que portaba como Director General de Bellas Artes en la República. Tampoco se jactó nunca de haber participado en ninguno de los tiroteos que acabaron con la sublevación militar en Valencia en julio de 1936. Luego, su trabajo de alto cargo le alejó de los frentes.

En uno de los viajes que hizo a la URSS, gastó el último día los rublos que le habían dado por sus conferencias. En este caso Renau no estaba dilapidando nada, porque el valor de los rublos en occidente era insignificante. Así que compró con ellos un montón de collares, oro y rubíes. Los llevó a Méjico en una bolsita de papel como si fueran patatas.

Es de esperar que algún día la familia Renau permita que se hagan públicos los diarios que Manolita Ballester mantuvo en Méjico entre 1941 y 1952. “Estos diarios están escritos con una letra minúscula en varios tomitos y recogen mucho de lo que pasamos antes y después del exilio”, asegura Ruy. En ellos deben de encontrarse las razones exactas de las desavenencias que surgieron entre ellos ya en España, se agudizaron en el exilio mejicano y terminaron por explotar en Berlín.

[Post Scriptum. En 2021 se ha publicado Manuela Ballester. Mis días en México. Diarios (1939-1953), edición de Carmen Gaitán Salinas. Renacimiento. Sevilla.]

Sobre el papel de segundo plano artístico que Manolita otorgó a su trabajo, por debajo del de madre, dice Ruy:

La verdad es que mi madre nunca renunció [a pintar]. La crianza de sus hijos corrió a cargo de la inefable yaya y de las hermanas de mi madre, Rosita y Finita, principalmente de Rosita. No quiero decir que mi madre se desentendió de nosotros, pero no recuerdo haberla visto sin pintar o dibujar o dar clases de pintura, desde que estábamos en Mixcoac. El problema es que mi madre, que era una muy talentosa pintora y magnífica dibujante, tuvo por marido a mi padre, que era un hombre absorbente si los hay, al margen de su indiscutible calidad como pintor, cartelista y fotomontador. Por decirte algo, mi madre, además de colaborar de manera decisiva con mi padre, pintó innumerables y estupendos retratos, empezando por la yaya, mi padre, los cinco hermanos y mis tías. Muchos amigos de la familia tienen colgados en sus paredes los retratos que mi madre les pintó, magníficos todos ellos. Pero también hacía carteles. Por ejemplo, participó en un concurso de carteles por el centenario de la primera estampilla mexicana (1956) y obtuvo el primer premio, por encima de mi padre.

Pero además tuvo tiempo para dedicarse a los figurines. Se modelaba en plastilina cuerpos de mujer a escala reducida y después los vestía con elegantes vestiditos. Luego tomaba fotos y trasladaba sus modelos al papel desde varios ángulos (una versión rudimentaria y premonitoria de los programas gráficos del ordenador). Su proyecto más ambicioso fue una monografía de los trajes de los innumerables pueblos de México. Recorrió, muchas veces en mi compañía, muchos pueblos en los que copiaba del natural los vestidos de las mujeres y hombres de las comunidades (aquí hay algunas anécdotas sabrosas). Asimismo, se ponía en contacto con coleccionistas y museos para enriquecer su monografía. El resultado de ese trabajo fue una colección de láminas que, por cierto, no sé quién poseerá en este momento. Son unas ilustraciones que yo considero únicas, por su meticulosidad y su realismo.

Ruy no acaba de explicarse cómo se llevaban tan mal aquellas dos personas tan inteligentes, tan trabajadoras y tan ajenas a los melodramas sentimentales.

Llevo un montón de años tratando de explicarme qué fue lo que pasó entre mis padres durante su intensa relación odio-amor. Creo que mi madre amaba a mi padre, no por casualidad engendraron cinco hijos. Y también creo que mi padre amaba mucho a mi madre. Pero pienso que mi padre, en su empeño por erigirse en patriarca, pecó de soberbia. Según yo lo veo, mi padre requería de una mujer sumisa, y mi madre podrá ser cualquier cosa menos sumisa. Tal vez de ahí provengan sus frecuentes encontronazos.

Estoy leyendo los diarios de mi madre y, si quieres que te diga la verdad, es un proceso que me está resultando doloroso, mucho más doloroso de lo que había supuesto. Los diarios son los correspondientes a los años 49-51, y en ellos se demuestra que mi madre colaboró de manera decisiva en la pintura del mural de Cuernavaca, de lo cual no se da fe, salvo en los diarios de mi madre.
Habrás percibido, a través de mis cartas, el apego que le tengo a mi madre. No obstante, quiero ser objetivo en lo posible (aunque, como creo haberte dicho en alguna ocasión, no creo en la objetividad). Mi padre era un mitómano, aunque en general bastante inofensivo. Por el contrario, mi madre era adalid de “la verdad a toda costa”. En esta “dicotomía” se dieron conflictos que ninguno de nosotros alcanzábamos a discernir. Pero es obvio que bajo las broncas consuetudinarias había bastante mar de fondo. Yo empecé a percibirlo tras la marcha de mi padre a Alemania, aunque tiempo atrás ya pensaba en cuál era la razón por la que mis padres seguían juntos pese a sus sempiternos desacuerdos. Ahora, a toro pasado, me parece que mi madre optó por seguir a mi padre hasta ver que sus hijos estuviésemos a buen recaudo: Yo, casado y con hijas; Julieta, casada y con hijos; Totli, marino con futuro asegurado. Teresa y Pablo, a la sazón una adolescente y un preadolescente, erradicados bruscamente de su “hábitat”, se habían adaptado (¿) sin muchos problemas al nuevo ambiente…[El paréntesis con la interrogación es de Ruy; más adelante veremos por qué duda de esa adaptación de Teresa a la vida en la RDA, que fue muy dura.]
Fue entonces que mis padres se separaron. Actualmente sigo sin entender cómo fue posible que se soportaran una al otro, o uno a la otra. No estoy renegando de mi herencia. Creo firmemente que mis genes provienen de una mujer y de un hombre de indudable valía. Y creo que el producto de esos genes, modestia aparte, es un señor más o menos inteligente.

Hay en el Archivo Renau de Valencia una serie de planchas de linóleo y algunas pruebas de ellas realizadas por Manuela Ballester.

Algunas de estas planchas son de la etapa mejicana. Esto me hace pensar en la posible relación entre los Renau, o al menos entre Manuela Ballester y “El Taller de Gráfica Popular”. Este taller lo crearon en Méjico una serie de artistas relacionados con el antiguo LEAR, la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, algunos de cuyos miembros viajaron a España y participaron en el Congreso de Escritores de Valencia de 1937. Muchos eran comunistas o se encontraban muy a gusto en la ideología marxista ortodoxa.

La LEAR fue un espléndido espacio de aprendizaje y una valiosísima posibilidad de dar al arte un nuevo sentido por su contacto con las masas. Sin embargo, este espacio de compromiso cultural, sin duda el mejor de su tiempo en México, se diluyó hacia principios de 1937 por el burocratismo de muchos miembros que, de manera oportunista, se integraron sólo para obtener un trabajo pagado por el gobierno. En contraposición a tal postura los fundadores de TPG sí mantuvieron su militancia revolucionaria por medio del arte.

Esto lo afirma Ana Lilia Roura, historiadora mejicana.

En Internet hay multitud de referencias, algunas ilustradas, al TGP. Los textos citados proceden de la página México Desconocido.

Era mediados de 1937, el tercer año de Lázaro Cárdenas en el gobierno, cuando menos de una docena de jóvenes entusiastas discutían sobre trabajo artístico y compromiso político en un local de una calle de prostitutas. Con dos prensas de mano y un viejo litógrafo dispuesto a compartir experiencias, hablaban de un colectivo de trabajo con una inscripción de 15 pesos. Menos de un año después, el flamante Taller de Gráfica Popular (TGP) estrenaba estatutos, logotipos, una vieja pero útil prensa litográfica y un nuevo local en Belisario Domínguez, con tres cuartos: uno para imprimir, otro para grabar y el tercero para vender y hacer asambleas. De este humilde origen saldría una producción gráfica que dio al grabado mexicano una fisonomía propia y reconocida en el mundo.

El TGP dedicó inmensos esfuerzos a difundir consignas populares contra el nazifascismo y favorables a la URSS durante los años de la guerra. Para ello contaron con la colaboración de artistas españoles exiliados, que la autora del artículo no cita.

La llegada de artistas españoles exiliados introdujo algunas novedades en el viejo lenguaje soviético y alemán, que aunque enriquecieron el trabajo de los grabadores del taller no los apartó del desarrollo de un estilo propio y reconocible.

El tema era siempre político, social o de denuncia, apoyando a los sindicatos y a organizaciones populares, agrarias o de obreros y maestros, gremios que la mayoría de las veces, tenían una escasísima capacidad de pago. El alma del TGP era llevar el arte a las masas, por lo que, a fin de cumplir con los encargos, se optó por el moderno linóleo –de fácil reproducción y menos caro que el zinc o la madera– material que supieron explotar al máximo; un miembro recuerda que con 10 pesos de linóleo podían hacer hasta ocho grabados. La forma de trabajo consistía en investigar el tema a fin de contar con los elementos esenciales. Después se hacía una propuesta colectiva o individual que se discutía en grupo y, por último, se realizaba el grabado.

Alude Ana Lilia Roura a una serie de carteles para la Liga pro cultura alemana, integrada por exiliados comunistas de ese país en Méjico. Es muy posible que Renau o Manolita colaboraran con el TGP, y también que conocieran a algunos de los refugiados alemanes comunistas. De esto último no cabe ninguna duda, porque el propio Renau lo admitió en alguna ocasión, sin referirse a nadie en particular. Sus altos contactos con la dirección política de la RDA se forjaron en Méjico.

A propósito de esto, en su archivo hay una traducción del alemán al español de cierta Disposición ejecutiva relativa al Decreto para asegurar la posición jurídica de los reconocidos perseguidos del régimen nazi del 22 de enero de 1951. La disposición está firmada por las autoridades municipales del Gross Berlin, el Gran Berlín.

Tenemos que dar un salto de unos años, para adelantarnos a conocer que tanto Renau como su mujer cobraron una sustanciosa pensión durante todo el tiempo que permanecieron en la RDA, que fue el resto de sus vidas, 24 y 34 años respectivamente. Era la compensación del gobierno a aquellos que habían sufrido la persecución del régimen nazi. Ignoro si en la República Federal se hizo otro tanto. Pero en la RDA se la proporcionaban a hombres y mujeres de cualquier nacionalidad, además de tratarles con ciertos privilegios, como prioridad a la hora de encontrarles vivienda. Los Renau tenían un doble derecho a esa pensión: en España habían sido víctimas del fascismo de los sublevados y del nazismo de los alemanes que colaboraron militarmente con ellos. Pero para cobrar había que residir en la RDA.

Esto nos permite deducir que Renau empezó a plantearse la posibilidad de regresar a Europa, a un país socialista, ya en 1951 ó 1952. Es en esa época cuando empieza a tomarse en serio sus fotomontajes sobre el American Way of Life. La guerra fría está en su punto álgido. Renau cree que en un país socialista sus carteles propagandísticos contra el imperialismo yanqui serán bienvenidos, y además conoce a la elite del comunismo alemán exiliado en Méjico, que está regresando poco a poco a su nuevo país, donde empieza a ocupar puestos de importancia.

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