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Cultura y comunicación

Teatro y Televisión. Dos escenarios en conflicto

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Feria del Libro de Madrid. Antiguo paseo de Coches del Retiro. Una fila interminable de casetas, máquinas de bebidas, colorines chillones, puestos globalizados de chucherías alimentarias, cielo cuajado de nubes negras que amenazan lluvia. Y una multitud incontable: muchas familias, parejas de variadas edades, individuos/as solos/as (los menos). Es el primer día y se percibe el éxito. Colas y mogollones de personas ante determinadas casetas donde autores/as firman sus libros de todo género, aunque predomina la ficción desopilante, la literatura infantil y la autoayuda ecológica. Si el respetable público mantiene su afluencia, esta 73 Feria del Libro de Madrid será la prueba de que la gente lee.

Una reseña de Gaspar Oliver

Dramaturgas¿Quién ha dicho que la gente no lee? ¡En qué criterio u observación se basa? La gente lee. Pero sobre todo la gente mira la televisión. En el centro geométrico de la Feria, frente a una escalinata que se abre al jardín lindante con Menéndez Pelayo, la caseta de La Casa del Libro. Firman varios autores célebres. Aquí el mogollón es galáctico. Algo estupendo. Algo formidable. ¡La gente lee y aprecia a los escritores!

“¡Es Mario Vaquerizo!”, susurra a voces una señora a otra, adentrándose en el mogollón. La densidad estelar es tan espesa que hay que rodear la galaxia humana y subirse a esos escalones que elevan la perspectiva para ver la melena lacia del aludido. ¡Todo el mundo quiere ver a Vaquerizo en carne y hueso! Quizá desean comprobar lo que gana ante la cámara y pierde ante los ojos desnudos; o al revés. O acaso, confirmar que no es un ser virtual. En la inmensa caseta (yo diría que la más grande de la feria) comparten firma con el hombre célebre de la pantalla de plasma otros autores de fama resonante, por ejemplo, Joaquín Sabina, que también tiene su público arremolinado en una pequeña galaxia.

Luego, el Paseo de Coches se ensancha frente a la antigua Casa de Fieras que hoy es, adivine usted qué, ¡una biblioteca! La fila de casetas se alarga, ahora por los dos lados. Más trescientas cincuenta: librerías, editoriales, puestos oficiales (ilógicamente vacíos, quiero decir sin nadie que se pare y mire lo que tienen, que suele ser interesante, pero les toca pagar el precio del descrédito gubernamental), instituciones culturales, fundaciones librescas. ¿Cómo es posible tanto papel en la era digital? “¡Pobres bosques!”, exclama una chica intentando no ahogarse en tanta hoja seca e impresa, con un libro en la mano recién firmado por una celebridad de tercera división.

Carpas para los que padecen sed y hambre físicas, donde saciarse con cerveza y pinchos de tortilla. Pabellones para niños, pabellones para lo que sea. Y por fin, el último, patrocinado por cuatro eméritos negocios. En él cinco personas debaten sobre el conflicto entre España y Cataluña. Desgarrador conflicto semejante al que tendrían una pierna y el cuerpo al que pertenece. Bueno, dejemos el asunto.

La siguiente sesión se llama “Dramaturgas del Siglo XXI”. Se trata de una colección de obras cortas de 11 mujeres españolas, incluidas una catalana, una vasca y una gallega: Lola Blasco, Antonia Bueno, Diana de Paco, Juana Escabias, Beth Escudé, Aizpea Goenaga, Diana I. Luque, Gracia Morales, Itziar Pascual, Carmen Resino y Vanesa Sotelo. La recopilación y el estudio previo lo ha hecho Francisco Gutiérrez Carbajo, catedrático de la UNED, y lo edita Cátedra en su colección Letras Hispánicas.

En la presentación están siete de las once. El catedrático enmarca el libro y el fenómeno de las mujeres dramaturgas, ahora común, pero una rareza hace cuarenta años, cuando Carmen Resino fundó una asociación de mujeres dramaturgas. Hablan las presentes. Luego se da la oportunidad de decir algo al amable público, bastante numeroso para la naturaleza del evento (si descontamos el hecho de que cada dramaturga arrastra amigos).

Cosas que se ponen en evidencia: que por fin la mujer escritora de teatro tiene un espacio en el mundo editorial; que una cosa es escribir y otra llevar a la escena, para lo cual lo más habitual es que la autora cree su compañía o produzca su trabajo en la compañía de un amigo/a generoso/a; que no se puede vivir del cuento dramático ni de la representación en el escenario; que la constancia y la proximidad a las instituciones son elementos claves en la promoción del trabajo de las dramaturgas; que al cabo de un poco de experiencia libresca, las autoras que se implican en la producción de sus trabajos descubren que una cosa es escribir y otra llevar a escena, y que aprenden a tachar lo que antes les parecía lo intocable estético; que las representaciones pasan y los libros permanecen en las bibliotecas.

Una de las intervinientes del público que se revela publicista dice más o menos esto: que hay que tener una visión empresarial para promover el teatro; o sea, que la iniciativa, la visión comercial, la flexibilidad, el sentido publicitario, la astucia con los patrocinadores, etc., todo eso y algunas cosas más son una salida segura para que las obras no duerman un sueño eterno en cajones o estanterías.

Yo me acuerdo de la caseta galáctica donde a Mario Vaquerizo le debe doler ya la mano de firmar libros. Sólo hay un teatro que pueda prosperar según la fórmula de la publicista, el convencional, el popular, el musical, el televisivo (quiero decir, el que da papeles a los famosillos de las series). No es una jeremiada, conozco el paño por vía familiar, y a través de los testimonios de muchos amigos y conocidos que no viven del teatro sino de la televisión o de otros oficios.

Luego del evento, refugiados de la lluvia inminente debajo de una sombrilla con serigrafías publicitarias, con una cervecita sobre la mesa, sigue el debate. Mi postura es esta: el teatro no convencional que a veces es insoportable pero muchas más veces es digno de crédito, no tiene más remedio que admitir sus límites y crear un universo paralelo lo más parecido a un mercado, porque lo que se persigue es la rentabilidad mínima de un esfuerzo. Paralelo quiere decir, al margen de lo convencional. En realidad esto no es una opinión mía, sino un hecho comprobable en casi todas las ciudades europeas: están los teatros nacionales, autonómicos, municipales, los comerciales, los que se han transformado en sucursales de Londres o de Nueva York… Y luego, la red de pequeñas salas, teatrillos, cafés teatro, escuelas de teatro, etc. que sobreviven básicamente por el deseo de sobrevivir, y porque sus dueños o responsables tienen otra renta con el que subvencionan la realización de lo que les gusta hacer.

El teatro sin el público no es nada. Ergo, el teatro no interesado en la competitividad, ni en la lucha por un hueco en el supermercado cultural debe encontrar su público. Es lo que sucede con las llamadas salas alternativas, a veces no tan alternativas.

El escenario del teatro convencional se parece cada vez más al escenario de la televisión, de hecho le sigue como un ciego a su lazarillo. El público que no se deja sugestionar por Mario Vaquerizo no es masivo, pero va creciendo, a pesar de que con frecuencia es víctima de infumables experimentos viejos como el excéntrico Alfred Jarry, pero sin su gracia espontánea.

 

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