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Cultura y comunicación

Ana Karenina, una lectura veraniega (II)

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Segunda parte de la reseña publicada con el título Ana Karenina, una lectura veraniega. Se sigue el curso de las tramas hasta desembocar en el suicidio de Ana. Se manifiesta la altura literaria y psicológica de Tolstoi, que sirvió de lección a tantos novelistas posteriores de varias lenguas. La imagen de presentación está tomada de la página Russia Beyond

Segismundo Bombardier

Los apuntes que siguen los he tomado de la quinta parte de la novela hasta su conclusión.

Me llamó la atención en Ana Karenina la suavidad con que Tolstoi retrata a los personajes de la novela, con clemencia y fraternidad. Una explicación es que conocía bien a la clase a la que pertenecía, y no tenía resentimientos hacia ella. Hay mucho autores que describen los vicios de sus personajes con piedad. Uno de ellos es Galdós, para quien todos los seres humanos tienen las mismas flaquezas, y es más sabio comprenderlos que denostarlos.

Esta estampa amable (objetiva la califica el prologuista Vicente Gallego) de la aristocracia rusa, es un rasgo de algunos novelistas del siglo XIX. No es una gente responsable ni culpable de la situación de los campesinos. Es cosa de la inercia social y política de los tiempos. El enfoque marxista y luego leninista vuelve la apreciación del revés: los aristócratas eran unos hijos de mala madre, y había que eliminarlos.

El personaje que mantiene el curso de la novela, en paralelo al de Ana Karenina es Levin, el terrateniente justo.

Levin es un tipo que duda de todo, lo confiesa y lo padece. Duda hasta del amor de su novia y futura mujer. El retraso de Levin en presentarse en la iglesia el día de su boda tiene algo de cómico. En paralelo, también es cómica la visita de Ana y Vronski, los dos amantes, a un pintor para que les haga un retrato. Los intentos del pintor por jugar con los dos ricos como si entendieran de arte, y la intervención de un erudito pesado como una enciclopedia. De la primera escena es este extracto: 

Sentía que en su alma había algo turbio e impuro. 

Levin llevaba casado casi tres meses. Era feliz, pero de un modo muy distinto a como había imaginado. A cada paso se desvanecían sus viejos sueños, aunque no tardaba en descubrir nuevos e insospechados encantos. Era feliz, pero, ya en los primeros tiempos de vida conyugal, se dio cuenta de que la convivencia era algo muy distinto de lo que se había figurado. Una y otra vez se sentía como un hombre que, después de admirar la marcha serena y regular de una barca por un lago, quisiera gobernarla. Se daba cuenta de que no bastaba con quedarse sentado, sin balancearse. Había que estar muy atento, no perder la concentración ni un segundo. Era preciso mantener el rumbo, recordar que había agua debajo, remar sin descanso, soportar el dolor en las manos, desacostumbradas a ese trabajo. El papel de espectador era fácil. El de protagonista muy agradable, pero también muy difícil.

La muerte de Nikolai, el hermano descarriado de Levin es un relato trágico, sin pizca de melodrama ni de solemnidad. La muerte juega con su víctima y con los parientes durante horas, y ejecuta. Ya está. Coincide la muerte de Nikolai con la noticia del embarazo de Kitti, la esposa de Levin.

Todo está narrado con una objetividad intachable. Es ejemplar el seguimiento de los cambios emocionales de los personajes. El relato es una verdadera crónica psicológica.

En un momento de la historia, Levin reprocha a Kitti que él ha dejado de interesarse por su trabajo, de tanto tiempo y esfuerzo que emplea en amarla.

–Así es, amigo mío. Una de dos: o reconocemos que el orden social existente es justo y defendemos nuestros derechos o aceptamos que nos estamos aprovechando de unos privilegios absurdos, que es lo que hago yo, y en ese caso tratamos de disfrutar de ellos lo más posible.

Hay una escena de una cacería en la que intervienen casi todos los protagonistas. Es una alegoría de la vida social, en la que los patos y fochas representan a mi juicio a los campesinos, a los mujik sometidos a las necesidades, al arbitrio y al capricho de los aristócratas. Tolstoi nos la ha descubierto antes, los campesinos son animalitos que los ricos emplean (disparan contra ellos, bestias nobles que la naturaleza ha dispuesto para la servidumbre) en su beneficio y en su holganza. Pero como es un hecho natural, fatal, los aristócratas no son responsables de la miseria de los siervos.

Las escenas o episodios de Ana Karenina se suceden de un modo natural y armónico, no la vida como es, sino cómo la vemos.

Los problemas domésticos tal y como los percibimos, los ahorros, su dispendio, las comidas, las fiestas, los vestidos. Una estampa social reveladora, no retórica o “novelesca”. En esta fina complejidad estriba el valor de la literatura.

Como en las escenas entrelazadas de una película clásica, la acción se alterna por familias o personajes, y todos avanzan al mismo ritmo hacia la conclusión.

Tolstoi pone énfasis en la ansiedad de Ana por su deterioro físico. Lo comenta con otra persona: Entiéndelo, yo no soy su esposa. Me querrá mientras esté enamorado de mí. ¿Y cómo puedo conservar su amor? ¿Con esto? Extendió sus blancos brazos por delante de su vientre.

Una de las escenas intensas es el capítulo dedicado a la votación de una institución formal de la nobleza regional, para la renovación del “mariscal” o jefe de la nobleza de un territorio. Se trata de una institución servil, paradójicamente, y se incluye en ella el indeseable encuentro entre Vronski y Levin, que al inicio de la acción eran rivales por el amor de Kitti, ahora esposa de Levin. Es un formidable cuadro sociológico, realizado con habilidad literaria. En la misma época Balzac rellenaba páginas con explicaciones jurídicas o económicas que hoy son algo pesadas, pero entonces tenían interés. La literatura del siglo XIX vale más que un tratado de historia.

Incendia Tolstoi la trama de adulterio con una chispa que pone al rojo la relación entre Vronski y Anna.

Ana escribe una dura carta a Vronski ausente, anunciando la enfermedad de la hija de ambos. Y a partir de ahí su cabeza bulle en paradojas y contradicciones emocionales. Sólo quiere que Vronski esté junto a ella, porque de esa manera, piensa la desesperada adúltera, él está obligado a amarla, su mayor obsesión y preocupación.

En la séptima parte se ilustra la ruptura trágica.

Aquí el cruce de tramas se acelera y se carga de conflictos y problemas fatales. La narrativa se centra en Levin, Kitty, Vronski y Ana. Y las dificultades descritas con pasmosa gracia tienen que ver con cosas elementales, el dinero, las preocupaciones económicas, y a la vez malentendidos emocionales.

Tensiones resueltas en una de las parejas, y suicidas en la otra. Sabrosos y atractivos enredos, que hoy las teleseries resuelven de modo melodramático y producto de plantillas de guión. Qué maestría la de Tolstoi. Por ejemplo, en un encuentro amistoso de Vronski y Levin en el casino. En el encuentro de Ana y Levin, de película de Luchino Visconti hay referencias librescas a las nuevas tendencias artísticas, citan a Zola y a Daudet. Este recurso a la literatura del momento es a mi juicio un juego de ironía de Tolstoi. Lo siguiente puede atribuirse a Ana o a Levin.

Lo que acaba usted de decir caracteriza a la perfección el arte francés actual, no sólo la pintura, sino también la literatura: Zola, Daudet. Aunque es posible que siempre haya sucedido lo mismo: la gente primero construye sus concepciones a partir de figuras inventadas y convencionales; después, una vez agotadas todas las combinaciones, las figuras inventadas se vuelven aburridas. Entonces empiezan a concebir figuras más naturales y correctas.

Una discusión entre Levin y su mujer Kitty, se resuelve en un par de horas. Kitti cree que Levin se ha enamorado de “esa odiosa mujer”. De madrugada, se reconcilian.

La sospecha de Kitti no es una paranoia. Véase esta descripción del ánimo de Ana.

Después de acompañar a los invitados, Anna se puso a recorrer la habitación de un extremo al otro. Aunque a lo largo de la velada había hecho inconscientemente todo lo posible para que Levin se enamorara de ella (en los últimos tiempos actuaba del mismo modo con todos los hombres jóvenes), aunque sabía que lo había conseguido, en la medida en que era posible en un solo encuentro, y además tratándose de un hombre honesto y casado, y aunque ese hombre le había gustado mucho (a pesar de que, desde el punto de vista de un hombre, había una marcada diferencia entre Levin y Vronski, Anna, como mujer, había captado ese lado común que había llevado a Kitty a enamorarse de ambos), en cuanto abandonó la estancia, dejó de pensar en él.

Por su parte, Levin mantiene como Jacob su pelea con el ángel de la religión.

El parto de Kitty, que presencia Levin, le permite discriminar entre la bella esperanza del nacimiento y la monstruosa llegada de la muerte. Ve a su mujer convertida en criatura horrible que da alaridos, y evoca la agonía de su hermano.

Sólo tenía claro que se encontraba en una situación semejante a la que había afrontado un año antes en aquella posada de provincias, al pie del lecho de muerte de su hermano Nikolái. Con la única diferencia de que aquello era motivo de tristeza y esto de alegría. Pero tanto aquella tristeza como esta alegría estaban fuera de las condiciones de la existencia cotidiana, eran como una especie de grieta que dejaba traslucir una vida superior.

Vuelve Tolstoi a Ana, y a sus padecimientos relacionados con el divorcio con su marido que le facilitará encadenar a Vronski en un nuevo y desesperado matrimonio. Una escena dolorosísima para Ana es el rechazo de su hijo Seriozha, que se niega a verla.

Luego introduce Tolstoi un desvío por una trama secundaria, para rebajar la tensión que se va acumulando. Son unas veladas literarias convencionales donde se pone en juego el ingenio de los personajes, personas cultas, como se supone que deberían ser todos los nobles y ricos de aquella Europa que salía del Antiguo Régimen y entraba en otro todavía sin construir. El protagonista en este caso es Stepán Arkádevich, hermano de Ana, que está intentado salir de un apuro financiero buscando promoción profesional en la burocracia rusa. La escena descrita es de una comicidad burlesca.

Mientras tanto, Ana y Vronski siguen pugnando con la culpa y el deseo.

La animadversión que los separaba no tenía ninguna causa externa, y cualquier intento de explicación, lejos de atenuarla, la exacerbaba. Ana se da cuenta de que el amor incondicional de Vronski va menguando: en los últimos tiempos notaba en el cariño de Vronski un nuevo matiz de serenidad y de seguridad que la irritaba.

La tensión se acumula y los malentendidos se convierten en hechos recriminatorios. Anna aun sabiendo que se estaba labrando su propia ruina, no podía contenerse, no podía dejar de demostrarle lo injusto que era, no podía someterse a él.

Se le ocurre suicidarse para hacer daño a Vronski, pero no lo piensa en serio. Su suspicacia y la paranoia de que Vronski la abandone se la comen por dentro y por fuera. La genial forma de narrar esta ebullición de una olla a presión antes de estallar es ahora sublime. El diálogo interior de Anna con Vronski es pura psicología de campo. Los psicólogos de finales del XIX probablemente habían leído a los grandes novelistas además de analizar a sus pacientes, y habían sacado más provecho de los primeros.

Ana vuelve a pensar en la muerte, pero ahora en serio, como el modo más duro de castigar a Vronski. Los párrafos, ahora volcánicos, ocupan páginas enteras, algo que más tarde, con las novelas de monólogo interior se haría algo habitual y también pesado.

La última discusión es producto de la neurosis de Ana, que de inmediato se arrepiente y escribe una nota reconciliadora. Luego Tolstoi introduce una escena sin valor especial con la hija, que juega sin enterarse de nada. Todo lo que sucede a continuación son minucias domésticas que Ana interpreta como malaventuras tremebundas, pero sin el menor asomo de melodrama. Es una crónica “objetiva”, insistimos.

El viaje de Anna a la estación me recuerda la técnica de Dos Passos en Paralelo 42. Hay una mezcla disonante, de música dodecafónica todavía por inventar, de los anuncios callejeros que Ana lee mientras su obsesión se pronuncia. Va haciendo un repaso a memorias también insignificantes y leyendo carteles en las calles de Moscú, una ciudad moderna. Todavía se desvía a una visita familiar y dice que viene a despedirse de Kitty.

Sigue más monólogo interior en otro capítulo. Todo le resulta repugnante. La lucha por la existencia y el odio es lo único que une a los hombres.He pensado en el Baroja de personajes rusos al leer estas páginas, un pesimismo mortífero que el vasco conocía porque había leído a Tolstoi y a Dostoyevski.

“Si le abandono, en el fondo de su corazón se alegrará”. No era ninguna suposición. Lo veía con claridad bajo esa luz penetrante que le revelaba ahora el sentido de la vida y de las relaciones humanas.

Llegamos al final, no de la novela, sino de Ana. Escuchamos su monólogo interior explosivo, y Tolstoi describe en paralelo trenzado las rutinas callejeras. El autor entra en la cabeza de Ana en un párrafo terminal.

«¿En qué estaba pensando? En la posibilidad de encontrar una situación en que la vida no sea un tormento, en que todos hemos sido creados para atormentarnos, en que todos lo sabemos y buscamos medios para engañarnos. Pero ¿qué puede hacer uno cuando ve la verdad?» –Al hombre se le ha concedido la razón para librarse de lo que le inquieta –dijo la mujer en francés, por lo visto muy satisfecha de su frase, haciendo muecas.

Se tira al tren, y Tostoi describe con una pericia y objetividad tremendas sus pensamientos y sus sensaciones mientras cae bajo las ruedas.

El tema del adulterio tomó un cuerpo inusitado durante el siglo XIX. La novela paradigmática fue Madame Bovary, de Gustavo Flubert. Y ello se debió al escándalo que hubo con la justicia de instrumento potenciador. La Justicia persiguió a Flaubert, y esto es algo que da buen resultado publicitario y encarama al autor perseguido al Olimpo literario. Los ejemplos de novelas sobre el adulterio en el siglo XIX son numerosos en todos los países europeos. Lo curioso es que en el siglo XVIII Goethe escribió varias novelas sobre el asunto, la más sólida Las afinidades electivas, publicada en 1809. No hay constancia de ningún escándalo. Ello se debe al argumento y fórmula narrativa del alemán, que no se separó un milímetro de la moral dominante, pero dejó escrita una obra formidable sobre el adulterio.

La literatura alemana en torno a este turbio asunto también es prolífica. Yo he tomado como ejemplo L’Adúltera, de Theodor Fontane. En un próximo ensayito trataré de ella.

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