Hoy estamos en España peor que hace dos siglos
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Suena a exageración, y lo es en términos generales, pero en lo que toca a los dirigentes políticos del siglo XIX en relación con los presentes, la materia humana e intelectual se ha despeñado a honduras insondables.
Fernando Bellón
Me explico.
Estoy preparando una serie para esta revista sobre la historia política de España durante el siglo XIX. Me estoy documentando todo lo que puedo, y me voy forjando un retrato dinámico de los periodos de nuestro pasado decimonónico. La serie la he titulado “¿Qué hemos aprendido los españoles de hoy de los españoles de hace dos siglos”, inspirándome en el último capítulo del estupendo trabajo de Daniel Aquillué España con honra. Una historia del siglo XIX español, titulado “¿Qué ha hecho el siglo XIX por nosotros”.
Cuando llegue el momento, presentaré la serie con profusión de síntesis, de datos y de valoraciones propias.
De momento quiero referir una de estas últimas, la que va en el enunciado de artículo.
Empecemos con el presente.
Corrupciones de todo tipo. Parlamentarismo estéril. Guerra civil ideológica, con dominio de un supuesto progresismo o izquierdismo antiespañol. Clase política de idiotas, cobardes, incompetentes y canallas, salvo pocas excepciones. Abismo entre la dirigencia política y la ciudadanía.
En oposición a este yermo árido e inhabitable, he aquí la paradoja. La mayoría abrumadora de la población no pasa necesidades (salvo catástrofes imprevistas), existe un sistema de protección social bastante eficaz (educación, asistencia sanitaria, subsidios de desempleo, y otros). Una mayoría de esa mayoría vive relativamente bien. Las redes viarias y de transportes llegan a casi todas partes, la deficiencia de una industria productiva está compensada por el turismo, nunca la agricultura española fue tan robusta y feraz. Las rachas de inestabilidad económica no arrastran a masas de españoles hacia la pobreza y la miseria. La estabilidad y la seguridad ciudadana son aceptables. Todo esto es mejorable, pero contamos con una infraestructura económica y social que hasta ahora es sólida, aunque no parece que dure mucho tiempo .
Comparar los contenidos del último párrafo con los del anterior resulta desconcertante, inverosímil, incomprensible.
¿Cómo es esto posible?
Hace dos siglos, una España arruinada por la guerra de la Independencia contra el francés, asistida por un pequeño ejército británico muy empeñado en desmantelar la poca industria textil española, pasaba de poseer un imperio americano formidable, a ser un peón exangüe de las potencias europeas. Durante décadas, esta ruina nacional lastró el desarrollo político hacia el liberalismo y la democracia parlamentaria, siendo España el país que aprobó la primera Constitución liberal de Europa.
Los gobiernos realistas, moderados, liberales, radicales, republicanos, restauracionistas se sucedieron en cascada teatral o circense, según se mire. La estabilidad de la que gozó el reino durante el siglo XVIII se había consumido en los años de la guerra. Fue un bien muy escaso a lo largo de las décadas ochocentistas, y en los mejores periodos no duró ni un quinquenio.
¿Cómo puedo sostener que aquellos políticos en conflicto incesante, protagonistas y víctimas de pronunciamientos, de represión, de caos económico y financiero fueron mejores que los que hoy nos gobiernan?
Porque la calamidad económica, social y de régimen de gobierno de entonces no fue muy distinta de la que sufrieron los países de nuestro contorno, de Portugal a Italia pasando por Francia y Alemania. Y todos se abrieron paso, incluido el nuestro, aunque fuera a tortazos.
Se estaba construyendo el liberalismo parlamentario, se estaba forjando la industria y sus ejércitos de asalariados procedentes del campo, desvalidos y analfabetos, los rescoldos del Antiguo Régimen mantenían sus brasas, y las nuevas formas de gobierno estaban siendo ensayadas y aplicadas en toda Europa. De hecho, la violencia política en España fue inferior en aquel siglo a la registrada más allá de los Pirineos y los Alpes.
Nuestro políticos tanteaban, como el resto de sus correligionarios europeos, cómo adaptarse a un cambio social imparable e incontrolable. Ni la masonería, ni la Iglesia, ni los banqueros judíos o paganos, nadie dirigía el tinglado de la historia. Trabajaban guiados por la intuición, la ideología y el interés, es decir, los intereses en conflicto que eran formidables, como terremotos o erupciones volcánicas.
El curso de la historia del mundo occidental parió dos guerras tremebundas y otra fría hasta que pareció instalada en la firme inseguridad de las bombas atómicas.
Luego, una de las fuerzas motoras de la historia se desmoronó. Y quizá gracias a ello se produjo una explosión económica y tecnológica que todavía está lanzando fuego y lava por el planeta, y aseguró en casi todos los países favorecidos por la suerte mercados inagotables de consumidores.
Y aquí llega el momento en el que la clase política empieza a degenerar, a profesionalizarse saltándose el mérito, es decir, a funcionalizarse. Y eso sucede en todos, todos, todos los países donde la democracia parlamentaria rige.
El desarrollo económico, financiero, tecnológico y de movimiento de seres humanos (turistas, migrantes, refugiados…) ha sido superior a lo imaginable. En mis setenta y cinco años de vida, yo he viajado en tartana de mula, he vivido una infancia de racionamiento, y me he columpiado en barcas empujadas por brazos humanos en muchas ferias. No cambio por nada del mundo mi infancia por la de mis nietos. He dado literalmente media vuelta al mundo. He aprendido a utilizar varios idiomas. He vivido con comodidad en una dictadura y, cada vez con mayor perplejidad, en una democracia parlamentaria llena de granujas.
Sí. Me atrevo a afirmar que la clase política presente es mucho peor que la clase política que mandó en Europa hace dos siglos o siglo y medio.
La desconsoladora diferencia es que la clase política española que se supone más activa y avanzada, la que “tira del carro” hacia el futuro está acomplejada por su identidad nacional, y ejerce una nefasta influencia en unos votantes que se avergüenzan de ser españoles, que no se siente a gusto en su patria, que la aborrecen, que ignoran sus virtudes pasadas y presentes.
Y si la mirada se dirige hacia el lado opuesto, encontramos un partido sin ideas para cambiar el destino del país ni propósito de tenerlas, y un grupo original con ideas bastante claras, pero con poca probabilidad de llevarlas a la práctica, por el acoso sistemático de los que viven en la indolencia o en la mentira.
Si miramos a Italia, veremos que la inestabilidad política forma parte de su naturaleza. Pero el país sigue funcionando. Francia no es un modelo de rectitud política… Y así podemos recorrer la geografía europea descubriendo vicios y debilidades.
La única nación que fomenta el odio hacia la patria es España. Millones de españoles están dispuestos a cerrar lo ojos y a taparse la nariz ante la urna con tal de que “la derecha y la ultraderecha”, fantasmas sin cuerpo, no lleguen a gobernar, y a cientos de miles de españoles les gustaría no serlo. Esto es un drama de difícil remedio.
La dimisión impensable
El 10 de octubre de 1856 cumplía Isabel II 26 años. Se celebró un baile en palacio según costumbres de la época. Isabel ofreció su brazo en el primer baile a O’Donnell, entonces su primer ministro. El segundo lo realizó con Narváez, jefe de la oposición, ambos militares ilustres. Pero O’Donnell observó amostazado que la reina y su contrincante hablaban animadamente. Aquella noche presentó su dimisión.
A lo largo del siglo XIX la dimisión era un efecto que dependía de un arrebato o de una algarada con víctimas. Esto solía ocurrir en Europa.
Hoy sigue sucediendo en casi todos los países, sin necesidad de algaradas ni arrebatos. En España, no. Aquí nadie dimite, se pega los pantalones con cola instantánea al sillón ministerial, y aguanta hasta que algo tira de él y no tiene más remedio que irse. Esto es verdaderamente pasmoso. Son capaces de aguantar un aluvión de barbaridades o un aluvión de agua con cientos de muertos.
Llegados a este punto uno no puede dejar de preguntarse para qué sirve esta democracia parlamentaria. Se me ocurren algunas respuestas. Para que no nos persiga la ley por decir en público lo que pensamos de ella (nos persiguen otros en las “redes” sin legitimidad para perseguir a nadie); para reunirnos solicitando el debido permiso y gritar contra los políticos; para asociarnos a instituciones y partidos; y poco más. Todo eso, de momento.
¿De qué nos sirve esta democracia, si los que gobiernan gracias a nuestros votos hacen lo que necesitan hacer en su beneficio y permanencia aunque sea contrario a los intereses generales?
Los que tiran del carro democrático se pasan la democracia por el forro. ¿Qué futuro tiene esta democracia en la que los parlamentos no representan a los pueblos soberanos?
Varias veces he escrito que hay muchas formas de democracia, la que padecemos los españoles y los europeos en general es una de ellas. ¿Es democrática la Unión Europea? Evidentemente, no. Y no es una opinión, es un hecho. La Comisión se forma mediante un acuerdo entre los mandatarios nacionales, que hacen sus apaños, el Parlamento carece de poder. La Unión Europea es un inmenso aparato burocrático cada vez más inefectivo. Entre otras cosas porque la soberanía nacional de los estados que la componen se somete al cabildeo, pero nadie se atreve a suprimirla porque la UE saltaría en pedazos; la gente parece idiota, pero no lo es.
Así que el futuro del régimen político democrático instalado en Europa es una incógnita.
Con un mucha suerte, si Ucrania negocia una paz o un armisticio con Rusia, se disuelve la OTAN (¡ya sería raro!), los rusos “eligen” a otro dirigente máximo, el peligro nuclear se desvanece, y el mundo entra en una fase utópica prácticamente imposible, si no ocurre algo así, la democracia parlamentaria se disolverá como un azucarillo.
Son tantos los fenómenos sociales, económicos, políticos que se han acumulado en el planeta en las últimas décadas, que cabe esperar cualquier cosa. Las naciones “étnicas” se han convertido en un conglomerado de culturas y colores, el dominio de las finanzas supranacionales monopolísticas es una tiranía de apariencia benévola, las ideologías se han evaporado y han vuelto las creencias religiosas paganas como el mito del calentamiento global, el cambio climático y otras falacias semejantes.
A lo largo del siglo XIX se fue forjando en Europa el régimen político que ha servido para gobernar muchas naciones desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
En España, también. En todas partes se ensayaron o se impusieron fórmulas que no tuvieron el éxito deseado. Se amplió el derecho al voto hasta hacerlo universal, se instituyeron los partidos políticos, se garantizaron los derechos de expresión, reunión y manifestación pública, la controversia política se convirtió en hábito indoloro, En ciertos países se estableció el “turnismo”, en el que dos partidos se sucedían en el gobierno. En otros la profusión de grupos políticos hizo el sistema más inestable. Pero, al contrario que en el siglo XIX, el siglo XX y lo que llevamos de XXI son los periodos de crecimiento económico más estables de la historia de la Humanidad, de toda la Humanidad, la occidental y la oriental.
¿Tiene que ver algo la democracia parlamentaria con esto? ¿Acaso la prosperidad económica de Occidente permite prescindir de la clase política?
Se diría que a los chinos les va bien su dictadura inflexible.
¿Cuánto durará sin colapsar el sistema de intervención de los gobiernos en la distribución de ayudas y subvenciones en la población y en las empresas públicas y privadas, lo que llaman “sistema de dependencia”? Si la Unión Soviética y sus satélites no pudieron aguantar una economía férrea y planificada a base de falacias, ¿será capaz el capitalismo de nuestro tiempo de resistir? Quizá sí, si el sistema chino se expande por el planeta.
Así que mi programa político particular consiste en aprovechar lo poco que tenemos los electores, las urnas, para denunciar las torpezas y los abusos de los gobernantes, castigar a los que peor lo hacen, y esperar con paciencia que la Historia abra otro periodo menos sangriento que los anteriores. Aunque eso es algo que yo no conoceré.