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"El Criticón" de Baltasar Gracian Cultura y comunicación Series

Baltasar Gracián, un cura barroco sin pelos en la lengua. (El Criticón, 3ª Parte)

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Leído al completo El Criticón de Gracián, una de las grandes novelas del Siglo de Oro de la literatura española, se entiende el predicamento que tuvo fuera de España, sobre todo entre los filósofos. En esta entrega última de la serie vamos a tratar la Tercera Parte, “En el invierno de la vejez”. Es una obra intensa y extensa sobre la naturaleza del mundo regido por los seres humanos. 

Fernando Bellón

(Fotografía de presentación: balcones de la plaza de España de Calatayud)

Tiene doce capítulos o crisis. Recoge a los protagonistas, Andrenio y Critilo, de la jaula de locos en la que se han metido en el último episodio de la segunda parte, y arranca la narración al pie de los Alpes, camino de Italia, donde entrarán en el territorio de la vejez.

El modelo es el mismo que el de las dos partes anteriores. Los dos peregrinos, acompañados de alguien avisado, atraviesan sucesivos escenarios metafóricos, se adentran en tópicos políticos y morales, y observan la inmensa variedad de hechos y comportamientos de los hombres (mujeres aparecen menos), y se van instruyendo hasta llegar a la Isla de la Inmortalidad.

Es la entrada de ésta un lugar lleno de edificios y murallas en ruinas (luego veremos por qué), que cierran, porque se abren poco, las puertas de la Inmortalidad. Las cuida un portero insobornable, que exige a los candidatos su “patente”, hoy diríamos su currículum certificado. Se trata del Mérito.

Sólo permite el paso a quienes demuestran valerlo, la mayoría soldados que han adquirido fama en batallas y en asaltos.

Para ilustrar al lector de este capítulo en el sistema que utiliza Gracián, vamos a anticipar una cita que resume, en la última página, el viaje de los peregrinos. Entregan su patente al portero y

“Púsose [Mérito, el portero] a examinarla muy de propósito, y comenzó a arquear las cejas, haciendo ademanes de admirado. Y cuando la vio calificada con tantas rúbricas de la filosofía en el gran teatro del universo, de la razón y sus luzes en el valle de las fieras, de la atención en la entrada del mundo, del propio conocimiento en la anotomía moral del hombre, de la entereza en el mal paso del salteo, de la circunspección en la fuente de los engaños, de la advertencia en el golfo cortesano, del escarmiento en casa de Falsirena, de la sagacidad en las ferias generales, de la cordura en la reforma universal, de la curiosidad en casa de Salastano, de la generosidad en la cárcel del oro, del saber en el museo del discreto, de la singularidad en la plaça del vulgo, de la dicha en las gradas de la fortuna, de la solidez en el yermo de Hipocrinda…” y otras tantas escenas que se han ido sucediendo en las tres partes, y de las que hemos dado cuenta en los capítulos anteriores, certificados sus méritos, “les franqueó de par en par el arco de los triunfos a la mansión de la Eternidad”, allí a donde llega sólo el que “tome el rumbo de la virtud insigne, del valor heroico”, para alcanzar el teatro de la fama, el trono de la estimación y el cetro de la inmortalidad.

Llegar aquí les ha costado innúmeros errores a Andrenio (que los ha pagado) y sacrificios a Critilo.

Esta tercera parte en la Vejez es la compleción del retrato iniciado en las anteriores, la juventud y la madurez, a base de metáforas y figuras del lenguaje. Tantas que constituyen un diccionario muy apropiado para la formación de retóricos. En resumen, un compendio sociológico y psicológico del siglo XVII en Europa, mucho más entretenido que media docena de volúmenes de ensayos académicos.

La filosofía crítica de Gracián

Se dirige Gracián “al que leyere” en el comienzo, y confiesa “que hubiera sido mayor acierto el no emprender esta obra”. En esto se advierten los sinsabores que le costó. Esta última parte, quedarse a pan y agua durante unos días, castigado por su compañía, la de Jesús. Pero el tozudo aragonés se empeña en acabarla, es decir, no se deja amilanar por nadie.

También advierte al que leyere que ha dejado anchos márgenes en el texto impreso para que quien lo desee escriba comentarios. Es una lástima que esta costumbre se haya perdido. Yo tengo mi ejemplar (casi sin márgenes) repleto de inscripciones, y las líneas con subrayados en cada página.

De nuevo recurro a uno de los estudiosos de Gracián, Gustavo Bueno, en su ensayo “La filosofía crítica de Gracián”, ofrecido como lección de clausura del congreso “En el 400 aniversario de Baltasar Gracián”, Oviedo, 24 de noviembre de 200.

El proyecto de Gracián puede definirse como un proyecto de crítica universal de los tópicos o lugares comunes sobre el hombre vigentes en su época [… ] los tópicos o lugares comunes de su época, que van a ser sometidos a crítica, no son costumbres lugareñas o prejuicios aldeanos, sino los tópicos o lugares comunes del Mundo, del Imperio (de un Imperio que arrastra con él «a toda la Historia», a la antigua –griega y romana– y a la moderna). Y por ello, la crítica universal, no puede interpretarse, sin más, como la crítica de un moralista «que fustiga las corrupciones de su época», sino la crítica o discernimiento de las complejidades del mundo, para lo cual necesita asumir una perspectiva de algún modo histórico universal.

Bueno distingue en su ensayo diversos “grados” o parámetros de criticismo. Compara a Gracián con otros teólogos del cristianismo, como Santo Tomás o Francisco Suárez, que someten a la religión a una critica filosófica “enérgica”. Lo dice para negar que la filosofía crítica haya sido practicada por primera vez por Kant.

Los procedimientos críticos del jesuita se oponen al escolasticismo y al racionalismo cartesiano (que tiene mucho de escolástico, asegura). Frente al silogismo, emplea “el arte del tropo” y “la agudeza y arte de ingenio”, título de su tratado más completo.

Y esto de dos modos principales, a saber, el modo que podríamos llamar de la personalización (consistente en presentar los discursos a través de los sujetos que los pronuncian, generalmente frente a otros sujetos) y el modo que llamaremos de la personificación (hipóstasis o prosopopeya) consistente en hacer que determinadas ideas abstractas se comporten ante otras como si fueran personas.

No ejecuta Gracián una novedad filosófica, porque Patón usó en alguno de sus discursos esa personalización. De hecho, Critilo y Andrenio viajan figuradamente, en modo teorético, como hizo viajar Platón a algunos de sus personajes.

También dedica Bueno gran espacio a las correspondencias entre la crítica de Gracián y las realizadas desde la filosofía.

Las primeras «correspondencias» que consideramos necesario establecer son las que puedan mediar entre las materias tratadas en El Criticón y las materias tratadas en las obras de filosofía «sistemática» y, ante todo, las de las obras coetáneas, como puedan serlo los tres tratados de filosofía especial que desde Francisco Bacon (que recogía por lo demás, tradiciones precedentes, incluida la Summa Teológica de Santo Tomás) se denominarían durante algún tiempo De Homine, De Natura y De Numine.

Y también hay correspondencia entre el valor teológico del aragonés y las teologías desarrolladas en su época y anteriores.

En cuanto al pesimismo de Gracián,

Sin embargo, si contraponemos la filosofía cortesana de Gracián al nihilismo de Molinos –para quien el mundo y el hombre realmente existentes son inmundicia o, diríamos por nuestra parte, basura– la interpretación pesimista de Gracián parece que ha de ser enérgicamente corregida. El Criticón no nos ofrecería tanto una visión pesimista de la vida humana cuando una visión crítica de aquella tradición optimista que iba a encontrar, ya en 1666 (por cierto el año del incendio de Londres), pocos años después de la publicación de la tercera parte de El Criticón (1657), su expresión más radical y desaforada en el optimismo metafísico de Leibniz .

Y por último, un aspecto clave en El Criticón, su distanciamiento de la visión canónica, dogmática, del cristianismo, evidente en las referencias únicas al gran Hacedor o Hacedor universal, sin otras propiedades religiosas.

¿Quiso llegar Gracián en El criticón a ofrecer una «crítica a toda revelación», en la línea de Espinosa, ofreciendo una visión de los hombres como si ellos estuvieran movidos únicamente por causas naturales, y no sobrenaturales? Por nuestra parte, nos atrevemos a responder afirmativamente, sin por ello entrometernos en un juicio relativo a las creencias subjetivas del propio Gracián, a sus juicios sobre la influencia que la Gracia sobrenatural pudo tener, a través de la teología dogmática, en el «discurso de la vida»; y sobre todo habría que tener en cuenta hasta qué punto la incorporación de los dogmas aparentemente más irracionales del catolicismo por la teología dogmática y por la filosofía a que ella abrió camino ofrecían un concepto de Naturaleza mucho más amplio que el de Naturaleza mecánica cartesiana, un concepto de Naturaleza que estaba mucho más cerca de Newton (del Newton que concibe al espacio como «sensorio de Dios»).

Achaques de la vejez

Gracián tuvo que enfrentarse a su orden, que tenía en la obediencia militar su sentido del orden eclesial. Pero ni la Inquisición ni sus valedores togados le molestaron lo más mínimo. Y esto desmonta la fantasía “nacional-católica” aplicada a todo tiempo español esgrimida por los negrolegendarios.

En los Alpes se topan Critilo y Andrenio con Jano, el de las dos caras, que “traía el rostro hacia ellos y caminaba al contrario”. Explica que es la única forma de vivir, con dos caras, preparado para cualquier contingencia. Aquí menciona, según el autor de las notas, al Conde Duque de Olivares, recientemente fallecido, por primera vez. Lo hace también después, y dejándolo bastante mal.

Se encuentran en su recorrido, similar al de las dos partes anteriores, a todo tipo de personas y personajes. Los despiadados verdugos de Vejecia, “espiones de la muerte”, porque los que llegan allí suelen fingir que ni son viejos ni están a punto de irse al otro mundo.

Un caso cómico es el de un anciano, muy atildado que llega sin criado, algo fuera de uso en un rico. Enseguida se descubre que el mozo ha huido aterrorizado, porque al desvestir al viejo éste le fue entregando su peluca (“y quedóse en calavera”), su dentadura, (“dexando un páramo la boca”), se arranca un ojo y se lo da para que lo pusiese sobre una mesa (“donde estaba la mitad del tal amo”); le pide que le quita la bota, y le saca la pierna entera.

Otro recomienda “Si quieres vivir mucho y sano, hazte viejo temprano; esto es, vive a la italiana”. Esto me recuerda a la jubilación anticipada, que parece que los italianos sabían aplicarse.

En determinado momento, Critilo y Andrenio se separan. El primero es introducido por la puerta de los honores, el segundo por la de los horrores. Algo vería en ellos el portero. El pobre Andrenio se topa con una vieja “prototipo de monstruos, espectro de fantasmas, idea de trasgos”. Y a continuación dedica un largo párrafo Gracián a los peores achaques de la vejez.

Mientras tanto, a Critilo, que había pasado por la puerta de los honores se encuentra a claros varones y a una venerable matrona de semblante sereno. En aquel momento “está honrando a un grande personage, tan cargado de espaldas como de prudencia”. Se trata del rey Felipe Segundo, un Atlante político para los españoles del siglo XVII, que ven en él lo que en realidad fue. La mujer es Vejecia, que también tiene dos caras, una para los buenos y otra para los viciosos.

Ensayos minuciosos de poco valor

He recurrido a ensayos colgados en la Red sobre Gracián para entenderle mejor. Y me he encontrado con un aluvión de palabras que a mí no me han dicho casi nada. El ensayo académico se dispersa en minucias minuciosas. Por ejemplo, se enaltece el estilo “retorcido” del aragonés, la palabra sobrecargada de sentidos y valores, su recurso al símbolo, su objetivo exclusivo en los lectores de formación elevada, la agudeza, la sutileza, el ingenio, su menosprecio del vulgo.

La riqueza de términos y el lenguaje refinado es una delicia. Pero no todo el lenguaje es refinado. Encaja términos que se me antojan populares: gatería, matachín, farante, sabandijón, puchonero, despique, perdigón, redemazo, etc. En otras palabras, Gracián escribe para los que están acostumbrados a leer, del mismo modo que Cervantes escribe para los que están acostumbrados a escuchar, a que les lean en voz alta.

En ocasiones se me ha ocurrido comparar El Criticón con los buenos columnistas del presente, los que repasan la actualidad política y social con agudo ánimo crítico. A veces los textos son reiterativos, pero brutales, aplastantes. Y emplea recursos de novelista; lleva a sus viajeros a un punto en el que parecen condenados a despeñarse, pero les rescata. A mí esto no me parece literatura “refinada” y simbólica, sino el estilo de quien procura mantener la atención del lector, un lector culto, desde luego, pero al fin y al cabo hijo de su tiempo y de sus circunstancias. Al final de cada capítulo deja al lector en suspenso literalmente. “Quien quisiere saber qué monstruo, qué espantoso fuesse aquel feo hijo de una tan hermosa madre, y dónde fueron a parar nuestros asustados peregrinos, trate de seguirlos hasta la otra crisi.”

Considérese esta reflexión, en que tratan de la rueda de la vida y del tiempo, que vuelve una y otra vez a los mismos defectos porque los olvida. Pregunta Andrenio a un Cortesano: “¿no se les podría tomar el pulso a las mudanças y el tino a la vicisitud de la rueda para prevenir los remedios a los venideros males y saberlos desviar?” La respuesta es: “Ya se podría, pero como fenecieron aquellos que entonces vivían y suceden otros de nuevo sin recuerdo de los daños, sin experiencia de los inconvenientes, no queda lugar al escarmiento. Vinieron unos noveleros, amigos de mudanças peligrosas, que no probaron de las calamidades de la guerra, atropellaron con la rica y abundante paz, y después murieron suspirando por ella.”

El siglo XVII europeo está lleno de guerras, de ajustes y desajustes. El reino de España pierde el Rosellón en beneficio de Francia. Inglaterra corta la cabeza a un rey y se convierte durante un tiempo en república de fanáticos. La paz de Westfalia es un punto de no retorno para muchos equilibrios convertidos en desequilibrios. “Siempre va todo empeorando”, dice alguien.

Y en relación con el lenguaje culterano, véase este apunte: “Hasta en el hablar hay su novedad, pues el lenguaje de hoy ha doscientos años parece algarabía. Y si no leed essos fueros de Aragón, esas Partidas de Castilla, que ya no hay quien las entienda.”

¿Se empeñaba Gracián en ser un escritor oscuro? No lo diría yo, pero un escritor culto, sí. Me ha parecido a medida que avanzaba en esta parte tercera que el estilo del aragonés se hacía fluido, con un propósito de ser entendido que, en la primer parte y menos en la segunda, es de un barroquismo doloroso, pero de efectos salutíferos en quienes quieren instruirse leyendo, y no sólo pasar un buen rato.

El palacio de la Alegría etílica

Una de las recurrencias de El Criticón es la comparación de los caracteres “nacionales” de la Europa de su tiempo. Una y otra vez Gracián hace un repaso crítico al continente, con escasa mención de las Indias.

La segunda Crisi la dedica al “estanco de los vicios.” Un estanco es el compartimento de un recinto, incomunicado con otros compartimentos; una expendeduría de tabaco y sellos; y también un depósito o archivo. Creo que esta última acepción encaja en la intención de su uso por Gracián. El estanco de los vicios está dedicado a la bebida alcohólica, y es un archivo de ejemplos.

Da paso a un pregonero que dicta consejos y prohibiciones para los ancianos y los que llegan a serlo. Enuncia obligaciones y privilegios

Una viejecita atiende a Critilo de una forma amable, y a Andrenio con mayor dureza. Luego topan con “un sabandijón de los de cada esquina” y con un charlatán sin mesura. Dice Gracián que puede ser andaluz por lo locuaz, valenciano por lo fácil (quizá quiere decir ligero, descomprometido), y chichiliano (siciliano) por lo chacharai, porque los italianos no hablan, chacharean para quien no está acostumbrado a su lengua. Les conduce al palacio de la Alegría, que no es otro que una inmensa bodega con toda clase de licores. El vino, dice, es el Jordán de los viejos. Andrenio, impaciente por beber, se tira de bruces a un estanque de licores, y allí se queda. Delante de ese palacio hay una multitud de viejos sedientos. Después recorren otras zahurdas ahumadas, estancias donde se da rienda suelta a la bebida. Es curioso la colección de aforismos que exaltan “la medicina universal” del vino. Tras las peras, vino bebas, el arroz, el pez y el tocino, nacen en el agua y mueren en el vino, y bastantes más.

Otra apreciación singular se basa en el supuesto o en el tópico de que el español bebe poco vino, en relación con franceses, alemanes e ingleses. Gracias a eso, dice Gracián España se ha mantenido libre de herejías, estimuladas por el alcohol.

Una gorda pellejuda, contradicción suprema, empieza a lanzar eructos, regüeldos, y con cada uno expulsa un monstruo de la tripa, que aterra a todo varón cuerdo. “Salió de los primeros la Heregía, monstruo primogénito de la borrachera, confundiendo los reinos y las ciudades, repúblicas y monarquías, causando desobediencias a sus verdaderos señores”. Puede parecer un estereotipo de la época, pero descubre una verdad contundente. En Alemania católicos y protestantes de diferentes cofradías llevaban un siglo enredados en conflictos, en Inglaterra, la nueva iglesia se imponía a sangre y fuego, y en Francia los hugonotes eran masacrados y ellos masacraban a católicos. En España el único conflicto doloroso fue la separación de Portugal, y la sangrienta revuelta de los catalanes, que duró un decenio.

La crisi tercera, la “Verdad de parto”, se inicia con esta declaración: “Enfermó el hombre de achaque de sí mismo; despertósele una fiebre maligna de concupiscencias, adelantándosele cada día los crecimientos de sus desordenadas pasiones; sobrevínole un agudo dolor de agravios y sentimientos.” Si esto es culteranismo, ni al más ignorante se le escaparía el sentido. A continuación señala el autor la reacción de unos y de otros, según sean sus naturalezas y sus clase social. “Los vicios no sanan sino matan, y las virtudes remedian”, dice Critilo. Pero peor que la “Vinolencia” es la Quimera, peste del siglo y necedad de la moda, fenómenos perennes

Critilo hace un discurso de una actualidad sobrecogedora. Intento resumirlo. La define como monstruo cortesano, todo embuste, mentira, engaño, enredo, invenciones y quimeras. Se encuentra entre “los aduladores falsos, desvergonzados, lisonjeros, que todo lo alaban y todo lo mienten.” Les pide que se vaya con los “desdichados arbitristas, inventores de felicidades agenas… todo embeleco, devaneo de cabeça, necedad y quimera.” Y añade, “vete a unos caprichosos políticos, amigos de peligrosas novedades, inventores de sutilezas mal fundadas, trastornándolo todo, no sólo no adquiriendo de nuevo ni conservando de viejo, pero perdiendo cuanto hay, dando al traste con un mundo, y aún con dos, todo perdición y quimera.”

Le acompaña en esta escena un hombre llamado Acertador. Y Critilo se desahoga con él lamentando la pérdida de Andrenio, esclavo del vino. Llegan a un cenagal de los vicios, donde encuentran al perdido, le llaman, y él responde “¡Dejadme, que estoy soñando cosas grandes!” Y a continuación hace un lúcido discurso de sus visiones alcohólicas. El mundo no es redondo, todo va a la larga (despacio), la tierra no es firme, el cieno es cielo, todo en el mundo es aire y se lo lleva el viento, el sol no es solo ni la luna es una, los luceros si estrellas y el norte no guía, las flores son delirios y los lirios espiran, los derechos andan tuertos y los tuertos a las claras, la vergüenza es corrimiento, y los buenos no hacen llorar sino reír, el tiempo hecho cuartos y el día enhoramalas (en-horas-malas) los relojes quitan dando y de los buenos días se hacen los malos años. Y así sigue el infeliz lúcido señalando lo trocado que anda todo, que los buenos valen poco y los muy buenos para nada, etc.

El Acertador le pone una serpiente en la botella de vino, y le hacer reaccionar. Dice el autor que Andrenio no para de decir dislates, cuando es todo o contrario; es evidente que pone en la voz de un loco, las verdades dolorosas,

El Acertador es una suerte de adivino, que señala el fondo real de las personas, sobre todo el oscuro. Y vuelve con los estereotipos “nacionales”: “De un desvanecido, inglés; de un desmalaçado [flojo], alemán; de un sencillo, vizcaíno; de un altivo, castellano; de un cuitado, gallego; de un bárbaro, catalán; de muy poca cosa, valenciano; de un alborotado alborotador, mallorquín; de un desdichado, sardo; de un toçudo, aragonés; de un crédulo, francés; de un encantado, danao (danés); y así de todos los otros. No sólo la nación, pero el estado y el empleo adevinaba.”

Llama la atención cómo hace tres siglos los tópicos nacionales y regionales ya tenían vigencia, incluso la misma de lo tópicos de hoy.

Se los lleva luego a Italia, donde se supone que está “la más célebre provincia de Europa”, país de personados, enmascarados, falsos. Como viene a cuento, el Acertador pregunta a los peregrinos qué les ha parecido Alemania, aunque no consta en el libro que estuvieran en ella. Y hacen una somera descripción con mucho acierto. Hay dos Alemanias, la Alta y la Baja, y es tierra “que todo produce y engendra [fuerza Gracián la identidad de Germania con germinar], siendo fecunda madre de vivientes y de víveres, y de todo cuanto se puede imaginar para la vida humana .” Esto lo dice Andrenio, y Critilo rectifica: “mucho de extensión y nada de intención, mucha cantidad y poca calidad” Y Andrenio justifica: “¡Eh!, que no es una provincia sola, sino muchas que hacen una. Cada potentado es un rey y cada ciudad una corte.”

Resulta chocante la paradoja del ayer con la actualidad. Es notable cómo a la destrucción de un imperio, el español, se sigue la formación de uno nuevo, y luego otro, y pequeños imperios. Encadenados entre sí en la evolución de la Historia. La lectura de obras sustanciosas como El Criticón, nos permiten descubrir los aparentes caprichos de la historia.

Andrenio, protogermanófilo, insiste en destacar la abundancia y la opulencia de Alemania en agricultura y ganadería, la base entonces de la riqueza de las naciones. Y el ponderado Critilio, que parece adivinar lo que nosotros ya conocemos insiste: “Mas en eso hallo yo su destruición, y que su misma abundancia la arruina, pues no hace otro que ministrar leña al fuego de sus continuas guerras y numerosos exércitos: lo que no pueden otras provincias, especialmente España, que no sufre ancas.” España no sufre que la dominen, esa es la idea que se tenía entonces. Recordemos una vez más que España no tuvo apenas conflictos violentos interiores entre 1500 y 1640, y después casi ninguno hasta la guerra de la Independencia. Esto debió de tener consecuencias en la psicología nacional, si es que eso existe.

La Verdad, “estrecha religión”

Se encuentran luego un tropel de gente que huye atropellándose, de nuevo una escena reiterada en El Criticón, por necesidades del argumento. Descubren que vienen huyendo del reino de la Verdad, donde los peregrinos y el Acertador se dirigen. Uno de los desbandados les advierte que la Verdad está de parto, “si agora con una verdad sólo no hay quien viva, ni hay hombres que la puedan tolerar, ¿qué será si da en parir otras verdades, y éstas otras, y todas paren?” Y apunta Gracián que no es asunto raro esta huida, porque pasa en Italia, donde se teme más una verdad que una bala. Y se pregunta, si no se oyó jamás verdad en corte, ¿cómo puede la verdad tener corte?

Pero la tiene, y en ella no cabe la mentira ni la lisonja ni el favor. Por eso Andrenio se revuelve y asegura que no le interesa ese lugar (“estrecha religión”, dice), porque donde no hay embustes no hay corte.

El Acertador cuenta que una vez expulsada la verdad del mundo, la realidad era caótica, y los hombres reclamaron su vuelta. Se estableció un premio para quien expresara la primera verdad. Nadie se atreve. Así que deciden fabricar un mejunje para atenuar el amargo sabor de la verdad, con mucho azúcar y otros materiales necesarios, y lo dieron a beber a príncipes, que la rehusaron, a los sabios, que se excusaron diciendo que “tenían harto con la teórica, que no querían la plática [la práctica], en especulación, no en execución.”. Sólo los niños y los locos beben la pócima endulzada.

Es el caso que llegan a la corte, y observan cómo los que entran se “calafatean”, se tupen las orejas, porque en la boca la verdad es muy dulce, pero en los oídos muy amarga. Entran con los oídos destapados, y Andrenio, cada vez que ve un niño se pone a temblar. Dice Gracián que ahí hallaron hombres sin artificio, mujeres sin enredo y gente sin tramoya. Y cuando están a punto de entrar en el palacio, otra espantada de gente les detiene: “¿A huir todo el mundo , que ha parido ya la Verdad el hijo feo, el odioso, el abominable! ¡Que viene, que vuela, que llega!”

El humor de Gracián es españolísimo. A mí me recuerda al que se hizo en el cine español de hace decenios, y que ya ha desaparecido, supongo que gracias al concepto de lo políticamente correcto impuesto por los académicos del cine.

La especie de los alterutrum

En la crisi cuarta, “El mundo descifrado”, les sirve de guía, es preciso, un Descifrador. En el mundo todo está cifrado, así que conviene tener un amigo descifrador. Por ejemplo, el primogénito de la Verdad es el Odio, ella le engendra concebido por otros, y le pare con dolor ajeno. Es un argumento filosófico y contundente. No es invisible la Verdad, se encuentra a la vista de todos, pero muy pocos la reconocen. El cifrado del mundo consiste en que “donde pensaréis que hay sustancia, todo es circunstancia, y lo que parece más sólido es más hueco, y lo hueco, vacío”.

Un argumento de calado, la cumbre de las metáforas y de las paradojas es que la mayoría de los que parecen hombres no son sino dipthongos. ¿Y qué es un dipthongo?

Un dipthongo es un hombre con voz de muger y una muger que habla como hombre; dopthongo es un marido con melindres y una muger con calçones; dipthongo es un niño de setenta años y uno sin camisa crugiendo seda; dipthongo es un francés inserto en español, que es la peor mezcla de cuantas hay”, y para acabar de ganarse a toda la grey LGTBI indica luego el Desdifrador que “Hércules con clava no es sino con rueca, que son muchos los dipthongos afeminados”. Y también que “conversar con un necio no es otro que estar toda una tarde sacando pajas de una albarda”. Las calles de las ciudades de hoy deberían estar llenas de paja.

Entre los numerosos ejemplos de desciframientos cabe destacar este referido a los intelectuales de entonces. Le preguntan de qué sirven, “De embaraçar, estos son una cierta cifra que llaman çancón, y es dezir que no se ha de medir uno por la zancas, no por cierto, sino por la testa; que de ordinario lo que echó en estos la naturaleza en gambas [piernas], les quitó de cerbelo, lo que les sobra en cuerpo les haze falta en gambas”.

Otra es la especie de los alterutrum, es decir los que parecen lo contrario de lo que son.

Enseguida pasan a otro escenario, una gran plaza, emporio célebre de la apariencia y teatro ostentoso de la ostentación. En este punto se encuentra una mención acusatoria a Felipe II, a quien ha puesto varias veces en la cima del valor, significativa paradoja, aunque ignoro su sentido. Primero da una mano de tortas a otros reyes famosos de España y Portugal (obsérvese la recurrencia en El Criticón de Portugal, que fue integrante del reino de España hasta que dejó de serlo oficialmente en 1668, veintiocho años antes en la realidad). “Dezir que el perseguir los propios hijos, y hacerles guerra y encarcelarles y quitarles la vida que fue obligación y no passión: respóndaseles que por más que lo quieran dorar con capa de justicia, siempre serán yerros”. Es evidente que se refiere al príncipe Carlos, a quien su padre Felipe encarceló por desequilibrado, según se cuenta.

No se le escapa ni una al observador y crítico Gracián. Es una lástima que se conozca tan poco de su vida, porque serviría para comprender las razones de su sarcasmo. Por el célebre emporio de apariencia pasan el charlatán, el embustero, el bachiller en busca de sentencias publicitarias (diríamos hoy), y hasta el catedrático posmoderno capaz de confundir con un torrente de necedades a un consistorio que paga conferencias incomprensibles.

El charlatán les anuncia que detrás de cierta cortina hay un fabuloso gigante, y en correrla aparece un enano. “Estaban todos atónitos y preguntábanse con los ojos: Señores ¿qué tiene este de gigante?, ¿qué le veis de héroe? Mas ya la runfla [multitud] de los lisonjeros comenzó a voz en grito a dezir…” Y se puede imaginar las bobadas que les pone en la boca Gracián a los lisonjeros, sobre quienes llueven doblones de oro, los periodistas de antaño.

Por fin acaban frente a un espejo, que sólo refleja a los grandes hombres, a las mujeres bellas, y que a los que carecen de virtudes no los enseña. Como es natural cada uno ve su imagen, y destaca las maravillas que no posee. “Y con que todos sabían que no sabían, y creían que no veían ni dezían verdad, ninguno ossaba declararse por no ser el primero a romper el yelo. Todos agraviaban la verdad y ayudaban al triunfo de la mentira”.

Es en ese momento cuando Critilo desenmascara al Descifrador, que comienza a echar humo espeso por la boca, encendido en el estómago, lleno de paja, y deja el claro hemisferio lleno de confusión. Hecho lo cual defiende con soberbia (y veracidad): “de aquí a doscientos años tan creído seré yo como ellos [se entiende que los que hablan con verdad]. Por lo menos causaré razón de dudar o pondré la verdad en disputa, que desta suerte se confunden las materias”.

Esto ha sucedido en el mundo siempre, pero desde que se impuso la libre interpretación sobre el dogma, la opinión sobre el conocimiento, la confusión se ha ido por las nubes. No, la ciencia no tiene nada que ver con enredar la ignorancia o la mala voluntad con la verdad y la veracidad. Intente usted, lector, alzar la voz en un estadio de fútbol repleto hasta la bandera; por muy científicamente correcto que sea lo que pretende comunicar, su voz quedará aplastada; y no porque le prohiban hablar, sino porque cincuenta mil gargantas silencian a una o incluso a cien.

El Desengaño, hijo de la Verdad

Avanzan nuestros héroes a toda máquina hacia el final de su recorrido. Primero se acercan a “un palacio sin puertas”. Advierte el jesuita rebelde que una de las mayores monstruosidades de la existencia es “el estar el Engaño en la entrada del mundo y el Desengaño en la salida”. Sería más justo al revés. De modo que el mundo va al revés. Desaparecido el malévolo Descifrador en su propio humo, surge otro ser que matiza su desengaño: “no habéis de preguntar quién assí lo ordenó, sino quién lo ha desordenado”. Es decir, los propios seres humanos. Además, el Desengaño no llega en la vejez, está presente en todos los momentos de la vida, sólo que nadie lo ve o pocos quieren verlo. El Desengaño es el hijo de la Verdad.

Aquí hace Critilo unas reflexiones sentidas, lamentando que todo lo que más importa no se conoce cuando se tiene, ni se estima cuando se goza: la verdad, la virtud, la dicha, la sabiduría, la paz y al final el desengaño. A continuación es Andrenio el que lanza suspiros que a mi parecer Gracián utiliza como burla de aquellos que pusieron inconvenientes a la publicación de El Criticón, en especial su propia orden. “¡Eh, que ya nos enfadaba y tenía muy hartos de tanta verdad a las claras… Podría ser hijo de la Verdad, mas a mí me pareció padrastro de la vida. ¡Qué enfado tan continuo, qué cosa tan pesada su desengaño cada día, aquello de desayunarse con un desengaño a secas!”

El nuevo interlocutor de la pareja de peregrinos les pone ejemplos de los engaños que ensalzan lo que no es. “Tal es la tiranía de la afectada fama, la violencia de dar a entender todo lo contrario de lo que las cosas son. De suerte que hoy todo está en opinión y según cómo se toman las cosas!”.

Cuidado, que no está criticando la fama, a la que se llegará al final de la novela, sino la afectada fama, la falsa.

Y si había alguna duda sobre el optimismo crítico de Gracián, he aquí una prueba en favor del aragonés. “Cada día se van adelantando las materias y sutilizando las formas”. Y Critilo le corrige, “todos convienen que todo ha llegado a lo sumo y que está en su mayor pujança, tan adelantadas todas las cosas de naturaleza y arte, que no se pueden mejorar”. Esto suena al mejor de loa mundos de Leibniz y su teoría de la armonía preestablecida, que tardará todavía medio siglo en dar a conocer. Recuerdo la cita de Gustavo Bueno del principio del capítulo:

El Criticón no nos ofrecería tanto una visión pesimista de la vida humana cuando una visión crítica de aquella tradición optimista que iba a encontrar, ya en 1666 (por cierto el año del incendio de Londres), pocos años después de la publicación de la tercera parte de El Criticón (1657), su expresión más radical y desaforada en el optimismo metafísico de Leibniz.

Enmienda Gracián al poco fino Critilo: “Engáñase de medio a medio quien tal dize [que se ha llegado a la perfección], cuando todo lo que discurrieron los antiguos es niñería respeto de lo que se piensa hoy, y mucho más será mañana. Nada es cuanto se ha dicho con lo que queda por decir, y creedme, que todo cuento hay escrito en todas las artes y ciencias, no ha sido más que sacar una gota de agua del océano del saber”.

Quien esto dice es el Veedor, el Zahorí, otra figura alegórica ingeniosamente aplicada. Un tipo que puede ver la sustancia de las cosas de una ojeada, no sólo los accidentes y las apariencias. Una individuo de la estirpe de Supermán, que ve a las personas por dentro. Pero si todo lo ve, todo lo calla, la discreción hecha materia.

En estas llegan a un edificio sin puertas ni ventanas, del que sale (misteriosamente) un monstruo mezcla de hombre y de caballo, coge el centauro a Andrenio de los pelos y se lo monta en los lomos, y se pone a volar de acá para allá. El edificio resulta ser “el palacio de Caco y de sus secuaces, que ya no habitan en cuevas”. El Veedor se dispone a entrar con Critilo en el palacio, para pasmo del peregrino. “¿Nunca has oído preguntar a algunos simples: ‘Señores, ¿cómo entró aquel en palacio, cómo consiguió el puesto y el empleo, con qué méritos, con qué servicios?” El Veedor le induce a colarse en el palacio sin puertas por las rendijas de los entremetidos. Y dentro escuchan voces y conversaciones pero no ven a nadie.

Recorren el vacío palacio lleno de voces, hay comedores repletos de vianda traída por el aire por simples manos que sujetan bandejas. Se trata de festines de los ladrones más avispados, tanto que ni se les ve. Devoran como leones y tragan cono avestruces de plata (dinero). Y advierten “los raros modos por donde venían los sobornos, los varios caminos por do llegaban los cohechos”. También hallan libros y libelos que pasan de mano en mano sin saberse el original, “y había autor que, después de muchos años enterrado, componía libros y con harto ingenio, cuando no había ya ni memoria dél”. La vieja existencia del plagio, otra forma de robo. Y termina el capítulo con una referencia desconcertante para mí, lego en la física. Una afirmación en boca de un estoico: “Que no había verdaderos colores en los objetos, que el verde no es verde ni el colorado es colorado, sino que todo consiste en las diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña.” Con permiso de los expertos y doctores, a mí esto me suena a longitudes de onda y a física cuántica.

Pero el descubrimiento de Gracián no es sino otra alegoría: “Los más en el mundo son tintoreros y dan el color que les está bien al negocio, a la hazaña, a la empresa y al suceso”.

Andrenio sigue sin aparecer, aunque le escuchan gorjear, porque es otro de los invisibles. Y se ha de esperar a la siguiente crisi para recobrarle en cuerpo y alma.

El camino de en medio

Es la sexta y se titula “El saber reinando”.

“No hay maestro que no pueda ser discípulo, no hay belleza que no pueda ser vencida: el mismo sol reconoce a un escarabajo la ventaja del vivir”. Si yo fuera hombre ilustrado, poseedor de un castillo donde toda necesidad me fuera servida, dedicaría un semana a analizar la sutileza de esta sentencia formidable. Pero este resumen se me va haciendo largo, de modo que debo de abreviar.

En la alborada del día siguiente, el castillo sin puertas ni ventanas se desvaneció: “en amaneciendo la luz del desengaño, anocheció todo artificio”.

Los habitantes del castillo hecho aire se enfurecen porque el Veedor les ha dejado sin cobijo, y arremeten contra él. Pero se escapa volando, en compañía de Critilio y Andrenio, que se ha librado de su encantamiento. Llegan enseguida a una encrucijada de la que parten dos caminos, por el de la derecha se arrastran serpientes, por el de la izquierda vuelan palomas. Pero cuidado, que esto es engañoso, no es que en el siglo XVII ya se hubiera levantado el edificio de las ideologías.

Como ha solido ocurrir hasta ahora, a Andrenio le encandilas las sinceras palomas, a Critilo le atrae el camino de las serpientes, símbolo de sagacidad y prudencia. De nuevo departen uno del otro.

Critilo va acompañado de otro voluntario, el Narigudo (se supone que los narigudos son sagaces) con quien conversa, es decir, con quienes Gracián construye sus neoplatónicos diálogos. Se van encontrando con metáforas de la prudencia, el Marrajo (el cauto, el astuto, difícil de engañar, nos informa el anotador), un mellizo suyo el Bobico (no hay explicación en las notas), el Dropo y el Zaíno, que son cautelosos pero traidores. Narigudo le cuenta fábulas oportunas, en una de las cuales aparece Calatayud, donde no hay necio alguno.

Andrenio, por su parte, siguiendo a las palomas va a parar al país de los buenos hombres, gente toda amigable, pero que vale poco, porque no saben engañar, ni porfían ni se maltratan. Una de las figuras es Buena Miel, comido de moscas, Fulano de Mazapán, que cada uno le da un pellizco o el canónigo Blandura, que todo lo hace bueno. Ven a Dexado, a Pachorra…

Un viejo les dice que en el pasado había más gente y mejores. “Ahora todo está maleado, todo mudado, hasta los climas, y según van las cosas, dentro de pocos años será Alemania otra Italia, y Valladolid otra Córdoba”. ¿Anticipaba también Gracián el cambio climático?

Telepáticamente se ponen de acuerdo Andrenio y Critilo y se reúnen en el camino del medio, que es el del Saber prudente y que conduce a su corte. Les acompaña un tipo con cien sesos, el Sesudo: castellano en lo sustancial, aragonés en lo cuerdo, portugués en lo juicioso, y todo español en ser hombre de mucha sustancia.” ¿Y quedará quien insista en que los españoles de aquel siglo y posteriores eran cavernícolas?

Llegan a una espaciosa plaza donde están las oficinas del juicio y las tiendas del entendimiento. Allí bullen los ingenios, reyes, príncipes, generales, doctores, un repaso a las glorias de España y Portugal, todavía España en la mente de muchos ilustrados y aldeanos de la época. También hay “héroes modernos”, a quienes no conviene nombrar porque creen que se les celebra y se ponen ufanos.

Suenan trompetas y atabales y se anuncia otro bando, “una crítica reforma de los comunes refranes”, llamados también los “Evangelios pequeños”. ¿Estará haciendo escarnio Gracián de Lutero y sus evangelistas? Siguen siete paginas de refranes enmendados, otro depósito para monologuistas sin ideas.

El destino del capítulo es la oficina mayor, donde se refina el seso y se afirma la sindéresis (capacidad natural para juzgar rectamente).

Y entramos en la crisi séptima, donde encontramos a “la hija sin padre en los desvanes del mundo”. Comienza con una serie de propuestas para mejorar la anatomía (moral) del ser humano: una ventanilla en el pecho, ojos en las manos, candados en la boca, una chimenea en la cabeza para que exhale los humos del cerebro, en especial en la vejez. Se encaminan los dos peregrinos a Roma en compañía del Varón de muchos sesos, o Sesudo, que asegura: “Por una de cuatro cosas llega un hombre a saber mucho, por haber vivido muchos años, o por haber caminado muchas tierras, o por haber leído muchos y buenos libros, que es más fácil, o por haber conversado con amigos sabios y discretos, que es más gustoso”. Recuérdese que en el siglo XVII el que quería conocer tierras y tenía pocos cuartos tenía que caminar por necesidad miles de kilómetros; y le daba tiempo de conocer todo tipo de gente y acumular experiencia.

En medio del camino real ven a dos bravos guerreros batallando. Por más que se descalabran no les sale una gota de sangre. La razón, uno de los hombres es del género de los insensibles, y el otro de los fantásticos, que tienen el cuerpo aéreo. Consiguen separarlos y los guerreros explican que se pelean por ellos, por Critilo y Andrenio; el que gane se los llevará a su reino. Protestan los peregrinos de que les arrebaten su libre voluntad, y preguntan cual es el destino de cada uno. El primero les lleva a lo más alto del mundo, a la esfera del lucimiento, donde serán inmortales. El segundo les dirige al deseado sosiego, a la quietud y al descanso.

Nueva discrepancia entre Critilo, que desea la honra y la fama, y Andrenio, que la paz y la tranquilidad. Se pasan el día entero discutiendo, asistido cada uno por el guerrero Vano y por el guerrero Poltrón. Por fin se rinde Andrenio y acepta ir por el camino de la honra. Lo primero que ven es un empinado monte. En su cima hay un edificio con setecientas chimeneas, referencia a la casa de las Siete Chimeneas, hoy ministerio de Cultura, en Madrid. De las chimeneas sale humo, alegoría de la vanidad, que sirve a los afectados de moneda de cambio, hoy diríamos de criptomoneda. Cuando ascienden escuchan grandes ruidos en el palacio, provocado por quienes lo habitan, porque hacer ruido es manifestarse. La vocería es ensordecedora, y el guía explica que se celebra una chanza; una especie de competición de cómicos, hoy tan común en los teatros y en la televisión. Sigue la ristra de alegorías Gracián al descubrir Andrenio que el magnífico castillo no tiene cimientos, carece de fundamentos. ¿Quién será su dueño?

En este caso una dueña, la Hija sin padres, la Soberbia. Allí todo está vacío de importancia y lleno de impertinencia. Hay muchos grandes escudos de armas a las puertas, pero dentro no hay un real.

Pasan a otra estancia muy ostentosa, con sitiales, doseles, tronos y troneras. Encuentran a una hembra sin título ni realidad que se hace servir de rodillas, y el paje va cayéndose, y con él el servicio que trae. Las personas hablan hueco y entonado, y se conoce el caso de que “un cierto gran señor hizo junta de físicos [médicos] para ver si podrían darle modo de hablar por el cogote, para distinguirse del pueblo, que eso de hablar por la boca era una cosa común y vulgar”. Las personas se hacen ceremonia exagerada, “metiendo en ella grandes metafísicas.”

De esta escena de gran comicidad pasan al desván de la Ciencia, donde el sarcasmo de Gracián se desborda: “Toparon aquí raras sabandijas del aire, los preciados de discretos, los bachilleres del estómago, los doctos legos, los conceptistas, las cultas resabidas, los miceros [letrados], los sabihondos y dotorcetes. Pero a todos ellos ganaban en tercio y quinto de desvanecimiento los puros gramáticos, gente de brava satisfacción; y assí dezía uno que él bastaba a inmortalizar los hombres con su estilo y hacer emes con su pluma [magestad, maestro, y maricón, sugiere el anotador]; dezía ser el clarín de la Fama, cuando todos le llamaban el cencerro del orbe”.

Abundan aquí los que se adornan y ufanan de lo que no poseen.

“Desta suerte están todo el día diziendo mal del siglo presente, que no sé cómo los sufre. Nadie les parece que sabe sino ellos. A todos los demás tienen por moços y por muchachos, aunque lleguen a los cuarenta, y mientras ellos viven, nunca llegan los otros a ser hombre.”

Al final de la crisi llegan a una gran puerta con dos columnas gigantes. Les impiden el paso, pero los peregrinos ruegan y suplican con impertinente curiosidad, y al abrirse la ostentosa puerta les acometen torbellinos, tempestades de vanidad, avenidas de humo y de fantasías.

La cueva de la Nada

Se trata de la cueva de la Nada, de la que da cuenta en la crisi octava.

Nuestro mundo podría ser mucho mejor, si estuviera hecho de otra manera con los mismos materiales. Esta propuesta de filósofo de salón, que en aquel momento eran los arbitristas, con ideas a mogollón para beneficio del declinante imperio, es el inicio de este capítulo. La respuesta a cómo habría de ser es: todo al contrario que ahora, todo al revés. En pocas palabras, un paraíso: “fuera siempre una primavera alegre y regozijada, no duraran solos quince días las rosas, ni solos dos meses las flores, cantaran todo el año las ruiseñores, y fuera continuo el regalo de las guindas. Era la opinión de sabios de entendimiento novelero, amigos de mudar las cosas cuadradas en redondas.

Para otros, lo más adecuado era quitar “la variedad y con ella la hermosura y el gusto, destruyendo de todo punto el orden y concierto de los tiempos, de los años, los días y las horas, la conservación de las plantas, la sazón de los frutos, el sossiego de las noches…”

Un comentario llamativo hace Gracián, que no estoy en condiciones de interpretar por falta de información, pero que al anotador Santos Alonso no le interesa un ápice o lo finge, porque no dice ni una palabra. Se trata del Sol. “Pero a todos estos desconciertos, ¿qué había de hacer el sol, inmoble y apoltronado en el centro del mundo, contra toda su natural inclinación y obligación, que a fuer de vigilante príncipe pide moverse sin parar, dando una y otra vuelta por toda su luzida monarquía? ¡He!, que no es tratable eso. Muévase el sol y camine, amanezca en unas partes y escóndase en otras… passe y passee de la una India a la otra.”

Está tratando de dos hechos decisivos en la época. Uno, el evidente e incontestable: que el imperio español sigue siendo el único en el que no se pone jamás el sol, desde las dos costas del Pacífico a ambas costas del Atlántico; esto es algo que a bastantes españoles de hoy parece molestarles, y lo borran de su “memoria histórica”.

Y el segundo hecho explosivo en aquella época es el movimiento del sol. Galileo, fallecido años antes de la publicación de “El Criticón”, había demostrado con estudios experimentales y empíricos, y observaciones astronómicas con el telescopio, que la teoría copernicana del heliocentrismo era correcta. El siglo XVII, tormentoso y tumultuoso en guerras y en fronteras, es el escenario de la gran revolución científica de Occidente.

Todas las personas cultas y doctas eran conscientes de los provocativos avances de la ciencia, hasta entonces ajena a la experimentación, y fiel a las Escrituras y a Aristóteles. Es obvio que Gracián sabía de lo que se burlaba. Pero mi pregunta es, ¿se burlaba de Galileo o se burlaba de quienes le perseguían? Es el caso que termina su párrafo en defensa de la inmovilidad del sol con esta sentencia: “si el ocio donde quiera es culpable vicio, en el príncipe de los astros sería intolerable monstruosidad.”

La duda no es capricho, porque esta discusión la mantienen los dos acompañantes de Critilo y Andrenio, el Honroso y el Ocioso.

Entra Gracián en un estropeado berenjenal. Habla del desván de Portugal que, ya lo hemos dicho antes, cuando escribe esto el jesuita, sigue perteneciendo a España nominalmente, aunque ya se había separado por la fuerza. Para el autor Portugal es una de las mejores partes de España, la “coronilla” de Europa.

Sale del berenjenal y se mete en el país de los acomodados, de los comodones, “un ameno y alegre prado, centro de delicias, esencia del buen tiempo”. Se toman todos el viaje muy despacio. Atraviesan estancias de mucho recreo, silenciosas porque nadie mete ruido, con carrozas elegantes que llevan a personajes desconocidos. Dan con un tipo gordísimo que da lecciones sobre las reglas de la comodidad y escuela del vivir. Discursea en italiano. Pide que sus consejos le sean pagados en “trentines” catalanes, pero le dicen que no hay, porque se los han llevado todos los franceses, que acaban de quedarse con el Rosellón, hoy renombrado Cataluña Nord por bastantes doctos tontos.

Este Gordísimo sería hoy un Buda, que predica la contención: “cena poco, usa el foco, testa in capelo e poqui pensieri en el cerbelo. Oh la bela cosa!

A lo que contesta Critilo: “Paréceme que toda esta ciencia del saber vivir y gozar para en pensar en nada y hazer nada y valer nada. Y como yo trato de ser algo y valer mucho, no se me asienta esta poltronería.”

Los guías enseñan a los peregrinos cementerios de holgazanes, es decir, sepulcros de personas que han preferido enterrarse vivas, y se han cubierto del polvo del olvido. Están llenos de “segundones, sucessores de retén, de terceros y de cuartos, sin que saliessen a medrar y valer ni en las campañas ni en las Universidades. Todos yacían en las mesas de juego, en el cieno dela torpeça, en el regaço de la ociosidad, única consorte del vicio.”

Se acercan luego a la boca de una tenebrosa gruta. Se trata de la cueva de la Nada, en consecuencia lógica del camino que han seguido en esta octava crisi. Se precipitan por ella multitudes de gentes que “fueron nada, obraron nada y así vinieron a parar en nada”.

El juicio de Gracián en este cuento es una soberbia crítica a la descomposición del imperio español: “desta suerte, y tan sin dicha, entraban unos y otros, estos y aquellos, que se despoblaba el mundo y nunca se llenaba la infeliz sima de las honras y de las haziendas. Entraban caballeros, títulos, señores y aún príncipes”. Muchos entran de grado, otros a puntapiés y empujones del Ocio y el Vicio. También participa en el el trabajo de meter en la caverna de la Nada a notables ociosos Venus. El imperio se desangra, viene a lamentarse Gracián.

Otros sujetos de la condenación a la sima son los libros de historia, llenos de mentiras y lisonjas, muchos de ellos meras copias, pastiches, falsificaciones.

El mito de la felicidad

Y así entramos en la crisis nona, Felisinda descubierta.

Nos adentra Gracián en el mito de la felicidad. Un necio da vuelta al mundo en busca del Contento. Allá donde llega le dicen que le conocen, pero de oídas, de sus antepasados, o de creer que está en el país de al lado. El autor utiliza la alegoría para describir el viaje de sus héroes, que han llegado a la boca de la caverna de la Nada, sorprendidos de que en la nada haya algo o alguien. Los que la habitan son menos que nada, nonadillas, sombras sin cuero, títulos sin realidad y cosas sin título.

Lo que está revelando Gracián es que el mundo está cubierto de mucho engaño, mucha apariencia. Realiza un largo discurso sobre la nada más irónico que filosófico. En ese momento uno de los acompañantes de los viajeros empuja a Andrenio al foso de la Nada, y el otro sujeta a Critilo, que a su vez toma de la mano a Andrenio. Librados del abismo, se ven llevados a rastras al palacio de la Vanidad.

Llegan a Roma, y les recibe un guía sabio y artero, un viejo español que lleva media vida en la ciudad. Le cuentan lo que buscan, a Felisinda, que debe de alojarse en el palacio del embajador del Rey Católico, en aquel momento Felipe IV. Les conduce allí, y entran en una sala repleta de celebridades del intelecto, que el anotador se encarga de describir.

El último es Juan Bautista Marino o Marini, sonetista italiano, que larga un denso discurso sobre la imposibilidad de la felicidad, y cede la palabra a John Barclay (le llama Barclayo), novelista escocés (ignoro si católico o protestante, que escribió contra los jesuitas y la Iglesia, pero murió en Roma) del agrado de Gracián (escribía en latín), que hace un discurso muy pragmático. Juan Bautista Birago Avogadro, historiador italiano, contemporáneo de Gracián como el resto (muestra de que el jesuita era un hombre muy bien informado) señala que “la felicidad humana consiste en un agregado de todos los que se llaman bienes, honras, placeres, riquezas, poder, mando, salud, sabiduría, hermosura, gentileza, dicha y amigos con quien grozarlo”. Es decir, una quimera. Para Agustín Mascardi, erudito italiano, “toda la felicidad humana consiste en tener prudencia, y la desventura en no tenerla”. Para otro, es feliz quien fue primero desdichado. Y el budista intuitivo dice que la verdadera felicidad no consiste en tenerlo todo, sino en no desear nada. Los más infelices son los sabios, apunta otro sabio. Hasta que se levanta un desconocido y suelta “vuestros sabios son unos grandes necios, pues andan buscando en la tierra lo que está en el cielo”, se marcha dando un portazo, y los que se quedan reconocen su acierto, e insisten en el principio teológico de que no puede haber felicidad más que en presencia de Dios.

Pregunta el cicerone a los peregrinos qué les ha parecido la culta Italia. Critilo la compara con España, que “está hoy del mismo modo que dios la crió, sin haberla mejorado en cosa sus moradores, fuera de lo poco que labraron en ella los romanos: los montes están hoy tan soberbios y zahareños como al principio, los ríos innavegables, corriendo por el mismo camino que les abrió la naturaleza, las campañas se están páramos, si haber sacado para su riego las azequias, las tierras incultas, de suerte que no ha obrado de nada la industria.”

Una prueba de que el pesimismo del español consigo mismo es antiguo. Pero también prueba de algo prodigioso, cómo es posible que de una tierra así se haya construido un imperio. Italia, por el contrario es un vergel, viene a decir Critilo. Y añade algo curioso: “Si en manos de los italianos hubiera dado las Indias, ¡cómo que las hubieran logrado!”, es decir, aprovechado. Se advierte que Gracián sólo tenía referencias de la Indias, porque se habría pasmado de ver lo que habían llegado a ser en siglo y medio de presencia española. Encuentra sin embargo un defecto a Italia, que admiran a los franceses y odian a los españoles. Recuérdese que Elvira Roca Barea sitúa en Italia el inicio de la Leyenda Negra antiespañola, que perfeccionaron franceses e ingleses.

La crisi décima está dedicada a “la rueda del Tiempo”. Como el cortesano les había prometido que les iba a enseñar el futuro, Andrenio le apremia a que no se entretenga en el pasado y el presente. El cortesano saca unas lentes del bolsillo y cita a Galileo, que las empleó en su telescopio. Lo que viene a decir es que la rueda del Tiempo permite ver el futuro porque todo se repite. “¿Qué pensáis que es el passarse el mando, el mudarse el señorío desta provincia en aquella, de una nación en la otra? Es que se muda las alforjas del tiempo: hoy está aquí el imperio y mañana acullá, hoy van delante los que ayer iban detrás; mudóse la vanguardia en retaguardia.”

Es este un razonamiento seguro y algo dialéctico sobre el devenir de la historia, antes de que la Ilustración pusiera de moda el progreso. Ante los testigos va rodando la rueda y les permite ver las consecuencias de tal movimiento, el sucederse de las modas y vuelta al inicio de casi todo. Aunque lo malo es que “todo se va empeorando”. El pesimismo del viejo.

Ya hemos adelantado este tema en este capítulo, así que vamos a dejar a los peregrinos que se alimenten. En un rasgo de humorismo, pone Gracián en boca del Cortesano: “baxemos a comer no diga el otro simple letor:¿De qué passan estos hombres, que nunca se introducen comiendo ni cenando, sino filosofando?”

La Muerte de buen humor

Y nos metemos en “la suegra de la Vida”, o crisi undécima.

Les lleva el Cortesano a una gran plaza llena de curiosos que miran a un equilibrista dando brincos sobre una maroma tendida. Se admira Andrenio, y el guía le dice que no tiene por qué, pues todo ser humano camina sobre el hilo de la vida sin darse cuenta de que puede caerse en cualquier momento. Se van luego a la posada de la Vida, y descubren que la dueña es una troglodita caribeña que se zampa a los huéspedes. Un Passagero les muestra un sótano tenebroso donde tienen encerrados a los famélicos huéspedes. Penetra la oquedad una procesión de espantos, de cuya conversación se deduce que la posadera es la suegra de la Vida, la Muerte.

De nuevo tiene Gracián un rasgo de humor. Cuando los peregrinos “esperaban ver entrar en fúnebre pompa tropas de fantasmas, catervas de visiones, exércitos de trasgos, multitud de larvas y un escuadrón de funestos monstruos, vieron muy al contrario muchos ministros suyos, muy colorados; no sólo tristes, pero muy risueños y placenteros, catando y bailando con brava chança y bureo”. Advierte uno de los gordinflones, Hartazgo, que eso de los monstruos era de los “tiempos antiguos”. No tan antiguo, a juzgar por las novelas y las series de horror de hoy en día.

Por fin entra la Muerte, curiosa señora, con media cara descarnada y media bien hermosa. Se sienta en su sillón de costillas mondas, canillas secas, sitial de esqueletos. Y empieza a hablar con voz graciosa y linda ironía. Convoca a sus ministros, Pesares, Cuidados, Penas, Guerras. Sobre esta última, muy reciente ,la de Francia,  se hace estadística de los degollados y muertos, decenas de miles. Pero la Guerra corrige que “no mueren peleando al cabo del año, ocho mil de ambas partes”. ¿Y cómo es eso? La buena cuenta es que “la mayoría mueren de hambre, señora de enfermedades, de mal passar, de necesidad, de desnudez y de desdichas”.

También se presentan las Pestes, los Contagios, la Gota, los dolores de costados, retenciones de orina. La Muerte relata su juventud, en la que le daba pena matar, y cómo lanzó con cuidado sus flechas mortíferas a viejos, a enfermos, a personas malas; recibiendo a cambio condenas de los hombres. De modo que tiró el arco, tomó una guadaña, y con ella se dedicó a ir segando cabezas todo parejo, sin cuidarse de quiénes eran sus dueños.

Uno de los ministros le aclara que con todo lo que matan mueven más a risa que a provecho, porque “no enmiendan sus vidas los mortales, ni corrigen sus vicios; antes, se experimenta que hay más pecados después de una gran peste, y aún en medio della, que antes.”

Finaliza el capítulo dando pie al siguiente que es el último, y que nos cuenta algo insospechado, que la muerte tiene remedio.

La Isla de la Inmortalidad

Gracián nos saca de dudas enseguida: “Son eternos los héroes y los varones eminentes inmortales. Éste es el único y eficaz remedio contra la muerte.” Es lo que dice el Peregrino que acompaña a los otros peregrinos, Andrenio y Critilo, y les lleva al palacio de la Vida en la Isla de la Inmortalidad. Explicación: “Ningún hombre, por eminente que sea es estimado en vida; ni lo fue el Ticiano en la pintura, ni el Bonarota [Miguel Ángel Bunarrotti] en la escultura, ni Góngora en la poesía, ni Quevedo en la prosa. Ninguno parece hasta que desaparece, no son aplaudidos hasta que idos.” Me resulta llamativo que no mencione a Calderón de la Barca, tan barroco y tan brillante como Gracián.

No lo entienden bien los viajeros, algo que estimo comprensible. Preguntan si en esa Isla no se padecen enfermedades y dolores de vejez y miedo a la muerte. Y es que la muerte es inapelable, destruye e iguala a los hombres. ¡Qué demonios tiene que ver la fama y la inmortalidad! ¡De qué nos sirve que nos aplaudan cuando nos hayamos ido!

Son recelos razonables. Sobre todo Critilo, el intelectual, opone razonamientos a este optimismo póstumo. Compara al hombre con el vidrio, “a un tris dan un tras y acábanse vidrio y hombre.”

Para convencerlos les conduce el Peregrino por un túnel al templo del Trabajo, a la orilla de un negro mar, el de la memoria perpetua, en el que desembocan sudores y llanto, efecto del esfuerzo humano, y el color procede de la tinta de los más famosos escritores, validos de la Fama. Y cita a unos cuantos.

En medio del mar yace la Isla de la Inmortalidad. Se llega a ella volando como los cisnes y las águilas, o remando y sudando. Toman una chalupa que lleva inscripciones en la quilla de otros escritores, como Diego Saavedra Fajardo, otro ilustre barroco español, o el pintor Diego Velázquez.

Remando charlan sobre los animales y las plantas de vida más larga. Atribuye al cuervo vivir trescientos años, imagino que metafóricamente; y cómo el hombre se quejó al Hazedor supremo, y éste le contestó “está en tu mano vivir eternamente.”

Van llegando a la isla, y resulta que no tiene palacios ni obeliscos, sino toscos edificios. Suponían los viajeros que encontrarían en la isla pirámides y esplendorosos monumentos. Pero les dicen que fueron obra de hombres vanidosos. La isla tiene una costa de peñascos inaccesibles, donde la mayoría de los marineros se estrellan y naufragan. Se ponen ejemplos de sólidos bajeles, por ejemplo la vida de Enrique VIII de Inglaterra, que pasó de Defensor de la Iglesia Católica a hereje; y precisamente en los años en los que se publica El Criticón, ha dejado una herencia de guerra y destrucción en Inglaterra, dominada por los republicanos de Cromwell, que han cortado la cabeza a Carlos Estuardo.

Cuida el acceso a la isla un tan exacto cuan absoluto portero, inexorable, rígido, inmune a los sobornos. Se trata del “Mérito en persona, hecho y derecho.”

Cierra el paso al rey Francisco I de Francia, y lo abre con reservas a Alfonso X el Sabio. Pero a don Fernando el Católico, nacido en Aragón para Castilla, le recibe con agasajos.

Otro afortunado es el capitán José María Calderón de la Barca, hermano del dramaturgo, que no se menciona tampoco ahora. A Alejandro Magno no le deja pasar, quizá por gentil. Y así va poniendo ejemplos ejemplares, descubriéndose que las hazañas de algunos son inventadas y escritas por autores de renombre. Togados entran pocos, la mayoría soldados, que emiten un sudor de héroe, sobaquina de mosqueteros, y aceite de los desvelados escritores, porque pasaban las noches en blanco trabajando.

Por fin les toca el turno a los viajeros y a su valedor. Este entrega al portero Mérito sus credenciales, como se ha anticipado al inicio de este capítulo:

“Púsose [Mérito, el portero] a examinarla muy de propósito, y comenzó a arquear las cejas, haciendo ademanes de admirado. Y cuando la vio calificada con tantas rúbricas de la filosofía en el gran teatro del universo, de la razón y sus luzes en el valle de las fieras, de la atención en la entrada del mundo, del propio conocimiento en la anotomía moral del hombre, de la entereza en el mal paso del salteo, de la circunspección en la fuente de los engaños, de la advertencia en el golfo cortesano, del escarmiento en casa de Falsirena, de la sagacidad en las ferias generales, de la cordura en la reforma universal, de la curiosidad en casa de Salastano, de la generosidad en la cárcel del oro, del saber en el museo del discreto, de la singularidad en la plaça del vulgo, de la dicha en las gradas de la fortuna, de la solidez en el yermo de Hipocrinda…” y, certificados sus méritos, “les franqueó de par en par el arco de los triunfos a la mansión de la Eternidad”, allí a donde llega sólo el que “tome el rumbo de la virtud insigne, del valor heroico”, para alcanzar el teatro de la fama, el trono de la estimación y el cetro de la inmortalidad.

No podía acabar de otro modo su novela Gracián. Hay que admitir que es un truco poco novedoso, un final feliz para dos desgraciados que han pasado la vida dando vueltas por le mundo y recibiendo enmiendas. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer el rebelde jesuita? Llevarlos al Infierno o al Purgatorio. Pero eso habría sido chusco, castigar, al menos las flaquezas de Andrenio, y perdonar a Critilo con la Inmortalidad. Lo anticipara o no, la inmortalidad fue de Gracián, que, después de Cervantes es el escritor español más celebrado en el mundo.

Es este caso lo que ha llevado a algunos académicos a disputar lo pertinente de la inmortalidad en Gracián. Según Aurora Egido, quien hemos mencionado en el primer capítulo de esta serie, el jesuita era muy consciente de la fama que iban adquiriendo sus libros en España y en el extranjero, y por eso acabó El Criticón con una oda a la inmortalidad de los soldados heroicos, de escasos políticos y de nombrados autores, entre ellos él mismo.

Es muy posible. Pero ya he dicho que lo poco que se conoce de la vida de Baltasar Gracián sólo permite especulaciones sobre su psicología.

Terminada la lectura y reseña de El Criticón, he descubierto una edición crítica a cargo de Luis Sánchez Laílla y José Enrique Laplana, con anotaciones de M.ª Pilar Cuartero, José Enrique Laplana y Luis Sánchez Laílla. Fue publicada por la Institución Fernando el Católico de Zaragoza en 2016, y consta de dos volúmenes. Viene a ser la edición canónica. Pero como no la he leído, me limito a mencionarla para los lectores interesados

Y termino con una coda

Qué le parecería a Gracián la España de 2024, si saliera de la tumba

Imaginemos que el Hacedor Supremo le concede al jesuita el privilegio de volver a la vida durante unos días, precisamente ahora.

¿Que diagnóstico haría Gracián del estado moral de España? No variaría mucho del que hizo para su tiempo. Sólo se quedaría perplejo de nuestro nivel de vida.

¿Cómo es posible, ser preguntaría, que una humanidad tan amoral como la mía, haya conseguido esta forma tan cómoda y adecuada para convivir en sólo cuatro siglos?

Hay más paz que guerra. Hay gobiernos liberales (en el sentido primigenio, generosos, discretos). No hay hambre ni peste, domina la limpieza y la salubridad. La mayoría de los hombres van afeitados. La mayoría de las mujeres visten indecorosamente, y encima tienen cuota política.

No cabe que se respondiera: es el progreso económico y social. Esa idea no existía antes de la Ilustración. Empezaría a darle vueltas al concepto del tiempo circular. Pero tampoco sacaría de él ninguna explicación.

Buscaría en las hemerotecas, en bibliotecas, en las enciclopedias e incluso en Internet el túmulo de los inmortales, y se moriría de vergüenza. ¿Cómo es posible que hombres y mujeres necios en grado máximo tengan tanta fama? ¿Qué tiene de bueno que la fama distinga a hombres y mujeres se peleen por una pelota, que corran hasta extenuarse, que salten con una pértiga no por encima de un toro, sino de una barra sujeta por otras dos?

Lo nunca visto. El acabose. El desengaño. ¿De qué Hacedor podemos fiarnos y confiarnos?

Como dice Gustavo Bueno, Gracián tiene más que ver con Espinosa que con Descartes. En el fondo de su corazón podía ser un ateo sin saberlo. ¿Quiso llegar Gracián en El criticón a ofrecer una «crítica a toda revelación», en la línea de Espinosa, ofreciendo una visión de los hombres como si ellos estuvieran movidos únicamente por causas naturales, y no sobrenaturales?

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