Diario de un viaje a las Tierras Altas de Escocia. Septiembre de 2024
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Recuperamos una vez más el «género de viajes». Un ciudadano o una ciudadana se van de vacaciones a un lugar que conocen poco. Pasean, observan, reflexionan, comparan, hacen fotos y ya está. Pero hay personas que gustan de tomar apuntes y, de vuelta a casa, resumen sus impresiones. Una de ellas es nuestro naturalista
Rafael Escrig
Taxi al aeropuerto. Una cola larguísima nos aguarda. Todo el mundo ha madrugado más que nosotros. Prisas de última hora, carreras. Por fin salimos con quince minutos de retraso. La ciudad se aleja de nosotros y desde lo alto, el paisaje se hace negro, estampado con una retícula de pequeños puntos brillantes, naranja, amarillo, blanco… Es la ciudad que se queda dormida con unas lamparitas encendidas para no tener miedo, como los niños. Ha pasado algo más de una hora. No sé cómo, pero el sol ha entrado por la ventanilla de mi derecha, como si fuera el enorme ojo de una bestia que hubiera despertado. Estamos sentados en la salida de emergencia, dispuestos a tirarnos de cabeza si fuera preciso. Sólo hay que tirar de esa palanca y la puerta se abrirá. Las instrucciones las dio el azafato, ¿se dice así?, pero creo que nadie le hizo caso. Son cosas del protocolo que han de seguirse, aunque nadie escuche. Si hubiera un problema serio, adiós recomendaciones y adiós chaleco salvavidas. Esos aviones que cayeron al mar muriendo todos, también escucharon el mismo protocolo. Si en este avión hubiera de verdad una emergencia, todas las buenas formas saltarían por los aires. Este estrecho pasillo sería una jungla, donde la mitad moriríamos por asfixia y aplastamiento. Puede que hubiera algún héroe, alguien que prefiriera morir para salvar a un niño, por ejemplo. Yo mismo podría ser esa persona. Lo pienso ahora desde mi asiento, mientras contemplo todas las cabezas que tengo delante; tal vez ellas están pensando en lo mismo. No podemos imaginar cuál sería nuestra reacción en un caso extremo. Quizá fuera yo mismo el que pisoteara y matara a la señora que hay a las diez, viendo en su tablet un episodio de Urgencias.
Los motores rugen con un ruido sordo y constante. El avión se agita de vez en cuando, como si tuviera frío de esas alturas por donde va. El azafato pasa con el carrito de las bebidas y los sándwiches. Me recuerda a ese vendedor de salchichas que va entre la gente, en un estadio de futbol americano. Ese que vemos en las películas con una bandeja colgada del cuello vendiendo chocolatinas, palomitas, que llaman Pop Corn, Coca Cola y sándwiches de crema de cacahuete, por supuesto. Aquí se paga con tarjeta y estos camareros con uniforme de compañía aérea te sirven con amabilidad y una sonrisa. Esto no es un estadio donde puedan lanzar un bote de refresco hasta tu asiento.
Llegaremos a Edimburgo en una hora. Ya están todos despiertos. Antes ha de pasar otra vez el carrito con revistas y perfumes de marcas caras. Todo se paga, incluso esa revista llena de publicidad. Recuerdo que hace unos años, a la entrada del avión te ofrecían la prensa del día, eso se acabó. Ahora, las compañías aéreas no te dan nada a menos que viajes con Emirates Airlines o con Qatar Airways donde todo el lujo y la sofisticación que puedas imaginar va incluido en el billete. No es el caso de Ryanair.
Aún queda tiempo para que pase de nuevo el azafato a ofrecerte los números para una rifa. Lo mismo que pasaba en el tranvía de hace sesenta años. Subía un señor de incierta catadura y te ofrecía una tira de papelitos para una rifa. La gente incauta, que era la mayoría, compraba para que le saliera un jamón o un chorizo de Cantimpalos. El mundo es una gran rueda por la que, tarde o pronto, todo vuelve a pasar: las modas, las guerras, las creencias, la tiranía y esa piedra en la que todos vuelven a tropezar una y otra vez. Si hubiera alguien inmortal que hubiera nacido hace miles de años, estaría aburrido de vivir siempre las mismas cosas y de ver a las mismas gentes con las mismas pasiones, y por qué no, vendiendo papelitos para una rifa.
Edimburgo: nubes altas y un sol que nos regala una temperatura de veintidós grados. Apartamento grande, todo perfecto. Pero el aspecto de la ciudad es destartalado, parece que no se preocuparan por la limpieza y que el urbanismo estuviera resuelto con unas fachadas pintadas de colores y esas cabinas rojas de teléfonos, que subsisten como pecios abandonados de cartón piedra. Hay muchas aceras en mal estado, lo mismo que el asfalto de las calles y los bordillos. Crecen malas hierbas por todos los rincones. Esto unido a las bajantes que pueden verse por el exterior en todos los edificios y el color oscuro de la piedra, dan una sensación de suciedad general y un poco de abandono. Se podrá objetar que llueve mucho y esto hace que se rompa el asfalto y que surja el verde del musgo y de las hierbas. Puede que sea eso y también que los edimburgueses crean más importante la visita al pub a las seis de la tarde que ir fijándose en esas cosas.


En cualquier caso, hay algunas cosas que salvan a Edimburgo de mis críticas. Destaco Dean Village y el río Leith. Dean Village es un precioso barrio medieval tranquilo —el turismo masivo aún no lo ha descubierto—, que nos traslada al siglo XII con sus casas y su río Leith, serpenteante, cubierto de vegetación a ambos lados. El paseo por el camino que corre paralelo al río, fue lo mejor que encontré en la ciudad.
Por el centro de la ciudad no he visto un sólo patinete eléctrico y muy pocas bicicletas. Tampoco he visto gitanos rumanos pidiendo en las esquinas. ¡No saben la suerte que tienen! Lo que sí podemos ver son escolares con chaqueta y escudo del colegio, camisa blanca y corbata, que parecen salidos de la saga de Harry Potter. Y otra cosa que parece que ya se ha impuesto en todo el mundo: las personas que van por la calle con su café para llevar. Esto también ocurre aquí, cómo no. Pero cuanto más veo la escena, más me convenzo de que sólo se trata de eso, de llevar un café por la calle. Y los ves tan serios, tan orgullosos con su vasito de cartón y su tapa, cruzándose, yendo y viniendo, llevando en la mano su inevitable café para llevar. Como si llevaran el carro de la compra o el perro a pasear.





Cambiando de tema, diré que la economía de Escocia se basa principalmente en la exportación del famoso whisky escocés, los productos electrónicos y los servicios financieros. También son importantes la explotación del petroleo, los bosques y la pesca. No obstante, los escoceses piensan que estarían mucho mejor siendo independientes de Gran Bretaña. Tendrían para ellos los ricos beneficios del petróleo y todos los impuestos que generasen. De ahí el fuerte sentimiento separatista. Pero todo esto, de momento, es ciencia ficción.
El turismo es la última fuente de ingresos que ha llegado a esa parte de la isla. El querido y a la vez odiado turismo que da riqueza y al mismo tiempo prostituye la esencia de las cosas, vulgarizando y uniformando todas las ciudades del mundo occidental. Todos los bajos del centro de la ciudad están enfocados para el turista vendiendo cosas que a nadie le hacen falta. Tiendas, restaurantes y locales de cualquier tipo se disputan al visitante. Como en cualquier otra ciudad, se ven autobuses turísticos y esos guías, mitad charlatanes, mitad pastores que llevan el rebaño de ovejas al pasto convenido para contar la historia, el hecho o la anécdota graciosa que haga sonreír al turista y le predisponga para dejarle una propina. Los centros de las ciudades se han convertido en parques de atracciones a la moda de Disneylandia donde se creó el modelo que ahora se repite en todas partes. Es el mundo del merchandising: camisetas, peluches, gorras, mochilas, tazas… En este caso, además de todo esto, se explota el kilt y todos los elementos que le acompañan. Y otra cosa que es la primera que llama la atención al turista recién llegado: el gaitero escocés tocando su gaita en cada esquina, ataviado con el traje típico y una caja delante para que tires las monedas. ¿No es esto una forma de prostitución? ¿El traje, la música, las costumbres ancestrales de un pueblo y su idiosincrasia, no quedan dañados por ese mercantilismo tan servil? Esta es una de las contradicciones a las que nos aboca el turismo.


Los precios son altos, comparados con los nuestros. Un café vale el doble que aquí, lo mismo que un menú, el transporte o el hotel. Una cerveza está entre 4 y 6 euros. Por 600 euros te dan 500 libras al cambio de hoy. Es decir que antes de empezar el viaje ya estás perdiendo dinero. Así y todo, las visitas al pub por la tarde, aunque te cueste veinte libras, casi son lo mejor: el ambiente, la música, a veces en directo, la pinta de cerveza (medio litro) y unas chips con sal marina y romero te hacen pasar un buen rato. Ya estoy echándolo de menos.


Tras ocho horas seguidas de sueño, desayunamos en la terraza del apartamento. El frescor de la mañana y el césped del patio interior recién cortado me han recordado los cámpings de Suiza.
Lo mejor de este nuevo día ha sido, sin duda, la visita al Jardín Botánico. Todo el aspecto desaliñado de la ciudad, se transforma en pulcritud y orden en este precioso jardín. Extenso y hermoso jardín botánico bien diseñado y urbanizado con pasillos de tierra, servicios, muchos y buenos bancos que llaman al disfrute de los sentidos. Dilatadas praderas. Arroyos entre macizos de rododendros. Invernaderos victorianos. Un museo, tiendas y cafeterías. Espacios de picnic donde poder comer el bocadillo. Todo lo que puedas esperar para estar a gusto lo tienes en este gran espacio, con la entrada totalmente gratis para todo el mundo. Qué envidia no tener en Valencia un jardín botánico tan espacioso como este u otros similares que he podido ver por Europa central. En Valencia tenemos un precioso jardín botánico con más de quinientos años de historia, pero se encuentra encerrado entre viviendas y rodeado por el tráfico, sin posibilidades de ampliación.




Segunda noche en Edimburgo. Mañana saldremos hacia Inverness. Vamos a las “Tierras altas” la meta de mi mujer que acude ilusionada con la influencia de Outlander, la serie televisiva que tanto le gustó. Los campos están segados y la paja dorada recogida en balas redondas y apretadas. Cruzamos pequeños pueblecitos con grandes cementerios erizados de antiguas lápidas junto a sus iglesias. Techos puntiagudos y estrechas ventanas miran como pasa este caballo de hierro escocés. El cielo está gris, pero se abrirá pronto para mostrar su azul diáfano. El tiempo anuncia lluvia en otras partes, como en Valencia que ya está lloviendo dos días seguidos. Pasamos ahora por otras poblaciones: Dunkeld, Stirling, Carrbridge… El convoy se ha detenido; ha de esperar que pase el tren de vuelta. En el campo, la vegetación que hace unos días lucía un verde lustroso, le van apareciendo los colores del bronce, tímidamente, despaciosamente, como diría el amigo Azorín si pudiera hacer este viaje con nosotros. Él diría que se escuchaba a lo lejos el silbido de un tren, y que una ligera niebla patinaba el paisaje atenuando los verdes del cereal tardío.



El ganado sestea abandonado en los prados donde vive. Los prados son el camino, la morada, el lecho y la comida de estas vacas, unas marrones y otras negras, siempre con la testuz gacha, sin saber que hay nubes blancas y hermosas sobre ellas.
El tren continua como si no le afectaran los kilómetros, ni las horas. Los trenes de vapor de hace cien años, padecían de asma y catarro crónico. Les afectaba la distancia y los repechos. Jadeaban como viejos broncolíticos y a veces hacían huelga de brazos caídos si no les dabas un depósito entero de agua. Aquellos trenes tenían algo de humano, o algo de animal, que es lo mismo. Los trenes eléctricos de ahora son máquinas a secas. No sienten ni jadean. Sólo funcionan sin saber que lo hacen; tampoco piden agua. Son algo que va por la vía muy aprisa y pita con un silbato de aire, como el pito de la policía o el de un árbitro de futbol.



En Inverness, a pesar de su escalofriante nombre, nos sobra la ropa que llevamos y vamos buscando la sombra de sus calles. Comemos algo que no puede faltar en el decálogo del turista: “Fish and chips”, con ensalada de col. En cuanto al café, no lo recomiendo ni a mi peor enemigo. El río Ness lleva tanta agua como el Ebro, con permiso de los catalanes, y baja con prisa por llegar al mar del Norte que es insaciable y siempre quiere más.
El pub de esta tarde-noche, me sorprendió con su música en directo. Un acordeón y una guitarra emocionaban con las dulces notas del folclore celta. Brindé mi pinta de cerveza con un escocés barbudo y viejo como yo. La música y la cerveza nos hace libres y las cosas se ven de otra manera: amables, sinceras y desinteresadas. Pienso que en esos momentos se pueden vivir experiencias que hermanan a las gentes, que los une y que los hace iguales. Pienso en “Los silencios del coronel Bramble” (la novela de André Maurois). Pienso en esas conversaciones en la trinchera, bajo el fuego alemán; en esa camaradería que unía a la tropa y que, en cierto modo, servía para inhibirse de las bombas. En el pub, también puedes olvidarte de la realidad del otro lado y hacerte amigo tanto de un coronel como de un donnadie.




La noche con el edredón resultó calurosa. Mañana madrugaremos para ir al Norte y llegar hasta John O´Groats, donde acaba la tierra. Serán otras tres horas en un autobús pequeño lleno de escoceses. A través de la ventanilla vemos los campos con el heno empacado, pájaros sobre los cables del tendido eléctrico, igual que hacen en todo el mundo, chopos negros haciendo guardia junto a un pequeño curso de agua, granjas y otra vez vacas marrones, vacas negras y ovejas blanquísimas sin su lana, con la cara negra y su eterna paciencia ovejil. Estas no son las ovejitas del Belén. Vistas de lejos, son una especie de cerditos limpios y aseados comiendo hierba tranquilamente, sin empujarse ni gruñir. Las vacas miran a lo lejos sin asomo de reflexión, sólo miran o se echan sobre su comida de mediodía aburridas de no hacer nada. ¿Cabe pensar en un mundo dominado por vacas y ovejas? Opino que sería el mundo más pacífico posible, pero pronto o tarde aparecería una mutación o un cruce favorable para que alguna de estas pacíficas criaturas ahora, se alzara con el poder esclavizando al resto.
Los campos están divididos por muros bajos de piedras negruzcas, la misma que recubre Edimburgo, su asfalto, sus casas y sus monumentos. La misma piedra con que los ingenieros del Imperio Romano, más al sur, levantaron el muro de Adriano, para detener a los pictos esos salvajes que representara Mel Gibson en Braveheart. Los escoceses de hoy, tocando la gaita por unas monedas y bebiendo cerveza por la tarde en el pub son los descendientes de esos pictos batalladores y esos caledonios, pasados por el cedazo de los años y las derrotas sufridas contra los ingleses, a quienes Dios confunda.
Llevamos el Mar del Norte a nuestra derecha. Los prados verdes y ondulados, como un campo de golf, mueren en la orilla del acantilado, delimitando perfectamente la tierra del mar. Hemos llegado al punto más septentrional de Escocia continental. Más allá están las Islas Orcadas y si das otro paso, las Shetland. Aquí la costa está formada por acantilados y estratos rocosos, que se adentra en el mar y aguardan cada tarde la marea alta que bañará un territorio poblado de piedras y algas vejigosas.



Salimos de Inverness en dirección Suroeste en busca del Lago Ness. La ciudad nos despide con un extenso cementerio poblado de lápidas enhiestas, fatal recordatorio de nuestro paso por la vida. Una llovizna pone la nota triste. Aparecen de nuevo los prados con ovejas y el heno recogido. El barco nos aguarda mientras el cielo se va abriendo. La llovizna sólo fue un espejismo. El sol, como el barco, nos espera también para acompañarnos sobre el lago-río Ness. El Lago Ness forma parte de la llamada Great Glen que es el resultado de una falla geológica que divide en dos las Tierras Altas de Escocia desde el Fiordo de Moray, en Inverness (Mar del Norte), hasta el fiordo de Lorn, en Fort William (Mar de las Hébridas).
En esta excursión es inevitable pensar con el que llaman “monstruo del lago”. Siempre habrá alguien que diga que lo vio. Alguien que continúe alentando la historia, mitad leyenda, mitad tópico, que atrae las visitas y aumenta los ingresos por turismo. El barco hace una parada para visitar las ruinas del Castillo de Urquhart. Unas piedras apenas, un pedazo de muro y media torre son lo que ha quedado del castillo, pero más arriba, se ha levantado un moderno edificio para acoger al visitante, con una bien dispuesta cafetería donde te dan de comer y de beber. Donde puedes hacer las clásicas compras de recuerdos para llevar de regreso a casa. Todo está pensado y calculado al milímetro. Otra vez la cara sin disfraz del merchandising para sacar las últimas monedas al turista.



Por la tarde hemos concertado una excursión con un taxi. Nos llevará al espectacular Viaducto de Clava (también conocido como Viaducto de Culloden), a las formaciones megalíticas de Clava Cairns, al campo de batalla de Culloden, donde se dio la última batalla entre ingleses y jacobitas en 1746, perdiendo éstos últimos la esperanza de una Escocia independiente y por último al faro de Chanonry Point que se encuentra al final de una lengua de tierra adentrada en el fiordo de Moray, donde desemboca el río Ness. El conjunto megalítico de Clava Cairns está formado por varios círculos de piedras (crómlech) que rodean unos enterramientos. El conjunto data de la Edad del Bronce. Resulta emocionante estar entre estas grandes piedras, producto de una cultura milenaria basada en aspectos tan profundos como los astros y el temor al más allá, aunque quizás no sea tan ajena a nuestro tiempo. Sólo hemos de cambiar el crómlech por la catedral; el resto es lo mismo en cualquier época. Los temores no han cambiado, tampoco las creencias.
Al día siguiente salimos en bus hacia Fort William. El tiempo sigue favorable. El bus va lleno de excursionistas escoceses y dos franceses de una edad aproximada a la mía, con los que he estado hablando un rato antes de subir. Ellos se bajarán antes de Fort William. Nosotros nos quedaremos allí dos días. La iglesia está reconvertida en rocódromo. El apartamento es un duplex perfectamente equipado con vistas sobre el lago Linnhe. Por la tarde haremos una excursión por este interesante lago, donde hay piscifactorías de salmones y una colonia de focas.



Mañana viajaremos a Mallaig en el Tren Jacobita. Este es un antiguo tren con locomotora de vapor y lujosos asientos encarados con una mesa en medio. En este recorrido pasaremos por el Viaducto de Glenfinnan. Para los no iniciados en las aventuras de Harry Potter, les diré que el Tren Jacobita es el Expreso de Hogwarts que se menciona en toda la saga de libros y películas.
A los pies del famoso viaducto, a nuestro paso, había congregadas varias docenas de personas, fans de Harry Potter, esperando para ver pasar el tren. Algunos de ellos vestidos con capas negras, como los aprendices de brujo de la serie. Todos ellos saludaban alegres el paso del convoy y se les veía satisfechos por compartir el escenario, sintiéndose parte de las aventuras del joven mago. Mientras, un empleado de la compañía Caledonia West Coast, nos describía las cosas de interés que iban apareciendo por la ruta. Estábamos atravesando la verdadera Escocia en estado puro, con sus bosques, sus praderas y sus ovejas “blackface”.

Llegada a Mallaig, café con leche y caramelo y tarta de manzana. Hemos dado un tranquilo paseo por una senda que bordea el lago. El camino está poblado de plantas por los dos lados. Estoy cansado y me duelen los empeines, pero me motiva la idea de herborizar algunas especies que desconozco y ello me hace olvidar el cansancio y los dolores. Durante todo el viaje he recolectado unas treinta especies diferentes. Lo mejor lo hallé en el Botánico de Edimburgo. Pero en este paseo encontré algunas especies que no podría encontrar en otra parte. Por la tarde, en el pub, cae otra pinta de cerveza tostada. Me estoy acostumbrando a esta cerveza y pronto caeré yo en las garras de alcohol si no salgo pronto de esta tierra, pienso mientras recorro con la mirada la barra del pub y escucho su música.
Son las siete de la mañana. Me levanto de la cama y estoy en la cocina de este apartamento de dos plantas. La mañana me llama a gritos y acudo a su llamada. A través de la ventana veo el lago y los montes que lo rodean. El cielo ahora está cubierto y hay una temperatura de ocho grados. Se anuncian lluvias débiles, pero de momento no llueve. Todo es gris: el cielo, la montaña y el lago. Si pintara este paisaje, sólo necesitaría el blanco y el negro. Todo está quieto, como muerto. El paisaje parece un cuadro enmarcado por las jambas de la ventana. Las nubes bajas llegan cerca del agua, están suspendidas, inmóviles, como dibujadas. El agua del lago, con reflejos ayer, parece que no es agua. Su tono gris le da aspecto de una tela tendida de parte a parte, y las barcas que hay sobre el lago, no parece que floten, sino que estén pegadas en esa superficie tan tersa e inmutable. Hay silencio en las cosas; todo duerme. Sólo estamos despiertos el reloj de pared de la cocina y yo.


Ya es tiempo de regreso. Poco a poco vamos a ir dejando esta tierra con sus bosques salvajes, quizás no tanto como los encontraron los romanos, pero manteniendo ese aspecto de tierra inexplorada azotada por el frío y la lluvia. Dejamos atrás su lagos, sus ovejas y sus vacas peludas. Las pacíficas vacas de las Highlands, con sus grandes cuernos, su pelaje y sus flequillos rubio.
A las once saldremos en tren hacia Glasgow y de ahí, tras una parada, volveremos a Edimburgo, donde empezó el periplo. Allí pasaremos la tarde para recordar sus calles, su comercio y sus clásicos autobuses de dos pisos. Volveremos a ver a sus gaiteros, esos que posan con su kilt, su gorra y su gaita, como si fueran los fantasmas del ejército jacobita salidos del pasado. Van a ser dos días de trámite; de saltar de un lugar a otro, de una estación a un aeropuerto hasta llegar a casa. Pero de momento aún vamos en el tren camino de ese Glasgow industrial y más occidental que no dará tiempo a descubrir. El día se ha abierto totalmente y las nubes que tanto asustaban esta mañana, parece que salieron de compras y han dejado sitio a este sol de otoño con brillos de oro que parece más cerca de nosotros a estas horas. Desde el tren admiramos el paisaje que nos rodea. Las montañas parecen tapizadas con una gran alfombra de lana verde esmeralda.
En general, el paisaje de las Tierras altas está formado por grandes bosque de coníferas, zonas de tundra, estepa y extensos pastizales. Abunda el brezo, los helechos y el musgo. En cuanto a los árboles, pinos y abetos principalmente, son recién llegados para su explotación como madera. Los bosques autóctonos de Escocia estaban formados por pino negral y roble, pero estos bosques fueron talados en el siglo XIX para dar paso a esas plantaciones más rentables y a los pastos. Se cuenta que cuando llegaron los romanos a estas tierras de Escocia, la que entonces se conocía como Caledonia, vieron un ingente bosque impenetrable, al que nunca se atrevieron a entrar. Aquel bosque primitivo estaba formado por el pino negral y en sus entrañas habitaban los pictos, otro motivo por el que los romanos, por mucho que lo intentaron, nunca pudieron invadir.

De nuevo en Edimburgo. Quién me iba a decir que vendría a esta ciudad dos veces en diez días. Yo que me propuse no ir nunca a Gran Bretaña, no cruzar el canal, no pisar nunca estas islas de piratas… y ahora estoy aquí, otra vez. Menos mal que Escocia es Escocia, de lo contrario habría perdido todo mi crédito y ya no podría confiar en mis certezas.
Últimas horas en Edimburgo que apuramos hasta la noche. Última visita al pub. En este caso al The Standing Order, en George Street. Un antiguo banco transformado en restaurante, con un ambiente que no puedes imaginar. Dan ganas de ir todos los días.
Desayuno y dejamos el apartamento que apenas hemos tenido tiempo de disfrutar. Taxi que llega a la hora convenida y nos lleva al aeropuerto. Ya no hay marcha atrás. Ahora todo es de bajada, como diría un ciclista. Vamos más cargados que a la ida y hemos de reestructurar las maletas. Aún así, se ha de facturar. El aeropuerto es caótico. Parece que todo el mundo quiere salir de Edimburgo a la misma hora.
El último taxi nos devuelve a nuestra casa a las once y media de la noche. Se ha cerrado el círculo. Parece que no sucedió nada y han sucedido muchas cosas. Se cerró el capítulo de las Tierras altas de Escocia, como se cerró el del Cabo Norte hace dos años. Pronto habrá otra meta en proyecto. Si los hados lo permiten y la salud nos deja.