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Cultura y comunicación

El puente de los espías (Glienicke Brücke, Berlín)

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Una reseña de Gaspar Oliver.

«El Puente de los Espías» es una película dirigida y producida por Steven Spielberg, con guión de Matt Charman y los hermanos Cohen. Se estrenó en 2015, y fue bien recibida por la crítica por su escrupulosa recreación de la acción, que se desarrolla  a finales de la década de los 50 y principio de los 60. La película está basada en hechos reales, retocados con eficacia, pero algo ajenos a la realidad, según señaló un articulista de The Guardian.

Pero Bridge of Spies es también el título de un libro de Giles Whittell sobre el mismo tema. La diferencia es que Whitell, un periodista británico que fue corresponsal en Moscú para el «Times» de Washington, pasó años reuniendo datos, entrevistando a quien se dejó, en los EEUU y en la antigua URSS, y ordenó y detalló con habilidad literaria y precisión documental los hechos y las versiones que obtuvo de ellos.

Ambas narraciones, la película y el libro, corren paralelas, aunque en el caso del film muy sintetizada. Whittell publicó el libro en 2010 y la película se rodó cuatro años después. En los títulos de crédito no aparece ni una mención a Whittell, y esto provocó que el británico interpusiera una demanda contra la productora del film. La verdad es que a los guionistas, el libro de Whittell les dio la mitad del trabajo hecho, además del título. Navegando por la Red he encontrado una crónica de la película en una página ecuatoriana, «La revista, el Universo«, en la que se afirma «La película, basada en el libro del mismo nombre escrito por Giles Whittell…»

glinicke

Fotografía tomada de la página http://www.pohl-projekt.de/

El libro «Bridge of Spies» se puede comprar en Amazon por 22,57 € en tapa dura y 7,98 en versión Kindle. A mí me costó dos euros y medio en una librería de saldos de Madrid, nuevecito y en tapa dura. Confieso que lo compré pensando que sería una novelización de la película. Y lo que descubrí fue otra joyita de las que me gusta traer a colación en esta revista de tesoros olvidados o menospreciados. Si alguno de mis lectores topa con el libro (no hay traducción al español), hágase con él, porque pasará buenos ratos.

El trabajo cuenta con una variada panoplia de referencias y ayudas al lector: sumarias biografías de los protagonistas, fuentes (casi todas son noticias de prensa de la época y entrevistas con cantidad de personajes que jugaron un papel en la historia), un útil índice para cuando el lector se pierde (con frecuencia, porque hay decenas de personajes en acción), y está dividido en cuatro partes: «Missions Implausible», «Spy Catchers», «Caught in the Act» y «Anatomy of a Deal».

La primera se centra el los esfuerzos del servicio de espionaje soviético por hacerse con detalles del dominio norteamericano de la bomba atómica. Describe Whittell cómo los soviéticos se hicieron con información valiosa gracias a redes bien implantadas, y a la colaboración de comunistas norteamericanos con la patria del socialismo. Al parecer, uno de los secretos fue sacado de Los Álamos en una caja de Kleenex. De pronto, una de las espías norteamericanas al servicio de la URSS tuvo una crisis y pasó completa información al FBI, que desmanteló la red, pero sin lograr encausar a muchos de sus componentes, por falta de pruebas. Estamos hablando de 1945-46, cuando se inició la caza de brujas en los EEUU. Dice Whittell que si bien los que organizaron la cacería eran fanáticos dementes, había razón para desconfiar de un buen puñado de comunistas norteamericanos, por ejemplo, los Rosemberg, un matrimonio condenado a muerte por espionaje. Los Rosemberg eran espías templados, y se llevaron a la tumba muchos de sus secretos. Por ejemplo, el nombre de un flamante espía soviético recién llegado a América bajo el seudónimo de Rudolf Abel, pero de nombre real William Fisher, británico de madre rusa, criado en la URSS por su familia de comunistas entregados a la causa.

Whittell dedica gran esfuerzo a seguir los pasos de Rudolf Abel en los EEUU, y en describir su sicología. La conclusión que facilita al lector es que Abel era un espía poco diligente, que dedicaba más tiempo a pintar (su pasatiempo favorito) que a organizar redes de espías, en los nueve años que pasó en yanquilandia. Llega a calificar a Abel de chapucero, y se pasma de la equivalente  falta de eficiencia del FBI para capturarle. Cuando por fin le ponen las manos encima, en junio de 1957, es por el chivatazo de otro espía soviético que se pasó a Occidente porque no pudo soportar la tensión nerviosa, y gracias a la intervención de las autoridades de Inmigración, que fueron quienes le detuvieron porque no había ninguna aprueba fehaciente de su trabajo de espionaje, a parte de la declaración del traidor. Le pillaron en calzoncillos y en camiseta, pero tuvo tiempo de deshacerse de objetos que le incriminaban como espía.

Luego se centra Whittell en el abogado de Rudolf Abel/William Fisher, un hombre fogueado en el derecho internacional, gracias a su presencia en los juicios de Núremberg contra los dirigentes nazis. El abogado se llamaba James Britt Donovan, y se tomó la defensa con esa filosofía de la legalidad norteamericana de que ningún criminal por canalla que sea puede quedarse sin abogado. Lo tuvo difícil porque se pudo comprobar que Abel era coronel del ejército soviético, y porque mantuvo la boca cerrada sobre las actividades de espionaje que se le atribuían, y no mostró el menor arrepentimiento.

El escenario del juicio estuvo iluminado por los vuelos de las naves Sputnik soviéticas, que se adelantaron a los yanquis en la carrera del espacio. La conclusión inmediata de la inteligencia militar estadounidense fue que si eran capaces de poner satélites en órbita, también lo serían de colocar cabezas nucleares en cohetes que podían caer sobre la Europa «libre» o sobre los mismísimos Estado Unidos.

En este momento Whittell empuja a la escena a Francis Gary Powers, el piloto del U-2, un sofisticado avión espía, que fue derribado sobre territorio soviético el 1 de mayo de 1960, cuando Rudolf Abel llevaba algún tiempo en la cárcel. Que la justicia yanqui le perdonara la vida y le condenara a cadena perpetua lo debió a la clarividencia del abogado Donovan. Este advirtió en la sala de audiencias que si se ejecutaba a Abel, los Estados Unidos no tendrían ninguna baza en caso de necesitar un intercambio con un posible espía yanqui cazado por los rusos.

Fue un consejo premonitorio, y él mismo se encargó de negociar el intercambio, que incluía a Frederic Pryor, un estudiante norteamericano detenido por la Stasi en Berlín Oriental y acusado de extraer secretos de Estado, en su tarea de estudioso de la economía planificada, con permiso del gobierno de Pankow. A Pryor le tocó ser un peón de la guerra fría.

Dedica poco espacio Whittell a este joven de buena familia, un elemento circunstancial, si bien su influyente padre fue el que consiguió que se negociara el intercambio, contratando a Donovan, y tocando teclas en la administración política del recién elegido presidente Kennedy.

El mayor espacio lo dedica el autor a desmontar las falsedades y exageraciones que constituyeron el fondo oscuro de la guerra fría entre la URSS y los EEUU. Lo hace magistralmente en dos escenarios, el de la alta política (el presidente Eisenhower y el secretario de Estado Allen Foster Dulles) y el complejo militar industrial que tanto preocupaba al presidente, que lo conocia de cerca porque había dirigido la invasión aliada en Europa para derrotar a los nazis. Eisenhower intentaba llegar a un acuerdo con Kruschev para evitar una carrera nuclear, y facilitó un viaje del ruso por los EEUU en el otoño de 1959. A su regreso, Kruschev redujo en más de un millón de hombres el ejército soviético, llevado por el convencimiento de que Eisenhower no le engañaba, y por la necesidad de emplear recursos en convertir la URSS en el país más avanzado social y económicamente del planeta. Pero el complejo militar-industrial, al que Whittell pone nombres y apellidos en su libro, se dedicaba a financiar (a escondidas) con dinero público su obsesión de armarse hasta los dientes para que la Tercer Guerra Mundial (de la que estaban seguros, entre otras cosas, porque la alentaban) no les pillara con la guardia baja. El argumento que necesitaban era convencer al presidente de que los soviéticos disponían de misiles trascontinentales con cabeza nuclear. Para localizar los silos y disponer de pruebas irrebatibles construyeron unos cuantos aviones espías llamados U-2 ,capaces de atravesar la URSS de cabo a rabo, ultraligeros, cargados de combustible en todo el fuselaje y con sofisticados equipos de fotografía.

El 13 de mayo de 1960 se tenía que celebrar la Cumbre Oriente-Occidente  en París, donde Eisenhower y Kruschev firmarían algo parecido a un acuerdo de desarme nuclear. El complejo militar-industrial (no es un tópico, como digo tiene nombres y apellidos que el lector puede encontrar en el libro de Whittell) inició su propia carrera para detectar los lugares de lanzamiento de cohetes balísticos. Realizaron incontables vuelos, y no había forma de encontrar nada alarmante. De hecho, el potencial balístico soviético era ridículo. Los rusos, como es natural, se percataron de la intrusión de estos vuelos. Por su parte organizaron un aparato de detección y derribo. Whittell también pone nombres y apellidos a los encargados de este trabajo, con algunos de los cuales pudo hablar cuando la URSS había desaparecido.

La desesperación del complejo militar industrial chocó con las necesidades  diplomáticas del presidente, que les puso como tope el 1 de mayo de 1960 para realizar el último vuelo de U-2. El derribo de Gary Powers fue casi un cúmulo de mala suerte, la suya y la de los soviéticos, que incluso alcanzaron a un caza propio que perseguía al aereoplano de Powers. Krushev montó en cólera, y la carrera armamentística se destapó como una caja de Furias abierta de golpe.

Eisenhower perdió las elecciones (su aspirante, Richard Nixon), y terminó su vida política y militar con amargura, como en las tragedias griegas. Kennedy, que le sucedió, abrió al espita de la nuclearizaciónd de las armas, invadió Bahía de Cochinos, puso en jaque al mundo con al bloqueo de naves soviéticas a Cuba (que, esta vez, sí, iban cargaditas de misiles) y encendió al mecha de la guerra de Vietnam. Esto último no entra en Bridge of Spies, pero lo saco a colación porque a Kennedy se le tiene por un santo, cuando era un político astuto, audaz y con pocos escrúpulos, además de un mujeriego, hoy el peor de sus vicios.

La última parte del libro, «Anatomy of a Deal», se centra en el intercambio de los rehenes. Es la más breve, y está relatada con pulso de novela de espías. Es la que dio pie a la película de Spielberg, que ignora la verdadera sustancia del intercambio de espías: la sarta de mentiras de los Estados Unidos para beneficio de la industria de guerra, la escasa eficacia de los servicios de espionaje y de inteligencia de ambas potencias, y el anquilosamiento progresivo de la URSS, que acabó asfixiada económicamente.

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Foto tomada del periódico «Berliner Kurier». Corresponde a un intercambio de espías en febrero de 1962, según el pie de foto. Quizá el que afecta al libro reseñado.

Guerra Fría y LSD

En alguna edición de Agroicultura-Perinquiets del otoño haré una reseña de las insuperables memorias de Timothy Leary, el psicólogo norteamericano experimentador de las drogas como forma de expansión de la conciencia, que se enfrentó al Establecimiento yanqui (en realidad, fue al revés). Las tituló LSD Flash Backs de Timothy Leary. Adelanto aquí unas citas que tienen que ver con el tema de esta reseña sobre la Guerra Fría.

Me convertí en líder del Comité de Veteranos Americanos (CVA), una organización consagrada a la integración, la paz y la justicia económica [se refiere a la segunda mitad de los años cuarenta]. Fundamos un club interracial de veteranos, un periódico liberal y un equipo de «softball» interracial, y hacíamos campaña sin tregua a favor de las causas liberales del momento… nos enviaron emisarios… que me confiaron que el principal cometido de los líderes del CVA no era trabajar en pro de los veteranos o en los programas liberales, sino desenmascarar y expulsar a los «rojos» que se habían infiltrado en la organización. Sus temores a un golpe interno comunista no eran infundados. También me habían abordado izquierdistas que querían que les ayudara a desenmascarar y expulsar a los «cazarrojos» de la organización. Fue una etapa desquiciada de la historia estadounidense

Más adelante, se refiere a una conversación que tuvo Leary con Mary Pynchot Meyer entre 1962 y 1963. Mary le advierte de que el «Establecimiento» está detrás de Leary y su campaña pública sobre las drogas. Como prueba refiere que en una reunión de políticos y periodistas en Washington, un conocido político borracho reveló a voz en grito que Mary era la amante de Kennedy, entonces presidente. (El hecho está confirmado por una carta de amor del propio Kennedy escrita un mes antes de que le mataran). Lo que Mary cuenta a Leary es que a pesar de que la mitad de la prensa más influyente se enteró del lío, no salió ni rastro de él en ningún medio. Y pone Leary en boca de Mary:

Lo que te he contado en realidad no tiene nada de nuevo. Lo he visto centenares de veces en la política de la prensa. Manipulación de noticias, encubrimientos, desinformación, trucos sucios. Gracias a las drogas [se refiere a la sesiones que tuvo bajo la supervisión de Leary] ahora puedo hacerme a un lado para ver lo que pasa y lo horrible que es. Ahora veo que no tiene por qué ser así. Estados Unidos no tiene por qué estar dirigido por esos tíos de la guerra fría. Están locos de atar. No escuchan. No aprenden. Están absortos por completo en la planificación de la Tercera Guerra Mundial. Son incapaces de disfrutar de nada que no sea el poder y el control.

Mary fue asesinada de dos tiros en la cabeza en octubre de 1964. Su ex-marido, Cord Meyer, era agente de la CIA, y afirmó que su mujer fue víctima del asalto sexual de un negro con antecedentes penales. Años después se descubrió que hubo otro negro en la zona donde Mary fue asesinada, alguien posiblemente pagado para que la matara. Mary era cuñada de Ben Bradlee, director del «Washington Post» en la época de los Papeles del Pentágono. La historia de Mary Pynchot y John Kennedy se ha reflejado en varias películas y series de televisión.

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