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Cultura y comunicación

The Post y el mito de la libertad de prensa

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Gaspar Oliver

Desde que Homero y sus becarios jónicos redactaron hace veintiocho siglos la Iliada, y después el beocio Hesíodo codificó el Olimpo, nunca ha habido en Occidente mayor ni mejor fabricante de mitos que el matrimonio, siempre al borde de la ruptura, entre el periodismo y el cine.
En ciento y pico años de innumerables coitos han generado dioses, titanes y héroes a porrillo.
El periodismo impreso empezó siendo un instrumento de agitación política y pilar ideológico, y pronto descubrió que vendía más escandalizar que predicar. Además, los efectos de este cambio de enfoque eran casi iguales: cohesionaban a la población en torno a un interés colectivo u otro que no lo era tanto, pero que lo parecía.

Los mitos venden

Al periodismo se le ha atribuido un Poder Cuarto, que en verdad ejerce por delegación. No hace falta ser marxista para reconocer que los poderes reales de hoy son el capital (es decir, los dueños del capital) financiero, comercial e industrial, y los poderes formales, los parlamentarios, los jueces y los gobernantes, dicho en términos esquemáticos.
La libertad de prensa, tenida como un derecho, no emana de ningún ente social. La libertad de prensa como hecho adquiere su fuerza en la voluntad y el talento de quien es capaz de fundar y mantener abierto un medio de comunicación con dinero propio o ajeno. En el Occidente de mercado pletórico a nadie sensato se le ocurre dictar medidas sin contar con la ley, el parlamento, etc. Así que las libertades básicas están garantizadas por el orden social, el Estado, que se apoya en la fuerza de la ley. Pero su “uso” depende de la persona o personas afectadas.
En otras palabras, la libertad de prensa es formalmente un derecho, pero en la práctica es un mecanismo sin el cual la sociedad no funciona, se atasca, se hace despótica. A estas alturas de la historia de Occidente la libertad de prensa es un mito cuya principal misión es crear nuevos mitos y perpetuar los que sobreviven de antiguo. Su mayor aliado es el cine y, por herencia, la televisión.

El caso «The Post»

La nominada película The Post (por el diario Washington Post, y titulada en España “Los archivos del Pentágono”, con buen criterio para un público ajeno al panorama gringo) es una buena prueba de lo expuesto más arriba.
De guión contundente e ingenioso, dirigida con magistral eficacia, interpretada con pasmosa convicción, el mensaje de la película no es la gloria de la libertad de prensa, sino que la perseverancia de unos profesionales de gran talento y la valentía de una editora con amor propio son capaces de poner en jaque y humillar a un gobierno poderoso y aparentemente inexpugnable.
Dice el tópico al uso: Sin libertad de prensa, sin ese recurso procesal a la Primera Enmienda de la Constitución de los EEUU de Norteamérica (en defensa de las libertades básicas del individuo frente a cualquier acción del Estado contra ellas), lo que publicó «The Post» se habría quedado en plomo de linotipia.

Esta alegación es a mi entender falsa. Se trata de un recurso legal, sin efectividad propia. La fuerza de la libertad de prensa se apoya en la ley, pero no la da la ley, sino la determinación de quienes la realizan, los profesionales del periodismo y los gestores del medio en cuestión.
Pero el mito pesa tanto, que aparece como una realidad palpable. Abnegados y valientes reporteros consiguen que la publicación de unos supuestos secretos de Estado no pueda ser impedida por el Estado, y su heroísmo tiene tal repercusión que el pueblo yanqui se levanta y no para hasta acabar con la guerra de Vietnam.
Si se ve la película con atención se observará que el auténtico héroe de la historia, el ex funcionario del Departamento de Estado Daniel Ellsberg, solo aparece en escena para desencadenar el guión. Sin su mala conciencia y su terquedad no habría habido ni Papeles del Pentágono ni nada que se le pareciera.
También se nos dice que Ben Bradlee (soberbio Tom Hanks), el director de «The Post», perteneció al círculo íntimo de los Kennedy, y que el día del sepelio del presidente asesinado, recibió la orden de Jacqueline de olvidarse de lo que estaba conociendo a raíz de aquellas jornadas turbulentas. Y le hizo caso. Por eso, ahora, nos dice el guión, al encontrarse con una bomba informativa en las manos, decide hacerla estallar. La mala conciencia como detonante de la libertad de prensa. No el servicio al público, no el amor a la libertad del ser humano.
En cuanto al resto de los protagonistas del conflicto, cada uno de ellos actúa de acuerdo a su responsabilidad profesional, no obedeciendo a las presiones de una mafia de gobernantes poderosos y sin escrúpulos. Katharine Graham (admirable Meryl Streep) da vía libre a la publicación porque está hasta las narices de ser considerada una mujer de adorno. Los miembros destacados del consejo de administración de la compañía mediática no la amordazan atada a una silla en un sótano, y el abogado se limita a poner en evidencia los problemas que puede ocasionar la publicación del secreto, no amenaza a nadie con fulminarle si osa contravenir el recurso de la Casa Blanca, ni actúa en nombre de desconocidos y oscuros poderes. En la película, y acaso en la realidad histórica, el único poder oscuro fue Richard Nixon, a quien se conocía por Tricky Dicky, Ricardito el Tramposo, su fealdad moral no era un secreto.

Otras películas mito generadoras

Compárese esta historia más o menos real, con otras de semejante temática. Por ejemplo, Three Days of the Condor, dirigida por Sydney Pollack, un enredo de la CIA (otro mito estropeado por la fantasía) en el que muere hasta el apuntador. También ejemplo es All the president’s Men, considerada como el tercer episodio de la llamada “trilogía de la paranoia Pakula”, por Alan Pakula. El director fue un eficaz divulgador de las perversiones ocultas de un Estado, que todo el mundo conocía. El cine transforma algo patente en intriga apasionante. Al repasar la historia del cine y su potencia mitificadora, uno cae en la cuenta de algo que declama la voz sórdida del «ordenador» Alpha 60 en la película Alphaville de Goddard: «A veces, la realidad es demasiado compleja para la transmisión oral. La leyenda la recrea en una forma que le permite expandirse por todo el mundo».
Sobre la influencia de estas denuncias en la prensa (los Papeles del Pentágono y el caso Watergate que le siguió), existe la convicción popular de que gracias a ellas las tropas yanquis se retiraron de Vietnam. No comparto esa idea, aunque es evidente que tuvo su influencia en la ciudadanía. El gobierno de Nixon retiró a sus tropas de Indochina porque no tuvo más remedio, desde un punto de vista estratégico militar, como señalaban los famosos papeles. Tricky Dicky  podía ser tramposo, pero no idiota, y escuchó las valoraciones del judío Kissinger, un lince en geopolítica, y de acuerdo con el Pentágono abandonó un territorio que estaba desangrando a la juventud gringa y no gringa, porque gran parte de los soldaditos en Vietnam eran negros o hispanos. Recordemos que quien metió a los EEUU en Vietnam fue el demócrata y admirado Kennedy.
Y recordemos también que la mayor parte de los escándalos de abuso de poder y de corrupción que salen en los medios de los países occidentales no se deben a la investigación periodística, sino a la investigación de otras fuentes (más o menos relacionadas con los servicios de inteligencia de verdad, no los míticos), que filtran el resultado de su trabajo a un medio, casi siempre para fastidiar a alguien que molesta.
Como se muestra sin pudor en «The Post», todo el mérito de la “investigación” de los Papeles del Pentágono lo tuvo el oscuro redactor a quien una hippie anónima entrega la caja con una muestra de ellos. Es el talento y la agenda del redactor jefe Ben Bagdikian (Bob Odenkirk) quien consigue el contacto con el filtrador Daniel Ellsberg, solo para confirmar que no son unos papales falsos.
Puede parecernos al ver “The Post” que el periodismo de ciertos países tiene más categoría que el español, lo mismo que el cine, y que por eso se pueden construir mejores mitos con él. No es así.
La práctica del periodismo actual es equivalente en todos los países avanzados de Occidente, y en muchos estados sólidos no occidentales, como la Rusia, China, India y, por acercarnos a nuestra cultura, México o Argentina. El periodismo en español es tan bueno y tan malo como el periodismo en inglés, en francés o en alemán.
Es un tema este que dejo para un posterior artículo.

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