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Cultura y comunicación General

La edad de oro de la ciencia ficción oscurecida por la I. A.

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En veinte años la literatura norteamericana produjo un torrente de novelas de ciencia ficción que devino un maremoto. La filosofía, la especulación científica y la imaginación humana llenaron páginas de revistas de papel barato. Cuando la ciencia ficción pasó al libro de tapa dura, el género empezó a degenerar. Todavía vive en unas brasas que la I.A. Puede convertir en cenizas frías.

Segismundo Bombardier

(La ilustración de portada es un trabajo de la Cantropus Academy of Arts & Trash, a cargo de Txemacántropus y Álvaro Olavarría.)

Gracias a una singular carambola relacionada con la anterior publicación en esta revista (Mónika Feren, instructora de novelistas), he recuperado el interés en la ciencia ficción. La biblioteca de mi mujer tiene varios estantes dedicados a este género. Por mero azar extraje de uno de ellos Ciudad, de Clifford Donald Simak, y me puse a leerlo.

De golpe emergieron de mi memoria hermosas improntas que dejaron allí una sucesión de novelas. La mayoría escritas por norteamericanos entre 1940 y 1970. Algunas rusas, otras británicas, pocas francesas, y Stanislas Lev, un autor que dejó hilarante huella en mi cerebro.

Más tarde he seguido leyendo ciencia ficción escrita después de los años 90 del siglo pasado. Hay novelas notables, pero yo no me apeo de mi gusto por la edad dorada del género, establecida en dos décadas, de 1940 a 1960. En los libros publicados entonces se encuentran los cimientos, los problemas filosóficos y las tramas que después serían explotadas por un ejército de laboriosos voluntarios. En el listado de los premios Nebula y Hugo se encuentra una inagotable selección del género desde los cincuenta hasta la fecha.

Desde el principio la ciencia ficción estuvo emparentada con el género de fantasía. Hoy constituyen un sólido trenzado en el que domina la segunda. De hecho, la abrumadora mayoría de libros mainstream (para todos los gustos) que se exhiben en las librerías y en las ferias son de fantasía. Cierto que toda ficción es fantasía. Pero no conviene equiparar a Balzac, a Dostoyevski, a Galdós o a Dickens con Julio Verne, con un novel autor ruso de fantasías apocalípticas, con Laura Gallero o con J.K Rowlings. Nos haríamos un lío. Y eso que ninguno de los citados es un maula con las meninges fundidas.

El género mezclado, ciencia ficción/fantasía, es una de las bases de la literatura popular occidental moderna (y temo que en otras culturas también), junto con el de intriga policial. Ocupan anchas estanterías y flotan en la nube mediática. A mí me gustan las series televisivas que explotan estos escenarios, me entretengo con ellas, me dispongo para el sueño (algunas, las violentas, las evito). Pero sólo me sirven para acabar el día relajándome en el sofá delante de la tele. En Francia la tendencia se llama Polar, y el Alemania Krimi. Son una muestra de la prodigiosa imaginación de los guionistas, capaces de interesarnos (no siempre) en estereotipos gastadísimos, pero relucientes.

Hace poco tomé la decisión de no emplear el tiempo que me queda en lecturas de ficción contemporáneas. Me complazco sin límites con la literatura escrita y publicada hasta 1950, en especial con la del siglo XIX. Paladeo la morosidad de las situaciones, la luz o la sombra de los paisajes urbanos o campestres, descritos con detalle, la forma y apariencia de los personajes, su riqueza psicológica, los matices, la complejidad imaginativa.

Hoy, el cine, es decir, la televisión, muestra con detalle lo imposible, lo hace real. Me parece prodigioso ese ingenio técnico. Aunque me temo que a los guionistas y a los especialistas en efectos especiales les queda poca vida profesional. Con pagar a media docena de seres humanos capaces de entendérselas con la Inteligencia Artificial, se pueden producir series de ciencia ficción, de fantasía, de pasiones y de crímenes como churros. Tengo la sensación de que ya es así: una intensa colaboración entre guionistas y expertos digitales. Me pregunto cuándo llegará esta posibilidad a hacerse común, al alcance de todos, gracias a la Red. Del mismo modo que hoy se encuentra más información y cultura en las redes sociales que en los periódicos (eso sí, hay que buscarla y filtrarla), es lógico pensar que pronto cualquiera se podrá afiliar a un canal de ficción producido por un grupo de amigos algo majaretas.

Mis coetáneos y parientes todavía ven programas de la televisión convencional. Dicen que los jóvenes no lo hacen. Y no me extraña. Yo encuentro mucho más entretenidos a ciertos yutúber que a los graciosillos que se pelean en las cadenas por la audiencia. Yo la televisión sólo la uso por las noches, para prepararme a dormir. Y en contadas ocasiones para ver deporte en directo.

Tengo un archivo de hace una década con resúmenes y comentarios propios sobre unas cuantas novelas de ciencia-ficción que me conmovieron. El primer autor reseñado es Phillip K. Dick, varias de sus obras. Luego se suceden Ray Bradbury, Walter M. Miller Jr., Jack (Holbrook) Vance, Robert A. Heinlein, Joe Haldeman, Poul Anderson, Ursula Le Guin, Clifford D. Simak, Robert Silverberg, y algunos más, todos ellos mayores, clásicos, y ciertos pioneros  británicos como Clive Staples Lewis y Olaf Stapledon. También tengo notas de nuevas generaciones: Orson Scott Card, Dan Simmons y el chino Cixin Liu, con sus distopías de héroes olímpicos.

Los títulos de esas novelas tienen un aroma filosófico, incluso religioso o moral. El hacedor de estrellas, Guardianes del tiempo, El hombre en el laberinto, Paz interminable, Tiempo de cambios, La invasión divina, Hijos de nuestros hijos, Historia del futuro, Cántico a San Leibowitz, Tiempo desarticulado, Los desposeídos, etc.

Lo que en aquellas novelas eran conflictos morales, problemas de enjundia filosófica o incursiones imaginativas en lo que podía deparar el futuro, hoy son meras peleas entre buenos y malos sin fisuras. Con el paso de las décadas, la ciencia ficción ha sido desplazada por la fantasía, y el yugo del estereotipo gárrulo y garrulo se ha impuesto.

Uno de los temas que surgieron en el desarrollo de la ciencia ficción fue el transhumanismo. El transhumanismo como elemento de ficción, como los robot, podía ser divertido, amenazador o trivial, depende quien lo utilizara. Pero desde hace ya bastante se ha transformado en una meta para una serie de chiflados. Más o menos se trata de implantar en el ser humano mecanismos diminutos, digitales, para dotarlo de mayores capacidades. Me figuro que este tipo de experimentos pueden acabar en resultados interesantes, pero imprevisibles y peligrosos. El problema es que están prohibidos, afortunadamente. Pero los avances de la I.A. hacen temer que el transhumanismo será pronto una práctica común y una disciplina académica, si no lo evitamos antes entre los que conservamos un poco de sensatez. Y aclaro que la I.A. me parece un descubrimiento prodigioso y útil, pero nada revolucionario.

Ciudad, de Clifford Simak

Voy a utilizar como ejemplo las ideas expresadas en Ciudad (City) de Clifford Donald Simak. De Simak decían los colegas que tenía un estilo “pastoral”, que en español puede traducirse por pastoril o rural. A mí me gusta, y lo aprecio.

Ciudad está compuesto por ocho supuestas narraciones legendarias en un mundo habitado por la única especie racional, los perros, y otra fauna parlante y al parecer también pensante. Los perros hablan, se comunican, inventan y trabajan en feliz armonía. Se valen de robots articulados con manos, porque los perros no pueden manipular casi nada. Tienen académicos que intentan descifrar el misterio de su origen, y se valen de los mitos que se conservan por escrito, para especular sobre el asunto. Una teoría es que antes que ellos había seres humanos, pero es algo poco probable, dicen. La idea procede de las leyendas, que los mencionan largo y tendido. Cada leyenda o cuento va precedido de una introducción explicativa, algo así como una exégesis de un texto sagrado.

La primera leyenda nos sitúa en una localidad provinciana, damos por sentado que de los EEUU, donde las ciudades están en decadencia, en especial las grandes, y la gente se marcha al campo a cultivar una granja, aunque veremos pronto que simplemente se retiran a no hacer casi nada. Los automóviles han desaparecido, la población se mueve en helicópteros o aviones privados atómicos, es decir, que emplean fuerza nuclear, sin que se explique cómo ni hace falta que se haga. Uno de los personajes recuerda haber estado en la Segunda Guerra Mundial en su juventud, y data el momento de su arrebato nostálgico en 1990. El planeta está gobernado por un Comité Mundial del que no se dan detalles. La producción agrícola se realiza en “tanques” o granjas tecnificadas al máximo, donde apenas hay que molestarse en trabajar.

El primer conflicto que aparece en ese escenario tranquilo es entre las autoridades locales y ciertos urbanitas rebeldes que han ocupado casas vacías, y que se resisten a abandonarlas. La orden del alcalde es destruirlas para echar a los ocupas.

En medio del jaleo está John J. Webster, un funcionario municipal que se enfrenta a la demolición de las casas. Un grupo de los afectados por el desalojo consigue rifles y otras armas de fuego, algo rarísimo, porque la violencia está casi extinguida. Los rebeldes son conscientes de ello, pero argumentan que sólo la violencia puede combatir a la violencia. Entra en escena un millonario que visita el pueblo en busca de la casa de su abuelo, una de las que serán derribadas, y se pone del lado de los ocupas. La leyenda nos ofrece un ayuntamiento dirigido por una pandilla de imbéciles, que finalmente se pliegan a la fuerza de los ocupas. Otro rasgo significativo de esta primera leyenda es una cortadora de césped que funciona con autonomía, y parece burlarse de su dueño. Es la forma de presentarnos a los robots.

Ciudad se publicó en 1952. La década había empezado en los Estados Unidos cargada de prosperidad económica para casi todas las clases del país, las universidades se habían llenado de científicos e intelectuales europeos de gran talla. No había apenas paro. Los sueldos eran altos. La población vivía bien y casi sin cautelas. La guerra de Corea estaba en marcha. Las tropas británicas ocuparon el Canal de Suez. En los países árabes las monarquías caían una a una, e Israel prosperaba. La URSS iniciaba su carrera espacial. En la China continental se implantaba el comunismo.

La población norteamericana vivía al margen de estas tempestades. Pero la imagen nítida y sólida de un mundo dominado por los gringos causaba inquietud en los intelectuales. Resulta curioso que no fuera la élite ilustrada la que diera voces de alarma, sino escritores de revistas de papel barato. La ciencia ficción reflejaba con precisión las preocupaciones más hondas de aquella sociedad favorecida.

Uno de los mayores miedos lo producía la posible guerra nuclear.

En Ciudad este temor no existe, ha sido superado en beneficio del ciudadano. La energía nuclear ha sido dominada y su uso es pacífico.

La segunda leyenda empieza con el funeral de Nelson F. Webster, cuarta generación de la familia que aparece en la leyenda anterior. Estamos en el siglo XXII. Vemos por primera vez a los robots, fieles servidores de los seres humanos. En especial uno, Jenkins, que se mantendrá en el resto de leyendas, miles de años después.

Los Webster se han dedicado a la medicina, y buscan intervenir en el cerebro y en las cuerdas bucales de otras especies animales para instaurar en ellas la posibilidad de que emitan sus pensamientos, y se dediquen más eficazmente a su servicio, por ejemplo, los perros.

Un nuevo personaje entra en escena, un marciano de nombre Juwain. Se dedica a la filosofía, aprovechando ciertas condiciones fisiológicas y psicológicas de su especie. “Ustedes desarrollaron una filosofía lógica, práctica, útil, una verdadera herramienta”, le reconoce el último Webster, ya anciano. El hijo de este Webster no ha querido estudiar medicina, se dedica a la ingeniería espacial, y viaja a Marte, de donde regresará al cabo de décadas Su padre sabe que no le volverá a ver. Esto y otras razones morales provocan en él sentimientos filosóficos que el narrador nos ofrece con limpieza, sin retorcimientos. Los sentimientos rara vez son filosóficos, pero me parece adecuado el adjetivo en este caso.

Entonces, el anciano Webster recibe una llamada ultrasecreta del Comité Mundial que le pide viajar a Marte para salvar la vida de Juwain, que necesita una operación para seguir viviendo y concluir su investigación valiosísima. Pero el anciano Wester se opone al viaje, causando la perplejidad del Comité Mundial. No es un capricho, es que Webster tiene a su vez un defecto psico fisiológico que le ata a su casa y a su territorio, una especie de agorafobia. No obstante, se decide a luchar contar ella y decide ir. Pero cuando pide a su robot mayordomo Jenkins que prepare la maleta, éste le dice que acaba de anular el posible viaje en conversación con el Comité Mundial, pero que no le ha dicho nada porque conocía la resistencia de su amo, y no quería molestarle. Como es natural, Juwain muere, y con él se pierden sus descubrimientos filosóficos que podrían cambiar el rumbo de la humanidad, incluida la marciana.

En las siguientes leyendas aparecen por fin los perros inteligentes y habladores, muy pocos al principio, pero su número se incrementa a medida que las investigaciones científicas de los seres humanos progresan.

“La cultura ha tomado giros inesperados”, informa al lector un personaje. “Sin precedentes. Formas literarias con huellas indiscutibles de una personalidad enteramente nuevas. Formas musicales que han roto con los modos de expresión tradicionales. Artes que nunca se habían visto anteriormente. Y la mayor parte anónimas, ocultas bajo pseudónimos”. Esto sucede porque en el mundo han aparecido mutantes, obra de los Webster posteriores al que hemos conocido en la leyenda anterior. Resulta curioso cómo Simak elude los problema sociales de una civilización así. Viene a plantear que la violencia ha desaparecido por completo, y que la gente se refugia en su individualidad, que apenas necesita de lo colectivo, porque la sociedad funciona como un reloj gracias a los robots. Los mutantes son el límite extremo de esa nueva situación de aislamiento.

Simak aprovecha para reflexionar sobre el patriotismo, sobre los conflictos del todo tipo que conmovían a los seres humanos, hasta llegar a ese punto de equilibrio y de paz universal. El problema es que la falta de conflictos aísla los sujetos y adormece las facultades de la especie. “¿Las mutaciones llevaban pues a esto? ¿La desaparición del instinto básico que hacía de los hombre una raza?” En aquella época todavía no se hablaba de “especie”, pero el significado era el mismo.

Los perros, cada vez más perfeccionada su inteligencia, su razonamiento y su habla, ocupan más espacio en las leyendas que siguen.

La humanidad agoniza. En la Tierra quedan pocos miles de individuos, dedicados a entretenerse porque los robots y los perros se lo dan todo hecho. ¿Qué ha pasado con los miles de millones que poblaban el planeta? Se han marchado a Júpiter. Los científicos espaciales han enviado al planeta gigante una serie de expediciones humanas para que cuenten lo que sucede en aquella bola monstruosa e inhabitable, que el filósofo Juwain mencionaba como la puerta de un paraíso.

Efectivamente lo descubren, y provoca la huida masiva de terrícolas. Todo humano que entra en Júpiter debidamente equipado, se convierte en un jupiterino. Y se transforma en un ser inteligente con capacidades extraordinarias, algo así como superhombres y supermujeres, pero sin épica, sólo dotados con valores y emociones superpositivas.

Mientras tanto, los seres humanos que quedan en la Tierra utilizan a los perros para vigilar a los mutantes, que van literalmente a su bola, y crean problemas.

Todo esto está narrado por Simak con habilidad de maestro. El resumen expuesto más arriba es una sucesión de escenas y actos en los que intervienen hombres (ninguna mujer), robots y perros.

Así se desemboca en una civilización más bondadosa, según expresión del robot Jenkins, pero no muy práctica. “Una civilización basada en la fraternidad de los animales, en el entendimiento psíquico, y quizá en una eventual comunicación por medio de palabras”. El hecho de que los primeros animales en hablar sean los perros es por ser la especie más próxima a los hombres desde el principio de la humanidad.

La leyenda número siete nos ofrece ya un mundo con muy pocos seres humanos, ocupado por los perros, que se entienden con el resto de los animales sin comérselos ni bebérselos.

En este penúltimo episodio adquieren relevancia los mutantes. Son seres fantasmales que viven lejos de las sociedades animales. Los perros preparan el siete mil cumpleaños del robot Jenkins. Los seres humanos que quedan han perdido su inteligencia y son poco más que animalitos dependientes de los perros y los robots. Estos preparan alimentos cada día para todos los animales, porque el lobo no caza, los gatos tampoco, y el resto de los animales se respetan. La vida es sagrada.

Pero se produce un accidente de consecuencias insospechadas. Uno de los hombres con mentalidad de chiquillo ha aprendido a fabricar un arco. Se lo enseña al lobo, que no entiende la utilidad del instrumento. Para probarlo, el hombre lanza una flecha a un pajarito, que cae fulminado. Los animales quedan anonadados. Ha matado a uno de ellos, el más inocente. Deciden ocultar el hecho, pero a ardilla se chiva.

El robot Jenkins entonces se da cuenta de lo que ha sucedido. El ser humano empieza a recuperar su razón. Y después de pensárselo a fondo, de sufrir lo indecible, de buscar inútilmente ayuda en uno de los mutantes (inútilmente porque no queda ninguno vivo, son fantasmas), Jenkins decide no hacer nada. Dejar que la vida vuelva a recuperar su curso, que la Humanidad recupere la Tierra.

Esta claridad le ha costado a Jenkins grandes esfuerzos, porque los robots y los perros borraron de la mente de los hombres todo rastro de recuerdo de la armas, y les enseñaron la paz y el amor, les vigilaron para impedir que volvieran a esas tendencias, al viejo modo de pensar de los hombres. Jenkins se da cuenta de que les entontecieron.

El problema del tiempo está presente en cada una de las páginas de esta prodigiosa novela. El pasado no es cosa del tiempo, sino del espacio, dice uno de los perros. Lo que hay detrás es un paisaje inmóvil del tiempo. Y establece la metáfora de un río arrastrando un tronco. Avanza pegado al agua, lo que contempla son las orillas que cambian, que se mueven al revés, o sea el espacio. Los segundos, los minutos, las horas, no han pasado nunca, son otros mundos los que se mueven a nuestro alrededor.

Jenkins descubre también que el regalo que le hacen los perros, un cuerpo completamente nuevo para que dure otros siete mil años, lo ha construido otra especie, los robots asilvestrados, que también los hay. Estos robots eran herederos de otros que se habían dedicado a construir naves espaciales para que los hombres pudieran huir de su aburrimiento a otros planetas. Los perros, por su lado, habían seguido el camino de su propio progreso. Y unos y otros habían intentado escuchar a los duendes, esos mutantes extinguidos, para sondear los abismos del tiempo. Y todo para descubrir que no había tiempo.

Jenkins sube una montaña hasta el palacio de los duendes que antaño fue de los hombres. No los encuentra. Pero sabe que están allí, que resisten. Y es entonces cuando se da cuenta de que ha llegado la hora de la reversión al hombre inicial. Reúne a los jóvenes humanos que los perros y los robots leales cuidan como cachorros y. Les revela que necesitan prepararse para valerse por ellos mismos, que no esperen que siempre les proporcionen alimento y seguridad.

El lector que haya llegado hasta aquí en la reseña me reprochará que le haya estropeado el cuento. No del todo. Queda una leyenda, la octava. Todavía no la he leído.

El valor de esta novela de Clifford Donald Simak es enorme, polifacético. He disfrutado de ella como hacía tiempo no disfrutaba de un cuento. He gozado del ruralismo del narrador, de la manera que tiene de hacer real el tiempo que se mueve de leyenda en leyenda, muy a pesar del sofisma que se divierte en presentarnos por boca de uno de los perros protagonistas, es impecable su composición de personajes míticos, la ductilidad de la acción, fluyendo como un río navegable.

Si quiere usted saber el final de la historia, búsquela en su biblioteca municipal, o compre el libro. Y si desea una más, le recomiendo Los hijos de nuestros hijos. He aquí su primer párrafo.

“Sentado en una mecedora de jardín, con una lata de cerveza en la mano, Bentley Price –fotógrafo del Global News Service– contemplaba el filete que acababa de poner sobre la parrilla de la barbacoa, cuando se abrió una puerta debajo del viejo roble blanco y la gente comenzó a salir”.

Este tipo de presentaciones, como la de Ciudad, “estas son las historias que cuentan los perros, cuando las llamas arden vivamente y el viento sopla del norte…”, son tan prometedoras que los desarrollos coherentes y sugestivos son difíciles para el autor, y la conclusión, el final, un salto mortal. Quizá por eso yo nunca llegue a acabar Ciudad. Lo he pasado tan bien leyéndola.

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