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Pío Baroja, la novela y yo Cultura y comunicación Series

La Generación del 98 (Pío Baroja, la novela y yo, 7)

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Tras publicar este capítulo he visto que, al mismo tiempo, el historiador y periodista Pío Moa ha colgado en su página uno titulado «Plagas del 98«. Su visión  es muy parecida a la mía, o la mía a la suya, porque compartimos diagnóstico sobre los problemas actuales de España y sus orígenes. Moa lleva trabajando sus tesis más de veinte años, se dio cuenta antes de muchos de la deriva autodestructiva del progresismo español. Y tiene harta munición histórica. Los estudios de Moa proponen una revisión profunda de nuestra historia, recoge los planteamientos de los historiadores que nunca se avergonzaron de nuestro pasado, y que lo miran sin anteojos «europeistas», entendiendo el término como el menosprecio de España al lado de algo que llaman europeo, pero que es británico y francés, un imperio y cuarto que hicieron todo el daño posible al español, que no se descompuso solo. Pío Moa no es el único que piensa así, son bastantes los que miran España del mismo modo, aunque desde perspectivas ideológicas diferentes, incluso de izquierda. Me ha parecido bien colgar el texto de Moa al final del mío. Merece la pena leerlo.

Y también después de publicado el capítulo, tras su lectura Pío Moda ha reaccionado ante algunas imprecisiones mías, que también el lector tiene derecho a conocer. Moa rectifica con razón algunas cosas que yo no documentaba, y puntualiza otras con bastante tino, porque al fin y al cabo él conoce bien su vida, y cómo y por qué caminos evolucionó su pensamiento, mientras que yo soy un audaz atrevido, algo redundante pero significativo. 

Una serie de Fernando Bellón

 Veintiocho

Mucha literatura y ensayismo español, más o menos desde los años 70 del siglo pasado a estas fechas, se dedica a la destrucción de España, de sus instituciones, de su historia y de su dignidad como nación. Lo chocante es que lo hace “con la mejor intención”, para reparar los defectos que sus autores encuentran en el país habitado por ellos sin haberlo deseado; porque nadie elige donde nacer, pero sí puede decidir dónde vivir; cosa que casi ninguno de estos ensayistas y literatos hacen, salvo individualidades raras como Juan Goytisolo, que tuvo el cuajo de irse a Marruecos, donde la soñada democracia estaba y sigue ausente, así que igual se fue por otras razones nada políticas.

Este baldón de ensuciar la realidad española no se lo pueden quitar de encima los viejos antifranquistas de salón, que todavía se empeñan en dar lecciones de post modernidad y de progresismo. Los intelectuales que les han sucedido desde entonces se enfrentan a una paradoja: España se ha post modernizado y es más progresista que nunca lo fue, pero siguen considerándola llena de vicios que hay que corregir… haciendo que desaparezca. El mejor remedio para una enfermedad es matar al paciente.

A los literatos y ensayistas de la generación del 98, que habían nacido en la década de los 70 del siglo XIX, se les echó encima el derrumbe del Imperio Español. La población española de clases medias, poca, y clases bajas, enorme, ni siquiera reaccionó, si no era con alivio por recoger a los soldados que habían intentado mantener ese frágil Imperio frente al robusto norteamericano. No se olvide que España declaró al guerra a las provocadores Estados Unidos de Norteamérica, y la perdió.

A esa generación de intelectuales inorgánicos (porque no cobraban del gobierno, y me refiero a los reconocidos del 98) les avergonzó que la población se tomara a chirigota la catástrofe. Es la época inmejorable de la zarzuela, la revista, el cuplé, que hoy son una lista excelsa de arte canoro hispano. Les horrorizaba la corrupción, el caciquismo y las componendas de la política realmente existente. Y no obstante casi todos tuvieron relación con ella, llegando al Parlamento o figurando en listas electorales.

Quisieron regenerar España, y cada uno se inventó un modelo europeo estimable, anglosajón, germánico, francés.

Antes de ellos, la Institución Libre de Enseñanza había iniciado la campaña regeneracionista. Y como los del 98, no acertaron con el destino al que había de dirigirse España para situarse “a la altura de Europa”. No buscaron en la nación los remedios a su enfermedad, porque la pérdida de las “colonias” (no eran colonias, eran provincias españolas) les hacía desconfiar. En aquel momento Ramón y Cajal daba un paso de gigante en la neurociencia, Menéndez Pelayo rescataba a los heterodoxos españoles y se preguntaba si podían aprender algo de ellos. La nómina de hombres y mujeres dedicadas al conocimiento y su difusión es larga, pero incluye a personas malditas para el progresismo militante, y se ha mantenido en la sombra. La Wikipedia tiene varias páginas dedicadas al asunto.

La Generación del 98 buscó en España ideas renovadoras, pero no encontró más que raíces podridas. No llegaron al fondo o se dejaron llevar por la estampa de la decadencia. En Italia y Portugal existieron fenómenos semejantes, europeizarse a toda costa, y el asunto derivó hacia el autoritarismo más o menos fascista. Quiero decir que el problema no era sólo español. Bucee usted un poco en la historia de Inglaterra, de Francia, de Alemania y encontrará paralelos. La diferencia con España es que ellos tenían un sólido imperio colonial, un desarrollo industrial impulsado por él, y unos estados que funcionaban relativamente bien, enfrentados unos con otros, eso sí, lo que desembocaría en una guerra mundial de la que España se libró.

Pero lo que veían los angustiados miembros de la Generación del 98 era caciquismo, ruina moral, miseria física, holgazanería, y ganas de fiesta. De todo esto había en la imitable Europa, y Baroja es uno de los autores que más cuenta dieron de ello en algunas novelas.

Resulta curioso que ciento y pico años después “el problema de España” haya derivado en dos caminos: el de los que desesperan tanto de su patria que ven en su disolución el remedio definitivo, y el de quienes hemos recuperado la esperanza que les faltó a los del 98, y observamos con frialdad los defectos, las carencias y los vicios de nuestro país, pero hacemos todo lo posible por mantenerlo íntegro, incluido su pasado vigoroso.

Sospecho que entre la población española domina con abundancia la segunda posición; pero entre los intelectuales debe estar por debajo del cincuenta por ciento. Y los intelectuales son los que crean opinión, sentimiento y disposición de acción.

Yo me siento muy cerca de la Generación del 98 desde que tuve noticia de ella a los catorce años. Pero he necesitado otros cincuenta, ¡medio siglo!, para sacudirme la vergüenza y el desánimo que la significaron.

Los alemanes, agentes del peor genocidio del siglo XX, los franceses, rendidos al ejército invasor e incapaz de echarlo, los italianos, que protagonizaron una historia semejante, los rusos, constructores de un imperio bolchevique sobre las ruinas de una guerra, etc., no parecen sentir ningún impulso hacia la disolución de sus respectivos países, algo que no tiene ningún mérito, sino que es algo natural.

Uno de los peores efectos del “progresismo” dominante es el menosprecio de los casi cuarenta años de dictadura franquista. El ejemplo manifiesto es José Luís Abellán, autor de numerosos estudios sobre la literatura y el pensamiento español moderno, y uno de los inventores de la tradición progresista española. Según él es preciso “recuperar el sentido de nuestra personalidad colectiva y de nuestra identidad como pueblo, en peligro de desaparecer por la despersonalización y la desespañolización producida por la impronta de cuarenta años de falta de libertades, durante los que se ha propiciado la confusión ideológica, estimulada paralelamente por la invasión turística, la emigración obrera y un desarrollo económico indiscriminado y arbitrario”. La afirmación no tiene desperdicio, y se puede encontrar en historiadores y sociólogos, para quienes el franquismo tiene la culpa de casi todo, desde la muerte de Manolete, hasta la revolución cultural china

Los del 98, considerando la existencia de un grupo considerable que siempre anduvo a la greña con su identidad generacional e ideológica, no veían en el pasado reciente de su patria más que lo negativo. Tenían una razón evidente, España era la única nación europea que en lugar de construir un imperio colonial lo acababa de perder. Pero el escenario real no era ni tan miserable ni tan caótico.

Los “progres” de hogaño encuentran su munición intelectual en el régimen de Franco, una especie de monolito granítico como el Valle de los Caídos, que se ha convertido en símbolo de la maldad intrínseca de un Régimen. Ignoran, sin embargo, la paradoja en la que incurren. Si todo estuvo podrido durante cuarenta años, ¿cómo es posible que se construyera sobre esas ruinas un país moderno con una democracia “homologada”? Suelen quejarse de que la Transición fue una herencia de Franco, y la democracia constitucional, también. Y tienen razón. Pero son incapaces de responder a la pregunta que acabo de formular. De la nada no sale nunca nada. De las ruinas tarda en emerger algo sólido.

No estoy comparando la generación del 98 con la progresía intelectual actual. Sólo resalto elementos comunes. La visión fúnebre de España que hoy domina en los círculos del saber, la universidad y las academias, se inicia con la Institución Libre de Enseñanza y prosigue luego en casi todos los frentes intelectuales hasta el presente. España no tiene más remedio que su disolución. ¿Cuántas veces no hemos escuchado o dicho “este país no tiene remedio, hay que irse al extranjero?” ¿A qué extranjero? ¿A Francia, con su creciente población musulmana y su delirio grandilocuente? ¿A Alemania, que no se atreve a defender su identidad para no evocar el pasado nazi, y compensa la masa de Gastarbeiter turcos con refugiados del Este en guerra, casi en sus fronteras? ¿Acaso a Marruecos, como Goytisolo? Yo, al único país al que me iría a vivir, por comodidad, no por desafección al mío, es Portugal, el primero que emergió territorialmente en Europa.

José Carlos Mainer, en su Pío Baroja, de la colección Españoles Eminentes, dedica el capítulo VIII a “Un largo final”, en el que resume el trabajo y los días del vasco entre 1940 y 1956. Da cuenta de la atención que le prestaron intelectuales del Régimen, los que intentaron borrarle del escenario bibliográfico con censuras clericales, que no religiosas, y los que le defendieron y le mantuvieron como protagonista vivo de una época que se había resulto en una guerra brutal, casi todos procedentes de Falange.

Un repaso a las menciones de Mainer descubre que no se trata de fachas impresentables, sino profesores, periodistas, editores que mantuvieron la cultura española en territorio español con una calidad equivalente a la de los exiliados que, por otro lado, fueron regresando casi todos, poetas, novelistas, filósofos y cineastas. Y de ese encuentro inevitable brotaron los creadores e intelectuales que crecieron con el franquismo y mantuvieron la enseña bastante alta.

Lo que ha sucedido en España a partir de 2004 es el intento de borrar toda una época, proponer la falacia de que entre 1939 y 1975 hubo un agujero político, cultural, económico y físico. Según este intento, que persiste, la España de 1983 (para ellos el inicio de la Democracia) brotó de un agujero negro.

Veintinueve

El texto de referencia de La Generación del Noventa y Ocho lo publicó con ese título Pedro Laín Entralgo en 1945, cuando todavía no había acabado la Guerra Mundial. Le han seguido muchos libros y monografías sobre los hombres del 98. Ahora ya empiezan a aparecer mujeres, como María de la O Lejárraga, que le escribió toda la obra a Gregorio Martínez Sierra, su marido, ocultando su nombre, dicen que por amor.

Sólo he tenido tiempo de leer lo que me ha parecido más interesante. La obra que más me ha gustado es la de Andrés Trapiello, Los nietos del Cid.  Voy a utilizar a Laín y a Trapiello como guía en este comentario final de mi Pío Baroja, la Novela y yo, junto con el estudio de Baroja de Mainer

Los de Laín y Trapiello son ensayos no académicos, el del último, “antiacadémico”, cosa que me ha estimulado a inmiscuirme en este asunto.

Laín Entralgo se impone reivindicar la Generación del 98 porque el Régimen, del que él fue puntal en sus primeros años, necesitaba sostenes culturales que los emigrados decían haberse llevado del país en los bolsillos y en el cerebro.

Jorge Lombardero Álvarez, con ocasión del fallecimiento del humanista en 2001, revisa el libro de Pedro Laín Entralgo, Descargo de conciencia (1930-1960), entre una autobiografía y unas memorias. Lombardero debe ser un especialista en el tema de los intelectuales en el franquismo; tiene publicados ensayos en El Catoblepas, la revista digital de la Fundación Gustavo Bueno, y en otros medios. Del mencionado extraigo esta cita de una novela de Francisco Umbral: “Los laines han venido todos: el propio Laín, Torrente, Sánchez-Mazas (ya huido de Madrid con su novela debajo del brazo), Luis Rosales, Ridruejo, Areilza, alto y de ojos claros, Eugenio Montes, regresado de Roma, perfilero e irónico, Foxá, condecorado de algo, Vivanco, triste y frailero, Sainz Rodríguez, que se les ha unido a la salida del Consejo, perdido en su gordura, su erudición y su miopía”. Se trata de una supuesta visita de los citados a Franco para solicitar el perdón a un comunista condenado a muerte.

Había intelectuales en el Régimen de Franco, sólidos intelectuales, y Laín les hace herederos del 98. Es preciso notar que Laín es católico practicante, y hace esfuerzos por disculpar el anticlericalismo de aquellos hombres.

Señala rasgos comunes de los noventaiochistas.

El descubrimiento del paisaje, que divide en tres escenarios: la tierra-páramo, el hombre (el gran perturbador), y los rasgos sentimentales del observador, es decir, de los autores. En una España fantasmal y enajenada, dice Laín, un cuerpo sin consistencia histórica y social, el Noventa y Ocho mira hacia el pasado y sólo ve en él oquedad, discordia y amenaza. Las ciudades no son mejores, Baroja las califica de levíticas, por la cantidad de curas que circulan por ellas, algo que no advirtió ni en Francia ni en Italia, donde también había hombres de sotana.

Laín recurre a Menéndez Pelayo para señalar “la indigencia intelectual del catolicismo español” que el santanderino denunciaba.

Conviene leer a Laín porque el panorama intelectual del 98 y aledaños que describe nos sirve para entender el nuestro, que reproduce las peores angustias de hace un siglo.

Al tomar el libro de la vieja biblioteca de mi padre he visto bastantes subrayados míos de la primera lectura. En ellos veo las fuentes de mi formación intelectual e ideológica, que se inclinó luego hacia la izquierda como la de tantos otros jóvenes. Y creo que mi regreso a las fuentes se debe exclusivamente a eso, a que conozco las fuentes. De la Transición a ahora, el poso cultural hispánico se ha ido disolviendo, se ha ido por el desagüe. Y lo singular de este turbión crítico es que se inició en vida de Franco, en el giro económico histórico de los sesenta, y dentro del país, no fuera. ¿Qué es más peligroso para una tiranía militar, las acciones clandestinas de los comunistas, por ejemplo, o el tejido cultural sin tapujos de una ideología contraria que, de tanto ver una isla anegada en la República vencida, la recrea en paraíso perdido? Las dictaduras de derechas son torpes con la cultura. Las de izquierda ya vemos que no.

Los títulos de los capítulos de La Generación del noventa y ocho de Laín son reveladores: “Un paisaje y sus inventores”, “De limo terrae”, “El sabor de la historia”, “Madrid”, “Amor amargo”, “Historia sine historia”, “España soñada”, y un epílogo, “Otra vez Castilla”. Más que un ensayo, el libro es un compromiso de su autor con sus raíces, un esfuerzo por mantener la solvencia de la España de posguerra, asediada por medio mundo, un envite por resistir a las fábulas destructivas de la minoría que salió derrotada pero intacta, y a los que acogieron como representantes exclusivos de una población de casi treinta millones de seres humanos que las pasaban canutas.

Al buscar el ejemplar en la biblioteca topé con un libro que podía ser su némesis, Ramiro de Maeztu y el ideal de la burguesía en España, de José Luís Villacañas, autor de textos militantes contra los valores propios españoles y su historia moderna, y defensor de la superioridad europea en la que España debe disolverse.

Lo tomé con idea de releerlo. No necesité pasar del capítulo primero. La Generación del 98 es un texto iniciático para el lego en estos temas, pero poco más. Luego se ha renovado el género con aportaciones académicas de cierto valor, y sobre todo con ensayos propiamente dichos, como el de Trapiello, o el que me ha servido de referencia para reconstruir al Baroja que yo conocí, me refiero al Baroja de José Carlos Mainer.

Mainer dedica páginas a la Generación del 98, siguiendo la evolución y la fortuna de Baroja. Por ejemplo, desmiente que no ganara un duro en sus colaboraciones periodísticas, caso que debe ampliarse a sus compañeros de generación. No eran unos bohemios complacidos en la miseria. Dice Mainer que en ellos “se produjo la primera profesionalización del ejercicio literario y, de consuno, la ya aludida personalización de la escritura”. “Tendieron a ver en lo ocurrido [la pérdida de Cuba, Filipinas y Puerto Rico] la inevitable consecuencia de la banalidad, la hinchazón retórica y el autoengaño de unos políticos y de la parte peor de un pueblo entero”. Fueron regeneracionistas.

Surgieron en la Restauración, el periodo que siguió a la primera República, iniciado en 1874. Entre los defectos de la Restauración destaca Mainer que “no se propuso resolver el pleito religioso y, antes bien, lo enconó, como hizo manifiesto el estallido de la segunda «cuestión universitaria», las expulsiones de catedráticos en 1876 y la paralela formación de la Institución Libre de Enseñanza, convertida en el referente esencial de un patriotismo laico y progresista y formadora de un nutrido vivero de disidencia intelectual”.

No parece evidente que los hombres del 98 debieran su formación a la Institución, porque casi todos vinieron de fuera de Madrid. Entre los “modernistas”, que también eran del 98 pero con otra concepción estética, sí hubo pensionistas de la ILE.

Además de Joaquín Costa, otras bases ideológicas en aquella época las constituyeron Pí y Margall y Menéndez Pelayo. Dice Mainer, “En 1877, Francisco Pi y Margall, presidente de la República por espacio de unos escasos cuarenta días, publicó Las nacionalidades, un libro que pretendía convencer («no seducir») acerca de los beneficios del pacto federal como germen de los Estados: «Confieso —comenzaba— que no estoy mucho por las grandes naciones, y estoy menos por las unitarias». Cercano entonces al movimiento neocatólico, Marcelino Menéndez Pelayo libraba en ese año la enconada batalla de la ciencia española, defendiendo su existencia contra los que achacaban su endeblez a la intransigencia religiosa. Y publicó tiempo después la Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), cuyos cuatro mil ejemplares pudieron ser recibidos por sus fieles como una befa de los krausistas (que ciertamente no salieron muy bien parados) y como el envés del proyecto conciliador de los Episodios de Galdós, que había concedido su parte a los reaccionarios en la construcción de la España liberal”.

Como puede verse, las controversias presentes tienen casi siglo y medio de antigüedad, algo que resulta inconcebible, por acudir a un ejemplo extremo, en Alemania, donde el pasado nazi, mucho más reciente y terrible, parece resuelto para siempre.

Una de las deficiencias que los modernos estudiosos encuentran en la Generación del 98 es su incoherencia. Claro que esto es un defecto de todas las generaciones y de todos los seres humanos. En el caso del 98, de sus escritos primitivos se desprende la abominación de la política y del caciquismo, así como del enchufismo, Sin embargo, casi todos, con la excepción de Valle Inclán, sucumbieron al juego del parlamentarismo o buscaron y encontraron empleos en la administración del Estado. Azorín, el que “inventó” el término de Generación del 98, fue varias veces diputado y subsecretario de Instrucción Pública. Baroja se presentó en las listas de Lerroux por Teruel, sin ningún éxito. Ganivet fue diplomático. Unamuno, catedrático de griego en un tiempo en el que nadie sabía griego, según recuerda con malicia Trapiello.

Treinta

Y a Andrés Trapiello me voy para acabar este último capítulo de la serie.

Andrés Trapiello es uno de los escritores españoles de entresiglos con más y mejores municiones, y más capacitado para usarlas como armas del oficio. Confieso que he leído poco de él. Pero a lo que alcanzo, le otorgo un alto título de nobleza. De Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939) me he servido con aprovechamiento en mi biografía, Renau. La abrumadora responsabilidad del arte. Es la tercera parte de una tetralogía sobre España, sueño y verdad, de la que sólo ha publicado dos títulos, el mencionado y Los nietos del Cid. La nueva edad de oro (1898-1914) del que me sirvo en esta serie.

Trapiello se diría que ha tomado el testigo del polígrafo Menéndez Pelayo, también hombre de entresiglos, con la diferencia de que, además de su erudición bibliográfica, Trapiello escribe poesía, ficción y artículos de prensa. Otra diferencia es el sentido del humor y el picante escepticismo del más moderno. Leer la Historia de los heterodoxos españoles es instructivo y esclarecedor. Leyendo a Trapiello, uno aprende y se deleita a la vez.

Ya he confesado de este leonés, tres años menor que yo, que me pasma su habilidad para exprimir la jornada laboral. Lee tanto como escribe, bibliotecas enteras. A mí me cuestan y me fatigan ambas cosas. Puedo tardar en acabar una novela, en el raro caso de que la lea de seguido, dos días. Un ensayo, una semana. Un libro de estudio, un mes. Es decir, deduzco que Trapiello además de tener una mirada y memoria digitales y un cerebro clon del procesador más rápido, posee la imaginación de un Amadís de Gaula. Ni le envidio ni tengo ganas de emularle.

Todos estos elogios vienen a cuento de que Los nietos del Cid ha sido el bálsamo de mi trabajo en esta serie, donde he recurrido a bibliografía no siempre digestiva.

Donde Mainer, otro caso de magno estajanovista de las letras, se recrea en la erudición y termina haciendo un prontuario de citas, Trapiello salta por la campiña literaria como un fauno.

Coincide el leonés con el aragonés en que la Generación del 98 es la que renueva la lengua, el estilo y la colaboración en los medios. Los columnistas de hoy deben mucho a los noventaiochistas. Luego llegaron Julio Camba, Chaves Nogales, Josep Pla, González Ruano, Umbral, y de ahí al presente, todos herederos de la generación renovadora.

Los doce capítulos de Los nietos del Cid ofrecen un panorama completo de la compleja transición del siglo XIX al XX en la cultura literaria española. Presenta las raíces de lo que Trapiello llama “bazar un poco confuso” del fin de siglo, y después describe un panorama impresionista de los “escritores un poco inútiles pero pintorescos”. Algunos de ellos, como Bonafoux (véase su biografía en Wikipedia), conocido como “La vívora de Asnières”, cayeron en la trampa del periodismo, una rutina que “avillanó” su estilo.

La nómina de notables de la literatura en ese tiempo es interminable, cosa que sierve para hacerse una idea de la riqueza y variedad cultural de aquella España. Dado que la memoria histórica se ha convertido en texto escolar, los chavales de hoy terminan el bachillerato convencidos de que España empieza en 1983. Se pierden lo mejor, y creen que antes de esa fecha sus bisabuelos vivían en el Neolítico.

Trapiello cita unas palabras de Galdós en un artículo publicado en la revista “Alma Española”. “La catástrofe del 98 sugiere a muchos la idea de un inmenso bajón de la raza y de la energía. No hay tal bajón ni cosa que lo valga. Mirando un poco hacia lo pasado, veremos que, con catástrofe o sin ella, los últimos cincuenta años del siglo anterior marcan un progreso de incalculable significación, progreso puramente espiritual escondido en la vaguedad de las costumbres.”

Las revistas culturales, por recoger en el término una variedad de propósitos, emergieron como setas en la primera decena del siglo XX, y en ellas colaboraron (y con frecuencia subvencionaron) los escritores del momento, básicamente los del 98, que fueron muchos más de los canónicos.

Con el paso del tiempo y la maduración de los creadores, el negocio cultural se fue estabilizando, recuerda Trapiello. La editorial Renacimiento exportaba libros a Hispanoamérica con cierta rentabilidad. Los autores cobraban, salvo quizá Ganivet, que se quitó la vida demasiado pronto en un río Báltico. Al granadino, un hombre casi cenizo, dedica unas páginas en el libro. Advierte nuestro ensayista que los de la Generación no se ocuparon de brillar en sociedad, y tampoco se hicieron ricos.

Luego habla Trapiello de Costa, el hombre hecho a sí mismo, el primero en definir en sus publicaciones los males de aquella patria sin colonias: caciquismo, falta de formación y miseria física. “Costa, que fracasó en todo cuanto inició en una proporción inversa a la popularidad que iba adquiriendo, terminó profesando teorías fisiologistas delirantes de las que desprendía la imposibilidad de reformar un pueblo de cabreros, haciendo depender la incuria moral de la falta de fósforo de todos los habitantes, de su constitución indolente, de la blandura de su cerebro, del clima, de la alimentación, teorías que vemos, curiosamente aparecer en el médico Fernando Osorio de Camino de Perfección, la novela que Baroja llamó mística.”

Este pesimismo fermentó, y ha dado flores malolientes, cultivadas por jardineros bastante mezquinos, cuya última generación es la del progre español de entresiglos XX y XXI. Baroja aseguró que, en aquel tiempo de pícaros, “con una quintilla bien hecha se conseguía un empleo para no ir nunca a la oficina.” No hace falta estar muy bien informado para observar que la sátira sigue siendo válida hoy, donde los asesores y los plumillas en la nómina del fondo de reptiles brotan como champiñones. Conozco el paño.

A Trapiello no le duelen prendas. Atropella literalmente a Valle, de quien dice se dejó seducir por “el poder opiáceo de la palabra”. Eso a pesar de que comunistas y republicanos le pasearon por España y Europa como una preciada bandera “arrebatada a no se sabe qué enemigo burgués”, siendo un redomado reaccionario, al menos en sus novelas, cuentos y dramas irrepresentables. Trapiello se pregunta qué han encontrado los productores y directores de hoy en “Luces de bohemia” para convertirla en un icono. Los iconos son estereotipos alucinados de la Trinidad, la Virgen y los santos.

Torrente Ballester reveló los secretos del estilo valleinclanesco, cuya adjetivación siempre brillante no fue significativa sino rítmica, porque sonaba bien, y “su prosa, que empezó amanerada y dulzona, terminó en cubista y disonante música de jazz, por su voluntad de romper la maniera”, dice Trapiello.

De Baroja, se pregunta si “le aburría la perfección porque se dio cuenta de que jamás podría hacer una obra perfecta o porque consideraba que las obras perfectas son aburridas en sí mismas como concepto.”

La indagación del leonés en los textos que lee le lleva a consideraciones críticas de persona incisiva y de buen humor. Tiene un texto titulado “Baroja y yo”, inscrito en Un poco de compañía, que no he leído, pero que espero encontrar, porque quizá dé detalles de su relación literaria y emotiva con el vasco, lo mismo que estoy haciendo yo aquí con atrevimiento.

Destaca una opinión de Baroja significativa: “Por más que llame bufo al desaliento, el desaliento existe, o algo peor, la indiferencia; por más que sueñe [se refiere a Ramiro de Maeztu] con otra España, la otra España no vendrá, y si viene, será sin pensarlo ni quererlo, por la fuerza fatal de los hechos.”

Baroja era más agudo de lo que se piensa, y mucho menos tosco de lo que se cree, dice. “Los lectores de Baroja parecerán siempre salidos de sus novelas, como una formación cordial de su literatura”, en lo que me siento aludido.

Afirma que “lo prodigioso de muchos de estos escritores del novecientos fue que realizaron una obra admirable al margen de los canones”, y menciona las virtudes de cada uno de ellos: la filosofía sin sistema de Unamuno, las novelas sin personajes de Baroja, el teatro sin drama ni consecuencia de Valle, la regeneración sin libros de Maeztu, y los artículos sin tema de Azorín.

Refiere Trapiello un trozo de las memorias de Baroja, que se me pasó por alto cuando las leí, en el que habla de una propuesta juvenil de Azorín, Maeztu y el vasco, a quienes se conocía por Los Tres, de incitar a los militares a una dictadura ilustrada, antiparlamentaria y laica para España. En capítulo anterior he mencionado las reflexiones de uno de los personajes de las novelas de Baroja sobre el advenimiento de la Segunda República, que dice algo parecido, pero como destino fatal. No es que Baroja fuera adivino, sino que el desorden civil o terminaba en dictadura del proletariado o en dictadura militar, aunque no laica. Si Franco no hubiera sido vagamente monárquico y profundamente católico, quizá la Transición se habría producido en la década de los sesenta del siglo XX, asentada la industrialización de España. Pero esto es anatema según la Ley de la Memoria Histórica.

Ningún profesor universitario se permitiría escribir un ensayo como Trapiello. Y es una pena, porque si hacer un análisis matemático de la Teoría de la Relatividad con salero y chunga escéptica sería inapropiado (tampoco es imposible, cada día hay más científicos que se atreven a tomarse a chacota el Big Bang), ponerse el mundo de la literatura por montera es algo que los literatos, y en especial los columnistas, hacen a diario. Las tesis de las carreras de Letras son tan tostones como las de Ciencias, sin ningún fundamento doctrinal. Incluso la Filosofía se puede tomar a broma, y hay quien lo hace con rigor.

Los nietos del Cid es un ensayo en el que el lector aprovecha el inmenso poso bibliográfico de su autor, y se traga con gusto todo lo que Trapiello ha digerido, que deben ser cantidades astronómicas de letras, de imprenta y digitales.

Seguir resumiendo este libro referencia de la Generación del 98 es instructivo, pero injusto. Quien desee conocer más y divertirse, que lo busque en una biblioteca o lo compre como yo.

Como resumen del resumen, cabe decir que el ingenio del leonés se manifiesta cada vez que se apea en un autor o grupo de autores en su viaje literario. De Unamuno dice que “las formas tradicionales le venían pequeñas.” A Antonio Machado y a su hermano Manuel les suele tratar mejor; sitúa al primero en el territorio de la poesía más que pura inocente, y señala que Juan Ramón Jiménez decía de él que “fue más que un nacido, un resucitado.” De Azorín, que entendió “la literatura como una sola página, ordenada, bruñida, sin mácula, en la que debía caber el mundo”. De Baroja y Valle ya he dejado muestras. Quizá el que menos parece interesarle es Ortega y Gasset, el español más europeo por su biografía, si bien a Unamuno le han reconocido allende los Pirineos.

Incluye a Blasco Ibáñez, poco o nada identificado con los noventaiochistas puros, de quien dice que “si hubiese sido en sus novelas la mitad de dinamitero que en sus artículos de periódico o en sus novelas, quizá éstas tuvieran hoy más interés.”

Recuerda a Martínez Sierra, un literato hueco (porque casi todo se lo escribió su esposa María de la O Lejárraga) que fue un buen gestor de su patrimonio, del que le regalaba Lejárraga y el que no le pertenecía, pero administraba, pues fue tesorero del Partido Comunista, noticia que a mí me alucina y supongo que a otros muchos también.

Esta incursión en el océano de la historia cultural española no deja rincón sin recorrer. Los modernistas, o el envés del 98, pintores como Solana o Regoyos, y creadores catalanes (a los vascos los incluye en la etiqueta noventaiochista genérica, como Baroja, Unamuino o Maeztu) como apéndice en su identidad lingüística. A Solana, inventor de la España Negra, le reconoce valores que en Francia o en Alemania se habrían incluido en los evangelios sagrados de la Vanguardia.

Pues bien, hasta aquí he llegado con Baroja, con la novela y conmigo mismo. No me ha salido mal, ¿verdad? Espero haberles entretenido. Y concluyo con una reflexión que me ha ido creciendo a medida que conocía más de mi admirado novelista. Creo que me habría decepcionado conocerle y tratarle. Él mismo confesó que no leía biografías o memorias de grandes hombres porque le pasaba eso, se decepcionaba; sólo le interesaba la vida de escritores y artistas considerados mediocres. El carácter del hombre Baroja no debía provocar admiración y cariño. Esto parece contradecir la humanidad que destila en sus memorias y en sus novelas, en las que encontramos trozos y rasgos de nosotros mismos, anónimos mortales. Baroja es simpático, es directo y sencillo como las personas nobles, no es retórico. Pero quienes trataron con él sobre, todo si se cruzaron en su camino, salieron magullados en su amor propio.

A mi colaboradora Waltraud García le dedico la serie, y le prometo que seguiré hablando de mí con otras excusas que se me crucen en el camino.

Las cuatro plagas del 98

Un texto de Pío Moa

La derrota del 98 frente a Usa no tuvo apenas consecuencias económicas, pero supuso una tremenda quiebra moral en la sociedad española. Esa quiebra dio impulso a cuatro corrientes que iban a plagar la evolución interna española y llevar a la guerra civil: el anarquismo, los separatismos, el socialismo y el regeneracionismo. Todos ellos tenían un fondo común: España tenía una historia nefasta y debía disolverse de un modo u otro. Cada uno tenía su receta, que no hace falta explicar, salvo el regeneracionismo, que resulta un tanto engañoso: no se oponía abiertamente a la idea de España, sino a la España histórica, es decir, la real, que había que destruir para construir otra España “a la europea”, en el sentido sumamente vago en que concebían “Europa”.   Y cierta complacencia con los separatismos (era lógico que quisieran separarse de una “nación frustrada”) y con el socialismo, un movimiento también “europeo”.

Por entonces denunciaba Menéndez Pelayo “El lento suicidio de un pueblo que, engañado por gárrulos sofistas, emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le quedan”. Esto lo decía en 1910, solo cuatro años antes de que  los “gárrulos sofistas” se empeñasen en mandar carne de cañón a la PGM en beneficio de Francia e Inglaterra.  Menéndez era seguramente el intelectual español más importante por entonces, reconocido  como tal más allá de los Pirineos. Y es significativo que Ortega, el de la “historia anormal, enferma”, de España no le citase nunca.

Pero una cosa es denunciar una plaga y otra dar soluciones. Su otra frase más famosa no podía ser más desmoralizadora:  “España,  evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma,  cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra”. España había sido esas cosas y también muchas otras, y no debían olvidarse,  pero de eso habían pasado varios siglos, no podía volver ni servía de gran cosa ante los retos que planteaban, entre otras, la cuatro plagas del 98. Y  España quedaría condenada a volver “al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas”. Por un lado o por otro España no parecía tener salida. Afortunadamente también  operaban en la historia otras fuerzas.

Baroja, Grapo y otras cosas

Vale la pena leer el ensayo de Fernando Bellón en  “Perinquiets”  Pío Baroja, la novela y yo,  cuyo capítulo I enlacé aquí el 3 de marzo. Son siete capítulos y enlazo ahora el quinto, por corregir dos puntos menores que me atañen (la memoria hace muchas trampas). Se refieren al año 1981:

 ”Luego se ha sabido, entre otras cosas porque lo han contado quienes lo vivieron, que los servicios de inteligencia soviéticos y de la República Democrática Alemana tenían contactos y puede que hasta entregaran fondos al GRAPO-PCR. Nunca fueron prochinos, pero pasaron a ser prosoviéticos de un modo súbito y sospechoso”.
El PCE(r) Grapo no solo era uno de los muchos grupos prochinos de la época, sino el más consecuente, con diferencia. Es casi imposible que en el ambiente periodístico e intelectual español se entiendan estas cosas más allá del puro folclorismo (no lo digo por mi amigo Bellón), por lo que recomendaría para entenderlo La grande controverse sino-soviétique de Jean Baby, o, a la contra, Los trajes nuevos del presidente Mao,  de Simon Leys.  Para los años 80 se planteaba el problema de cómo era posible que la URSS hubiera degenerado en una dictadura burguesa  mal disimulada (revisionismo), problema que desde la muerte de Mao se agravaba con la ascensión al poder en China del grupo también revisionista de Teng Hsiao-ping y  más tarde con la invasión por China del glorioso Vietnam que había derrotado a la superpotencia useña. ¡Solo quedaba un país realmente marxista-leninista, Albania!  En el PCR  habían tenido la buena idea de expulsarme, en verano de 1977, y con  otros dos camaradas estudiamos durante varios años estas cuestiones llegando a la conclusión de que el marxismo fallaba por su misma base teórica, en apariencia tan sólida. En cambio los jefes del partido siguieron el camino inverso: era inconcebible que hubiera tanto revisionismo y degeneración burguesa, de modo que en el fondo tanto los chinos como los soviéticos seguían siendo auténticos comunistas, solo se habían equivocado al convertir en  contradicciones antagónicas  lo que solo eran contradicciones menores (“en el seno del pueblo”, como decía Mao). Supongo que trataban de congraciarse con los soviéticos como su última tabla de salvación, que no les salvó mucho, creo. Es decir, desde su fundación como OMLE en 1968, fue un partido radicalmente “prochino” o marxista-leninista, el más radical y teorizante en España, que evolucionó en sentido prosoviético a principios de los años 80, creo recordar. Es decir, no deben confundirse los tiempos.

También hay una confusión temporal y otra de concepto en las siguientes frases: “Me suena en la memoria que (Moa) tenía una buena relación con Gonzalo Fernández de la Mora y con Ricardo de la Cierva. Ignoro por qué caminos había llegado a ellos. El caso es que me telefoneó a la redacción con una propuesta muy periodística. Si podía publicar en “Diario de Valencia” una entrevista con él. Venía a ser eso un scoop, una primicia. Pío quería asegurarse determinadas declaraciones en la entrevista, y me preguntó si me importaba que él la trajera hecha. Siendo algo vital para su “reintegración” me pareció que no podía negarme. Quedó en venir a Valencia a entregármela personalmente. No le importaba que yo la firmara, pero a mí sí, y me inventé un seudónimo cualquiera”

Por esas fechas creo que seguía en la clandestinidad, no tenía la menor relación con Ricardo de la Cierva ni llegué a tenerla más allá de coincidir con él en alguna tertulia televisiva o algo así, muchos años después. Con Fernández de la Mora hablé dos o tres veces porque me invitó a una tertulia suya, pero esto fue ya en 2000 0 2001, después de haber publicado Los orígenes de la guerra civil. Por lo demás, no tenía yo la menor intención de “reinsertarme” o “rehabilitarme” (¿ante quiénes?), sino que trataba de establecer la verdad de lo que había pasado y lo que era o había sido el Grapo, ya que los medios no contaban más que embustes y especulaciones entre idiotas y malintencionadas. Por eso me puse a escribir De un tiempo y de un país. Por lo menos ha quedado un testimonio veraz de todo aquel asunto, para quienes tengan interés en él.

No digo estas cosas como crítica a Bellón, sé de sobra lo difícil que es eludir algunas influencias de ambiente y las confusiones de la memoria, y además no quitan nada al interés del ensayo.
https://agroicultura.com/general/retratos-paralelos-de-ayer-y-de-hoy-baroja-la-novela-y-yo-5/

Pío Baroja, la novela y yo (1) – Agroicultura

1 Comentario

  1. rafael escrig fayos 7 marzo, 2023

    Leer este trabajo de Fernando Bellón, supone ver una faceta luminosa, apenas conocida por el gran público, del gran prisma de la desinformación y del adoctrinamiento político actual. Diría que es un manotazo de agua fría a la cara del lector. Su valor intrínseco radica en la información que aporta. Si este trabajo se hubiera hecho al tuntún de unas ideas preconcebidas, no tendría ningún valor, pero es todo lo contrario. Las referencias bibliográficas que aporta le dan solidez y la credibilidad necesaria a todo ensayo. Me han gustado todos los capítulos, en especial esta última entrega. FernandoBbellón, en su conocida humildad, parece que revierte todo el valor de su trabajo a los personajes que alude, como Trapiello, pero es él, con su esfuerzo lector y de análisis, el que merece de verdad los elogios por darnos a conocer de forma tan amena estos detalles de la historia reciente de España.

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